Ciencias

Ciberartefactos (o cómo encontrar arte en un desguace)

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Fotografía: DP

El crítico de arte visita un desguace. Contempla los materiales inorgánicos, producidos por el hombre, artificiales, por tanto, pero artísticos en cierta forma. Observa los cables, tubos y tornillos, elementos industriales como personajes que se comunican y crean vínculos con el espectador humano. El crítico encuentra una posibilidad de replantear las relaciones, adentrándose en aspectos relativos a la convivencia del ser vivo con lo industrial y tecnológico. En su mente se configuran como ready-mades, objetos de uso común, industrial, a los que una mínima intervención humana, una descontextualización y recontextualización mental, convierten en obra de arte. Duchamp, ni más ni menos. La Gioconda pierde su valor artístico al ponerle bigotes y los objetos industriales lo ganan al descontextualizarlos, al sacarlos de su ambiente de uso y colocarlos en uno de inutilidad, poniéndolos en un pedestal, al exhibirlos como obra de arte, firmarlos, darles un título que esté en radical oposición con su aspecto (inconscientemente pasa de Duchamp a Man Ray), o imprimirlos en  su retina.

Pero tal vez estos organismos industriales no sean tanto entidades antihumanas, sino más bien una prolongación de lo humano, intrínsecamente ligada a él. Resulta fundamental entonces, más que entrar en un aparente desprecio hacia lo industrial, especialmente cuando entra en desuso y queda abandonado, aprender a asumirlo como algo propio. El ejercicio imaginativo que se le plantea es ciertamente excitante y perturbador. La creación humana de una máquina dotada de atributos animados, de rasgos de personaje, produce la confusión de algo que se instaura en la imaginación con vida propia, con identidad propia. ¿Antihumano? ¿sobrehumano? ¿más humano que humano? Algo que requiere una definición nueva.

Donna Haraway, catedrática de Historia de la Conciencia en la Universidad de California, famosa porque sus ideas han desencadenado una explosión de debates en áreas tan diversas como la primatología, la filosofía o la biología evolucionista, escribió en 1985 The Cyborg Manifesto. En el manifiesto, Haraway se replantea el concepto de cíborg (cybernetic organism), invento surgido de la carrera armamentista desarrollada durante la Guerra Fría, para convertirlo en una herramienta para la lucha feminista. No obstante, y más allá de las cuestiones de género, su definición primigenia es muy acertada. El cíborg es un producto de la ciencia y la tecnología, un autómata con autonomía incorporada. Un cíborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción.

En su origen, lanzado en 1960 por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline, el término cíborg define al hombre explorador espacial del futuro, auténtico humano mejorado y personalizado para permitirle sobrevivir en un entorno artificial. Es la figura metafórica de un nuevo mundo. Un mundo sin espesor, ni densidad, ni gravedad. Un mundo fantomático compuesto de ectoplasmas. Un mundo biotrónico de tecnología informática, electrónica, nanotécnica o lo que sea. Finalmente un mundo que ya no es verdadero sino que se vuelve cada vez más virtual.

Jean Baudrillard dice que el universo, en su materialidad, es una ilusión, en el buen sentido de la palabra, algo que producimos mentalmente, algo de lo que no se puede tener la prueba. Incluso se podría ir más lejos y pensar que el mundo que conocemos solo existe en cuanto a que lo aceptamos como teoría de pensamiento. En la mente del crítico nacen entonces los ciber-arte-factos. Estos amasijos de chatarra son una especie de OGM (organismos genéticamente modificados; GMCs en inglés, genetically modified crops), es decir, artefactos cibernéticos, organismos alterados, modificados e intervenidos en su pensamiento.

Del Golem de Gustav Meyrink al niño-robot demandante de afecto de Artificial Intelligence, pasando por el engendro del doctor Frankenstein de Mary Shelley, Terminator o Rachel de Blade Runner, queda demostrado que los seres humanos han soñado con fabricar autómatas que se asemejen a los organismos vivos, incluso al punto de desarrollar un comportamiento inteligente análogo al nuestro y que se pueda confundir con lo vivo. Estos ciber-arte-factos no conocieron el Jardín del Edén. No fueron hechos de barro. No son reverentes, a pesar de ser hijos del capitalismo y la industria. Los ciber-arte-factos son infieles a sus orígenes, porque ahora, en la cabeza del crítico, son un engendro de la modernidad.

La era ciber es aquí y ahora. Y es esta era, la de los frankenstein posmodernos, la que plantea la posibilidad de indagar novedosas subjetividades. Al fin y al cabo, nosotros mismos somos bits de información, complejos engranajes en un sistema arquitectural cuyos modos básicos de operación son también artefactos. Reconocernos así permite ver en estas chatarras una imagen condensada de imaginación y realidad, en la que se materializa una tecnología que determina las mentes y las más amplias identidades, un canto al placer en la confusión de las fronteras, una realidad dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin.

Pero el crítico no puede dejar de advertir que hay algo más: la estética. Parece ser que la industria ha sostenido muchas veces y decididamente que la función cumplida por los productos es superior a la forma y poco importa la fealdad de los materiales usados. Sin embargo, las máquinas, los tubos, los tornillos, según como se miren, son también objetos bellos. Lo cual demuestra que la belleza no es ninguna característica permanente o independiente del ser considerado. El crítico hace un ejercicio de percepción total, diferente a la percepción normal basada en captar elementos o rasgos importantes o necesarios del mundo, y la excitación surge con la experiencia de lo bello. Y bajo la influencia de la excitación dirige toda su conciencia hacia el objeto que la hizo surgir, delimitando el campo de la experiencia y centrando el interés en la cualidad percibida. Esto es experiencia estética.

Los ciber-arte-factos nos sobrevivirán, porque es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de ellos: Matrix, The Road, Hijos de los hombres, 2012, El día de mañana, Blade Runner… Quizás, en un futuro no muy lejano, existirá un mundo posthumano habitado por cyber-arte-factos amantes de las musas.

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Un comentario

  1. Antonio Tamez

    Lo que escribes casi al final, sobre cómo las máquinas, los tubos y los tornillos, son objetos también bellos, me recuerda mucho a la fascinación que algunas personas tienen (me incluyo) por los sitios industriales abandonados. Es una apreciación del espacio y la infraestructura muy diferente a la de otras construcciones abandonadas, tal vez por la carga implícita que hay en el sitio, (Industria = progreso y todo lo demás, ciencia y tecnología) pero también debido a que toda esa colección de hornos, grúas, y demás son en verdad hermosos.

    El sitio industrial podría verse de cierta forma como el edén del robot y el cyborg. Hace poco vi «Chappie»,invariablemente de lo que se piense de la película como tal, se me hizo interesante que el robot se volviera consciente (siendo muy laxos con la definición de lo que es consciencia) precisamente en un sitio industrial abandonado. Robocop, el original, muestra su rostro muy humano precisamente en un sitio artificial abandonado.

    Volviendo a lo que escribes sobre la maquinaria industrial y volviendo a Chappie, el director, Neill Blomkamp, tiene una fascinación fetichista con las máquinas. Sus tres películas llaman mucho la atención por el detalle que da a sus robots, armas, naves, prótesis, etc. Muchas veces el «concept art» de sus películas es más interesante que las propias películas debido a ese detalle. Ahí hay alguien que realmente si ve lo hermoso en los componentes de la máquina.

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