Ciencias

Ventrílocuos, manos de goma y realidad virtual: las ilusiones de la integración multisensorial

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Abajo el telón (1999). Imagen: Lolafilms Distribución.

ROCKEFELLER: ¡Toma, Moreno!
PÚBLICO: ¡Ja, ja, ja, ja…!

Mira tu mano. Obsérvala. Muévela. ¿Cómo sabes que esa mano es tuya? A no ser que sufras el síndrome de la mano ajena, que seas el Dr. Strangelove en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú o que hayas invocado a los muertos leyendo el Necronomicon junto con unos amigos en una cabaña en mitad del bosque, es probable que no hayas notado nada extraño en su funcionamiento. Si te pido que la abras (y me haces caso), sabrás que la has abierto voluntariamente porque lo has pensado —tu cerebro ha hecho una simulación del resultado— y lo que has visto y sentido gracias a tu propiocepción ha encajado con lo esperado. Por el contrario, tus alarmas hubieran saltado si la mano no se hubiera movido pese a sentir que lo estaba haciendo, o al revés, como quien está mirando la televisión y observa el movimiento del brazo de algún personaje.

La forma en que somos capaces de relacionar la información captada a través de nuestros sentidos se conoce como integración multisensorial. Sin ella, torrentes de olores, imágenes o sonidos camparían por nuestro cerebro sin orden alguno, lo que acabaría provocando un buen pifostio sensorial. Y es que necesitamos crear una representación coherente del mundo para poder comprender el caos que es la naturaleza en todo su esplendor. Incluso las acciones más sencillas nos exigen esta capacidad. Si vemos a alguien abriendo y cerrando la boca y a la vez escuchamos una voz localizada en la misma zona, nosotros, seres inteligentes, comprenderemos de forma automática que el discurso va unido al meneo de labios y lengua y llegaremos a la conclusión de que nos están hablando.

Un ejemplo tan simplón como el anterior es muestra de que desarrollar esta capacidad integradora es, por un lado, un rasgo que surge de manera natural, y, por otro lado, no requiere de grandes capacidades intelectuales. Sí, no nos vengamos arriba. Probablemente aquel macaco que vimos en el zoo arrojando sus heces a los visitantes domine habilidades similares. No nos sorprendamos entonces si los más tontos de nuestro barrio, aquellos de los que sospechabas que conocerían las ventajas de unos pulgares prensiles, no solo saben emplear esta forma de integración sino también boicotearla con herramientas básicas como una simple cuchara de madera. Pero antes, ¡ay!, en los albores de la tecnología de comunicación a distancia, la gente creía presenciar auténtica magia ante el primer teléfono o la primera radio, artilugios que llevaban el sonido a kilómetros de distancia sin incluir las fuentes de esos ruidos en el equipaje. Y ni que decir tiene si nos trasladamos a siglos anteriores, épocas en las que manipular el origen de una voz era visto como algo espiritual, incluso demoníaco. Aquellos sí que eran buenos tiempos.

Gastromancia, vaginas parlantes y ventriloquía

Que los ventrílocuos no se hayan extinguido tiene mucho mérito. Sea por la grima que provoca su puesta en escena o sencillamente porque no parece ser una de esas profesiones que se transmiten de padres a hijos —todo el mundo sabe que los ventrílocuos mueren vírgenes—, la ventriloquía sigue estando de moda en escenarios de fiestas mayores municipales y platós de televisiones públicas pese a que su fecha de caducidad parecía haberse cumplido hace dos o tres décadas. Y es que desde un punto de vista estético, psicológico y neurocientífico, el despliegue de las habilidades de uno de estos artistas no tiene desperdicio. Reflexionemos un momento: el espectáculo se mueve en el filo de la navaja entre nuestro deseo de suspensión de la incredulidad y la distancia brechtiana a la que nos mantiene atados lo artificioso de un muñeco de aspecto horripilante pero ademán exageradamente feliz al que un señor está sometiendo a un amable fist fucking hasta el codo. Entrar al estilo Inside out en nuestro cerebro de espectador seguramente nos mostraría una verdadera batalla campal entre la facción neuronal encargada de integrar la voz del artista con los movimientos del muñeco, y la facción rival, plenamente consciente de que ahí hay truco y diciendo que «déjate de historias, que eso de pegar el morro al micrófono no engaña a nadie». Sin embargo, hubo un tiempo y un lugar en que todas esas neuronas hubieran coreado como fans locas al prestidigitador de turno.

