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Gente de pocas palabras

Clarice Linspector 1

Hablar no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En general, hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto que decir, a fin de cuentas. Todo debiera ser relativamente breve, casi siempre, para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas frases, después del primer verbo, se vuelven muros grasientos, infranqueables. Pronunciarse con brevedad encierra su dificultad, claro. No todo el mundo vale para ser gente de pocas palabras. Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco, reservado, no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero renuncia, o lo dice en corto, codificado, hacia dentro. Pocas palabras no es simplemente mucho silencio a su alrededor. Las pocas palabras son otra cosa. De entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una más. Pocas, aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y la idea de que la vida pasa enseguida, en especial cuando la cuentas con muchas frases. Esa actitud hay que poseerla. No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la vida ensayándola. Alguna vez leí que cuando William Faulkner murió, en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un cartel que decía: «En memoria de William Faulkner, este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de 1962». Fue un homenaje modesto, corto, brevísimo, pero que la historia no olvidó. La brevedad es efectiva, y no por ello breve, si deja eco.

En mi último puesto de trabajo remunerado, en un ministerio que no viene al caso, había un ordenanza en la segunda planta, pequeño y calvo, que te abría la puerta y te daba muy bien los buenos días, apenas en dos palabras, y cuando le preguntabas cómo estaba, te respondía «chst», en solo una, encogiéndose de hombros. Así durante 11 meses, hasta que me echaron y les dije «chao», en italo-gallego, y muy brevemente también. Muchas veces la gente de pocas palabras, a la que hablar le produce gran pereza, incluso frustración, porque sospechan que no sirve de nada, resulta más interesante que aquella locuaz. Lo digo por el ordenanza, que hasta dónde averigüé, preparaba un ensayo sobre el chotis desde hacía 30 años. Los individuos que guardan silencio después de unas breves palabras, también pueden ser elocuentes, a su manera. Nunca aburren. El secreto de aburrir es contarlo todo, como si fueses un vulgar y exhaustivo escritor de diarios. David Padilla, artista jienense conocido por ser hombre de pocas palabras, ejerce la soltura en la comunicación a través solo del arte, en silencio. Hablar sobre algo que de por sí ya se explica, le parece una pérdida de tiempo, de ahí que su última exposición se titule Mejor pintar. Es decir, mejor pintar que dar cháchara. Hay teóricos de la creación, y a su vez creadores, como Jean Echenoz, que consideran que el autor poco tiene que decir de su obra. «Un libro no se escribe para después hablar de él, sino para no tener que hablar, sobre todo para no tener que hablar», sostiene.

Onetti y RulfoLos grandes discursos se pudren enseguida. Con el tiempo, como muchísimo sobrevive una frase, aguda, inmortal, hecha de pocas palabras, y bajo la que late el espíritu inconfundible de lo breve. Esa resistencia suya al paso del tiempo, inquebrantable, es la prueba de que tampoco había tanto que decir. Italo Calvino abordaba el tema en la línea de Echenoz. O viceversa. Él lo dijo antes. Y corto: «No es seguro que el autor sepa más de sí mismo que el lector. Lo que cuenta es la obra. Los que hablan de sí mismos mienten siempre. Yo, además, no repito nunca igual la misma historia dos veces seguidas, porque sería muy aburrido. Así que en mí es mejor no confiar». La parquedad de Calvino procedía de sus antepasados. Era, digamos, una parte de una herencia. En su familia siempre tuvieron la costumbre de la timidez y el silencio, salpicado solo de vez en cuando por una frase. Cuentan que en 1984 Italo estaba en Sevilla con su mujer, Chichita, argentina de origen. En un hotel de la ciudad, Jorge Luis Borges, ciego desde hacía tiempo, estaba reunido con un grupo de amigos. Llegaron también los Calvino. Mientras Chichita hablaban con su compatriota, Italo, como era norma de la casa, se mantenía a una prudente distancia. Su mujer, que lo conocía bien, le susurró al autor bonaerense: «Borges, Italo también ha venido…». Apoyado en su bastón, Jorge Luis Borges irguió la barbilla y dijo con la hermosa calma de los ciegos: «Lo he reconocido por su silencio». No es que Borges fuese un charlatán, ojo. Hubo un encuentro entre él y Juan José Arreola, en 1978, durante una visita del escritor argentino a México. Arreola era conocido por su capacidad para hablar durante horas, buscando, infructuosamente, el punto final. Pese a ello, el encuentro acabó. Al salir, le preguntaron a Borges qué tal le había ido con Arreloa. «Bien, él hablaba, y me dejó intercalar algunos silencios», confesó.

