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Por favor, no olvidéis

Entrada del campo de concentracion de Auschwitz. Foto: Cordon Press.
Entrada del campo de concentracion de Auschwitz. Foto: Cordon Press.

En la película de 1997 Horizonte final, una nave espacial capaz de viajar creando un agujero negro aparece en una dimensión de mal absoluto. Algo así sucedía en la Europa de 1940: cuando uno miraba hacia el este se encontraba con los gulags de Stalin y su particular política de represión con cualquier tipo que le mirara de reojo. Al otro lado, en el corazón del continente se levantaba el imperio de Adolf Hitler, el Tercer Reich, el Reich de los mil años que acabó durando algo menos, a pesar de los descomunales planes arquitectónicos de Albert Speer. La Alemania nazi no estaba demasiado lejos de la dimensión donde apareció la Deep Horizon: su maldad no era congénita, ni siquiera vocacional, sino que partía de un matiz casi orgánico, era ferozmente organizada y partía de una voluntad industrial, algo insólito y que —afortunadamente es difícil que vuelva a repetirse a una escala semejante. La eliminación absoluta del enemigo era más un cálculo frío que un arranque bélico, tal y como demostró la tristemente famosa conferencia de Wannsee, donde se decidió la implementación de las medidas que debían permitir el exterminio sistemático de los judíos europeos.

La fascinación de los historiadores por el periodo que abarca desde 1933 hasta 1945 es una criatura sin límites: son tantas las caras del régimen nazi y tan profundas sus ramificaciones en la sociedad alemana que la literatura al respecto es inagotable. El Holocausto es un género aparte y ni siquiera Primo Levi o Imre Kertész fueron capaces de decir la última palabra al respecto. Sin embargo, Nikolaus Wachsmann parece decidido a cerrar la bibliografía de la shoah con un tomo de ambición tal que después de leerlo parece difícil volver a comprar otro libro esperando descubrir algo nuevo (o relevante) sobre el asunto.

Historia de los campos de concentración nazis (Editorial Crítica) es el estudio más detallado, riguroso y hasta deliberadamente clínico que jamás se haya escrito sobre la topografía demoníaca que constituían infiernos como Auschwitz, Bergen-Belsen, Dachau, Treblinka o Buchenwald. Wachsmann abre su obra maestra con una historia sobre la creación del sistema de represión nacionalsocialista, empezando por Sonnenburg, el primer campo de concentración del que se tiene referencia y que servía como campo de juegos de diversos elementos de las SA y las SS, que torturaban y reprimían a los adversarios políticos del partido nazi, con especial atención a los comunistas. En aquellos años —explica el autor las cárceles aún resultaban seguras para los enemigos del Reich, así que los gerifaltes de Hitler empezaron a buscarse centros de detención propios que escaparan al control de las instituciones que aún conservaban cierta influencia.

La resolución de «la cuestión judia» y la insistencia de tipos influyentes como Himmler o Rosenberg propiciaron que en los años siguientes la red de lagers se extendiera por toda Europa, mucho más allá de las fronteras de Alemania. Los altos mandos de las SS estaban preocupados porque en las largas jornadas de fusilamientos que se daban en ciertos lugares ya conquistados, los soldados acababan exhaustos, física y psíquicamente. Siguiendo la legendaria línea de la eficacia teutona, decidieron que las balas no eran un método lo suficientemente pragmático y que había que jerarquizar la muerte, porque como con tantas otras cosas el circuito podía ser mejorado. Wachsmann repasa con el pulso de un cirujano todas las barbaridades (a falta de una palabra mejor) que se vivieron en aquellos agujeros negros de los que no escapaba ni una partícula de luz. Paradójicamente, esa literatura fría, casi aséptica, resulta más aterradora que cualquier descripción de tintes emotivos porque uno puede atisbar la potentísima maquinaria que se necesitaba para acometer una misión semejante y la precisión mecánica que se aplicaba a ello: en el exterminio más amplio de la historia de la humanidad nada se dejó a la improvisación.

El gueto de Varsovia. Foto: Cordon Press.
El gueto de Varsovia. Foto: Cordon Press.

La propia Crítica ha lanzado al mismo tiempo (con innegable habilidad) las memorias de Alfred Rosenberg, que el mismo jerarca nazi escribió entre 1934 y 1944 y que admiten pocas dudas respecto al deseo del nacionalsocialismo en relación con su política socio-bélica. Su teorización del «exterminio biológico del pueblo judío» es uno de los testimonios más aterradores de la voluntad de la cúpula del Reich de acabar con cualquier vestigio de la cultura judía en Europa. El axioma de Rosenberg es casi un calco del de tantos otros genocidas a lo largo del devenir: el enemigo debe ser aniquilado; no esclavizado o encarcelado: exterminado. Mientras Goebbels se dedicaba a sus muy efectivas tareas de propaganda en la que el judío era representado (literalmente) como una rata, Rosenberg empezaba a estructura la producción en cadena que debía borrar a los hijos de Israel de la faz de la tierra.

