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Javier Giner: Y de repente, se imagina enamorado (un cuento de navidad)

ilustración Y DE REPENTE

Debería sacar el billete de cincuenta y dejarme ya de tonterías, hay personas esperando —se recrimina Gaspar mentalmente, con culpabilidad, entretenido en buscar el cambio exacto. Esas monedas. Aunque hace frío en la calle, sus manos sudan dentro del pantalón, en los bolsillos a reventar de papeles, apremiadas por un deseo que les hace fallar en su empeño.

Son doce euros chaval —repite con un deje rutinario y cansado el hombre barbudo canoso tras la ventanilla de cristal. La voz rasposa del hombre y su mirada hacen temblar a Gaspar por un segundo. Le sorprende que el barbudo al otro lado del cristal no participe del anonimato que esperaba de este tipo de lugares y que, al contrario, clave sus ojos claros en él como diciéndole: sé quién eres y nunca más se me olvidará tu cara. Te tengo fichado, vicioso. Se lo voy a contar a todo el mundo, chaval.

Sí, sí, perdona. Es que estoy buscando…

Pues date vida tío, que hay gente esperando con el calentón —responde secamente el barbudo. Al hacerlo, se gira para colocar unas toallas blancas y unas chanclas en algún lugar que escapa a la visión de Gaspar. Con ese movimiento, descubre su incipiente calvicie y barriga. Un Santa Claus en camiseta desesperado y harto de su trabajo.

Hasta en el puto día de Nochebuena, no hay manera… Nadie debe tener familia —le oye Gaspar murmurar con una especie de ritmillo musical aprendido, en una conversación que está seguro acostumbra a tener, la conversación solitaria. No hay rastro de otra persona que cohabite la pecera mientras el hombre revolotea en el cubículo acristalado, dedicándose a actividades laborales que Gaspar desconoce y que nunca hubiese podido imaginar que existieran.

Le parece curioso, incluso algo enfermizo, que la habitación transparente esté recubierta en dos puntos huérfanos por espumillón verde que con seguridad conoció tiempos y brillos mejores. La presencia de tan raquítica decoración recuerda a los visitantes que es Navidad, aunque Gaspar esté seguro de que les importa bien poco. Le produce un anhelo casi insoportable relacionar el lugar con esas fechas. Desde luego, en el orden de la mayoría, de la seguridad del mundo, en la estructura moral que se establece en las calles, en la multitud, en los conceptos compartidos, en los ruidos, en el devaneo de gente, en la sucesión interminable de noches y días, eso no suele ser así. Sin embargo, aquí está él contra todo pronóstico: intentando encontrar las monedas exactas. En la tarde de Nochebuena. En la puerta de una sauna.

Ya está. Perdona… —deja escapar Gaspar azorado al tiempo que deposita sobre una bandeja plateada doce euros exactos en monedas de dos. Inconscientemente se gira para comprobar que tras él se extiende una cola extensa de diversos tipos de hombres entretenidos en mirar a cualquier lugar que no sea los ojos de las personas que tienen alrededor. Todos ellos respirando, casi al unísono, como un ballet masculino de maniquíes inamovibles. Gaspar vuelve a chequear su reloj. Son las cuatro y diez de la tarde. Aún tiene tiempo hasta que empiece la cena.

Toma. La llave para la taquillita y la toalla. ¿Qué pie tienes?

Cuarenta y dos —responde Gaspar e infantilmente se mira sus náuticos como cerciorándose a vista de pájaro que no ha mentido.

Ahí van: los condones y el lubricante. El barbudo canoso le entrega a Gaspar todos los objetos a través de la bandeja y con ellos una llave marcada con el número ochenta y tres. Ala, a pasarlo bien y, ya sabes, Feliz Navidad sentencia el barbudo con un pequeño rintintín.

Gaspar sonríe avergonzado apartando la mirada y penetra en la oscuridad acuosa de la sauna y de su imaginario de mareas de cuerpos masculinos desnudos, sin saber si acaban de apoyarle en su gesta, o por el contrario, se acaban de mofar en su cara. No sería la primera vez.

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Gaspar se ha quitado la ropa y la ha colocado ordenadamente en la taquilla que le han asignado, compartiendo un ritual silencioso con el resto de hombres que hacen lo mismo que él. Una liturgia extraña y curiosa en la que se incluyen comentarios mudos y sonidos esporádicos, casi todos jadeos y vítores, que llegan desde el otro lado de la fila metálica, producidos por cuerpos que ninguno de los que se desnuda puede ver todavía. Ahora Gaspar está de pie, desatándose el reloj, cubierto únicamente por una toalla que descansa pesadamente, dada la atmósfera vaporosa, por encima de sus rodillas y calzado con unas chanclas azules de plástico barato. Si fuera capaz de visualizarse, si pudiera salir de su cuerpo y verse en este momento, sabría que parece un chaval desvalido. Se ha colgado la llave de la taquilla en torno a la muñeca, como ha visto hacer a un hombre maduro cuando ha pasado junto a él. No ha podido evitar, mientras se desnudaba, compartir el juego de robo de miradas entre todos los hombres, un juego lejanamente erótico, lleno de silencios y de tensión, repleto de promesas. Y aunque él también ha mirado, no ha sabido entender si estaba siendo deseado o no.

Mientras se quitaba los bóxers de raya diplomática, se ha sentido inexperto, a sus veinte años, dueño de un pecho imberbe y un cuerpo poco formado, con los brazos aún demasiado largos, como un animal que tiene todo por aprender. Sin saber por qué, ante su propia desnudez pálida, ha pensado en su familia, en su madre, que posiblemente a estas horas haya dado comienzo ya a los preparativos de la cena de Nochebuena junto a su hermana, ajena a que su pequeño Gaspar se está desnudando en una sauna. La ha imaginado con el pelo estudiada y perfectamente preparado, colocando las velas y la cubertería de plata, la que utilizan para las ocasiones especiales. Le ha visto inclinada sobre el tapete blanco inmaculado asegurándose de que no haya un solo desdoble ni mancha que oscurezca la perfección de la disposición de la mesa y con ella, de la noche, de la cena y de su vida entera. Su padre, supone, seguirá en la consulta puesto que en estas fechas la gente adolece mucho más de soledad y con ella de locura, y le ha imaginado también, como hace todos los años, sentado a la mesa de Navidad con su queja infinita de todas las recetas de ansiolíticos y antidepresivos que prescribe en diciembre y enero. Gaspar se ha preguntado si el resto de hombres que entrevé deshaciéndose de pantalones y zapatos frente a sus agujeros individuales, tendrán una familia, y si, de ser así, compartirán villancicos y una cena de Nochebuena con ella dentro de unas pocas horas. Y si, de hacerlo, alguno de ellos confesará orgulloso de dónde llega y lo que ha hecho. Está seguro de que no es así. En este mundo, como en el de fuera, dominan los secretos.