Hablar se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera, en cuya cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas. Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla, pensarla, estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que a menudo no ocurre, afrontar las reacciones, y comenzar otra vez, frase nueva, pensar, estructurar… Juan Carlos Onetti, camino ya de sus años cabizbajos, en su piso madrileño de la Avenida de América, recibió un día una invitación para impartir una conferencia en México D.F., en el marco de un congreso de escritores. Todo el mundo sabía cómo era Onetti de parco. Le costaba dar conferencias, incluso dar monosílabos. Tal vez por eso evitó decir «no», y se limitó a hacer una pregunta esclarecedora a los organizadores: «¿Y en esa conferencia, tengo que hablar?» Hablar es a veces lo único que no está dispuesta a hacer incluso la gente muy expresiva, como Onetti, capaz de desnudar al individuo en una frase, a cambio de que sea escrita. Nadie le entendió mejor que Juan Rulfo, que quizá era más hermético que él. Por eso, cuando coincidían en algún evento literario, se buscaban para hablar en el bar del hotel, a su estilo, en un silencio líquido. «Yo quiero mucho a Juan —contaba el propio Onetti—. Cuando me encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él me dice: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su Coca-Cola y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada».

No me rompas las pelotas

Clarice Linspector 3Hablar. Como si hubiese algo de que hablar. En sus momentos más brillantes y solipsistas, Clarice Lispector defendía que la comunicación era inviable, no ya en un mundo en el que habitaban millones y millones de personas, sino en una cocina americana en la que solo había dos. Ni siquiera cuando escribes consigues trasladar al papel exactamente eso que piensas o imaginas. La mayoría siempre se pierde en el traslado. Una mudanza, a la postre, siempre es una desaparición. En el fondo no puedes comunicarte. Siempre habrá un adjetivo erróneo, un problema sintáctico, una coma mal puesta, una metáfora indescifrable, una ambigüedad que se vuelve contra ti y te apuñala por la espalda.

Cuando todavía compatibilizaba tabaco y baloncesto, en cadetes, tuve un entrenador con ideas de esta clase. No creía demasiado en las palabras. Era más de gestos, dibujos, guiños. En la charla táctica, minutos antes de comenzar cada partido, nos reunía a pie de banquillo, formando un coro, y nos lanzaba su perorata: «Chavales, ya sabéis…». Eso era todo. «Chavales, ya sabéis». No sé si sabíamos, pero después de eso salíamos a la cancha soliviantados, llenos de entusiasmo, tratando de saber, y habitualmente perdíamos. De aquella época me quedaron grabadas no tanto las derrotas, como la tendencia al esquematismo del entrenador. No volví a cruzarme con nadie así hasta que empecé a tratar con algunos camellos. El camello es un individuo que nunca te da la chapa. Solo quiere cobrar y perderte de vista. A menudo su frase favorita es «Pírate, y no me rompas las pelotas». El cineasta Kevin Smith capturó a la perfección su naturaleza, cuando creó a Jay y Bob el Silencioso, dos personajes más o menos patéticos que aparecen en casi todas sus películas. Venden marihuana y se pasan el tiempo esperando clientes ante un supermercado, en New Jersey. Jay habla por los codos y suelta tacos sin parar, mientras que Bob, el camello por antonomasia, el camello de toda la vida, no suelta prenda, aunque dice al menos un frase en cada película en la que aparece. Eso, cuando vendes droga, basta.