Los diarios de Rosenberg sorprende por ese aire glacial que bañan una literatura plana, concebida simplemente como plasmación de un calendario que debía ejecutarse con rapidez y discreción. No hay ninguna ambición estilística en este burócrata para el que el asesinato es un instrumento válido a la par que necesario para culminar un proyecto político que se basaba en acabar con todo aquel que estorbara. El alemán, uno de los integrantes del círculo de hierro de Hitler, narra parsimoniosamente la hoja de ruta trazada para aniquilar a los judíos europeos, y cuya implantación empezaría en Polonia y se extendería después por el continente. Para Rosenberg, el judío es un ente que puede extirparse sin más, y su única preocupación es cómo conseguirlo de un modo eficiente. El exterminio es considerado por el nazi como una misión vital para la supervivencia de Alemania y a uno le recuerda aquel discurso atribuido a Himmler en 1943 en Posnan: «La aniquilación del pueblo judío… La mayoría de ustedes sabrá lo que significa cuando cien cadáveres yacen uno junto al otro, o quinientos o mil… Esta página de gloria en nuestra historia nunca se ha escrito ni se escribirá jamás… Teníamos el derecho moral, estábamos obligados con nuestro pueblo a matar a estas personas que querían matarnos a nosotros».

En la misma línea, Norma Comics publica El hombre que descubrió el Holocausto, la traslación visual (por decirlo de un modo simplista) del impresionante libro de Jan Karski, que en España publicó Acantilado, Historia de un estado clandestino, donde este activista polaco relata la destrucción absoluta de su país gracias a la colaboración (en principio impensable) de los ejércitos de Alemania y la Unión Soviética, que aniquilaron a intelectuales, políticos, artistas y judíos, borrando de un plumazo el futuro de Polonia. Mientras los hombres de Stalin fusilaban de forma masiva a un lado del mapa, al otro lado los de Hitler construían el gueto de Varsovia en lo que acabaría convirtiéndose en una de los ejemplos de genocidio más clamorosos de la historia del ser humano. Con un impresionante trabajo gráfico de Marco Rizzo, y recordando la nula acción de los aliados contra lo que sucedía (a pesar de multitud de informes de los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses) que el propio Karski sufrió en sus carnes tras reunirse con Churchill o Roosevelt. «El problema judío no interesa» recuerda el polaco en un cómic durísimo con momentos tan brutales como la visita del partisano a un campo de concentración.

La última muestra de ese arte que va ligado (paradójicamente) a uno de los momentos más tristemente recordados del siglo XX es la película El hijo de Saul, un filme desolador que cuenta la historia de un prisionero húngaro en el campo de concentración de Auschwitz, miembro de los Sonderkommando, una suerte de escuadrón que ayudaba a las SS en tareas de «intendencia». Como trabajador de uno de los hornos crematorios un día cree reconocer el cuerpo de su hijo y decide tratar de salvarlo de las llamas para darle un sepelio acorde con su religión. La terrible coyuntura que supone la elección del prisionero es la base de una extraordinaria película que demuestra la vigencia de aquello que los prisioneros de Dachau susurraban a los soldados de la compañía estadounidense que liberó el campo en 1945 y que el director George Stevens inmortalizó en un documental que se emitió como prueba de cargo en los juicios de Nuremberg: «Por favor, no olvidéis».

El hombre que descubrió el Holocausto. Imagen: Norma Editorial.
El hombre que descubrió el Holocausto. Imagen: Norma Editorial.

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7 Comentarios

  1. Francisco Tostón de la Calle

    Hola, amigos. También esta terrible lección nos sirve a los españoles. «No olvidéis». No hemos olvidado que Franco fue un entusiasta de la causa nazi con el pretexto del anticomunismo. Cuando terminó nuestra guerra incivil, Franco continuó exterminando, fusilando, reprimiendo, torturando, persiguiendo y tratando de aniquilar a los que no pudieron huir de España. El doctor Vallejo Nágera pensaba que los rojos eran criminales empedernidos sin posible redención dentro del orden humano. Concluyó que la única forma de proteger a la sociedad de semejante amenaza era la segregación total de estos individuos desde la infancia. En 1943 había 12.042 niños y niñas que habían sido apartados de sus madres y entregados a Auxilio Social, a hospicios y a centros religiosos. En 190 campos de concentración fueron recluidos casi 500.000 prisioneros de guerra. Unos 200.000 murieron. Sin odio, pero con conciencia histórica, estos horrores del triunfante régimen franquista tampoco deben ser olvidados.

