Arte y Letras Historia

Por el amor de Oh, Dios Mío

paz 4ae24a12

Las jóvenes monjas tratan de mantener la compostura mientras siguen apresuradamente el ritmo, hoy frenético, de Sor Rita. Justo antes de subir dos escalones, doblar la esquina y detenerse frente a la explanada que lleva a la puerta de la Basílica de San Lorenzo del Escorial.

Bajo la majestuosa sobriedad de la fachada herreriana, las religiosas vislumbran los tocados blancos, grises y ocres de un número enorme de hermanas, se miran y escuchan su júbilo con un equilibrio interior entre la emoción y el decoro. Es una de esas imágenes atemporales que la vida ofrece en ocasiones: podría pertenecer a casi cualquier agosto en el Escorial desde 1584.

Pero estamos en 2011. También hay vallas metálicas, autobuses aparcados a lo lejos o cámaras de televisión. Con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), la vida de las religiosas es objeto de loa, análisis y comentario en prensa, radio y televisión.

Entre la muchedumbre hay numerosas banderas españolas y de países latinoamericanos, de donde proceden hoy día la mayoría de nuevas monjas en España. Un grupo de agustinas, identificadas por una bandera del Vaticano con el nombre de su congregación dibujado en letras carmín, saltan y cantan a gritos delatando que están hechas del mismo material biológico que otras chicas de su edad, que hacen lo propio en un concierto. Sólo que no veneran a un cantante, sino a un conocido teólogo alemán de 84 años, mitra blanca y zapatos rojos. “¡Ahí está, ahí está, ya sale!”.

El encuentro, pese a su grueso recubrimiento de comunión espiritual y éxtasis, también delata tensiones internas. Todas las monjas presentes, unas 2.300, llevan hábito y tienen menos de 35 años: las condiciones que impuso la organización de las JMJ. Igual que en cualquier mitin político donde los votantes jóvenes y los pensionistas son ubicados tras el candidato en el escenario, la selección de monjas que fueron a ver al Papa ese día estaba calculada, sistemáticamente, según la lógica del espectáculo. Muchas monjas que visten de calle, la mayor parte de las 54.000 que hay en España, protestaron contra esta decisión blandiendo sus propias constituciones, el Concilio Vaticano II y ese refrán —nunca más apropiado— del hábito y el monje. Aplicando otro lugar común que venía muy a cuento, algunas de estas hermanas sin hábito (salesianas, carmelitas o jesuitinas) acusaron a los organizadores de ser “más papistas que el Papa”. Como el grupo de Sor Rita comprueba en la explanada frente al Escorial, estas cartas de protesta no sirvieron para nada.

Con gestos tan sutiles, la Iglesia demuestra su capacidad de adaptarse a cualquier nuevo tipo de sociedad, incluso al capitalismo hiper-mediatizado, manteniendo inflexible su estructura. En este caso, ha sabido transformar los campamentos veraniegos de captación de nuevos cristianos en un festival de una semana del que los medios de comunicación beben y beben y vuelven a beber. La fe ancestral es noticia.

El grupo de Sor Rita, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Carabanchel, protagonizó días atrás un reportaje para TVE. En el mismo, Sor María, una de las hermanas, contaba a la reportera que encontró su vocación a los 22 años en las Jornadas Mundiales de la Juventud de Colonia 2005: “Vivía una etapa de alejamiento y rebeldía. En Colonia volví a sentir el amor de Cristo. Y lo dejé todo por Él”.

Todo, su rebeldía, sus dos apellidos, su individualismo al vestir o peinarse, etcétera, lo dejó para lanzarse a los brazos de la pobreza y el celibato. El amor por Dios dominando los órdagos hormonales lanzados por un cuerpo que no entiende de metafísica.

Frente a los escándalos protagonizados por sacerdotes o monjes, pocos pueden recordar alguna ruptura del celibato protagonizada por una religiosa. Ellas parecen sobrellevan de una forma más discreta el sobrecogimiento del deseo. No suelen dar lugar a escenas como las protagonizadas por San Francisco de Asís, cuya respuesta en 1216, al sentirse atacado por la tentación de la carne, fue despojarse del vestido, fustigarse y salir desnudo a revolcarse en la nieve o en un zarzal (que de inmediato se transformó en un rosal sin espinas) para aplacar los ardores de la concupiscencia.