Pocas palabras a veces son muchas. Incluso cuando decides callar, el silencio se vuelve numeroso, bocazas, insoportable. Le pasaba a Paul Wittgenstein con su hermano, cuando vivían en la mansión familiar de Viena. Paul tuvo que interrumpir un día sus ejercicios de piano a una mano —no tenía más— para golpear la pared que daba a los aposentos de Ludwig, donde este escribía en silencio el Tractatus. «¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!», le gritó.

Paul Wittgenstein

Existe una gran heterogeneidad entre la gente de pocas palabras. Hay sacerdotes parcos, informáticos parcos, funcionarios parcos, políticos parcos, camareros parcos, periodistas parcos. En mi época negra de redactor de tercera fila, tuve una jefa de sección que tenía dos frases breves que entrenaba a diario conmigo: «Esto, esto y esto, mal», era una; la otra era «¿Llamaste a la Diputación?». Gente de pocas palabras son a menudo también algunos deportistas y toreros, que como Echenoz con los libros, se muestran partidarios de hablar solo en el terreno de juego o en la plaza. Hace 90 años, en El Taquito, un local madrileño frecuentado por gente del gremio, se le ofreció un ágape a Manolete. Aquello coincidió con la ruptura del convenio taurino hispano-mexicano, que al parecer tenía gran trascendencia, y los comensales le pidieron al maestro que hablara al respecto, para fijar posición. Manolete se puso en pie y tan sóolo dijo: «Señores, yo hablo en los ruedos, muchas gracias». Y se sentó. La hermandad del toro es de pocas palabras, tradicionalmente. Ahí está José Tomás. No se pronuncia nunca, salvo para hablarle a la muerte cuando lo cornean. Entre las frases breves del toreo es habitual citar la de Juan Belmonte, cuando Valle-Inclán, después de soltar una arenga larga y jabonosa, remató con un ceremonioso: «Solo te falta morir en la plaza». El torero, parco de naturaleza, apenas añadió: «Se hará lo que se pueda, don Ramón», y agachó la cabeza.

En todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto Monterroso. Aborrecía la conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse Augusto Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo podó hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal grado, que para algunos se hacía incluso larga. Fue el caso de la mujer de un cónsul a la que le presentaron durante una recepción en una embajada. Le explicaron que Augusto era el autor del famoso cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el saludo, la mujer comentó: «Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy leyendo, ya le contaré cuando termine».

Manolete

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45 Comentarios

  1. Pingback: Gente de pocas palabras | Descartemos el revólver

  2. Pingback: Xente de poucas palabras | Probemos con veleno

  3. Cierto! y el ejemplo contrario es el primer párrafo, una frase y otra para decir lo mismo…

  4. Muy bueno

  5. Sí, muy bueno, pero creo que el de la foto es manolete y no belmonte

  6. breve corrección: clarice lispector (sin «n»).

  7. j.perilla

    […]!

  8. Fulgencio Barrado

    A ver si a Juan Abreu le da también por escribir sobre la bondad de la brevedad. A ver que opina.

  9. Otro montón de palabras para decirnos que Twitter es lo máximo que necesita un cerebro.

  10. Pingback: 28/03/13 – Gente de pocas palabras | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real

  11. Qué descuidado y qué pobre el artículo.

  12. Buenísimo.

  13. ¿La gente que habla poco se dedica a rellenar folios compulsivamente?

  14. Me parece brillante.

  15. Pingback: Barnerakoitasuna : Samuraitasuna

  16. Excelente artículo.

    Errata: hace 90 años, 1923, Manolete tenía 6 años de edad.