Al sentarse un segundo en el banco de madera desgastada, tras asegurarse de que su taquilla está bien cerrada y de que el barbour descansa tras la puerta, le ataca la sensación placentera de sobrellevar su soledad de manera mucho más estoica aquí dentro, calmadamente incluso, puesto que este mundo está poblado de hombres que están tan solos como él. Aquí, se ha dado cuenta mientras respiraba sentado en el banco bajo una luz espesa y tamizada y ese innegable olor sucio a limpieza rancia que puebla la sauna, nadie le mira por estar solo y a él no le sorprende que los demás lo estén. La soledad en este mundo, como en los aeropuertos, es parte de la mecánica del lenguaje. Es una identidad aprendida que hace las cosas más sencillas y directas. Es, al fin y al cabo, aceptada y esperada.

No como afuera, en el mundo real, donde se cuelga de su vida como una maldición y le hace sentirse incompleto.

Sobre el suelo descubre una tarjeta al mover uno de sus pies. Cuando su mano temblorosa la recoge, ve que pertenece a una floristería. Ha debido de caerse de alguno de los bolsillos de otro visitante. No puede evitar imaginar que algún hombre, que posiblemente esté ahí dentro con uno o varios desconocidos, ha debido de utilizar ese servicio para comprar un ramo de flores a una persona a la que quiere con locura, a alguien importante para él. Después de todo, en la sauna y en cualquier otro lugar, es Nochebuena, y en un día así, es propicio demostrar el cariño a base de regalos, aunque sean flores y pierdas después la tarjeta en la oscuridad del instinto. Con decisión Gaspar se levanta, vuelve a abrir la taquilla y deposita la tarjeta dentro de sus chinos, doblada y oculta tras varias capas de ropa que yacen descansando en la oscuridad húmeda, junto a los condones y el lubricante. El está seguro de que no los necesitará. Él está aquí por razones distintas al del resto de los hombres que le miran.

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No ha pasado demasiado tiempo, pero ha sido suficiente para que, llevado por la necesidad de encontrar lo que busca, Gaspar haya recorrido toda la sauna presa de una sensación incómoda. Algunas de las escenas que acaba de contemplar le producen rechazo, semejante a un pudor infantil, aunque al verlas se haya recordado que ha empleado más de una situación parecida, eso sí, tras la seguridad de la pantalla de un ordenador, para masturbarse en los últimos años. Y ahora que podría estar participando de sus propias fantasías, normalmente compuestas por más de un cuerpo en activo, las que ha tenido en la seguridad de su hogar mientras sus padres descansaban los fines de semana en la casa del campo, se descubre que no tiene necesidad alguna. El deseo ha dejado paso a una sensación de pérdida, rechazo y abandono y se da cuenta de que el comercio enfría las sensaciones y los sentimientos. Conseguir compañía, se reitera, no resulta complicado, y mucho menos entre esas paredes, entre los pasillos, en las entrañas de las cabinas acolchadas que descansan bajo la ausencia de luz. Lo que resulta endemoniadamente complicado es conseguir comprensión. Después de todo, quizá los cánones que rigen estos sitios no se diferencien tanto de lo que ocurre en la vida diaria. Ninguno de los ojos con los que se ha cruzado en su caminar, atalayas entre las sombras, le han dado la seguridad o la confianza suficiente como para poder hablar y contar su historia. Desde luego hay gente, pero ninguno de ellos, de los muchos que pueblan el submundo, se asemeja a lo que él necesita en esa tarde de Navidad: alguien que le entienda.

Va a ser imposible. Después de todos estos meses, no va a conseguirlo.

Decide darse más tiempo, de forma desesperada, puesto que necesita pensar, y se dirige, pasando frente a la piscina llena de rostros expectantes como boyas abandonadas, al bar. Camina hacia allí tarareando una antigua canción de Simone Langlois que recuerda haber oído a su abuela cuando él era niño y, con ella, con la voz de esa mujer muerta que tanto le quiso, que sabía leer en sus ojos, gana algo de la confianza perdida en su paseo por el territorio desconocido de la sauna. Al fondo aparece un pequeño agujero en la pared, escondido tras unas rejas carcelarias marca del interiorismo del lugar. Tras ellas, en lo que se asemeja a una caverna mejor iluminada que el resto del local, fruto de la luz que se desprende de una televisión elevada donde se proyecta una película porno, se extiende un pequeño espacio que cuenta con una barra y varios taburetes. Alejadas de ella, sumidas en sombras, hay varias mesas con sus respectivas sillas, algunas de ellas ocupadas por rostros que Gaspar no puede ver con claridad, portadores asimismo de chanclas y toallas. No entiende muy bien qué hace aquí, en este lugar, y por un momento, se para ante la puerta del bar, como ante un impedimento imaginario y transparente, una pecera compuesta únicamente de sus propios temores, intentando decidir si vale la pena seguir adelante con su plan, o si por el contrario, debería enviar todo a paseo y simplemente convertirse en uno más para, diariamente, quejarse de la suerte que le he tocado vivir fuera, en el mundo real.

Aunque sus ojos hace tiempo que se han acostumbrado a la luz reinante, no puede realmente ver más allá de sus narices puesto que la luz de la televisión tamiza allí donde descansa, pero la gente, en este mundo, confía más en los espacios en sombra y el espacio frente la televisión, a sus pies, está vacío. Sabe que hay gente poblando ese habitáculo, el bar, puede sentirlo y las respiraciones se lo confirman, pero un silencio sepulcral se adueña de él, resquebrajado rítmicamente por jadeos, gritos y susurros provenientes del resto del lugar. Al fondo, cree adivinar que dos hombres, puesto que puede ver el reflejo blanquecino de sus toallas, comparten conversación, en un tono de voz que impide a Gaspar saber exactamente qué es lo que dicen pero que permite escuchar un continuado siseo. Tampoco le interesa mucho lo que se estén diciendo, sea lo que sea, no es asunto suyo. El necesita alguien que esté solo.

