Cine y TV

Francis Ford Coppola, el rey en el exilio (I)

Francis Ford Coppola 2

“Un rey en el exilio”
La ley de la calle

 “No hay segundos actos en las vidas estadounidenses”, sentenció Scott Fitzerald, el cuentista, junto a Dorothy Parker, más querido por Francis Ford Coppola. La trayectoria cinematográfica de Coppola, sin embargo, parece desafiar el apotegma del autor de El Gran Gatsby (obra que, por cierto, el realizador adaptó para el cine en los años setenta del pasado siglo) ya que, a la manera clásica, podría dividirse en tres grandes partes o actos. Los inicios en la industria, sus mayores éxitos y la máxima intensidad creativa (las dos primeras partes de El Padrino y Apocalypse Now), y el consiguiente exilio después del desastre económico de Corazonada. A mi entender, la clásica división dramática sirve para aportar lógica y orden al análisis de una filmografía, aunque sería injusto utilizarla como valoración crítica global, tanto por tratarse de un director en activo como por obviar grandes obras que, en su época de destierro, se han considerado de encargo o alimenticias. Me refiero, sin ir más lejos, a La ley de la calle, El Padrino III o en menor medida, al Drácula de Bram Stoker, películas de los años ochenta y noventa, cuando Coppola es considerado una vieja gloria noqueada y una maldición para la taquilla.

Siempre he considerado a Coppola el cineasta con mayor talento de su generación. Bien es cierto que muchos han dudado de ese talento, empezando por él mismo. Y también es cierto que trata de uno de los directores contemporáneos con una formación literaria más sólida. De su ambición, a veces desmedida, han salido ideas que han ido un paso por delante (sus primeras incursiones en el vídeo, por ejemplo) y que han acabado imponiéndose. Gracias en gran parte a él, toda una generación de jóvenes cineastas llegaron a conquistar Hollywood. Aquella hazaña supuso su reinado. Un reinado, eso sí, efímero.

Su vanguardismo convive con un redescubrimiento de los primitivos del cine mudo, así como su célebre egolatría va replegándose con el paso de los años en un cine intimista y reflexivo. Coppola puede ser un cineasta espectacular, operístico, tanto como un realizador introspectivo, recluido, de cámara. Su concepción tradicional de la familia se ensambla con un romanticismo indómito, tanto como su capacidad de fabulación y su fascinación por mundos fantásticos no le impiden ejercer de productor pragmático y claudicar frente a la realidad. Aunque como reconoce su mujer con sarcasmo herido el ilusionismo es su gran baza: “Francis es un maestro creando ilusiones. Es uno de los mejores profesionales del mundo en su campo. Una y otra vez consigue crear la ilusión más convincente de que desea sinceramente tener un matrimonio y una familia sin un triángulo. Entonces pasa un poco de tiempo y resulta evidente que se trataba de una ilusión”. La cita pertenece al diario (íntimo) que Eleanor Coppola escribió durante el rodaje de Apocalypse Now y que se publicó con el título Con el corazón en tinieblas. De hecho, cada una de las citas que inauguran los apartados de este artículo está extraída de dicho diario. Pese a mis sospechas de que haya una labor importante de reescritura posterior de las anotaciones diarísticas con la finalidad, sobre todo, de adecuar el proceso de degradación sentimental con el caos imperante en el rodaje, el libro es recomendable por reflejar el testimonio de una relación con un hombre al borde del naufragio. Un cineasta admirado por muchos y también denostado por unos cuantos, que, como su sufrida mujer demuestra, puede llegar a ser una condena de hombre y un tipo pesadísimo.

Preparando el asalto

“- Sólo tienes que hacer algo bello —dice Francis—; no debes preocuparte por su éxito de público. Puedes distribuirlo. El éxito es una droga. Es como una mujer: si la persigues no la conseguirás.
– El éxito es un coñazo —sentencia George [Lucas]—; igual que perseguir a las mujeres.”