  2. En primer lugar, sobre el holocausto judío, no pretendo quitar ni añadir, pues mi desprecio a los autores de semejantes atrocidades es total.
    En segundo lugar, sólo decir que hay muchísimos genocidios más que merecerían un detallado estudio tal como se estudia el holocausto judío. Algunos de ellos rivalizaron con el holocausto judío en planificación, jerarquización y número de asesinatos. Sólo con ver esta lista se siente uno agradecido por el simple hecho de estar vivo. Es espantoso lo que el ser humano es capaz de hacer. Para mi no hay duda de que los seres humanos somos un tumor maligno a escala cósmica.

    Genocidios en la historia:
    https://en.wikipedia.org/wiki/Genocides_in_history

  3. que buen texto

  4. Lucio de Ciano

    No fue el antisemitismo lo que ocasionó el llamado “Holocausto”, sino la postura intransigente del Congreso Judío Mundial. Oído al tambor: a fin de tratar el problema de los refugiados judíos y por solicitud de 24 organizaciones judías, el presidente Franklin Delano Roosevelt convocó la llamada “Conferencia de Evian”, que se realizó en Julio de 1938 en Évian-les-Bains (Francia). En élla el Consejo Judío Mundial (posteriormente denominado Congreso Judío Mundial) les exigió a los 32 países participantes que no aceptaran refugiados judíos provenientes de Europa, a fin de entorpecer el intento de Hitler de expulsar a todos los judíos residentes en los países ocupados por los nazis.
    Tal exigencia fue aceptada por todos los 32 países allí representados (entre éllos Cuba, Canadá y el Reino Unido); y Estados Unidos asumió el encargo de vigilar que todos los países cumplieran ese acuerdo. Ésto —y sólo ésto— fué lo que obligó a los nazis a implementar la llamada “solución final” (las cámaras de gas).
    Fue por éso que el presidente Franklin Delano Roosevelt no permitió el desembarco de 937 refugiados judíos del vapor MS St. Louis en Miami en Julio de 1939, quienes ya habían sido rechazados por Cuba en Junio de ese mismo año, y que luego también serían rechazados por Canadá en el subsiguiente mes de Agosto. Los únicos a quienes se les permitió desembarcar en La Habana fueron los que previamente tenían visa para entrar en Cuba.
    PARA MAYOR ABUNDAMIENTO: En los archivos desclasificados del Departamento de Estado en Washington puede consultarse el informe rendido con respecto de la Conferencia de Évian por el embajador Myron Charles Taylor (quien presidió la delegación norteamericana en esa cita diplomática). Así mismo en esos archivos consta que Venezuela fue el único país que incumplió el acuerdo de Évian, cuando en la primavera de 1939 y por evidentes razones humanitarias el gobierno venezolano acogió a casi un millar de refugiados judíos europeos que viajaban en los buques ‘’Caribia’’ y ‘’Köenigstein’’, después de haber sido rechazados por todas las colonias británicas y holandesas en el Caribe; acción humanitaria ésta que al gobierno venezolano le valió un regaño por parte del Departamento de Estado. Demás está decir que después de ese regaño Venezuela ya no acogió a más refugiados judíos provenientes de Europa.

    • Dr. Zaius

      Claro, claro, los judíos fueron a estampar su cara contra el puño de los nazis y los nazis se sintieron agredidos con razón. Hay que ser miserable.

    • Claro que sí, los judíos ahí empeñados en vivir en sus casas. Intransigencia pura y dura. Por cierto, se me ha averiado el retrete y este mes defecaré en su sofá (le advierto que he cogido una diarrea aguda), espero que no sea tan intransigente de impedírmelo o tendré que proceder a un exterminio sistemático de cualquier grupo de personas que me venga en gana, usted incluido (como, por cierto, los nazis, que además de judíos asesinaron comunistas, homosexuales, gitanos, etc.).

    • Quijote3000

      Muy de acuerdo. Los nazis en realidad eran unos angelitos y se vieron obligados a implantar la solución final por culpa de los judíos. Estaba Hitler de rodillas suplicando a los judíos que no les obligará a matarlos y los muy hijos de puta de metían en las cámaras de gas y se suicidaban para dejarlo mal. No tuvo naaaaaaaaada que ver con el antisemitismo como dice este Lucio de Ciano que en años pasados se hubiera alistado voluntariamente en las SS.

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