¿Tomas algo? —una voz desde el otro lado de la barra acaba de sentenciar su futuro, puesto que Gaspar sigue de pie en la puerta, inamovible. Ante la invitación se acerca tímidamente al bar y busca con la mirada la hilera de taburetes. Frente a él, tras la barra, un chico rapado, atractivo y definido. Sin llegar a estar musculado, tiene el cuerpo lleno de tatuajes y pendientes, al menos los brazos y la cara, que es todo lo que Gaspar puede ver. De edad desconocida pero decididamente joven, se apoya en la barra mientras presiona desde un mando a distancia el botón de pause y así, inclina la cabeza recibiendo a Gaspar y quedando a su disposición. Lleva puesta una camiseta negra de tirantes, roída y usada, con un logo que lee “The Misfits”. El hecho de ir vestido le confiere una seguridad de la que carecen muchos de los hombres que Gaspar ha visto en su paseo. El chico se mueve con soltura y facilidad, como si el espacio fuera una prolongación de su cuerpo, sin necesidad de medir sus movimientos. Hay algo en él, quizá su naturalidad, que invita a la confianza.

Eh… —duda Gaspar—. Un café con leche, por favor —pide finalmente.

Aquí no tenemos de eso, tronco —le contesta el camarero con una media sonrisa. De vez en cuando lanza miradas hacia un televisor pequeñito que hay sobre unas cajas de cartón, oculto para la clientela por la barra de madera y que él, supone Gaspar, utiliza para entretener los tiempos muertos. Tenemos de todo menos café, fíjate —dice el camarero entretenido por la petición de Gaspar. Tenemos hasta absenta. Pero no lo vayas soltando por ahí, porque es ilegal, ¿sabes?

Pues… ¿una coca cola light? —pregunta Gaspar tomando asiento.

Pues lo que tú digas. Aquí estoy yo para servirte. Pero tiene que ser zero —dice el camarero y a Gaspar le parece que está siendo un divertimento para él.

Zero está bien —contesta Gaspar. «Se me debe notar que soy novato en esto», piensa. Sin embargo, la sensación de ingenuidad no le parece temerosa con el camarero, al contrario de lo que le ocurría con el barbudo de la puerta. Con este chico las cosas parece que son más sencillas.

Huele raro en este sitio —se sorprende Gaspar diciendo al aire.

Si tú lo dices… Yo debo estar acostumbrado porque a mi me huele rara la calle, tronco. Claro que después de pasar el tiempo que paso yo encerrado aquí, cualquier cosa huele rara… Cualquier cosa normal, por lo menos —el camarero sonríe, una sonrisa dulce propiciada por su propia ocurrencia, mientras le dice a Gaspar el importe exacto de su coca cola y le explica que pagará lo que tome al salir, puesto que él apuntará todo lo que beba y será identificado por el número de la taquilla que lleva colgado de la muñeca. — ¿Algo más?

No. Gracias.

Pues vuelvo a mi serie, si no te importa. Lo que necesites ya sabes… —le dice el camarero y se agacha para sentarse en un pequeño taburete que Gaspar fácilmente identifica con uno que él mismo compró no hace mucho en Ikea, frente al televisor cuyas imágenes iluminan los bajos de la barra, sumiendo al camarero en un oasis de luz personal e intransferible. Gaspar no puede evitar preguntarse qué ocurrirá a continuación, en la serie que ve el camarero que sonríe y en su vida.

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Tres coca colas zero más tarde, los créditos finales del capítulo final comienzan a aparecer en la pequeña televisión del camarero. Gaspar lleva dos horas sentado al taburete y en ese tiempo, salvo un par de personas que han pedido sendas copas, no ha visto ni hablado con nadie. Los dos hombres que se han aproximado le han invitado a acompañarles a otra habitación a disfrutar de privacidad y un poco de espacio, pero Gaspar educadamente ha declinado su oferta. Ha intentado iniciar una conversación con ellos, recordándose a sí mismo la razón por la que está aquí, pero ambos, dándose cuenta de que Gaspar tomaría un esfuerzo extra, el de la conversación, que no están dispuestos a cumplir, se han alejado sin despedirse siquiera. Gaspar se ha dejado estar sentado e intentar disfrutar de sus coca colas, mientras piensa en qué hacer y confirma que debe resultar atractivo para algunas de las personas que comparten ese espacio con él en esa tarde, pero que, sin embargo, nadie está interesado en saber nada acerca de él.

Del fondo del local comienzan a escucharse bufidos y ruidos, mucho más violentos y audibles que los jadeos rítmicos a los que ya se ha acostumbrado, acompañados por el resonar de unas chanclas que se acercan corriendo. Un hombre aparece de entre las sombras, proveniente del interior de la sauna, de las tripas del intercambio. En cuanto llega a la puerta, sudoroso, con la respiración entrecortada, deja escapar una sonora carcajada y comienza a compartir sus noticias con todo el mundo en un tono de voz más elevado que los cánones que dicta el espacio, acaparando la atención en un abrir y cerrar de ojos.

¡Tío, qué fuerte! —Gaspar identifica que se dirige al camarero— ¡Un cabrón se ha cagao en el cuarto oscuro!

¡¿Cómo que se ha cagao?! —pregunta el camarero sorprendido.

¡Que va de ghb hasta las cejas, no puede ni decir su nombre! ¡Tío, qué fuerte! ¡No veas cómo ha dejado eso! ¡Hay una peste insoportable!

¡¿Pero qué coño estás diciendo?! —pregunta el camarero.

¡Que se ha cagao! ¡De repente! ¡Sin avisar! ¡Estábamos ahí y va el tío y se caga! ¡Hay que hacer algo! —y tras decirlo se queda apostado en la puerta a la espera de una reacción.

Cagoenlaputa, joder —el camarero sale de su fortaleza tras la barra. La hostia, cómo sois… —le oye Gaspar decir mientras sale del bar y acompaña al chaval al reino de las sombras, devorados por la oscuridad.

