Sociedad

«¿Qué busca usted en mi basura, caballero?»

A. J. Weberman. Foto: Corbis.
A. J. Weberman. Foto: Corbis.

En 1999 la actriz Gwyneth Paltrow recibió un paquete en su hogar de Malibú. El remitente era un tal Dante Michael Soiu. En el paquete había un gigantesco vibrador negro y una nota: «Para ti Gwyneth. Porque te quiero».

Soiu era (no hace falta decirlo) un auténtico chiflado: el tipo había acosado a la publicista de la actriz, a su agente, a sus amigos y hasta a sus padres. Un día se había presentado en la casa de estos últimos en Santa Mónica y les había advertido que si se les ocurría oponerse a la boda con su hija deberían atenerse a las consecuencias. La cosa llegó a tal punto que el FBI se presentó en el apartamento de Soiu y le advirtió de que si no dejaba de molestar a Paltrow iría a la cárcel.

Obviamente, Soiu no paró y siguió con su labor (en el juicio la acusación presentó veintinueve mil páginas con cartas, telegramas, notas y —finalmente— correos electrónicos que el acosado había enviado a la actriz) hasta que fue detenido y enviado a prisión.

El juez dictaminó que el hombre estaba como una cabra y le envío a un psiquiátrico a cumplir una pena de diez años. Los testigos afirman que este se limitó a sonreír y dijo a Paltrow: «Que alguien te quiera como te quiero yo debería parecerte una bendición».

Soiu no parece gran cosa: un hombre pasado de peso, con el pelo alborotado, uno de esos que podría parecer inofensivo a primera vista. El típico que comete una atrocidad y cuando se pregunta a sus vecinos por ello contestan con un «siempre daba los buenos días, era muy educado». Sin embargo, representaba una especie de acosador de corte clásico que ha perturbado a los famosos desde los tiempos de Andy Warhol. Cuando este dijo que en el futuro todos tendríamos quince minutos de fama se le olvidó añadir que también tendríamos nuestros propios acosadores. Y que nos durarían más de quince minutos.

Antes el acosador tenía que salir a la calle a ejercer, ahora cualquier imbécil puede amargarle la vida desde su sillón. Algunos dirán que casi mejor, que quizá si Mark Chapman o John Hinckley hubieran tenido acceso on-line a sus ídolos, John Lennon seguiría vivo y Hinckley no hubiera tratado de asesinar a Ronald Reagan para llamar la atención de Jodie Foster, pero lo cierto es que los acosadores cibernéticos pueden liquidarle varias veces sin que usted se entere. Por si acaso, hágase un favor a sí mismo y no se busque (jamás) en Google.

Oyendo los (terribles) relatos de muertes, traumas y malos ratos que provoca el acoso de nuevo cuño uno echa de menos a personajes como A. J. Weberman. Weberman es el protagonista de Tangled up in Dylan, el mejor documental que jamás se ha hecho sobre el acosador clásico, el que te vigila con unos prismáticos y espera que te vayas de casa para revolver en tu basura.

A. J. Weberman nació el 26 de mayo de 1945 y a temprana edad desarrolló una fértil obsesión por Bob Dylan. Aquello no le diferenciaba de muchos otros miembros de su generación, lo que sí lo hacía es su empeño por saberlo todo de su ídolo, incluso lo que no decían las revistas. Así nació el fenómeno Weberman, que popularizó términos como Dylanology (esto es, saberlo todo de Dylan) o —el mucho mejor— Garbology, que definía su fijación por revolver la basura del cantante y llevarse a su casa todo aquello que consideraba relevante. Lo mejor del caso fue que Dylan le dio su teléfono, impresionado al principio por el nivel de conocimiento que aquel tipo con pinta de haber recibido una docena de electroshocks antes del desayuno, tenía de su obra. O quién sabe, quizás porque deseaba saber el nivel de enfermedad mental del sujeto en cuestión.

Como el que invita a un vampiro a entrar en su casa, Weberman entró —literalmente— hasta la cocina: sus llamadas a Dylan, larguísimas y llenas de extrañas teorías conspiranoicas se publicaron en varios bootlegs (el más famoso «Bon Dylan vs. A. J. Weberman») que fueron pasto de los fans y siguen siendo material de culto. En las mismas Dylan le advertía de que fuera con cuidado, que todo tenía un límite.

Imagen: Dist Media.
Imagen: Dist Media.

El loco dylanólogo llegó a convocar manifestaciones del Dylan Liberation Front y una vez fue detenido por la policía cuando en ocasión del cumpleaños del cantante celebró una fiesta en la puerta de su casa (la de Dylan). La cosa llegó a tal punto que un buen día Weberman fue asaltado en plena calle, llevándose unos cuantos puñetazos y otras tantas patadas. El agresor fue un tal Bob Dylan, al que se le había hinchado la entrepierna de tanta llamada, tanta carta y tanto buceo en la basura.

Weberman fue advertido por las autoridades de que aquel comportamiento no iba a ser tolerado y desde entonces empleó sus conocimientos en libros y conferencias en las que advertía al respetable de que Dylan le enviaba mensajes secretos a través de sus canciones. Décadas después Weberman (que fue condenado a un par de años en la cárcel por traficar con marihuana) sigue contestando cada artículo en el que se le menciona y aprovecha para arremeter sin pudor contra Dylan («ese cabrón espera que me muera para mearse en mi tumba») y seguir haciendo publicidad de sus libros sobre quién mató realmente a JFK.

El loco que rebuscaba en la basura de Dylan es junto a personajes como David Ajemian (un cura obsesionado con Conan O’Brien que le enviaba cartas amenazantes y trató en varias ocasiones de colarse en su show, seguramente no para administrarle los santos sacramentos) lo que podríamos denominar «acosador analógico», el que amenaza con tomar medidas físicas y luego se propone implementarlas. Estos acaban en la cárcel o en el psiquiátrico, como es lógico.

En el siglo XXI todo el mundo puede ser un acosador en potencia y no hace falta moverse de casa. El acosador es ahora el hater, que en lugar de dejar largos mensajes en el contestador sobre la vida y la muerte embadurna tu muro de Facebook con insultos de medio pelo, escribe posts sobre el objeto de su obsesión o contesta cualquier memez que escribas en Twitter con una memez mucho mayor.

Al menos Weberman (y eso es indudable) era capaz de analizar de forma deliciosa cualquier canción de Dylan y que te persiga un cura tiene su gracia si tienes buenos guardaespaldas. Los dos (Weberman y Ajemian, que conste) eran muy públicos en su chaladura, nada de seudónimos, nada de IPs falsas, nada de anonimato: «Soy el padre Ajemian y vengo a por ti» decía el «fan» de O’Brien) pero con los nuevos acosadores cualquier atisbo de romanticismo (por retorcido que parezca) se ha perdido.

Así que ya sabe, si un día mira por la ventana, encuentra a alguien rebuscando en su basura y le asegura que no es por comida sino que quiere saberlo todo de usted, no se corte y dele un abrazo: está usted frente al último ejemplar de una especie en extinción.

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4 Comentarios

  1. ¡Buenísimo!

    Fíjate, ¿quién se lo iba a decir a Warhol? El también tenía su «hater» semiacosadora particular. Valerie Solanas se llamaba la susodicha.

  2. Pues ahora que lo mencionas, voy a mandar el enésimo anónimo a Miley Cirus…

  3. Pingback: Jot Down Cultural Magazine – «¿Qué busca usted en mi basura, caballero?» | EVS NOTÍCIAS.

  4. ¡Gracias!

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