  17. Pingback: la letra K ∈ joaquinariasbuendia.es

  18. La gente de pocas palabras tiene la ventaja de que dice menos tonterías que los de muchas. En la escritura, igual.

  19. Y ni así: quise decir «que la de muchas».

  20. Zeaston M

    Me acabo de enamorar de usted.

    • Maestro Ciruela

      Gracias, pero es mejor dejarlo en algo platónico; si me conociera de verdad, iba usted a llevarse un chasco…

  21. Me ha encantado. Un artículo que me hubiera gustado escribir a mi, para no tener que dar más explicaciones.

  22. a. ladino

    Esto me recuerda la historia que de sí mismo cuenta por alguna parte Mario Quintana, el poeta brasileño. Era un enamorado y justificador de la pereza, en la que encontraba no pocas (ni pequeñas) virtudes. En cierta ocasión, decía, envió al periódico en el que colaboraba un artículo titulado «Elogio de la pereza», y que consistía en ese título y dos folios en blanco. El artículo no fue publicado. Él termina diciendo que el suyo debe ser el único caso en la Historia en que fue censurado un artículo que no decía absolutamente nada.

  23. Pingback: Navegante inquieto 02-13 | Adrián Perales

  24. Hay gente de pocas palabras que, sin embargo, dice mucho y luego están esos que, como apuntó Jules Renard, aunque estén callados se nota que piensan tonterías.

  25. Me parece que «pocas palabras» en este artículo hubiesen estado perfectas jeje. Yo omitiría varios ejemplos que, sinceramente, terminaron por aburrirme.

  26. Pingback: «Estoy harto de Onetti» | Mediavelada

  27. Pingback: Abriles de monarquías y otras cosicas : El blog de Marta Martín de la Cuesta

  28. Uana disfrutada de artículo. Felicidades al autor, brillante, brillante. Lamento que tengas unos lectores tan hipercríticos en algunos casos. Con lo fácil que es ahorrarse el zasca si algo no te ha gustado…

  29. Muy buen artículo, me agradó leerlo.

  30. Interesante artículo. No me gustan los párrafos tan grandes. Pero eso no viene al caso.

  31. Carlos. F

    Ok.

  32. Minoxidilenelcajon

    Mi padre,que en paz descanse, cuando venía a casa del trabajo o de «amiguear», siempre respondía a mi madre cuando le preguntaba por su jornada : nada de particular. Y con esa mítica frase familiar estábamos todos ya informados.
    Que sepa usted, don Juan, que ello es una virtud heredable, yo soy el ejemplo, pero el problema es que la gente no lo aprecía como virtud.

  33. Pingback: Gente de pocas palabras (Juan Tallón) | efnotebloc

  34. Grande. Como la vida misma.

  35. Dice el dicho «en boca cerrada no entran moscas», y aunque es verdad que hablar poco es mejor porque se acaba antes, todo en el actual panorama se reduce a escribirnos por mensajería telefónica y no es extraño asistir un poco atónito mesas de cafeterías o aceras donde se congrega un grupo de amigo@s en los que nadie dice nada.
    No ensalcemos hablar poco porque aunque hablar te puede llevar a decir tonterías, mejor hablar que caminar a un mundo mudo de palabra y esclavo del ruido del progreso…

  36. Pingback: Zona de rescate: Des-cuentos y otros cuentos, de Carmela Greciet – El Sol Revista de Prensa

  37. Magnífico artículo. Eso debería bastar, pero no soy capaz de ser tan parca, con esa brevedad que tanto admiro: magnifiquísimo artículo, cómo me gustó, me chifló.

    En mi casa, cuando nos íbamos de viaje mi madre nos daba toda clase de consejos a mi hermano o a mí antes de irnos (como tiene que ser). Mi padre, cuando le dábamos un beso para despedirnos nos decía siempre (a los 15 años y a los 40): «Ya sabes, habla con propiedad.»

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