San Francisco justificaba con esto que si su cuerpo castigaba a su mente, él debía castigar a su cuerpo, una explicación enmarcada en la separación de mente y cuerpo, aún hoy profesada por algunas instituciones católicas. Hoy sabemos que esa mente, donde reside la virtud, es, según la neurociencia una mente corporeizada.

Se busca teología del deseo

Voces como la de la teóloga británica Sarah Coakley proponen que ya es hora de que la Iglesia afronte “nuestra primera, y más profunda, contradicción cultural […] ¿cómo puede exigirse a alguien un control sexual si el celibato es intrínsecamente imposible?”. Los libros y ensayos de Coakley, profesora en la Universidad de Cambridge, bucean en la historia de esta prohibición, tratando de encontrar las raíces de esa “resistencia a una teología contemporánea del deseo” por parte de las autoridades eclesiásticas.

Sor Rita y sus junioras se sonrojarían si supieran de la contribución atribuida históricamente a las monjas en temas de índole carnal. El cronista alemán Jacob Frey describe en su obra Gartengesellschaft (1556) la historia de una hermana, asustada por el crecimiento de su vello púbico hasta percatarse de que en realidad tenía entre las piernas un gato juguetón con un animado futuro en perspectiva. La historia de Frey representa uno de los primeros registros, en algunas lenguas, de “gato” como símil de “vulva”, metáfora que siglos después ha evolucionado a términos como la voz inglesa pussy.

En la misma época de Frey, el poeta italiano Pietro Aretino describe en sus Sonetti Lussuriosi ciertas prácticas sexuales protagonizadas por novicias. Venecia, a donde llegó Aretino por enemistad con el Vaticano, había perdido su protagonismo como ruta comercial, arrebatado por las Américas. Eran las décadas anteriores a la Contrarreforma y las familias nobles enviaban a sus hijas a los conventos, donde recibirían una educación y estarían a salvo de las agresiones propias de un imperio en declive.

La ciudad que describió este poeta satírico era un crisol de vicios donde los conventos se habían transformado —como afirma también la historiadora Jutta Gisela Sterling— en burdeles públicos. De éstos surgieron los sonetos de Aretino. En ellos se habla, por ejemplo, de una monja que se agacha hacia el flauto de un arriero y de otra monja lujuriosa que se precipita sobre el pifero de un hombre “como un gato sobre un polluelo”. El raggionamento 46 de Aretino cuenta la historia de una monja que se inventaba enfermedades a diario para llamar al médico y qué este viniera y le pusiera l’orinale ne la vesta.

Gracias a estos sonetos también conocimos el uso por parte de las monjas de la pastinaca muranese, un consolador de cristal en forma de chirivía que se llenaba con agua caliente. En el relato Venus en el Claustro de 1683, el escritor francés oculto tras el seudónimo ‘Abate de Prat’ hace mención a unos objetos similares (en este caso llamados pugnale vetrino o puñal de vidrio) utilizados por las monjas, “cierto instrumento de cristal, uno de los cincuenta que había en la casa y que las internas manejaban más a menudo que el rosario”.

Los riesgos del celibato

¿Qué le sucede a un cuerpo cuyo acercamiento al sexo ha sido siempre reprimido? Recientemente, la doctora Kara Britt de la Universidad de Melbourne, Australia, reflexionaba sobre este asunto en las páginas de The Lancet. Como ocurre con otras mujeres que no tienen niños (nulíparas), las monjas “se encuentran con un mayor riesgo de morir de cáncer de mama, ovárico o uterino”. La tesis de Britt es que las monjas deberían consumir anticonceptivos orales, no por protección sexual sino por motivos de salud –los estrógenos y progesterona que contienen estos anticonceptivos, producidos de forma natural por la mujer al tener descendencia, protegen contra estos tipos de cáncer–.

El problema es, como afirma Britt, que “la Iglesia Católica condena toda forma de anticonceptivo, como ya señaló Pablo VI en su Humanae Vitae de 1968 […]”. La doctora calcula que, de tomar la píldora, la mortalidad por cáncer entre religiosas podría reducirse en, al menos, un 12%, y hasta un 60% en algunos tipos de tumor, como los de útero o endometrio.

