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Usos prácticos de la poesía

Imagen: Steve Johnson (CC)
Imagen: Steve Johnson (CC)

Para A. F. B., con mi cariño y admiración

Un amigo mío, poeta respetado aunque de perfil discreto desde su ciudad de provincias, sufre una enfermedad rara. Tan rara, que lleva ya un par de años con ella a cuestas y los neurólogos todavía no han sido capaces de diagnosticarla. El caso es que, un buen día, lo ingresaron en un hospital y de allí salió en silla de ruedas y con un abultado equipaje de limitaciones para la vida cotidiana. Pero al margen del descalabro vital múltiple (familiar, económico) y de un periplo de pesadilla por agresivas pruebas médicas que se han ido repitiendo con regularidad, sin ningún resultado seguro, y además de verse postrado en una silla y dependiente de la ayuda de los demás, su verdadero descenso a los infiernos se produjo a raíz de un episodio temporal de pérdida del habla. A un poeta le duele como a cualquier otro mortal tener que prescindir de las piernas. Mas, ¿cómo prescindir de las palabras, que son su mayor alimento, el filtro (aun cuando imperfecto, como todo lo humano) por el que ve, entiende y se explica a sí mismo todas las cosas?

En un intenso relato sobre su indeseado viaje a través de la enfermedad, inédito por el momento, el poeta nos cuenta a los amigos, pero se cuenta sobre todo a sí mismo, su propia historia reciente. Y se la cuenta con palabras, claro; no en verso en esta ocasión, aunque los poemas escritos a lo largo de treinta y tantos años de su vida afloren en la prosa, se cuelen como pájaros por los boquetes de los edificios abandonados y entonen su canto otra vez en medio de la ruina. Afortunadamente para él y para todos, esas aves convertidas en objeto de la memoria han vuelto a él, y han borrado con creces la angustia momentánea (en su momento interminable) que se produjo «cuando las palabras no funcionaban, cuando las palabras hicieron su revolución y me abrumaron con su sombrío silencio y su abandono. Cuando con ellas se exilió el pasado a ninguna parte e incluso el futuro se escondió de mí».

Se puede pensar que, ante una situación tan dolorosa y tan plagada de incertidumbre (se nos olvida a menudo que en la vida todo es incierto), magro consuelo pueden proporcionar las palabras. Y desde luego, en esta situación no es tarea fácil hilar un discurso veraz a la par que exento de autocompasión, justo con los demás y fiel al escrutinio de uno mismo; convocar a la entereza que transforma esa «caída libre» de la enfermedad antes en «quietud» que en «enajenación», a la fuerza, sí, porque hay que seguir viviendo. Pero una cosa es dejarse vivir, y otra muy distinta reconocer (a pesar de las dudas, los traspiés, el dolor que no remite) que «no hay final feliz, hay un nuevo comienzo». Lo cual nos recuerda aquellas palabras de Ramón Gaya, en la más pura tradición estoica, cuando afirma que a este mundo «no venimos a ser felices ni desdichados, sino a cumplir con nuestro deber. Hallar cuál es el deber que se nos asignó y cumplirlo o esforzarse en cumplirlo, esa puede ser nuestra felicidad, o dicho de otro modo, nuestra tranquilidad».

Hay en la afirmación de Ramón Gaya cierta concepción del destino que nuestro poeta parece compartir, al menos implícitamente. No hablo de esa versión simplona del destino escrito en las estrellas que nos exime de toda responsabilidad sobre nuestros actos, sino de la facultad de vernos a nosotros mismos dentro de unos parámetros algo más amplios que los que nuestras pequeñas vidas individuales nos proporcionan. En esa otra comprensión del yo que psicólogos y filósofos han defendido, y que todos los grandes lectores han experimentado alguna vez en sus vidas, el hombre aprende a leer su «destino» ligado a los ciclos de la vida, al kairós antes que al kronos, a lo que late en la naturaleza, incluido por supuesto su «dejarse ir» poco a poco: «La pérdida se hace constante en nuestra existencia y, afortunadamente, nos ajustamos cada cierto tiempo al cambio de las reglas del juego». Esa pérdida constante, en el ser humano, no se asume hasta que se verbaliza. Y cuanto más traumáticas sean las circunstancias que ocasiona, como es el caso, más necesario se vuelve el recurso de la palabra. Pero no la palabra abrumada por el peso de las convenciones, los usos manidos, los pensamientos cliché de los manuales de autoayuda. La palabra del poeta herido por la arbitrariedad de los dioses, que lo han escogido a él como receptáculo de sus infortunios, sosegada mas sin escatimar toda la crudeza, ha de sonar distinta si aspira a emprender el vuelo de vuelta a casa (léase, si se quiere, la «casa del ser»); esto es, volver a habitarla, remozarla, abrir las ventanas que tanto tiempo habían permanecido cerradas para que entre el aire. Palabra consciente de la pérdida, sí. Pero no derrotada.

Todo esto, que al final no es sino aprender a vivir con los mimbres de que disponemos (cosa que nos vemos obligados a hacer cada día), no lo proporciona ningún currículum envidiable, ni ningún juguete tecnológico, ni viajes rutilantes, ni nada de lo que a priori nos parece tan importante o incluso lo más importante en la vida. Es precisamente lo que no tiene cabida en ningún discurso oficial, ni en los expedientes académicos o las hojas de servicios más brillantes (lo cual no significa que restemos valor al trabajo bien hecho), lo que más enseña. La experiencia de la enfermedad, verbalizada desde el conocimiento que otorga una vida entera al arrimo de la poesía, no va a devolver a mi amigo su salud perdida. Pero de momento ya le ha devuelto algo que sería infinitamente más trágico perder: le ha devuelto a sí mismo. Y solo desde ese «sí mismo» estará en condiciones de vivir, esto es, de ser digno de la palabra «hombre».

A la pregunta de para qué sirve la poesía no se puede responder. Primero, porque quien pregunta busca una respuesta utilitaria, limitada al orden inmediato de las cosas. Segundo, porque solo es capaz de responderse quien no necesita esa respuesta, ya que de todos modos ha nacido con la «dependencia» de la poesía. Pero a veces, como es el caso, se le llega a ver la parte práctica, esa que tan difícil nos resulta expresar. El relato de mi amigo termina con un libro de poesía, una antología que preparó desde su nuevo estado físico, recogiendo en los poemas de sus libros los retazos de los «otros» que había sido en su vida anterior; recomponiendo con ellos, desde el presente, una voz que es a la vez la de antes y distinta. Y es que, como bien dice, «la magia de un poema es que nunca se sabe qué fue verdad en él, qué fue deseo en él». Y así ha de ser: que nada se sepa, aunque todo sepamos.

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6 Comentarios

  1. Congratulaciones y gracias, he disfrutado mucho tu escrito.

  2. Lucid, bright and tender, Nats at her best. Beautiful.

  3. benito estrella pavo

    Muy bueno tu artículo, Natalia. Limpia prosa y contenido relevante. Un abrazo. Benito

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