Francis Ford Coppola nació en 1939 en Detroit, ciudad conocida básicamente por su industria automovilística. Así pues, el Ford de Francis Coppola se debe a la célebre marca de coches, que patrocinaba un programa radiofónico en el que participaba el músico Carmine Coppola, padre del director. Al igual que el personaje de Vito Corleone a su llegada a los Estados Unidos de América, Francis contrajo la polio a los nueve años y pasó una larga temporada en cama. Según ha contado en repetidas ocasiones el director, fue en esa época de reclusión cuando empezó a jugar con marionetas, a crear efectos visuales, a interesarse por el cine y la tecnología. Después de obtener el título de artes teatrales en la Universidad de Hofstra (Nueva York) en 1960, Coppola se traslada a Los Ángeles para matricularse en el incipiente departamento de cine de la Universidad de UCLA. Sus padres no están convencidos de que sea una buena opción ya que, en ese momento, la mayoría de directores de cine no habían pasado por aulas universitarias para aprender el oficio. Sin embargo, Coppola, a diferencia de gran parte de sus compañeros undergrounds de universidad, quería trabajar en Hollywood. Empieza así la idea germinal de revolucionar la industria desde sus propios fundamentos.

Los inicios, en cualquier caso, son duros y penosos. Otra constante en la carrera del realizador: su idealismo recalcitrante tiene en cuenta el precio a pagar para alcanzar los objetivos. Aunque claro está que los delirios de grandeza, como iremos viendo, le acaban jugando algunas malas y dramáticas pasadas. Después de montar obras teatrales universitarias y de ejercitarse en la realización, el joven director se busca la vida en los peldaños primeros de la industria del cine. Por aquel entonces, eso significaba el material de derribo que nutría salas angostas y de acre olor o los autocines donde las más de las veces la película era mero pretexto para el calentón de parejas o, en su defecto, para el alivio de púberes solitarios con profusión de acné facial. Un cine del “destape” a la yanqui. Coppola confecciona un cachondeo fílmico en torno a un mirón de chicas. Para ello ensambla su corto The Peeper con el western erótico The Wide Open Spaces. El resultado final se titula Tonight for Sure (1961). Como curiosidad remarcable, dicho engendro supone la primera participación de Carmine Coppola en la banda sonora (en este caso a manera de jazz) de un film de su hijo.

Al año siguiente, el realizador reincide en el subgénero de la ligereza de ropa con The Bellboy and the Playgirls valiéndose de un film alemán en blanco y negro. Añade, para ello, cincuenta minutos en color y presenta el film. En esta etapa de formación, y años más tarde con la debacle de su estudio Zoetrope, Coppola no tiene reparo alguno en unir su nombre a productos de rápido consumo y puramente alimenticios. Mercancía de serie B. Como recuerdan repetidamente en la trilogía de El Padrino: no es nada personal; sólo una cuestión de negocios. De esta manera, se integra en la empresa AIP (American International Pictures) del productor independiente Roger Corman. Corman es un tipo extravagante y curioso. En su libro autobiográfico, “Cómo realicé un centenar de películas en Hollywood y nunca perdí un centavo”, deja clara su concepción manufacturera del cine. Años más tarde, cuando la capacidad de despilfarro y de saltarse los tiempos de rodaje de Coppola alcanzó cotas legendarias, Corman diría: “Le enseñé a trabajar eficazmente, sin pasarse de presupuesto ni de tiempo. Ya sé que hoy no es precisamente famoso por eso, pero yo les garantizo que puede hacerlo”. En la pequeña factoría Corman, que consiguió popularidad y cierto prestigio con las adaptaciones de relatos de Edgar A. Poe como La casa de la caída Usher (1960), El péndulo de la muerte (1961) o El cuervo (1963), y que recuperó a glorias vencidas como Boris Karloff, Peter Lorre y Vincent Price, no fueron pocos los actores y directores que se curtieron en los apresurados y arduos márgenes de la serie B: Jack Nicholson, Peter Fonda, Martin Scorsese, Robert de Niro o Peter Bogdanovich.