Gaspar permanece callado, inmóvil, sin saber muy bien qué hacer y le invade la sensación de que debería hacer algo, de que la llamada de auxilio del otro hombre inexplicablemente le incluía también a él. Aunque el desconocimiento de cómo actuar le haya paralizado. Oye la voz de camarero que proviene de otro lugar alzarse entre el silencio: ¡Venga, todos fuera!… ¡Joder, todos fuera, y llevaros a ese, sacadlo de aquí! ¡Venga! ¡Y yo qué hostias sé! ¡Metedle en una ducha o algo!… ¡A ver si se le quita el colocón! ¡Venga! ¡Dios! ¡Que salgáis de aquí, hostias!

El camarero vuelve transcurridos varios minutos, que a Gaspar le parecen una eternidad, seguido de una hilera de hombres de cabezas bajas que pasan de largo ante el bar. Se le ve exhausto, asqueado. Se vuelve a colocar tras la seguridad de su atalaya y apaga el televisor, puesto que la serie hace tiempo que ha acabado.

Maricones de los cojones… Estoy hasta los huevos… —el camarero comienza a limpiar mecánicamente la barra con una balleta amarillenta. ¡¿Y tú qué?! —dice dirigiéndose a Gaspar —¡¿Puesto hasta el culo de coca, no?! Porque ya me dirás, llevas ahí pillao mirándolo todo dos horas seguidas como un búho sin decir ni mú… ¡¿O es que te pone ver porno en público?! —pregunta dirigiendo su mirada a la televisión. ¡Porque no sé si te has empapao, pero es la misma película en loop y no se descargan otra hasta dentro de dos días! —el camarero ahora habla más rápido que antes, y la media sonrisa ha desaparecido dejando paso a arrugas prematuras en su entrecejo.

Yo no me drogo —dice suavemente Gaspar. Le pega el último trago a su tercera coca cola.

Todo Dios se droga, princesita.

Yo no. ¿Me pones otra por favor? —pregunta tímidamente.

El camarero asiente en el aire, casi servicial, y respira profundamente, mientras abre la cámara frigorífica y saca una nueva botella. Gaspar le observa encogerse y lanzar un soplido.

Perdona, es que la mierda esa me ha puesto nervioso, tío. La mierda esa, nunca mejor dicho. No te puedes ni creer las polladas que tengo que ver todos los días, joder. Venga, a esta te invito yo. Por el susto —el camarero vuelve a blandir la sonrisa dulce de las presentaciones, como si hubiese borrado de su cabeza instantáneamente el mal trago. Gaspar supone que tiene que estar acostumbrado a poder hacer eso para sobrevivir y que, como todo el mundo, el camarero también tendrá su estrategia secreta, la que le permite elevarse por encima del dolor, sea cual sea.

¿Qué haces aquí?

¿Quién, yo?

No, mi madre que acaba de pasar. Sí, tú. ¿Vas a pasarte todas las Navidades ahí sentao como una estatua bebiendo coca cola? Cerramos en nada… —le dice el camarero mientras le sirve la cuarta.

Por fin, alguien que pregunta.

No, no. Tengo que ir a cenar con mi familia en poco tiempo, la verdad. He venido a buscar… Bueno, ya sabes, compañía —murmura Gaspar en un arranque de sinceridad.

Pues ahí sentado lo llevas crudo, princesita. Deberías acabarte esta y decidirte por alguien o se te van a terminar escapando todos, verás —le contesta el camarero encendiéndose un pitillo y ofreciendo uno a Gaspar.

No, gracias, no fumo. Verás, yo no he venido a… follar —le deja caer Gaspar como quien no quiere la cosa, sin percatarse de que ha comenzado a actuar acorde a sus objetivos, con completa facilidad, inconsciente. Quizás solo necesitase alguien que supiese escuchar.

¿Ah, no? —responde el camarero dejando que una bocanada de humo impregne la atmósfera de blanco— ¿A qué has venido entonces? No sé si lo sabes pero las coca colas son más baratas en la cafetería de enfrente.

Verás… Bueno, da igual —Gaspar se frena, asustado. El abismo de la sinceridad se abre ante él.

No, venga, dime, tronco, si no has venido a follar, ¿a qué has venido? Primero pides un café y ahora esto. Evidentemente no eres un experto —el camarero fuma con la mirada clavada en él, respirando profundamente. Al fondo de la sauna se vuelven a oír gritos jaleando una ducha comunitaria. Gaspar supone que están mojando al del ghb y espera sinceramente que el agua le ayude al hombre a despertar de su pesadilla. Se alegra de que haya gente siempre dispuesta a ayudar, en cualquier situación, en cualquier lugar.

He venido porque necesito conocer a alguien, tenía la esperanza de que aquí podría encontrar lo que busco… Es complicado —confiesa Gaspar mirando al vaso— Pero creo que no estoy en el sitio correcto —admite. Le ataca la conocida sensación de no pertenecer a ningún lugar: en los ambientes educados se siente demasiado diferente y en los ambientes diferentes se siente demasiado educado.

El camarero le observa sin hablar. Gaspar se da cuenta de que utiliza la antiquísima técnica de dejar que sea él quien se explique sin necesidad de preguntar. Sabe que por miedo, por incomodidad, por pura necesidad, Gaspar continuará con su historia huyendo del vacío silencioso que ha creado. Respira hondo. Cierra los ojos y aprieta las manos. Se lanza.

Necesito encontrar a alguien que me acompañe a la cena de Navidad, esta noche, con mi familia, que se haga pasar por mi… novio. ¿Entiendes?

El camarero no responde inmediatamente. Le mira.

Te estás quedando conmigo.

A Gaspar le parece detectar un tono casi paternal en su voz, la voz de ese camarero, que debe tener su misma edad y que aparece entretenido por descubrir la verdad.

A ver… Yo vengo de buena familia, ¿sabes?

Eso ya me había dao cuenta. Se te huele a la legua, chaval.

Bueno, pues eso. Mi hermana no puede tener hijos. Tuvo un problema que… bueno, no viene a cuento. Sólo somos dos hermanos: ella y yo. El apellido es importante en mi familia. Perpetuar el nombre de mi familia. Es una familia… clásica, con mucha historia ¿entiendes?

De puta madre, sí. Sigue.

Mis padres no saben que soy homosexual, porque yo soy homosexual, evidentemente, sino no estaría aquí… Sólo lo sabe mi hermana. Tampoco me entero muy bien de qué va todo esto, quiero decir que no… no me he acostado con nadie, todavía. A ella se lo conté a comienzos de septiembre.

