Humor Ocio y Vicio

La risa desnuda

Audrey Hepburn y Mel Ferrer en un descanso del rodaje de Una cara con ángel. Fotografía: Cordon Press
Audrey Hepburn y Mel Ferrer en un descanso del rodaje de Una cara con ángel. Fotografía: Cordon Press

Una de las formas más tontas de sentirse desnudo es ante nuestra propia inseguridad. Por ejemplo, cuando conocemos a alguien especial, y solo se nos ocurre contar un chiste malo. La emoción del momento nos lleva a contar uno de esos chistes cortos y simples, esos que a nosotros nos hacen llorar de la risa pero que dejan a los demás con una gota en la frente y una expresión confusa.

Puede que en cierta manera la otra persona haya pensado que aquello nos hace adorables, pero lo más probable es que nosotros queramos que nos trague la tierra en ese mismo momento. Que no cunda el pánico, al menos no estamos solos: el ridículo es un sentimiento muy universal. Cuentan una anécdota muy divertida de Ronald Reagan ocurrida en uno de sus viajes a Japón, en el que tuvo que dar una conferencia, acompañado —lógicamente— de su traductor. En el momento de su charla hacía una broma, y los japoneses estallaron en carcajadas. Al final del discurso, Reagan se acercó al traductor para felicitarle por su buen hacer incluso con algo complicado como es hacer reír, a lo que este respondió: «Solo dije que usted había contado un chiste».

En Japón no existen los chistes.

Podemos imaginar esa gota de sudor cayendo por el lateral de la frente del entonces presidente de los Estados Unidos. Ese vacío, esa sensación.  

Lo curioso es que aunque es el ridículo —y no el sentido del humor— lo que es universal, se sorprenderían al saber que es justo lo que más gracia les hace a los japoneses. Lo que para un occidental es vergüenza ajena, para ellos es motivo de un programa de televisión en prime time. Pura comedia.

Para Yasutaka Tsutsui el humor florece de lo más corrosivo y vergonzoso del ser humano. Y en este caso, cuanto más, mejor.

Quizá este japonés les suene por ser el escritor de Paprika, llevada al cine por Shatosi Kon en 2006. Solo él, apasionado de la ciencia y de los múltiples envoltorios de la mente, es capaz de infiltrarse con sus palabras en los sueños, en los sueños de los sueños que se sueñan dentro de otros sueños y sobre cómo realidad y sueño se confunden y se mezclan. Precisamente por esto son deudoras películas como Matrix o Inception, de Christopher Nolan. Pero Tsutsui ya llevaba practicando estos viajes oníricos desde hace mucho, incluso de la forma más tierna, como en La chica que viajaba a través del tiempo.

Hay en Tsutsui también un absurdo y una irreverencia únicas que le hacen merecedor de tantos premios recibidos a lo largo de su carrera. Su versión más mutante y afterpop sobre todo la encontramos en sus cuentos.

Estoy desnudo (Atalanta, 2009) es una recopilación de relatos para leer cuando nada ni nadie le entienda, o cuando esté en uno de esos «días rojos» que decía Audrey Hepburn en los que se tiene miedo y no se sabe por qué. Y no precisamente porque vayamos a desternillarnos de risa, más bien nos ocurrirá encontrarnos de repente compadeciéndonos del protagonista del relato ante el cúmulo de despropósitos que en cuestión de instantes se le acumulan. Nos reiremos, sí, pero nos sentiremos también ajenos, un poco cómplices como espectadores de su fracaso, más calmados con nuestra propia suerte.

Descubrirán entonces un mundo desconocido. Otro orden de cosas. Un código que se lee pero no se interioriza, y que, sin embargo, sorprende y cuestiona y nos refresca por dentro, porque no hay nada mejor que la ilusión de saber que no todo está escrito: que queda mundo por recorrer, noches para beber, sueños que realizar. Y entonces se les escapará una sonrisa.

Audrey Hepburn y Mel Ferrer, antes de salir al escenario para interpretar Ondina (1954) Fotografía: Corbis
Audrey Hepburn y Mel Ferrer antes de salir al escenario para interpretar Ondina (1954) Fotografía: Corbis

Así las cosas, ¿a qué quieren llegar los japoneses cuando juegan al humor? ¿Qué esperan de nosotros? ¿Es irónica la literatura japonesa? ¿Cómica? ¿Satírica?

