Ciencias

Marilyn y Torres Quevedo, un amor imposible

Inauguración del Spanish Aero Car. Fotografía: Niagara Falls Public Library (DP).
Inauguración del Spanish Aero Car. Fotografía: Niagara Falls Public Library (DP).

Qué afectación tan pertinente, qué panegírico tan exacto abrocharía el Telediario de la primera cadena. Jesús Hermida hubiera escenificado la cadencia y la prestancia que exige la efeméride. «Y aquí nos hallamos, fiados a estos cables y embarcados en esta cesta rojigualda casi de juguete, que aún da servicio tan matemática y fiable como hace exactamente una centuria. Y fue Leonardo Torres Quevedo, inventor español, quien trascendió de su pueblo santanderino para proyectarse en mil prodigios y dotar al mundo de nuevas comodidades y caminos, como este Spanish Aerocar que nos hará cruzar al otro lado del prodigio natural del río Niágara y sus atronadoras cataratas». Salvo que algún editor o jefe de contenidos veraniego lo remedie, ningún corresponsal televisivo en Estados Unidos se acercará al enclave el inminente 8 de agosto para honrar una fecha mítica para la ingeniería civil española, mundial, ¡global! Una lástima, pues quedaría deliciosa la pieza a cámara a bordo del transbordador de nuestro (desconocido) paisano para ilustrar que cumple exactamente un siglo de servicio sin tacha ni percances, que se columpia entre la frontera de Canadá y los Estados Unidos con sus 580 metros de luz (10 minutos de trayecto ida y vuelta, a 64 metros de la superficie del agua, 14,95 dólares el viaje), y que fue obra y milagro de un montañés universal, romántico hombre orquesta comprometido con necesidades sociales vinculadas a los desafíos de la ingeniería allá donde se presentaran. Ni dudó en cruzar el charco para demostrar a los nativos cómo se salva una maravillosa dificultad geográfica, hoy reconvertida en postal turística que subir a Facebook. Al final y en un alarde de apelativos, el periodista podría rebautizar al genio como «el Da Vinci cántabro» o el «Leonardo español» y, de paso, aprovechar las dietas para rebozar la noche en algún motel amoroso con vistas a las cataratas. Dos homenajes en un solo día.

Por desgracia, del precursor del «primer, más largo y seguro teleférico de Norteamérica» (y, por ende, de la humanidad enterita si de transporte de personas hablamos) poco se sabe en los planes de estudio de España. Que inventen ellos. Como para aprenderlos. En el autocompletado de Google antes se sugiere al mamarracho Leonardo Dantés que al incontenible Leonardo Torres Quevedo. En justicia ciberpoética, el buscador le dedicó un doodle —ilustración en la que se le ve montado sobre su transbordador— el 28 de diciembre de 2012 con motivo del 160 aniversario de su nacimiento.

Con una onomástica que enmascaraba una profecía profesional, vino al mundo Leonardo el Día de los Santos Inocentes del 1852 en Santa Cruz de Iguña (Molledo, Cantabria) y dio su cuerpo a la eternidad el 18 de diciembre en el Madrid de 1936. El ABC, diario republicano de izquierdas en esas fechas, no reseñó el deceso, puesto que sus ocho páginas se dedicaban únicamente a la información del frente bélico. Su muerte dejaba ochenta y dos años consagrados en anatomía y alma a la ciencia y todos sus arcanos, con una licenciatura en la Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos, como antes hiciera su padre Luis. Nadie en una generación de oro (Ramón y Cajal, Isaac Peral, José Echegaray, Narciso Monturiol…) fue tan versátil, total y completo, como si se hubiera reencarnado el Hombre de Vitruvio en pleno regeneracionismo de Joaquín Costa. Y nadie resulta hoy tan desmerecido para los logros contraídos, el inventario que dejó y la senda didáctica que labró. Visionario, adelantado, revolucionario y todos los epítetos están más que justificados en su ojerosa y rotunda figura a la altura de Nikola Tesla o Thomas Alva Edison. Poca iconografía lo cimenta. Un cuadro de Sorolla glorifica toda su humildad en un raro retrato de un hombre junto a una máquina (un husillo sin fin). Para ver la pintura hay que viajar a la Hispanic Society de Nueva York. En qué estantería histórica colocar su contribución a la ciencia si a día de hoy se tacha de revolucionario catedralicio a Ferran Adrià por haber esferificado cosas que se comen…