¿De verdad no quieres un cigarro? Le pegaría a tu historia que te cagas. Soy estudiante de comunicación audiovisual, ¿sabes? Te veo así medio a oscuras, en plan confesión, pero con cigarro. Un travelling a lo Scorsese.

No, no. Que no fumo. La cosa es que hoy quiero decirles a mis padres que me gustan los… los…

Los hombres, ¿no? ¡Arranca! Tienes muy poco sentido del ritmo dramático, tío —añade el camarero.

Sí, eso. Los hombres. Y que no tendrán nietos, al menos biológicos. No quiero ni pensar si les hablo de adopción. Voy a matar a mi madre del disgusto —Gaspar bebe un poco de coca cola y se aclara la garganta en un movimiento reflejo.

¿Y no crees que igual estás siendo un poco dramático? Las cosas ya no son como antes.

Eso será en tu casa. En la mía… es distinto. He pensado —continúa Gaspar— que si me presento allí con alguien que se haga pasar por mi pareja hará todo más normal, más estructurado, más aceptable. Mis padres son capaces de cualquier cosa con tal de no perder la compostura frente a un desconocido. Son la esencia de la educación. Y podré demostrarles que tengo una estabilidad y que estoy construyendo algo junto a alguien. Me dará seguridad. Mi padre piensa que voy a la cena con un antiguo amigo que pasa las Navidades solo… Y yo estoy convencido de que presentarme con alguien y decir que es mi pareja añadirá normalidad a mi situación —dice Gaspar y suena convencido de su propio ardid. Quizás es ridículo pero temo su reacción… Y por encima de todo, me aterroriza poder desilusionarles. Es curioso como mi padre acepta y comprende cualquier cosa de sus pacientes, desde la distancia segura de su mesa, mi padre es psiquiatra, y sin embargo… no espera nada que no sea perfecto de sus hijos. Entiende cualquier cosa de un extraño que le paga por hacerlo y sin embargo… —reflexiona Gaspar en alto.

El camarero le mira con los ojos abiertos sin apartar la vista.

El problema es que, evidentemente, no hay pareja. La pareja me la he inventado yo, no tengo a nadie. Estoy solo, ¿entiendes? —le confiesa Gaspar.

Un silencio se adueña del espacio y Gaspar cree percibir que ni los habitantes de las sombras respiran. Sin haberlo pretendido, posiblemente se haya hecho con el interés de la habitación, no a base de gritos como ocurrió con el hombre que corría, sino únicamente con sinceridad, por muy extraña que ésta resulte en ese lugar.

Te estás quedando conmigo, colega —dice el camarero, pero al hacerlo sonríe, una sonrisa rápida y oculta, y Gaspar piensa por segunda vez que el camarero, accionado por un resorte interior, está comenzando a participar de su ingenuidad y que ésta se está extendiendo por la barra como un arco iris en la oscuridad, brillando con luz propia.

Va muy en serio. Necesito encontrar a alguien —le responde Gaspar alzando el vaso y brindando con el aire. Y no tengo mucho tiempo. Estoy desesperado, vamos —. Se sorprende a sí mismo reconociéndolo en alto. En algún momento de los últimos minutos, ha ganado confianza en sí mismo. ¿Qué más da, ya?

Menuda empanada mental, ¿no?

¿Yo o mi familia?

No sé, todos. ¿No tienes amigos? —pregunta el camarero.

Lo he intentado todo, conocidos, amigos de amigos de amigos, incluso echarme una pareja en serio, todo el rollo de internet… Pero… no ha habido suerte la verdad. Es realmente complicado tener pareja. ¿A ti no te pasa? No sé si soy yo. Todo el mundo tiene planes. También piensan que se me va la olla. La gente es mucho más egoísta de lo que imaginaba. Sobre todo en estas fechas.

¿Has pensado en pagar a alguien? —invita el camarero— ¿A un actor, por ejemplo? Anda que no hay peña por ahí medio muerta de hambre que lo haría encantada. ¿No hay una peli de algo así?

Pues eso no se me había ocurrido, la verdad —responde Gaspar.

Pensándolo mejor, da lo mismo. Ya no vas a encontrar a nadie. Vamos, que lo tienes crudo, princesita —comparte el camarero apagando lo que queda de cigarrillo— Todo el mundo tiene planes en un día como hoy, ¿lo sabes, no? Y, por cierto, eso no es ser egoísta —le dice.

Tú… ¿tienes planes? ¿A qué hora sales?

Lo siento tío, no te confundas. Yo soy hetero.

Pero solo tienes que sonreír y hablar con mi familia.

Ya, pero ceno con la mía y con mi novia, como todos… —se excusa el camarero.

Yo te acompaño, si quieres —una voz del fondo de las sombras se alza en la oscuridad. Poco a poco, Gaspar se da la vuelta y confronta con la mirada el lugar del que proviene la voz.

Abriéndose paso se acerca un chico joven, que ha debido permanecer sentado en la penumbra durante las últimas horas, entretenido en no sé sabe qué. El chico al que pertenece la voz es atractivo, formado y parece ser limpio. Gaspar no puede evitar fijarse en la desenvoltura del muchacho que, como el camarero, se mueve con facilidad, orgulloso de su cuerpo semidesnudo, confiado, y en lo abultado de su toalla, en el espacio delimitado por las piernas largas y atléticas que se mueven con rapidez.

Yo te acompaño, si tú quieres claro. No tengo planes hoy. Yo también estoy solo —el desconocido se acerca a la barra y tiende una mano a Gaspar para iniciar así el turno de presentaciones que acompaña con una sonrisa poblada. — Soy Ángel—.

A Gaspar le parece que los ojos del muchacho son los más bonitos que ha visto nunca. Unos ojos marrones oscuros, profundísimos. Tan oscuros como su pelo corto. Es un muchacho de una sencillez y seguridad arrebatadoras.

Gaspar no acierta a qué decir. Por respuesta, fija su mirada en el vaso de coca cola, ahora medio lleno. Tendrás que taparte el tatuaje. Mis padres los detestan —murmura.

Ángel se reconoce con la vista su propio cuerpo, en un barrido rápido y seguro que certifica el tatuaje de cuatro medusas abrazadas que lleva a lo largo del brazo izquierdo. — No te preocupes, he venido vestido —y suelta una fresca carcajada— Tengo la ropa en la taquilla. Como tú—.