Aprovechando su participación como ingeniero de sonido en The Young Races (1963) que Corman rueda en Inglaterra, Coppola se las ingenia para convencer al tacaño dueño de AIP de que le preste las sobras del presupuesto del film, y de esta manera rodar en Irlanda su propio proyecto. Es así como con 20.000 dólares consigue pergeñar Dementia 13 (1963). El primer largometraje con todas las de la ley de Coppola tiene algunos momentos cinematográficos interesantes y en él se perciben ya algunas de las constantes temáticas del director (la familia como principal núcleo social, las relaciones entre hermanos o la dualidad entre ilusión y realidad). Muy influenciado por los principios de autoría de la Nueva Ola francesa, el director también es el responsable de un guión que sigue las pautas del relato gótico y que, en su escritura, recoge motivos y referencias de Rebeca (1960), Recuerda (1945) y Psicosis (1960) de Hitchcock. Pese a ciertas confusiones en la presentación de los personajes y a un acartonamiento argumental, la película denota el talento visual de Coppola y su calidad está por encima de la media del subgénero de terror. Al fin y al cabo, se trata de un novato, de un veinteañero que está aprendiendo el oficio. Claro que, muy a pesar del propio Coppola, Dementia 13 no es el Ciudadano Kane de su admirado Orson Welles. Sin embargo, todavía no hay tiempo para la humildad. Dementia 13 tiene un arranque brillante, con el efecto de sonido de un Rock’n’Roll que suena en el transistor y que se ahoga en las profundidades del lago. Es un detalle que demuestra estilo. Una personalidad alérgica a la rutina imaginativa:

El caballo de Troya

Últimamente Francis ha estado hablando de sus miedos. Su miedo de no ser capaz de escribir un final para la película. Su miedo de no poder escribir, de que su mayor logro haya sido adaptar lo que otro había escrito. Intuyo que cuando tire la toalla, cuando llegue a la conclusión de que no es el tipo de novelista o autor de teatro que soñó ser cuando era pequeño, entonces sabrá qué tipo de escritor es realmente y eso le hará más bien que cualquier otra cosa”.

Con su participación como director de segunda unidad en El Terror (1963), Coppola da por finiquitada su colaboración en la factoría Corman. Gracias al reconocimiento universitario que cosecha como guionista, el productor Ray Stark de Seven Arts contrata al chaval para que prepare una adaptación de la novela de Carson McCullers Reflejos en un ojo dorado. El guión gustó a John Huston, aunque finalmente el director utilizó otro tratamiento de la historia para filmar la película homónima de 1967, que además se cuenta entre los grandes logros de su filmografía.

Después de destripar la novela de McCullers, a Coppola le encargan otra serie de guiones. Entre ellos, el libreto de ¿Arde Paris?(1966), basado en la novela de Dominique LaPierre y Larry Collins, que dirigió Rene Clements. En 1965, la familia Coppola viaja a París para empaparse mejor del lugar, sus paisajes y costumbres. El cineasta en ciernes se queja del equipo asesor de guiones francés, cuyo único propósito es asegurarse de que ningún compatriota quede mal en la escritura del film. Téngase en cuenta que la acción de ¿Arde París? se desarrolla durante los años de la ocupación nazi, un momento histórico controvertido y en el que el recuerdo heroico de la resistencia ha eclipsado demasiado a menudo una nada despreciable actividad colaboracionista de la población francesa. Para zurcir la narración literaria, trabaja con el escritor Gore Vidal, guionista a quien siempre se ha responsabilizado de aportar el toque de homosexualidad implícita en el Ben-Hur (1959) de William Wyler.