Ya sea por un mayor autocontrol o por el uso discreto de un pugnale vetrino, las monjas demuestran manejar con más sabiduría los hilos de la renuncia pública al deseo. El señor Marc Luy, empleado en el Instituto Demográfico de Viena, descubrió en 2009 un dato escalofriante. Estaba revisando las partidas de defunción de tres conventos de la región de Baviera cuando descubrió que, de los 2533 monjes y monjas fallecidos entre 1946 y 2005, había un número inusualmente alto de “muertes externas” (accidente, homicidio, suicidio) entre los monjes, una tasa de defunción que excedía la de la población masculina general del país. Las monjas, sin embargo, registraban una tasa menor que la media femenina, ¿por qué? De acuerdo con Luy, “estos resultados contradicen la hipótesis del rol reproductivo y aportan algo de evidencia a la hipótesis de las hormonas sexuales”.

No representa un hecho novedoso que historia y ciencia desnuden empíricamente la imposibilidad e inutilidad del celibato —cuya práctica no admite más razones que las religiosas—. Tampoco son nuevas las críticas, en un tono cada vez más áspero, desde algunos sectores dentro de la iglesia. Pero el asunto parece, francamente, irresoluble en los próximos cien o doscientos años. De esas cosas que no se plantean.

Pero, en descargo de las monjas venecianas que protagonizaron aquellas décadas de interinidad lujuriosa que versificó Aretino, es necesario reconocerles algo. Mary Laven, también de la Universidad de Cambridge, examinó en su artículo Sex and Celibacy in Early Modern Venice los registros de los juicios por “violación del recinto conventual”. Ésta medida, dice Laven, “era parte central de la reforma de los conventos decretada por el Concilio de Trento, que aspiraba a cortar todos los vínculos entre las monjas y el mundo fuera del claustro”.

En su estudio, Laven pone la lupa en la naturaleza de las relaciones que se establecían entre las monjas y los miembros del clero, célibes ambos y “cuyas relaciones eran frecuentemente monógamas, de largo plazo e intensas, aunque raramente abiertamente sexuales”. La autora discute que “las limitaciones de la clausura condicionaron la naturaleza del deseo célibe, promoviendo un modelo de compromiso heterosocial en que la intimidad corporal era sorprendentemente poco importante”, una revelación tan previsible como impactante.

A finales de diciembre, en la Plaza de Colón de Madrid, durante la Fiesta de la Sagrada Familia —espectáculo que mezclaba una homilía a cargo de Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, con canciones y villancicos interpretados por Kiko Argüello y la Orquesta Sinfónica del Camino Neocatecumenal, entre otros— una joven monja escuchaba al Arzobispo junto a una hermana de más edad, una redactora de ABC se aproximaba a ella grabadora en mano. Dice que tiene 28 años. Se llama Ángela. Encontró su vocación en las últimas Jornadas Mundiales de la Juventud y, al igual que Sor María, lo dejó todo. La monja que está a su lado marca una mueca de complacencia. A continuación, Sor Ángela posa sonriente y con mucha naturalidad para el fotógrafo.

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

8 Comentarios

  1. Pingback: Por el amor de Oh, Dios mío

  2. Qué moderno es atacar a la Iglesia.
    Qué fresco queda atacar lo que defiende sin explicar el porqué.

    Y sobretodo, que capacidad tiene la prensa española para atacar a los católicos como si fuéramos escoria.

  3. Me faltan dientes

    Yo no veo mal la castidad, es mejor no follar creyendo que es porque uno no quiere que porque uno no puede. Lo primero es una elección personal y como tal te da dignidad, lo segundo es una frustración continuada y una sensación de sentirte rechazado que no deja de atormentarte cada día de tu triste vida.

    Es muy difícil meterla sin pagar, en mi opinión.

  4. ¿De donde salió la imagen que acompaña este texto?

  5. Dib, es Paz Vega dando el cante.

  6. Estoy esperando a ver cuando en Jot Down escribe alguien sobre el apasionante mundo de las nubes, con sus cirros esponjosos y todo eso. Fotos de isobaras, y esa mierda. Un currelo de campeonato. ¡A freír espárragos, chavales!

  7. Mi enhorabuena al autor: me ha gustado el artículo.

  8. Sol Invictus

    No entiendo los dos comentarios que tildan el asunto de poco importante o de ataque a los católicos. Parece que efectivamente, es un tema que no se hablará en 100 o 200 años. Interesante artículo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.