Arte y Letras Literatura

Iris, Iris, la espléndida reina del baile

Iris Murdoch

La retrataron como una burguesa que llevaba una vida intelectual indiferente. Sus modales eran elitistas y parecía llevarlo con orgullo. Era la clase de persona que defendía que el buen hombre ve las cosas de manera distinta al hombre mediocre.

Que no había venido al mundo a hacer muchos amigos, es algo que le gustaba dejar claro por adelantado. Hubo quien la describió como una Venus depredadora y cruel —aunque como siempre en estas cosas, tampoco escasearán testimonios previsiblemente más amables.

En el verano de 1990, Jeffrey Meyers publicó en el Paris Review una conversación que revelaba a la temible Iris Murdoch (1919-1999) en su esplendor. Admitió que había militado en el Partido Comunista y que se cansó pronto; supo allí de lo “espantoso” que era el marxismo. Esquivó la bipolaridad de su mundo pasando por encima de las dos grandes ideologías dominantes, y así aterrizó en Oriente: «El budismo deja claro que puedes tener una religión sin Dios, que la religión es mejor sin Dios». De vez en cuando se le escapaba la clase de yunque que delataba su seguridad en el mundo. Cuando Meyers le preguntó si el escritor debía ser un moralista, ella contestó lo que nadie espera en tiempos de buenas vibraciones y bondad etílica:

Sí —dijo Iris—. Un novelista tiene que expresar valores, y tiene que ser consciente de que es, en cierta forma, un moralista forzoso. La cuestión es cómo hacerlo. Si no vas a hacerlo bien, mejor no lo hagas.

En su opinión, el arte elevado se vinculaba al coraje y la honestidad. «Con independencia de su estilo, el arte elevado tiene las cualidades de la dureza, la firmeza, el realismo, la claridad, la objetividad, la justicia y la verdad. Es obra de una imaginación libre, sin tapujos, que no está corrompida. Mientras el arte malo es el trabajo desordenado, autoindulgente y sumiso de una fantasía esclava». De más está decir que era amiga de los rusos y de los ingleses del XIX. A pesar de su obsesión por la moral, todo el tiempo se esforzaba en alejarse de la filosofía y la abstracción para concentrarse en los dominios de la narrativa pura. Hablaba de sí misma como una minuciosa guionista a la que le gustaba planear todo, y para la cual las historias constituyen una forma elemental del pensamiento humano.

De inclinaciones budistas y liberales, encarnación del individuo superior, desdeñosa con los débiles y fiel a la narración pura, Iris Murdoch tenía el encanto y merecía el respeto de una semidiosa.

Harold Bloom le dedicó alguno de sus memorables elogios envenenados. Cuando publicó The Good Apprentice, el crítico le devolvió una agresión a Sartre que databa de 1953, cuando Murdoch lamentó la incapacidad del francés para escribir una gran novela. «Su propia incapacidad —expuso Bloom— se ha extendido ya a lo largo de 22 novelas».

Eso fue en 1986, y entonces Bloom supo ver que Murdoch estaba haciendo las cosas a su manera: «Los tiempos de Samuel Beckett y Thomas Pynchon, post-joyceanos y post-faulknerianos, quedan a un lado con los procedimientos novelísticos de la señora Murdoch»; luego precisó que «ella es tan fantasiosa como realista» y que «como en sus otras 22 novelas, el buen aprendiz de la señora Murdoch posee una superficie que constituye un entretenimiento brillante, una comedia social escrita por y para los más entendidos».

Bloom la incorporó a su altar de Genios, insistió en que era la clase de autora que no había sabido cristalizar su talento en una única obra maestra y convino con la propia Murdoch a la hora de detectar el talón de Aquiles de su escritura:

Mi problema es no ser genial. Estoy en la segunda liga, no entre dioses como Jane Austen, Henry James y Tolstoi. Mis personajes no son tan memorables como los de ellos.

En su prólogo a la edición de El mar, el mar que Lumen publicó en 2004, Álvaro Pombo la expuso como una asignatura pendiente para cualquier escritor o escritor en potencia, y la señaló como ejemplo del «indispensable equilibrio que es preciso obtener en toda gran novela entre escritura, estilo, verbalización y contenido temático y dramático». Lleva razón. Es imposible no descubrirse ovacionando en secreto el curso de las líneas de Iris y su exuberancia narrativa. Quien se atreva a ser lector ideal de Iris inexcusablemente se sentirá como patinando en hielo una coreografía olímpica, con el famoso vals de Aram Khachaturian de fondo.

Más o menos.

Pombo también llamaba allí a acabar con la ignorancia sobre Murdoch entre los lectores españoles, pero es este un hechizo que a pesar de los esfuerzos de unos y de otros nunca terminó de deshacerse. La editorial Impedimenta recuperó este año Henry y Cato, e Ignacio Echevarría volvía a cruzar los dedos para que Murdoch despegase de una vez, indagando en las posibles causas de su maldición.