En cualquier caso, Coppola está inmerso en varios proyectos durante aquellos años. Uno de ellos tiene como objetivo la realización de un biopic del general George Patton. Finalmente, el realizador Franklin J. Schaffner se encargó de llevar a la pantalla el guión valiéndose para ello de un inmenso George C. Scott. Sorprende constatar, con la distancia temporal justa, los parecidos biográficos entre el general y el cineasta. Si Coppola fijará su mirada en los primitivos del cine y los grandes maestros del silente, Patton es un hombre que añora a los grandes guerreros y estrategas de la antigüedad. En su megalomanía, los dos se muestran inflexibles y déspotas, intentan imponer a toda costa su criterio, pelean con los burócratas, quieren hacerlo todo a su manera, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Y al mismo tiempo, los dos personajes están dominados por una inmensa melancolía. Sienten que sus existencias están desubicadas, que su vida se desarrolla en tiempo y lugares equivocados. El Patton de Coppola, en su tratamiento literario, comparte rasgos además con el Kurtz de Apocalypse Now (1979). El carácter visionario, enérgico, excéntrico, pero también delirante y patético. Tal y como el mismo Coppola señaló: “Leí todo sobre Patton y me dije, espera un minuto, este tipo estaba obviamente loco. Si quieren que haga un film glorificándolo como un gran héroe americano será risible. Y si escribo un film que lo condene, no se hará. Así que me levanté con una brillante solución, convertirlo en un hombre fuera de su tiempo, un héroe patético, un Don Quijote… Pensé que sería la mejor de las aproximaciones. La gente que quería verlo como un malvado diría: estaba loco, amaba la guerra. La gente que quería verlo como un héroe diría: necesitamos un hombre así. Y ese fue el efecto de la película, el porqué de su éxito”.

Patton (1970) tiene un inicio majestuoso con un monólogo impecable. Se aprecia la formación dramatúrgica del guionista, que, mediante el parlamento vehemente y belicista, fija a la perfección la psicología del personaje. Teniendo en cuenta, por otra parte, que Estados Unidos está inmerso en la guerra de Vietnam, la ambigüedad intencional del film y del monólogo en cuestión es mayor. Si, en apariencia, parece ensalzar el patriotismo belicoso a través de la escenificación y la arenga de uno de los héroes de la Segunda Guerra Mundial, las líneas de guión son sutiles navajazos a estos particulares senderos de gloria: “Quiero que recordéis que ningún bastardo ganó jamás una guerra muriendo por su patria. La ganó haciendo que otros pobres estúpidos bastardos murieran por ella.” O esta frase de arrogancia militar que resulta más bien sarcástica a finales de los años sesenta: “Todo americano juega siempre para ganar, yo no apostarí­a el pellejo por un hombre que estando perdiendo, se riera. Por eso los americanos nunca hemos perdido ni perderemos una guerra, porque la sola idea de perder nos resulta odiosa.” Aun así, es cierto que la vena épica le puede a Coppola en un final de parlamento de un dramatismo visceral:

Deseo recordaros otra cosa, no quiero recibir ningún mensaje que diga: “estamos aguantando nuestra posición”. ¡No aguantamos nada!, ¡que aguante el enemigo! Nosotros avanzamos constantemente y no tenemos ningún interés en aguantar nada excepto al enemigo, vamos a agarrarle por la nariz y a darle un puntapié en el trasero, ¡a patadas enviaremos a esos teutones al infierno acabando así­ con ellos en un santiamén!

Bueno, sin duda habrá algo que podréis contar cuando volváis a vuestras casas, y dar gracias a Dios por ello, y si dentro de treinta años sentados junto al hogar y con vuestro nieto sobre las rodillas, él os pregunta qué es lo que hicisteis en la Segunda Guerra Mundial, no tendréis que contestarle: “pues… acarreé estiércol en Louisiana”.

Bien, ahora, hijos de perra, ya sabéis cómo pienso. Ehhh… estaré muy orgulloso de dirigiros en esta lucha, muchachos, siempre y en todo lugar.

Esto es todo.”