La risa de Ángel resuena en la cabeza de Gaspar y comienza a actuar como un resorte que elimina el miedo. Gaspar se gira y encara a Ángel y decide comprobar si su plan puede llegar a buen puerto. — Yo soy Gaspar —y le tiende la mano para que Ángel la recoja en un fuerte apretón— Necesito que vengas a cenar con mi familia y te hagas pasar por mi pareja. Sé que suena a…

Ya, he oído tu historia. Estaba sentado ahí atrás. Te acompañaré. Ya te he dicho que yo estoy solo esta noche —le interrumpe Ángel sonriendo— Si quieres salimos de aquí y nos tomamos un café, tranquilos tú y yo. Esta noche puedo ser cualquiera.

Gracias, supongo —contesta sencillamente Gaspar—No sé qué decir, la verdad.

Vamos —Ángel le tiende el brazo para ayudarle a bajar del taburete, un gesto que Gaspar considera más allá de educado, casi acogedor. Una tímida sonrisa comienza a florecer en su cara.

Ambos se alejan buscando al unísono la salida.

Tengo que pagar las coca colas al salir. Y vestirme, claro. Perdona, Ángel —dice Gaspar volviéndose y dirigiéndose al camarero que permanece tras la barra —Que no sé cómo te llamas…

Fabián —contesta el camarero sorprendido.

Pues encantado Fabián. Yo soy Gaspar —y el muchacho deja entrever una sonrisa, llena de tranquilidad. Muchas gracias… y Feliz Navidad —le desea.

Igualmente, princesita. Y mucha suerte. Ya sabes dónde estoy si quieres un día contarme cómo terminó todo —le desea Fabián mientras se da la vuelta para comenzar a, supone Gaspar, recoger el local que está bajo sus dominios. Y Gaspar se pregunta si ese camarero que ha hecho las cosas tan sencillas y que ha sido el único que ha sabido escucharle, será feliz en un día como hoy. Espera, sinceramente, que así sea.

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Al salir del recinto, Gaspar comprueba que ya se ha hecho de noche y observa algunos de los balcones iluminados por guirnaldas de luz agarrotadas entre los barrotes. Frente a la puerta de la sauna, al otro lado de la calle, la cafetería que mencionó el camarero cierra sus puertas, recordando al mundo entero que es una noche especial, para pasar en familia.

No quiero aparecer en tu casa con las manos vacías —le dice Ángel mientras le ayuda a colocarse el barbour. Unos bombones o algo así. Eso es lo que se lleva normalmente, ¿no?

Gaspar se siente conciliadoramente incómodo puesto que no entiende la facilidad con lo que ha ocurrido todo, después de tanto tiempo, y los temores que ha ido amasando durante meses potencian la desconfianza de que este tipo de cosas puedan ocurrir, y que, de hacerlo, sucedan con tanta facilidad. Pero continúa caminando junto a Ángel, calle abajo. No piensa dejar que la soledad arruine ni la cena de Navidad ni su vida.

Tengo el coche ahí mismo. ¿A qué te dedicas, Ángel? —pregunta Gaspar mientras se alejan de la sauna.

Follo por dinero. Chapero, ya sabes —le responde Ángel con naturalidad mirándole a los ojos, y Gaspar se siente, por segunda vez en el día, desafiado, como le ocurrió con el barbudo de la puerta de la sauna, pero esta vez, el desafío conlleva la promesa de una posible felicidad futura. Gaspar no detiene el paso sino que continúa andando junto a Ángel. ¿Cambia eso algo? —pregunta Ángel.

Gaspar no responde. No sabe cómo hacerlo.

Hoy me he hecho tres fist y cuatro mamadas de viejos casados. Me he sacado ciento cincuenta euros. Así que tengo de sobra para comprar unos bombones. Estoy cansado. Y tú estás solo y necesitas a alguien, ¿no?

¿Tres fist?

Sí, tres, tío. Está de moda lo del fist. La peña se vuelve loca. No sé muy bien qué pasa últimamente. ¿Qué estará pasando con lo del fisting?

Es que no sé lo qué es —admite Gaspar.

¿No sabes lo que es el fisting? – pregunta Ángel sorprendido.

No.

¿De dónde sales tú? —Ángel ríe, entretenido— Déjalo. Luego te lo explico.

Gaspar no puede evitar pensar que en una noche como esa, en la que la sociedad dictamina los índices de soledad, Ángel participa sin saberlo de su propia ingenuidad, aunque ésta consista en una familia ficticia que vayan a tomarle por lo que no es. Un arrebato de ternura se apodera de él al contemplar a Ángel caminando, puesto que parece ver su propio reflejo en un espejo: otra persona que está sola y que inventa para sobrevivir.

¿Vas a cobrarme? —pregunta Gaspar.

Si follamos, pagas. Si cenamos, pues… supongo que no. Es Navidad— le dice Ángel, que camina pegado a Gaspar, casi protegido por él, en un movimiento unísono y fluido.

¿No tienes familia? —pregunta Gaspar y se sorprende, al hacerlo, de lo increíblemente atractivo que le parece Ángel, iluminado por el reflejo de los adornos navideños y las luces anaranjadas de la noche de su ciudad. Sabe que está empezando a hacer preguntas no por llenar el silencio, sino por verdadera curiosidad.

No preguntes tanto que saberlo todo tan rápido mata la magia, ¿sabes?

¿Sí?

Sí —le dice Ángel y suelta su respiración al aire, que la recoge en un vaho flotante. Joder qué frío hace, ¿no?

Ángel, yo, no te quiero engañar… necesito que me apoyes.

Un poco de apoyo no nos viene mal a ninguno.

¿No te importará ponerte una camisa? En mi casa son bastante clásicos con los atuendos. Sobre todo hoy. Y no quiero que te vean las marcas— Gaspar se refiere a varias cicatrices que ha podido ver a lo largo de la cara interna de los brazos de Ángel mientras se vestían. Ha sabido identificarlas con objetos cortantes y cigarrillos que queman.

Si me la compras tú, no. Me pongo lo que quieras. Ahora que te digo que esta chupa de Desigual me salió por un congo. Es buena, ¿eh? Mira, toca. ¿Habrá mazapanes?

Los mazapanes son todo un acontecimiento en mi casa.

¿Quieres nevadito? — Ángel saca un cigarrillo de su chaqueta y le ofrece a Gaspar, mientras busca un mechero en sus vaqueros apretados.