Porque la ventriloquía como entretenimiento tiene sus orígenes en el siglo XVIII, pero su práctica se remonta mucho más atrás en el tiempo, yéndonos a una antigua Grecia donde chamanes, brujos y demás fingían adivinar el futuro de sus clientes mediante lo que llamaron gastromancia. Tras este nombre se escondía un ejercicio mediante el que el engañabobos de turno fingía posesiones estomacales a través de las que los espíritus se comunicaban con el vulgo vía sus intérpretes, véase los que se embolsaban los beneficios de su trascendental tarea de teleoperadores guturales. Nunca antes en la historia los gases de una digestión pesada se habían rentabilizado tan bien.

Teniendo en cuenta la credulidad del griego medio de la época, la evidencia racional quedaba escondida tras la palabrería de los adivinos, quienes lograban confundir ya no el sentido auditivo del estupefacto cliente —a fin de cuentas escuchaban los ruidos en el mismo sitio de donde se les decía que salían, de la barriga— sino la interpretación que hacían de los mismos. Ver una imagen o escuchar un sonido no es un acto pasivo en el que somos meros sistemas receptores. Escuchar o ver implica la interpretación de los estímulos que recibimos. Así, un vulgar sonido de retortijón se convierte, gracias a nuestro papel activo como receptores y a la retórica del charlatán de turno, en el mensaje de un espíritu sagrado.

Vayamos al siglo XVIII y saltémonos algún que otro exorcismo (1) como el sufrido por Nicole Obry, quien en 1566 armó un pequeño escándalo debido a supuestas voces demoníacas que surgían de su interior y que cobraban la forma del gruñido de un cerdo, el ladrido de un gran perro o el rugido de un toro. Durante el periodo decimonónico la ventriloquía ya se ha instalado en la sociedad como fuente de diversión. El pueblo se muestra entusiasmado y escéptico a partes iguales con los primeros artistas que suben a los escenarios a jugar con sus sentidos. Por suerte, como si del sistema inmunológico de la sociedad se tratara, también aparecen los que pretenden encontrar explicaciones racionales a esas extrañas habilidades que rozan lo pagano.

Una de las personas que más hizo por rendir cuentas fue el abate Jean-Baptiste de la Chapelle. Hombre de múltiples ocupaciones, el sacerdote también fue matemático y contribuyó con numerosos artículos sobre esa disciplina en L’Encyclopédie de Diderot y d’Alembert, pero lo que nos interesa es que en 1772 escribió la obra Le Ventriloque, ou l’engastrimythe, donde exploraba el asunto de la ventriloquía en profundidad.

Dividida en dos partes, la obra contaba con una primera mitad que incluía ejemplos históricos de ventriloquismo como el de la Bruja de Endor, figura bíblica a la que se otorgaban poderes adivinatorios y de comunicación con los muertos. También añadía los testimonios de personas que habían visto la ventriloquía en directo, llegando a la conclusión de que allí no había magia ni poderes ocultos por ningún sitio.

Hilando con esa idea, la segunda parte desarrollaba un estado de la cuestión donde se realizaban análisis pormenorizados de dos casos en concreto: sobre el Barón de Mengen, con quien mantuvo correspondencia, y sobre Saint-Gille, un tendero de Saint-Germain-en-Laye con quien tuvo la oportunidad de hablar y examinar en detalle.