Al final del film, Patton, retirado definitivamente del mando, desubicado en el contexto histórico de los inicios de la Guerra Fría, recuerda con nostalgia y desde la derrota personal, las celebraciones antiguas en honor de los victoriosos: “Cuando los conquistadores romanos regresaban de las guerras, organizaban un desfile en honor de su triunfo. En la procesión había músicos y los animales extraños de los territorios conquistados, junto con tesoros y armamentos capturados. El conquistador cabalgaba en su carro triunfal, los prisioneros aturdidos caminaban encadenados delante de él. A veces sus hijos estaban con él en el carro o montaban los caballos de traza. Un esclavo, de pie detrás del conquistador, sostenía una corona de oro y le susurraba una advertencia: toda gloria es efímera”.

En su faceta de productor, Coppola participará una década más tarde en Mishima (1985), de Paul Schrader, un film visualmente poderoso pero lastrado por el exceso de simbolismo evidente (verbigracia, las trasmutaciones del protagonista en un San Sebastián asaeteado) y en el lirismo onírico que pretende remedar estilísticamente la prosa de flor de loto del escritor japonés. Tal vez por mi incapacidad por apreciar la obra literaria de Mishima, el film de Schrader no me parece que vaya más allá de la corrección. Sea como fuese, el personaje mantiene bastantes similitudes con el general Patton. Tipos delirantes que buscan en una imaginaria épica pasada el refugio a su imposibilidad por amoldarse en un presente uniforme y carente, según ellos, de grandeza. En el caso de Mishima, tratándose del atormentado Schrader, todo es mucho más nihilista y desgarrado. Y peor aún: escaso espacio queda para el humor.

Asalto al poder

Me doy cuenta de que siempre estoy vigilando con el rabillo para ver si se cae de su subidón, regresando a su viejo yo conocido, el sufridor depresivo que he conocido durante todos estos años”

Con el guión de Patton, Coppola logra en 1971 su primer oscar, pero con anterioridad ha conseguido rodar tres películas más. Mientras estaba enzarzado con guiones de encargo, encuentra tiempo para adaptar la novela de David Benedictus Ya eres un gran chico. De esta manera, convence a la Seven Arts, que se había asociado con Warner, para poder llevar el proyecto a buen puerto. Empieza así la carrera de un cineasta dentro de los grandes estudios cuya máxima obsesión es tener total independencia creativa. Como recordaba el director y coguionista de Apocalypse Now John Milius, Coppola fue la avanzadilla, el tipo que abrió las pesadas puertas del imperio a los jóvenes bárbaros y barbudos, y lo consiguió desde el propio sistema, desde las tripas del mismísimo Hollywood.

Ya eres un gran chico (1966) parte, como en muchos de los films más personales del director, de una anécdota biográfica. En este caso, la vez que, con quince años, se escapó de casa. Se trata de uno de sus films menos ambiciosos y su única comedia pura. Además, como buen estudiante de cine, Coppola sigue en la medida de lo posible las enseñanzas de la Nueva Ola. Al fin y al cabo, pretende importar a los grandes estudios la política de autor europea. Para ello, controla, desde la concepción del guión, todos los procesos del rodaje. Confecciona dos versiones del guión: una puramente literaria —los diálogos— para uso de los actores, y la otra en la que refleja visualmente la puesta en escena. Ya eres un gran chico está destinada a un público joven distinto del target usual de autocine. Va dirigida a un público amplio sin escatimar guiños y referencias a los colegas de cine-club. En la comedia itinerante, noctívaga, están Godard y Truffaut, así como una fluidez digresiva (improvisación de combo de jazz) que recuerda al primer cine de Cassavetes y al free cinema. Como en la maravillosa American Graffiti (1973) de George Lucas (producida también por Coppola), la película se sitúa en el justo momento vital del paso de la adolescencia a la edad adulta. La mirada fija el objetivo en la pérdida irremediable de la inocencia (aunque bien es cierto que habría que hablar largo y tendido de la supuesta inocencia infantil) y con ella se desvanece el mundo bien hecho de la infancia. La añeja dualidad romántica entre ilusión y realidad adopta unas coordenadas históricas bien delimitadas. El célebre sueño americano se convierte en la pesadilla de Vietnam.

