Sociedad

Para qué demonios sirve un periodista

Foto: Mike Tigas (CC)
Foto: Mike Tigas (CC)

Que el periodismo lo carga el diablo es algo sabido; que la profesión es aficionada a dispararse en el pie, también. Pasado ya el eco de la magnífica Spotlight, el mundo vuelve a ser el de siempre: la cacareada transición digital, el mal llamado periodismo ciudadano, los tiempos de las vacas flacas, los ERE y los gestores con necesidades puramente pecuniarias. No hay nada nuevo bajo el sol, por mucho que algunos se empeñen en lo contrario. Spotlight no era un canto a la pureza del periodismo de investigación de la vieja escuela, sino su panegírico. Una necrológica en hilo de oro de lo que fue y no volverá ser. Si en Sin perdón Clint Eastwood tendía una sábana sobre el cadáver del wéstern, fulminando el mito al colocar el punto de luz detrás y no delante del pistolero crepuscular, en Spotlight Tom McCarthy le augura a los plumillas un futuro tan brillante como el de los teléfonos fijos al que los protagonistas de la película son tan aficionados. En redacciones asépticas, sin humo, sin gritos, llenos de móviles de última generación, el periodismo se mira al ombligo con la misma expresión de asombro (y desprecio) que lucía Christopher Fryke cuando visitó a los hotentotes del cabo de Nueva Esperanza en 1685 sin entender qué demonios hacían: «Vi enseguida que allí no había nada especial que ver».

«Tres meses para decidir qué historia queremos hacer. Un año para desarrollarla» dice Michael Keaton en la película, ante la algarabía de los periodistas presentes en la sala. Contando con que nadie va a filtrar un carajo, que la historia lo es todo, que cada dólar (euro) invertido en un profesional es un dólar (euro) más invertido en beneficio de la sociedad. Aquello tan manido de cambiar el mundo no parecía tan lejano cuando Woodward y Bernstein llamaban a todas las puertas de Washington en busca del cable que llevaba del edificio Watergate a la Casa Blanca. Tampoco fue mentira cuando el equipo del Boston Globe desenterró las vergüenzas de la Iglesia católica y las colocó en portada. En Boston, donde el alzacuellos era el equivalente al Colt 45 en tiempos de Wyatt Earp.

Aquello queda ahora tan lejos como la invención de la rueda: ahora prima el clic. El clic es la nueva fiebre del oro, lo que en las mentes de los que ahora dirigen los destinos de los periódicos más importantes del mundo cambiará para siempre el universo y reavivará el negocio. El problema, por supuesto, sigue siendo monetizar el hecho de que el internauta acceda a noticias como «Cuánto tiempo hay que esperar antes de ducharse después de hacer ejercicio» o «Diez actrices porno sin maquillaje» (ambos artículos encabezaron durante días lo más visto de dos de los periódicos más importantes de este país). El problema es que nadie sabe cómo capitalizar la frivolidad en los grandes medios de comunicación impresos, de la misma manera que nadie sabe por qué por un artículo en la página web de un periódico se paga menos que por ese mismo artículo en papel. Misterios sin resolver que las cabezas pensantes no logran descifrar, ocupados como están en maltratar las ediciones impresas para volcarse en herramientas digitales que no saben gestionar.

Decía Napoleón que una de las cualidades más importantes de un buen general era contar con la ayuda del azar, y aunque a él no le acompañara la fortuna es —probablemente— una buena reflexión. El problema del periodismo moderno es que es profundamente determinista y cabezota: de un lado la disfuncional clase 2.0 y por el otro la decimonónica burguesía periodística de puro y abanico. Los unos piensan que los otros son simplemente una panda de entrometidos sin ningún respeto por los mitos y leyendas; los otros piensan que los unos son una turba de narcolépticos que murió en cuanto dejaron de llegar faxes. En el medio, miles de profesionales que malviven en el limbo de la sobreinformación, en el hiperestímulo permanente; un páramo donde las historias de más de cuatrocientas palabras son excesivamente largas y donde prima la búsqueda de un título atractivo. «Más tráfico», rugen algunos en las redacciones del siglo XXI. No importa que después no sepan qué hacer con él, lo relevante es poder presumir de tener más lectores que el vecino, aunque ni tus lectores ni los suyos se hayan dejado un céntimo en la caja. Porque, por supuesto, el periodismo es holístico, y todos saben cómo arreglar el conjunto aunque no tengan ni la más mínima idea de cómo funcionan sus partes. El periodismo que siempre había servido de bisagra entre los de arriba y los de abajo, cumpliendo una función desengrasante, dando palos a los que aparentemente tienen las piernas demasiado largas, siendo más Coyote que Correcaminos, se convirtió gradualmente en un erial donde lo básico era ahorrar costes. «Más con menos», dijeron.

Así es cuando empezamos a enviar periodistas a guerras exigiéndoles que se pagaran sus propios chalecos antibalas y pagándoles las crónicas en especies. Hasta que un día los iluminados de turno se dieron cuenta de que ni siquiera hacía falta enviar a alguien: los propios afectados por los conflictos podían contarlo. Todos recuerdan las maravillosas crónicas de Amina Arraf, la chica lesbiana atrapada en Siria, tratando de sobrevivir a un tiempo a la guerra y los prejuicios: fueron reproducidas en algunos de los mejores periódicos del mundo. Cierto es que después se descubrió que en realidad la lesbiana de izquierdas era un señor estadounidense llamado Tom McMaster, que estudiaba en la universidad de Edimburgo y estaba a doce mil kilómetros de Siria, pero ya no importaba porque es de sobra conocido que la misión real de la fe de erratas es que su tamaño sea inversamente proporcional al del titular que desmiente.