Las conclusiones de La Chapelle se basaban en la razón y excluían cualquier componente místico. El sacerdote argumentaba que no era necesario ningún montaje especial ni una mente única para llevar a cabo esos trucos. Que el ventrílocuo solo necesitaba tener cierto grado de maestría en la modulación del volumen y tono de voz de forma que el espectador tuviera la ilusión de que los sonidos de esa otra voz provenían de otro lugar, además de la habilidad para esconder el hecho de que era él quien hablaba. El tiro, aunque un tanto desviado, no dio muy lejos de la diana.

A modo de corolario, La Chapelle sentenciaba que los ventrílocuos no eran malignos por naturaleza, aunque les acusaba de ser gente de pocos escrúpulos que utilizaba sus habilidades para confundir a los crédulos y débiles de mente. En una anécdota del libro explicaba que el tendero Saint-Gille, buscando refugio en un monasterio donde había muerto un monje recientemente, no tuvo ningún problema en engañar a todos haciéndoles creer que el fallecido monje les hablaba desde el más allá y les pedía que rezaran por su alma.

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«Lo siento, Sultán Mangogul, mis labios están sellados». Ilustración: Les Bijoux indiscrets (DP).

A diferencia de La Chapelle, otros autores se fueron por derroteros menos estrictos y dieron rienda suelta a su imaginación a la hora de buscar explicaciones a esos misteriosos juegos en que los sentidos se veían inevitablemente confundidos. Denis Diderot escribía bajo el anonimato en Les Bijoux indiscrets la historia del Sultán Mangogul del Congo, personaje que se encontraba con un genio que le ofrecía un anillo de poderes únicos: apuntado hacia los genitales de cualquier mujer, estos empezarían a contar las actividades sexuales en que habían participado. Charles Brockden, en cambio, creó el personaje de Carwin the Biloquist, joven dotado de una facultad afín a la ventriloquía que le permitía proyectar su voz a distancia (bilocación) y que sirve de nexo de unión entre sus novelas Memoirs of Carwin, the Biloquist y Wieland; or the Transformation.

Fuera a través de explicaciones rigurosas o de creaciones ficcionales, el misterio seguía existiendo entre la mayoría de una sociedad que, sorprendida, era incapaz de comprender cómo se podía disociar lo que veía de lo que oía —fenómeno que se conoce con el término de esquizofonía—. No sería hasta la llegada de tecnologías como el fonógrafo o el teléfono que la situación se normalizaría y la gente podría escuchar un concierto de orquesta sin la necesidad de destrozar los cacharros en la búsqueda del violinista.

Hoy en día cualquier persona es capaz de gestionar con mayor o menor éxito toda la información sensorial que tiene a su alrededor y no perderse en el intento. Se podría decir que en la actualidad, confundir a nuestros sentidos debe ser tarea casi imposible dado nuestro nivel de conciencia. Lamentablemente —o afortunadamente, según se mire—, ni siendo plenamente conscientes de que vamos a ser engañados podemos librarnos de caer en el enredo en según qué juegos.

Manos de goma, gente que siente que engorda (pero no lo hace) y Pinocho

Y no estamos hablando solo de estar prevenidos de que seremos engañados. Incluso conociendo la naturaleza del propio truco nuestro cerebro tiene sus limitaciones y cae una y otra vez sin que podamos remediarlo. ¿Cómo si no podríamos llegar a asustarnos cuando una mano de juguete es amenazada? Los neurocientíficos llevan tiempo indagando en los mecanismos que hacen que podamos sentir miembros ajenos como propios, aunque ese miembro sea visiblemente artificial. Lograr un cometido de esta envergadura nos permitiría, entre otras cosas, conseguir una integración plena de cualquier prótesis u ortesis que añadiéramos a nuestro cuerpo.