Con este primer largometraje de rúbrica firme, Coppola consigue el beneplácito europeo (o sea, francés). Premiado en Cannes y bien masajeado su inmenso ego por los críticos con exégesis insondables. Los capitostes de los estudios empiezan a mirar con buenos ojos a aquel joven atrabiliario y barbudo que siempre les pretende vender unas motos increíbles. Bien es cierto que se pasa de presupuesto. Pero de momento, piensan, no es nada preocupante.

En 1968, se atreve con un musical. Ahí es nada. El género, qué duda cabe, está más muerto que vivo, pero el director se empecina en repetir que estaba de parranda. Siente un gran aprecio por el musical. A lo largo de su filmografía recurre al género ya sea como homenaje puntual (Cotton Club), como coreografía de pelea a la manera de West Side Story (La ley de la calle) o como reanimación radical y catastrófica (Corazonada). El musical combina realidad e ilusión, pintura y teatro, música y danza. El musical es un chupa-chups para el megalómano melómano. Pero, además, en este segundo film, quiere homenajear a su padre. Acepta el proyecto de adaptar en pantalla la comedia musical El valle del Arco Iris como forma de agradecerle a Carmine el descubrimiento del clásico de Broadway. Será el primero de sus agradecimientos familiares. Años más tarde dedica La ley de la calle (1963) a su admirado hermano mayor, August, “primer maestro en la vida”.

El valle del Arco Iris (1968) está protagonizada por Fred Astaire y Petula Clark. Si está Astaire bailando en pantalla, difícilmente será un mal musical. Podrá ser una película deficiente, irregular, con torpezas y demás tropezones de guión y/o dirección, pero nunca un mal musical. Mantengo un recuerdo agradable de El valle… de Coppola, aunque, a diferencia de sus grandes obras, la época determina fatalmente el mensaje y la estética del film. Es totalmente sesentero y el arco iris del título, menos que a El mago de Oz (1939) de Victor Fleming, remite a las fantasías lisérgicas de comuna hippie. De todos modos, el director se granjea una discreta fama de profesional al servicio del estudio, de joven talentoso que se atreve con todo y se amolda al género. De momento, ha sido capaz de enfrentarse a la comedia y al musical con resultados correctos y sin estropicios. Aprovechando la calma y bien abrigado con la piel de cordero, pide pasta al estudio para embarcarse en un proyecto personal. Le falta una minucia, nada más. En verdad, le falta quien sufrague el film. El estudio accede.

No es precisamente Llueve sobre mi corazón (1969) una de mis películas preferidas de Coppola. Es cierto que se trata de uno de los hitos de su filmografía, puesto que, mediante financiación de estudio, consigue hacer una película alejada (física y conceptualmente) de Hollywood. Tal y como resume Stéphane Delorme en Francis Ford Coppola (Cahiers du Cinéma): “Aun cuando la influencia del cine moderno europeo se percibe en exceso, el film tiene buena acogida. Y lo que es más importante, Llueve sobre mi corazón es el primer ejemplo de desafío que en adelante representa cualquier rodaje para el cineasta. Gracias al éxito de Buscando mi destino (1969), dirigida por Dennis Hopper, pudo persuadir a Warner de aceptar un rodaje itinerante: ocho vehículos salen de Nueva York en dirección a Nebraska, donde el equipo se instala durante dos meses. La caravana incluye un estudio y una sala de montaje (las tomas se revelan en Hollywood y se devuelven a los tres días) y confirma la autonomía del cineasta. El montaje en Ogallala (Nebraska) lo persuade de que debe alejarse de Hollywood si quiere seguir trabajando con total tranquilidad.”