Una parte muy importante del humor en la cultura japonesa está en el lenguaje, y quizá por ello es por que nos resulta complicado llegar a su verdadero sentido. Pero es que además en Japón el humor se basa a menudo en los juegos de palabras, con la dificultad añadida de que ellos juegan con kanjis (los sinogramas que equivalen a conceptos en Japón) y que poseen varias lecturas según el contexto. Algunos de ellos pueden tener hasta diez, y el humor reside en utilizarlos con una lectura que no procede. También juegan con palabras que suenan similares (como el niño protagonista de la serie de anime Shinchan, que cambia «oyatsu» —«merienda»— por «otsuya» —funeral— y en español lo han resuelto diciendo «mirienda» en lugar de «merienda») y a cambiar un solo trazo del kanji para decir algo completamente diferente.

Hace tiempo que nos preguntamos en este lado del mundo sobre la influencia de la cultura japonesa en nuestra literatura. En concreto, Octavio Paz reconoce el papel de la imagen y el humor del haiku —esas breves y oníricas poesías que conectan habitualmente situaciones con un momento en medio de la naturaleza— como dos elementos centrales de la poesía moderna. A esa economía verbal, a la correspondencia entre lo que dicen las palabras y lo que miran los ojos, Paz lo llamaba «escuela de concentración», el resultado de aplicar humor e ironía cuando se vislumbra la realidad.

El humor ha sido un elemento muy vivo en la tradición cultural japonesa, y durante los últimos cuatrocientos años ha tomado un rol todavía más importante. Está en la esencia misma del espíritu del haiku. Si nos adentramos un poco en el género, vemos que el humor toma diferentes formas, entre ellas: la risa de la desilusión; la risa de la idiotez estudiada; la idiotez espontánea; la hipérbole; el dilema; el humor escatológico; el humor seco; el romper con lo convencional; el dejar caer desde lo sublime hasta lo ridículo.

Todos estos conceptos se diferencian por la carga semántica y la intencionalidad del mensaje que quieren transmitir. Pero lo que en el haiku es sutil, el espíritu japonés moderno lo lleva hasta lo excéntrico. Es en el terreno de lo absurdo —recuerden aquel programa Humor amarillo— donde se suceden los golpes, los gestos desencajados y la risa desbordada, y es esto lo que salpica todo el arte japonés en forma de sonrisas deformadas y caras anchas y monstruosas. Es aquí, también, donde mejor se mueve Tsutsui.

Podríamos perfectamente descomponer sus relatos en momentos, y tendríamos pequeños haikus modernos, que juntos suman el infortunio desproporcionado.

Este delirante y multifacético escritor, satírico hasta con los más hondos tabúes japoneses, como la enfermedad de la depresión, recibió honores y críticas a partes iguales. Tanto es así que en el verano de 1993 anunció que dejaba de escribir como reacción al persecución que había sufrido en la prensa por unas expresiones sobre la epilepsia que aparecían en uno de sus cuentos. En protesta por esta falta de libertad de expresión se negó a publicar en su país, con lo que se convirtió en el primer cíberescritor de Japón al haber sido internet durante una larga época el único medio de leer sus historias.

Esa misma valentía es la que hace falta para acceder al sentido del humor que esconden los relatos de Kafka, a quien recuerdan mucho los relatos de Tsutsui. Desnudarse para deshacerse de los clichés que la sociedad nos ha inculcado y ser capaces de ver más allá. Y aunque decíamos (decía Umberto Eco) que el sentido del humor —lo cómico— no es universal, al mismo tiempo encontramos conexiones de norte a sur y de este a oeste asombrosas.

David Foster Wallace se empeñó en enseñar a sus alumnos sobre el humor de Kafka, y a menudo se encontraba con una barrera, la que nosotros hemos construido, difícil de romper. Decía:

Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no «pillen» el humor de Kafka, sino que les hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el «yo» es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un «yo» humano resulta en un «yo» cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a una pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no «pillen» a Kafka. Se les puede decir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos.

(David Foster Wallace, Hablemos de langostas)

No está mal desnudarse de vez en cuando y dejarse llevar por el sentido del humor. Al fin y al cabo, quien nos quiera sabrá ver el encanto de nuestros chistes malos.

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4 Comentarios

  1. qué buen artículo, como todos

  2. Perdonar, ¿donde comprar, en digital, Estoy desnudo (Atalanta, 2009) ?

Responder a José Cancel

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