A la receta para el desastre solo le faltaban las redes sociales. «Arde Twitter», «las redes sociales cargan contra X», «un post de X desata la polémica». Hasta hay expertos en analizar un tuit que son capaces de cascarse dos mil palabras explicando la agria polémica suscitada por X al establecer un diálogo con Z. Son dos mil palabras de un periódico, cinco minutos de radio o un minuto y medio de informativo, (de)generados a partir de ciento cuarenta míseros caracteres. ¿Quién necesita buenos temas (o a un periodista) teniendo algo así?

El auténtico rompecabezas es que el periodismo (el digital y el otro) hay que pagarlo, y ahí es donde empiezan los problemas reales y donde se desmantelan los equipos de investigación. Nadie está dispuesto a desembolsar nada por una historia que durará en la cabeza de la masa entre una hora y dos días antes de que X escriba un (polémico) tuit o Y pose en ropa interior en Instagram. Al déficit de atención del lector hay que sumarle los problemas de liquidez de los medios y la poca flexibilidad de los todopoderosos fondos de inversión con determinados sujetos: un brebaje con más graduación que la absenta, que todos beben como si fuera agua bendita.

Al final, y como le sucede al William Munny de Sin perdón, la única opción es agarrarse a la propia naturaleza de la profesión: incómoda, agresiva y malhablada. Eso sí, sin armas: para el harakiri no hay necesidad de balas.

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11 Comentarios

  1. «El periodismo que siempre había servido de bisagra entre los de arriba y los de abajo, cumpliendo una función desengrasante, dando palos a los que aparentemente tienen las piernas demasiado largas, siendo más Coyote que Correcaminos, se convirtió gradualmente en un erial donde lo básico era ahorrar costes. «Más con menos», dijeron.»

    A mi esta definición me parece muy romántica del periodismo. Me parece que siempre fue parte del stablishment. Sucede que antes quedaban menos expuestos porque había menos información y todavía no se habían convertido en grandes multimedios.

    Siguiendo la comparación con el western, citar casos cono el de Spotlight o Todos los hombres del Presidente, es quedarse con los casos puntuales del buen hacer periodístico, así como las pelis del oeste muestran una imagen de aquella vida que seguramente sería más mundana y menos emocionante.

    El problema del periodismo es simple pero difícil de solucionar: tiene que dejar de mentir y dejar de hacer uso de su poder para influenciar a que las realidades socioeconómicas de los países siempre favorezcan a los grupos económicos que las dominan o por las cuales hacen lobby.

    Es decir, el periodismo puro o interesado por «la verdad» solo existe en los pasquines o blogs que no lee nadie. Lo otro está todo podrido. Y esto va más del formato en el cual se transmite la información

  2. Pingback: ¿Para qué demonios sirve un periodista? (JOT DOWN) – Un Blog Muy Absurdo

  3. Sin entrar en el contenido del artículo, me ha resultado paradójico leer su titular en una publicación que, como otras muchas en la actualidad, publica artículos que ya no firman periodistas. Entiendo que en algunas ocasiones pueda haber articulistas cuya profesión sea otra, pero no debería ser la norma. No soy periodista, y quizá por eso respeto tanto esa profesión. Tener muchos seguidores en Redes Sociales o generar más comentarios «odiadores» o «adoradores» a sus escritos, no debería ser la vara con la que una publicación cualquiera contratara a sus colaboradores

  4. Cuando el autor se refiere a la «disfuncional clase 2.0» entiendo que se refiere a la clase periodística, pero yo lo hago extensivo a los lectores. Como dicen en mi pueblo, «hay que limpiar el cañar».

    Que haya paciencia, Darwin no fallará …

  5. Catalina Espino

    Tony García Ramón ha escrito una artículo de opinión. Para opinar no hace falta ser periodista. Incluso a veces creo que es mejor que no sea periodista. Enriquece más. A Tony García Ramón se le puede reprochar que utilice los tópicos de siempre para hablar del periodismo,…; sin embargo habría que agradecerle que ponga el dedo de la llaga al decir que no sabemos hacer rentable esta profesión y que no podemos tratar de hacer periodismo sin crítica, denuncia, renunciar a la esencia de este profesión o llamar periodismo a cualquier cosa. Ni pensar que lo que se vende en España como periodismo independiente lo sea. De verdad, ni todos son intereses ocultos ni verdades absolutas.Gracias,muchas gracias, Tony García Ramón.

  6. Picolacha

    Aunque la prensa es la artillería de la libertad y sería muy difícil vivir si ella también hay que reconocer que algún mal artillero también ha popularizado cosas como “catástrofe humanitaria” y “polución”.

  7. El periodismo es una profesión como cualquier otra, plagada de gente que se cree especial e imprescindible como en cualquier otra, que está pasando por una crisis brutal como cualquier otra, y que tendrá que adaptarse y/o morir como cualquier otra.

  8. ¿Y los grandes Medios de Comunicación… para qué sirven?. Mira aquí la respuesta:
    http://elvillanoarrinconado.blogspot.com.es/

  9. Pues para el Demonio de la Manipulacion… o de la Desinformacion, o para el Demonio de Eco

  10. Pingback: El periodismo: “hobbie” o profesión – El Diario de Angie Mar

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