Opinión Portero delantero

Pepe Albert de Paco: Mi viejo profesor de tantas cosas

Como tantos literatos, hubo un tiempo en que no tuve más remedio que dar clases de escritura. Nadie se sorprenda; después de todo, España es un país pródigo en gentes que estudian filosofía, historia o… ¡periodismo! con el solo objeto de preservar la especie. Las aulas donde traté de inculcar maneras en el arte de la narración pertenecían a una respetabilísima Escuela de Escritura. Al poco de debutar supe de inmediato que, en realidad, quien habría de formarse en lo que concierne a la elección de las palabras era yo. No en vano, la mayoría de los alumnos que se inscribían en mis clases no pretendían aprender un carajo, sino que yo les confirmara lo mucho que sabían.

Dado que, salvo tres o cuatro honrosas excepciones, durante cinco años no di con nadie que hilvanara dos frases con sentido, al principio tuve que lidiar con más de un susceptible, esto es, con individuos a los que nos les convencían mis críticas (¡ni mis soluciones!) y, con el orgullo hecho unos zorros, musitaban: «Eso que dices no lo comparto porque, total, es una cuestión de gustos«. De nada servía que yo les recordara que se habían matriculado en mi clase para que yo les educara el gusto, sobre el que tanto se ha escrito. El caso es que llegó un momento en que me harté de esos conatos pataleteros y, ya con dos hijas a mi cargo, resolví darme al eufemismo. De lo que se trataba, en fin, era de alabar todos y cada uno de los ejercicios que me eran presentados y, sólo al final del masaje, acometer una observación más o menos ínfima, un reproche amabilísimo que, sin llegar a avergonzar al autor, diera cuenta de que, en efecto, tenía un cierto margen de progresión; es más, estaba condenado a progresar.

Pronto descubrí que eso era lo que más satisfacía a los aprendices que se extasiaban ante la evidencia de que, aun siendo unos genios, eran genios imperfectos y, por consiguiente, humanos. Mi cruzada para evitar toda suerte de tiranteces (qui paga mana!) se exacerbó cuando la dirección del centro renunció a las pruebas de acceso, convirtiendo lo que ya era un coladero en una especie de sumidero en el que incluso Espido Freire hubiera tenido un porvenir más o menos incierto. Sobre todo, a la hora de gritar que todo es cuestión de gustos.

El caso es que, día a día, fui afilando los eufemismos con que despachar a la turbina de literatos que, en sus entendederas, los ochocientos y pico euros anuales que pagaban por el curso no eran sino un gravamen que les concedía derecho al elogio. «Has armado un relato ciertamente vigoroso con una suerte de trastienda que, en fin, debiera ser la envidia de la clase; no obstante, eso de que el padre sea un yuppie que pertenezca al comando Madrid, no sé yo. Sobre todo, porque la historia está situada en Barcelona, ¿cierto?«. Convengo, con Jiménez del Oso, en que siempre hay un más allá: «Me asombra la caracterización del protagonista. Es algo que, sin duda, merece mi aplauso. Ahora bien, ¿has reparado en que al protagonista no le ocurre nada, pero lo que se dice nada? Es una minucia, lo sé, pero te invito a reflexionar sobre ello«.

La inexistencia de filtros fue propiciando que, en un mismo grupo, coincidieran alguna que otra mujer con verdadero talento y patanes incendiarios, de esos que no acaban de entender que haya un «por qué» y un «porqué«, o que «aun así» se escriba sin tilde, o que ningún relato alucinado pueda acabar con la frase «entonces se despertó». Por lo general, eran los mismos que, a porta gayola, y sin haber atendido a ninguno de mis elogios, solían espetarme: «Pero, ¿te ha molao o no te ha molao?». Vislumbré el fin de mis días cuando me topé con el texto de una señora que, inquiriéndome de forma nerviosa por su presunta veta planiana, no aceptó un monosílabo por respuesta. «El domingo voy a comer calsots a Tarragona con el grupo y en la estación del pueblo me espera el cuñado de una amiga que tiene un ferrari, qué bien dar una vuelta con el ferrari i luego comer calsots acabamo s un poco pirrípis y cantamos unas canciones. Luego volvimos a Barcelona«. Pongamos que no recuerdo qué le dije. Lo que sí recuerdo, para mi conciencia peor, es lo que, hace apenas unas semanas, le pregunté a mi editor en Libertad Digital, Mario Noya: «¿Qué? ¿Te ha gustado?«

Pongamos que no recuerdo lo que me dijo.

 

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5 Comentarios

  1. La cuestión de las jerarquías en el escribir es un asunto espinoso. Cuando leo la prensa, jamás encuentro los dos puntos (:) que tanto me gustan y que tanto aclaran al leer. Al menos eso creía yo. Ahora la cosa va de comas. Orgía de comas.

    Pero fue una profesora dulce y atractiva quien me terminó de hundir mi idea del docente hispano. Me había corregido con mucha ternura pero firmeza varias frases donde yo había usado el verbo «enjugar». En su lugar, ella lo cambiaba por «enjuagar». Le hablé del étimo que era distinto. Tras enseñarle la acepción del diccionario, me creyó.

    Ella da clases en la universidad y yo no. Me chincho.

  2. Juan Fuertes

    Verás. Es que, como me dijo en una ocasión un profesor que tuve, para dar clase en la universidad es necesario, únicamente, ser doctor, o estar escribiendo la tesis. No hace falta, como antes, el Certificado de Aptitud Pedagógica (es decir, no hace falta ser maestro). Con esto, queda todo claro, ¿no?.
    Yo soy profesor en la denostada UOC. Denostada, o no, siguen llegando los estudiantes con enormes carencias en la escritura. El problema, el verdadero problema, es que «se enorgullecen de sus carencias».

  3. Es la pedagogía, chachos: hace veinte años mi sobrino estudiaba en un buen instituto de Oviedo –repito: un buen instituto–, y cuando levantaba la mano para preguntar al profesor algo que no entendía bien, los compis de la clase le silbaban y abucheaban. De ahí a la universidad, aunque mi sobrino, con buen criterio, prefirió ponerse a trabajar. Si eso ocurría hace veinte años ¿qué estará pasando ahora? Seguro que te llaman fascista por exigir que se coloquen las tildes.

    Si el Ministerio de Defensa está en manos de Chacón y la visión de Estado a cargo de Leire Pajín, ¿nos podemos extrañar de lo que nos sucede?

  4. Y esto es genial: “Has armado un relato ciertamente vigoroso con una suerte de trastienda que, en fin, debiera ser la envidia de la clase; no obstante, eso de que el padre sea un yuppie que pertenezca al comando Madrid, no sé yo. Sobre todo, porque la historia está situada en Barcelona, ¿cierto?“

    Y esto parece de Gila hablando de su familia: “El domingo voy a comer calsots a Tarragona con el grupo y en la estación del pueblo me espera el cuñado de una amiga que tiene un ferrari, qué bien dar una vuelta con el ferrari i luego comer calsots acabamo s un poco pirrípis y cantamos unas canciones. Luego volvimos a Barcelona“

    jaaaaajaajajaaja. Qué bueno. Faltó que explotara la bombona del gas y la abuela sorda gritara aquello de «¡No deis portazos!»

  5. Pingback: Aprendiendo a leer « el pandemonium

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