Veamos un clásico de estas investigaciones. La «rubber hand illusion» es muy conocida en el ámbito científico y trata de provocar la sensación de que una mano de goma es en realidad nuestra mano. Está demostrado que cuando llevamos un rato inmersos en esa ilusión nuestro cerebro se activa en la zona del córtex premotor, relacionada con la planificación de movimientos, si vemos ese miembro artificial amenazado. De esta forma se comprueba que cuando la información de un sentido no encaja con la de otro (en este caso, táctil y visual), nuestra forma de resolverlo es integrarlas, como en el caso de los ventrílocuos. El siguiente vídeo muestra una reacción típica a este juego de sombras:

Tal como supondrán, la sincronización lo es todo. De la misma forma que cuando el sonido de una película va milésimas de segundo desplazado respecto a la imagen se nos hace muy extraño poder adaptarlo de manera natural al movimiento de los labios del personaje, cuando una ilusión de este tipo no se realiza de forma sincronizada —en este caso, el contacto visual con la mano de goma y el contacto real con la nuestra—, es muy difícil que se genere la ilusión. Lo mismo sucede cuando el ventrílocuo habla a diferente ritmo del movimiento del muñeco. Sin embargo, hecho de forma sincronizada, saltaremos ante cualquier amenaza que sufra un trozo de goma tirado sobre la mesa. O sentiremos que nuestra nariz ha crecido con la ilusión de Pinocho.

Alguien que participe como sujeto de esta ilusión acabará sintiendo con una alta probabilidad que su nariz, como la del personaje de madera, se ha alargado. En este caso simplemente tenemos que sentarnos detrás de otra persona mirando en la misma dirección, y que mientras toquemos la punta de su nariz alguien haga lo propio con la nuestra. ¿El resultado? Tendremos la sensación de que esos toques que notamos en nuestra nariz son los que estamos dando a la persona que tenemos delante, con lo que el cerebro interpretará que nuestra protuberancia nasal ha crecido. (Y sí, aunque no me he informado sobre si esta ilusión se puede trasladar a salva sea la parte, el principio sensorial debe ser el mismo). Vean el vídeo y traten de obviar la cercanía de la entrepierna del instructor a la cara de la niña:

¿Y si la ilusión no fuera de un miembro alargado, sino del propio crecimiento? Oh, señores, la duda ofende, hablamos de científicos. En este caso el truco consiste en provocar una vibración a una determinada frecuencia en el tendón del brazo que toca la nariz. En los músculos existen unos sensores que detectan cambios en su longitud y envían la información al cerebro para que seamos conscientes de la variación. Algo así como indicadores de que el brazo, la pierna o la espalda se ha girado, estirado o encogido. La vibración aplicada en el tendón estimula esos sensores y los hace enviar datos pese a que no hay ningún movimiento real del músculo, haciéndonos creer que efectivamente el brazo se está moviendo.

Aquí es donde viene la magia de la integración multisensorial. Con los ojos cerrados, la única información que tenemos disponible es la que viene del tacto —tengo un dedo tocando la punta de mi nariz— y de una propiocepción engañada —mi brazo se está estirando—. ¿Cómo arrejunta esos datos nuestro cerebro? De la forma más sencilla posible, aunque no la más verosímil para nuestra lógica. Si no dejo de notar el contacto con la nariz y siento que mi brazo se está abriendo, mi conclusión es que mi nariz se está estirando como la de Pinocho al mentir.

Este fenómeno es extensible a cualquier parte del cuerpo. Dejando a un lado libidinosas ideas con nuestro monstruo de un solo ojo, se han realizado algunos experimentos donde se lograba crear la ilusión de que estábamos engordando a marchas forzadas. Tan sencillo como aplicar la vibración a nuestras muñecas mientras apoyamos las manos en nuestras caderas, siempre manteniendo los ojos cerrados. La sensación acaba siendo la misma que con la nariz de Pinocho: si no dejo de notar las caderas con las palmas de mis manos pero siento que las muñecas van girando, mi única explicación posible es que estoy pasando de una talla 40 a una 42 o una 44. ¡Maldita dieta!