No, no fumo y tú esta noche no deberías fumar. Mis padres odian el tabaco— le responde Gaspar agradecido y temeroso.

Menuda cárcel, ¿no? Pues esta noche no se fuma, no pasa nada— contesta Ángel sonriendo— Fumo esta mierda para poder trabajar y mantenerme despierto, ¿sabes? — se justifica o eso le parece a Gaspar sin saber muy bien de qué habla.

¿Y tú qué haces? — pregunta Ángel— Además de buscar desconocidos para que te acompañen a cenas familiares.

Estudio farmacia— contesta Gaspar. Nada interesante… —se justifica— Mi vida es bastante aburrida, la verdad. Así que lo de hoy es bastante importante para mí, ¿entiendes?

Continúan caminando en silencio, disfrutando de la cercanía del cuerpo del otro al hacerlo, acompañándose en la calle vacía. Gaspar comprueba que Ángel continúa a su lado. Y que todo parece sencillo.

Necesitamos inventar una historia para esta noche, ¿no? Cómo nos conocimos, qué hago yo, cuál es mi color favorito… Chorradas de ese tipo. Para que no te pillen en un renuncio —propone Ángel.

Sí, tienes razón, aunque a mí se me da fatal inventar. No sé mentir —le apoya Gaspar y ahora, finalmente, se siente reconfortado por la fortaleza del muchacho, por su motivación y su alegría, y decidido a continuar. Mi coche está dos calles más allá— dice Gaspar animado.

Soy alérgico al marisco. Eso debes saberlo para cuando tu madre me ofrezca langostinos. ¿Habrá langostinos, no?

Seguro —dice Gaspar— Siempre hay.

Ángel camina junto a Gaspar, que le sigue al trote sin estar muy seguro de lo que hace, pero divirtiéndose por la novedad de lo que le rodea, un mundo desconocido alejado de su rutina diaria. No puede evitar comprobar que Ángel tiene un culo precioso y un paso masculino, confiado. Gaspar se imagina por un segundo manteniendo un encuentro apasionado en un dormitorio que no identifica con el suyo, sino con algún lugar imaginario que quizá haya visto en sus sueños. Ángel parece haber descifrado sus pensamientos puesto que se da la vuelta tímidamente y esboza una enorme sonrisa, llena de lo que Gaspar entiende como agradecimiento, y no comprende por qué.

¿Estás bien? — pregunta Ángel. Gaspar reconoce la capacidad de percepción de Ángel, probablemente acostumbrado a satisfacer las necesidades de otros por encima de las suyas. No contesta.

Ángel detiene el paso. Rodea a Gaspar con sus brazos fibrados y le obliga a mirarle a los ojos. Esos ojos enormes y oscuros.

No te comas tanto el tarro. Que te haces la vida imposible.

No me como el tarro.

Te estás rayando. Te lo veo.

No, que no. Un poco. Sí —admite Gaspar— Me desconciertas.

Tú tienes una familia que no quieres. Yo quiero una familia que no tengo. Para hoy, al menos. Necesitas compañía y yo un plato caliente. Me tocaría cenar en la pensión rodeao de borrachos… No tengo a nadie a quien mandar un puto sms de felicitación, ¿entiendes? Es triste, pero es lo que hay. Así que prefiero inventarme una movida así contigo, que pareces buena gente, y ser feliz por lo menos esta noche, ¿no? —le responde Ángel con sencillez —Hay que ser práctico. Sobre todo en estas fechas. Ilusionarse no es algo prohibido. No poder hacerlo es la putada —y Ángel sonríe.

Ese es mi coche —apunta Gaspar.

Gaspar se acerca a la puerta del conductor y la abre. Ambos entran y se resguardan del frío tras el cristal. Islas de vaho se van desplazando por delante de sus ojos, cambiando de formas, multiplicándose. Ahora Gaspar puede sentir el calor que emana del cuerpo de Ángel dentro del habitáculo frío.

Son estas putas fiestas —responde Ángel. Son las fiestas más tristes que conozco aunque todo el mundo sonría. Son las únicas fiestas que te recuerdan lo sólo que estás, ¿no crees? Menos yo, hoy yo tengo una familia… y tú también —Ángel sonríe sacando la lengua y al hacerlo apoya su mano izquierda sobre el muslo de Gaspar y lo aprieta cariñosamente. — No te pongas tenso, hombre.

No me pongo tenso.

Te estás poniendo tenso.

Que no.

Gaspar, se te nota en la cara que te estás poniendo tenso.

Un poco. Sí. Es que estás muy cerca ahora Ángel. Y… no pensé que iría a la cena con alguien como tú…

¿Cómo yo?

Así… con esos ojos. Supongo.

Pues mira, la verdad es que para ser tan friki, tú estás la hostia de bueno —dice Ángel sin perder la sonrisa.

¿Quién, yo?

¿Comparado con los viejos que me follo yo? Vamos, ya me dirás. Con esa carilla de no haber roto un plato y ese cuerpecito todo duro. Créeme, estás tremendo. Y yo de cuerpos y rabos sé un rato. No he querido mirar antes así que el tuyo no te lo he visto. Todavía. Pero tiene buena pinta. ¿Te depilas el culo?

¿Quién, yo?

Déjalo. No adelantemos acontecimientos – Ángel vuelve a sonreír— Anda que también decírselo en la cena, ¿no?

Estudio fuera. Estoy aquí por vacaciones. Es el mejor momento, ¿no? Por teléfono no lo veía nada claro…

Gaspar mira a Ángel, que descansa relajado en el asiento del copiloto, mirándole. Con esa sonrisa divertida imborrable. Y al arrancar el coche, Gaspar decide que ya ha tenido demasiado miedo. Y se repite que no hay más espacio para la inseguridad y desconfianza que le causan a diario tanto dolor. Y por un segundo, decide creer y convencerse de que quizá esté viviendo un cuento, un cuento extraño e ingenuo, y que, de ser así, necesita toda la fuerza de su propia convicción. Y que, por un momento, esta noche, necesita creer en algo, aunque sea el espíritu navideño de cuentos que leía de pequeño, junto a su abuela. Y con ello, se asegura de que las cosas están saliendo muy bien. Que por fin está haciendo lo que de verdad quería.