Las novelas de Iris podían empezar con la urgencia de un disparo en los despachos de Whitehall (Amigos y amantes), o con la suave lentitud del mar que rompe en la costa británica ante los ojos de un dramaturgo retirado (El mar, el mar). O ser la antorcha que señala una revolución sexual en camino (A Severed head).

Lo anterior confirma que la sofisticada prosa de Iris estuviera un poco condenada a escurrirse entre los dedos de los críticos más testarudos y limitados, pues Iris desbordaba las simplificaciones más nocivas acerca de lo que tuvo que ser la literatura del siglo anterior.

Hace unas semanas, el influyente James Wood aseguraba en el New Yorker que algunos novelistas actuales, «claramente no tradicionales y claramente no experimentales, ni flagrantemente autobiográficos ni alegremente fantásticos», estaban haciendo estallar en esquirlas los fantasmas de las viejas clasificaciones de posguerra. El talento de esta hornada descansaba sobre su habilidad como «contadores de historias que parecen ficticiamente reales, sutilmente vivas».

Cabe sospechar que esto mismo fue lo que no terminó de entenderse en la prosa de Iris, ni ahora ni hace unas cuantas décadas, cuando ella misma abogaba por las tramas de siempre en tiempos post-joyceanos y post-faulknerianos, «tan realista como fantasiosa».

Tampoco la naturaleza ni su peripecia le dieron la envoltura necesaria para pasar a ser la clase de leyenda que sirve de inspiración a las nuevas generaciones de lectores y escritores, y quién sabe si es este otro lastre responsable de su negligente impopularidad. Murió bien entrada en la senectud y durante años cargó con alzhéimer. Es decir, no se suicidó. Si examinamos sus retratos, Plath, Sexton o Nin sí merecieron el auténtico toque de Midas. Parker pasaría por Vanity Fair y por el New Yorker y supo de la glamurosa vida del Nueva York de los años 20. Ella, en cambio, publicó complicados ensayos académicos de filosofía, escogió a un amante que cualquier buscador de imágenes contempla como un Einstein antipático, rechoncho y nada galán (Elías Canetti) y luego estuvo casada más de 40 años. Antes que la suya, la efigie de Virginia siempre se prestaría como adorno en carpetas contenedoras de notas universitarias de literatura inglesa; eso por descontado. Su pelo era corto, su presencia imponía y era invasora. Tenía el don de inmovilizar a sus interlocutores disparando rayos láser con la mirada, y eso a pesar de que algún que otro fotógrafo pudiera exponerla en situaciones relajadas o melancólicas, seguramente a su pesar. La erosión del tiempo agravó la dureza y circularidad de su rostro y su pintoresca nariz engordó, pero nada de eso sirvió para que la gran dama dublinesa perdiese la más mínima fracción de su encanto y carisma.

Tengo la impresión de que en el voluptuoso baile de la literatura del siglo XX, yo escogería bailar con Iris. La decisión no es sencilla. Estoy seguro de que no soy el único.

Iris Murdoch 3

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10 Comentarios

  1. Pepe Ramírez

    Interesante.

  2. Pingback: 12/06/13 – Iris, Iris, la espléndida reina del baile | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real

  3. Con independencia de su «naturaleza y su peripecia», por supuesto que es leyenda, quizá no en España, como demuestra la avalancha de comentarios al pie de este artículo.

  4. Luz Sánchez

    Me voy a poner a leer su obra, ya. Qué artículo más interesante.

  5. Conozco la figura de Iris Murdoch desde la fantástica película en la que Judi Dench interpreto a la escritora. Quiero desde hace tiempo leer su obra, porque reconozco que la literatura inglesa es mi asignatura pendiente, pero hay tanto que leer, que siempre sacrificas cosas. Pero después de leer este artículo creo que mi próxima lectura será alguna de las obras de Iris Murdoch. No sé cúal, me arriesgaré.

  6. Yo acabo de estrenarme con Murdoch con Henry y Cato. Una novela memorable, un comentario un poco más extenso en mi blog: http://heroinasdiscolas.blogspot.com.es/2013/10/henry-y-cato.html

  7. Lástima que en España se le conozca más como enferma que como escritora.

  8. Pingback: El unicornio de Iris Murdoch: nuestra última lectura de este curso | bibliotecamiguelcatalan

  9. maría candel

    no sé si es mejor saber mucho de los autores, a veces ha sido inevitable para mí ( V. Woolf ), lo que es cierto y asombroso, de ahí esta nota, es que voy por la sexta novela consecutiva y planeando cómo salir del embrujo de Iris Murdoch, no puedo dejar de leerla con una pasión que creía extinguida, me parece una prosa única y de la modernidad que yo siempre espero.

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