Estos experimentos nos demuestran que la forma en que percibimos nuestro cuerpo o la realidad que nos rodea no es tan sólida como parecía. Tal como escribía mi compañero Sergio Parra, nuestra noción del yo es terroríficamente endeble y podemos jugar con ella de formas que pueden espantar a más de uno. Sin embargo, lo que puede parecer un defecto se convierte en virtud gracias a su aplicación en las nuevas tecnologías. Podemos mentirnos deliberadamente y hacernos creer que hemos viajado a otros lugares, sintiendo que realmente estamos allí. Podemos embaucarnos para sentir una prótesis robótica como si fuera nuestro antiguo brazo, borrándonos de un plumazo calificativos como discapacitado o minusválido. La ciencia está sacando buen provecho de engañar a nuestros sentidos. Y lo que aún nos queda por ver.

Concluyendo: de neuroprótesis, robots y realidades virtuales

Ya lo venimos diciendo desde hace un tiempo: una realidad virtual totalmente inmersiva nos hará sentirnos en cualquier otro lugar por muy fantástico que sea o por muy lejos que se encuentre. A través de sistemas hápticos seremos capaces de simular el tacto, lo que sumado a un buen sistema de visión, un equipo de sonido que permita jugar con el efecto binaural y trajes o sistemas de captación de movimientos, nos hará sentir que estamos pisando Marte, viajando por el desierto o visitando La Comarca en compañía de alegres hobbits. Porque de eso trata la realidad virtual, de hacer hablar a un muñeco que no existe pero que gracias a la tecnología cobra vida «delante de nosotros». Su potencial es, hoy, imposible de adivinar. Pongamos el ejemplo del truco de la mano de goma que antes comentábamos. Gracias a la realidad virtual, no solo podemos replicar esta ilusión en los mundos virtuales, sino también ampliarla para hacernos sentir que nuestro brazo se ha estirado varios metros. Los límites del cuerpo desaparecen, y solo quedan los de la mente

Con semejante plasticidad de nuestros sentidos será fácil verse en el cuerpo de un enorme troll de cuatro metros de altura sin que en ningún momento veamos la trampa ni el cartón. Además. cuando nos sumergimos en una realidad virtual bien diseñada, no solo nos sentimos en otro destino sino que nos sentimos ser, en parte, ese personaje en el que nos hemos convertido. No luciremos como un troll, «seremos» ese troll.

Y no todo será Matrix, también habrá sitio para Avatar o The Surrogates. La realidad virtual crea lugares ficticios que no dejan de ser presentados a través de pequeñas pantallas frente a nuestros estupefactos ojos, pero también se podrán visitar destinos reales a través de un robot —o quién sabe si otro humano o animal— que sea enviado a ese lugar. Será como tener un mando a distancia de nuestro cuerpo, enviándonos lo que vea, escuche o toque para que nosotros lo sintamos en primera persona. Se acabaron los riesgos de bajas humanas de las misiones espaciales o de los rescates en zonas de peligro. ¿Se acabará también la interacción social de carne y hueso?

Sumado a todas estas posibilidades, si llegamos a desentrañar los principios que rigen nuestro sistema nervioso la posibilidad de convertirnos en cíborgs será otra opción más entre las que tendremos que elegir durante nuestra vida. Llegado ese punto de inflexión, nuevas preguntas surgirán sobre nuestras nuevas capacidades como seres híbridos. ¿Nacerá también una nueva filosofía? El tiempo lo dirá.

Nota:

(1) Dumbstruck: A Cultural History Of Ventriloquism.

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2 Comentarios

  1. El comentario sobre la entrepierna del instructor me ha parecido realmente enfermo. Totalmente fuera de lugar.

    • O bien gustas de escandalizarte, o bien tienes una terrible capacidad de síntesis. La primera opción sería aplicable si el artículo te aburrió; y la segunda, si te resultó interesante.

      ¿Qué pensarías si tras un concierto sólo te dijeran «qué fea la mueca del cantante en la séptima canción»? Pues eso, que o te gusta criticar a falta de otros estímulos relevantes, o no sabes distinguir lo importante de lo accesorio.

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