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Guillermo Ortiz: La Copa Davis de Juan Martín del Potro

A Del Potro no se le ocurrió otra cosa que hacer la broma: “A Nadal le vamos a sacar los calzones del orto”. Cosas de adolescentes recién llegados al circuito sin verdadera conciencia de lo que supone una frase desafortunada. Argentina se había clasificado para su segunda final de Copa Davis en tres años; la anterior, en Rusia, la perdió en el quinto partido. Ahora las cosas habían cambiado: jugaría en casa, en Mar del Plata, delante de una afición enloquecida y futbolera que era consciente de su poder: “Fer tiene miedo, Fer tiene miedo” le gritaban a Verdasco después de cada error.

Bravuconadas aparte, la eliminatoria parecía muy desequilibrada: Nalbandián era un jugador casi imbatible en la Davis, un coloso que reservaba su talento para estas grandes ocasiones. Del Potro venía de hacerse un sitio en el verano estadounidense, con apenas 19 años. Su juego agresivo, de saque y derecha plana, parecía el ideal para la pista ultrarrápida que la Federación Argentina había elegido para la eliminatoria. Nadal, por si esto fuera poco, estaba lesionado.

Con calzones o sin ellos, era el momento: Argentina tenía que ganar y Del Potro asumir el cambio de guardia.

Nalbandián ganó el primer punto. Limpio y rápido: tres sets contra Ferrer. Llegaba el turno de Juan Martín, enemigo público número uno de la prensa española, empeñada en ridiculizarle como “Del Orto”. Enfrente, Feliciano López, un jugador inclasificable, de los que ves entrar en una discoteca con su pelo largo, su 1,90, su estola al cuello… y te resulta imposible imaginártelo corriendo de lado a lado de una pista y agachándose a devolver una bola. Correr es de cobardes y feos.

El primer set cayó del lado argentino, fácil. El segundo set, contra todo pronóstico, fue para Lopez en el tie-break… y a mediados del tercer set, Del Potro se lesionó. Empezó a quejarse ostensiblemente y a maldecir. La hinchada se quedó muda. A duras penas, llegaron a un nuevo tie-break, pero volvió a ganar Feli. Argentina tenía que ganar dos sets más para ganar el punto. Imposible pedir tanto a un jugador cojo.

El 1-1 del viernes llenó de dudas a los locales, invadidos por esa especie de pesimismo que los propios españoles les inculcamos durante siglos. Del Potro no pudo jugar el partido de dobles y en su lugar entró Calleri. Argentina perdió. Tampoco pudo jugar el cuarto partido, ante Verdasco, y tuvo que ocupar su puesto José Acasuso, el mismo jugador que había perdido la final de 2006 en el quinto partido ante Marat Safin.

Era domingo, día de partido por excelencia… y de resurrección. La grada se animó pidiendo el milagro y arreciaron los gritos de nuevo: “Fer tiene miedo”, “Fer tiene miedo”… y Fer, desde luego, parecía tenerlo. Yo, que no he dado un revés a dos manos como dios manda en toda mi vida, me imagino lo que debe ser hacerlo delante de 10.000 fanáticos. Se llevó el primer set pero perdió los dos siguientes entre errores increíbles. Las barras bravas se crecían. Nadie dudaba del triunfo de Nalbandián ante López, así que todo se jugaba aquí, en este cuarto punto decisivo. El empate, en realidad, era la victoria. La gloria argentina, por fin, el homenaje al guerrero caído en combate, Del Potro, celebrando cada punto como si fuera una final de Wimbledon…

Y en medio de toda esta algarabía, a un set de la victoria, Acasuso miró con pánico al entrenador y al banco. No se lo podía creer. No podía estar pasándole esto a él. Otra vez no. El fisioterapeuta intentó calmar los calambres pero solo pudo aguantar un set más, por orgullo, aunque cediera 6-3. El último fue un paseo, 6-1 para Verdasco. Mar del Plata era un tanatorio sin chistes.

Del Potro pasó definitivamente a ser Del Orto para el Marca. Nadal no se lo tuvo nunca en cuenta, de hecho ni siquiera apareció por Argentina: después de un año agotador se fue a una isla del Pacífico a desaparecer y se enteró de todo por SMS. Era la tercera Copa Davis para España en ocho años, al siguiente caería la cuarta. Argentina asumió que tendría que esperar una oportunidad como esta, pero sería difícil: en casa, con dos estrellas y ante un rival sin su máxima figura. Pucha.

Probablemente, el país pasara página rápidamente y centrara sus ojos en crucificar o santificar a cualquier otro deportista. Los argentinos, como los españoles, tenemos un curioso sentido de la moderación. Juan Martín apenas necesitó un año para echarse los demonios de encima: en septiembre de 2009, tras cinco sets, le ganaba la final del US Open a Roger Federer.

Todo ello sin necesidad de sacarle los calzones de ningún sitio.

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