Y mientras el coche serpentea por las estrechas callejuelas, se dice a sí mismo que estas Navidades quizá no haga falta entender. Que quizá todo se resuma en la trillada idea de que nada es lo que parece y, por fin, aceptándolo, las piezas de ese puzle incompleto empiecen a encajar sin ningún tipo de esfuerzo, sólo dejándose llevar y siendo sorprendido por cualquiera. Y de repente se imagina enamorado de la persona que está a su lado, de esa persona tan diferente y tan cálida, tan inexplicablemente natural y práctica. Y se imagina que una persona como él podría llegar a querer a una persona como Ángel, no sólo por necesidad sino por motivos muy distintos, todos ellos relacionados con el afecto y la gratitud. En ese instante, Gaspar se imagina en un futuro no muy lejano compartiendo sus miedos con él, y no sólo follando, sino queriéndole con locura. Y en un segundo, se plantea que quizá haya un futuro, aunque sea difícil y exija compromisos y comprensión, pero un futuro al fin y al cabo, lleno de ilusión, y por primera vez los compromisos y la comprensión no se asemejan a obstáculos sino todo lo contrario, se adelantan como caminos que desea recorrer junto a él. Y asiente con la cabeza en el aire, como en una conversación de otro tiempo, sabiendo que si él tiene un futuro y si en ese futuro hay un espacio para Ángel, más allá de esta noche, algún día una persona le preguntará cómo le conoció. Y de repente, se imagina a si mismo dentro de un tiempo, frente a una infusión humeante, con una gran sonrisa poblando sus ojos y sus labios y diciendo lentamente: En Navidad. Fue bonito.

 Para todos los Gaspar y los Ángel, por Navidad.

 

 Ilustración: Siscu Romero

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14 Comentarios

  1. Una PRECIOSIDAD.

  2. Sin duda el mejor cuento de navidad que he leído jamás, así que no hace falta decir que ha sido todo un placer poder ilustrarlo.

    Eres grande Javi…

  3. Hola,
    Me gustaría dejar un comentario porque creo que puede resultar de interés. Me considero alguien muy ajeno a todo lo que cuenta este relato de ficción. Nunca había oido hablar de cosas como las que cuenta este escritor en él. Confieso que por momentos me he sentido algo incómodo con el texto, no tanto por su escritura (que me parece digna de admiración) sino por lo que en él se narraba: situaciones y lugares que considero sórdidos. Sin embargo, ha habido algo en él que me ha mantenido atento hasta el final. Una vez terminado y digerido me gustaría felicitar sinceramente al autor. Creo que ha conseguido transmitir fielmente el sentimiento navideño de muchos de nosotros: esa soledad tan triste y a la vez tan «ilusionante». Me parece un cuento maravilloso y mucho más por tratarse desde una óptica y un mundo anti-navideño. Es un gran logro. Es divertido, extraño, triste, emocionante y muy recomendable. Mis felicitaciones. Y feliz navidad.

  4. Me ha gustado muchísimo, y me encanta lo que ha escrito «Uno», has dado en el clavo. Lo tiene todo…trash y ternura.
    Te felicito de corazón.

  5. El cuento es brillante por lo que apunta «uno», la mezcla entre la sordidez del escenario y la humanidad de los personajes, me ha encantado.

  6. Maravilloso, como todo lo que escribe este hombre, gracias Javi Giner por tu talento.

  7. EMOCIONADO

    Me ha encantado. Especialmente leerlo hoy el día en el que se supone que ocurre lo que cuenta. Me ha emocionado. Me parece un cuento de Navidad precioso. Felices fiestas!

  8. No se si «precioso» pueda ser la palabra, lo que está claro es que es un cuento humano y sincero, que son las dos caracterísiticas de la Navidad. Aunque a muchos les parezca un mundo extraño, hay muchos Gaspar en este mundo.

  9. Un maravilloso regalo de Navidad.
    Lo he disfrutado de principio a fin y me quedo con muchas ganas de más.
    Felicidades al autor por dejarme totalmente colgado.
    ¿Para cuándo la siguiente?

  10. A mí me ha gustado mucho, me ha parecido una lectura interesante. Intrigante desde el principio, donde te encuentras totalmente desubicado pero poco a poco entras en la mente del protagonista y le vas comprendiendo. La navidad llega a cualquier rincón. Y este chaval, además, parece encontrar el amor.

    A hora bien, el final me parece un poco precipitado, precisamente por querer encontrar un final demasiado bueno. Es bonito en tanto que refleja el «espíritu navideño», pero me parece poco realista en cuanto a que el chaval ha tenido un golpe de suerte muy gordo, casi poco creíble.

    Pero vaya, era por sacar alguna pega (como crítica constructiva). El texto, una maravilla. Muchas gracias al escritor e ilustrador.

    Un saludo.

  11. Me flipa este cuento. No estoy de acuerdo para nada con Danie, a mí me parece que el final está desarrollado de puta madre. Yo no lo entiendo como un final bueno, porque es un final abierto. Lo que dice el escritor es lo que pasa por la cabeza de Gaspar, que es la ilusión de un futuro, pero no tiene por qué ser la realidad. Creo, igual meto la pata hasta el fondo, que el autor ha dejado el final abierto para que cada uno entienda lo que quiera. En ese sentido me parece valiente y genial, atrevido y realista. Todos nos montamos movidas en la cabeza que no sabemos si será lo que ocurrirá y que tienen más que ver con nuestras carencias que con la realidad. Y a veces, pero eso sería ya la continuación, puede que sean ciertas. Enhorabuena por haberme emocionado estas vacaciones, Javier Giner. Espero leer muchas más cosas tuyas pronto.

  12. Soporazo

    Al leer este relato lleno de candor, que entremezcla hábilmente luces y sombras, y que me parece escrito con una maestría fuera de toda duda, me siento embargado por una sensación de paz y calma. Me gustaría compartir con todos vosotros mis deseos de navidad, que son tres:
    1.- Que los hermanos Izquierdo, de Puerto Hurraco, estuvieran vivos.
    2.- Que estuvieran encerrados en una habitación con Javier Giner.
    3.- Que Javier Giner dijera algo de unas lindes, así, como sobrándose con ellos. Cómo viendo hasta donde puede llegar.

    Esos serían mis deseos de navidad.

  13. Pingback: Y de repente, se imagina enamorado (un cuento de Navidad). » Javier Giner

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