Llueve sobre mi corazón se inscribe en el subgénero en boga durante aquella época de la road-movie. Si en Ya eres un gran chico recreaba su escapada de casa a los quince años, en esta ocasión fue la ausencia de su madre del hogar durante unos días el punto de partida de la historia. El evidente trasfondo de liberación femenina —como sucede en el acercamiento a un personaje femenino en fuga de Alicia ya no vive aquí (1974), film de Scorsese más poliédrico que el de Coppola— también señala el lado opresivo del núcleo familiar. En el cine de Coppola, tal y como apuntábamos, la familia es el fundamento social que asimismo puede llevar a la opresión del individuo, a la anulación personal. De ahí, la necesidad de fijar el propio itinerario vital y crear la propia familia.

La familia que crea Coppola paralela a la carnal es Zoetrope, su sueño ambicioso de construir un paraíso para nuevos cineastas, creadores a contracorriente, jóvenes fuera del apolillado sistema de Hollywood. Ubica los cimientos de su particular Xanadú en San Francisco y se rodea de un fiel colaborado —el montador Walter Munch— y de un tímido y joven escudero llamado Geroge Lucas. Conjugando su carácter visionario con la herencia genética de embaucador mediterráneo, consigue que los estudios pongan la pasta para financiar la aventura de Zoetrope. El primer film de la factoría no es otro que THX 1138 4 EB (1971) de George Lucas. Sólo con el visionado del montaje provisional, Warner queda horrorizada y retira inmediatamente su apoyo financiero. Es la primera gran deuda de su carrera y el primer bofetón de la realidad a su arrogancia prometeica.

Sin embargo, la misma realidad a manera de coincidencia le echa un capote. Los estudios como siempre tienen un best-seller gordo entre manos que huele a película. Quieren arriesgar lo mínimo y obtener el máximo de beneficios posibles. No pretenden crear una obra maestra ni tener demasiadas complicaciones. Por cuestiones de puro márquetin, además, necesitan a un director italoamericano. Ahí está Coppola, que a veces se comporta como un inconsciente pero que les ha dado sobradas muestras de eficiencia. Escribe de manera brillante (coño, le acaban de dar un oscar por Patton) y es un buen adaptador de novelas. Su versatilidad le permite acomodarse estilísticamente a los géneros y su hambre de dirigir resta ceros en el contrato. Esto último, muy importante. Así que Coppola es el hombre escogido para el proyecto de marras: un novelón sobre la Mafia que ha escrito un tal Mario Puzo.

(Continúa aquí)

Francis Ford Coppola

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9 Comentarios

  1. Pingback: Francis Ford Coppola, el rey en el exilio (I)

  2. Buenísimo artículo, espero con ansia la continuación, pero corrige la palabra «automobilística» por Dios, que cuando entro en Jot Down desactivo el campo de fuerza y me ha dejado un buen rato jodido.

  3. Jordi Bernal

    Gracias, Rojo. Jot Down es pura «automobilísitica». Esto es, una belleza junto a un coche. http://www.youtube.com/watch?v=LnQO0wh2MU4

    Salud y República.

  4. Ya estoy deseando la continuación del texto. Completo, entretenido y sustancial retrato de Coppola.

    Gracias al autor.

  5. Jordi Bernal

    Gracias a usted.

  6. El que escribiese (muy) bien no quiere decir que todo lo que escribiera fuese verdad. Sí que hay segundos actos en la vida de los americanos. Y terceros. E incluso cuartos. Es, a mi entender, una de sus mayores virtudes. De los americanos quiero decir. Levantarse tras caer para volver a caer y levantarse de nuevo. Su capacidad para las segundas oportunidades, su falta de autoconmiseración, su optimismo a veces suicida.

    Respecto a Coppola ¿Cuántos años hace que no realiza una, no grande, sino tan sólo buena película?. Lo de «Drácula de Bram Stoker» lo tomo como una boutade. A las que, por cierto, yo también soy muy aficionado.

    Un saludo

  7. Jordi Bernal

    Tómeselo como usted mejor prefiera, don sicalíptico. Entiendo que compartimos afición por la boutade. Pero no en el caso que nos ocupa.

  8. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Francis Ford Coppola: El rey en el exilio (II)

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