De su boscosa barba lo mismo sacaba logaritmos neperianos que teleféricos, calculadoras, dirigibles para no perder en la I Guerra Mundial (pregunten en Reino Unido), máquinas de escribir, mandos a distancia con los que obnubilar a Alfonso XIII y robots que daban jaque mate con más mala leche que Deep Blue. Hasta las letras se le postraron. El 31 de octubre de 1920 sustituyó a un tal Benito Pérez Galdós en la silla N de la Real Academia Española con el encargo de gestar y asesorar acerca de un Diccionario castellano tecnológico que ahormara el marasmo de neologismos que estaba pariendo la ciencia. En su discurso de ingreso, que no tiene desperdicio, se hace un selfie desenfocándose. «(…) Os habéis equivocado al elegirme; no poseo aquel mínimo de cultura exigible a un académico. Yo seré siempre un extraño en vuestra sociedad sabia y erudita; llego de tierras muy remotas; no he cultivado la literatura, ni el arte, ni la filosofía, ni aun la ciencia, por lo menos en sus regiones más elevadas. Los sabios que las frecuentan, empeñados en escudriñar las leyes del universo y descubrir los secretos de la creación, tropiezan con graves problemas, que trascienden al terreno filosófico, y pueden interesaros, porque estáis familiarizados también con ellos, aunque los miréis desde un punto de vista distinto. Mi obra es mucho más modesta. Paso la vida ocupado en resolver problemas de mecánica práctica. Mi laboratorio es un taller de cerrajería, más completo, mejor montado que los conocidos habitualmente con ese nombre; pero destinado, como todos, a proyectar y construir mecanismos (…)». Para entonces ya tenía la Medalla Echegaray concedida por el rey Alfonso XIII o brillaba en su solapa la Gran Cruz de Carlos III.

¿Por qué tan poco fulgor para un sabio tan transversal, para un francófilo adorado al otro lado de la tapia pirenaica? De injusticias están los cementerios llenas. Triste fue la opacidad mediática que aún pervive. No tuvo un autogiro como De la Cierva. Ni un Ictíneo como Monturiol. Contó tantos hitos que resulta complicado fundir una sola obra con su apellido doble. Y eso que la silueta del transbordador del Niágara podría ir cosida como logotipo a su propia vida. Para materializarlo fundó la ¿primera? start up española, un trabajo de I+D+I de manual. En unos días, este totémico prodigio sopla velas de cumpleaños como una rareza turística con denominación de origen envenenada. «¡Anda, si lo construyó un compatriota, lo raro es que no se caiga!». El transbordador de don Leonardo está hecho a prueba de recelosos españoles por el mundo. Cien años, cero accidentes. Ahí sigue viajando a ciento cincuenta y dos metros por minuto. Testado y disfrutado por doscientas cincuenta mil personas al año. Es fácil echar la cuenta total cuando se ha de multiplicar por un siglo.

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Inauguración del Spanish Aero Car. Fotografía: Niagara Falls Public Library (DP).

La proeza del Niágara comenzó a fraguarse en Donosti. O incluso unos kilómetros más allá. Torres Quevedo empezó a trastear con los funiculares en su valle de Iguña natal cuando tenía apenas treinta años. Unas vacas por tractores y doscientos metros de longitud de luz constituían el armatoste sobre los prados de Venerales, con su esposa Jimena por testigo desde la puerta de casa. Poco después pulió su técnica para el siguiente transbordador, el del río León. Hubo motores donde había ubres. El asunto mejoraba. Con mucha vista, el santanderino custodió y compiló todos y cada uno de sus planos, bosquejos, documentos y anotaciones para proteger cada avance bajo el abrigo de las patentes (dicen que Edison era experto en plagios y hurtos en cantidades industriales, y que contaba con una red de espías de no te menees).  Fueron más de veinte en el total de su carrera. En 1888 extendió esas patentes a Estados Unidos, Francia, Italia, Gran Bretaña, Prusia, Austria-Hungría y Suiza sabedor de que la piel de toro se le quedaba mercantil y geográficamente pequeña. Al país del secreto bancario viajó presentándose como el adalid hispano de los funiculares. No encontró el éxito o la receptividad esperada en Suiza y la prensa le ridiculizó con caricaturas facilonas: un quijote a lo Guillermo Tell que quería llenar de teleféricos todas las cumbres alpinas. La explicación de su invención anunciaba un novedoso «sistema de camino funicular aéreo de alambres múltiples» en el que la tracción se realiza por un método de cables y contrapesos «tensados de modo controlable, uniforme e independiente» de la carga acarreada. De tal modo de que si uno de los cables se desgarra, el resto de hermanos acuden al rescate.

En el aerotransbordador de Leonardo se depositaba el conocimiento en la materia de todo un siglo. El inventor conocía pormenorizadamente la gestación y conflictos de todas y cada una de las obras de ingeniería estructural que se habían realizado hasta la fecha. Una centuria forjada en hierro y acero (y mucha siniestralidad laboral), ya fueran puentes de suspensión como el de Coalbrookdale sobre el Severn en Inglaterra (1789), el de Basse-Chaine en Angers, (1839-1850), el colgante de Las Arenas y Portugalete (1873) o el cinematográfico puente de Brooklyn (1883), obra de John A. Roebling  y quien, en 1855, había construido sobe el Niágara un puente de ferrocarril y carretera de doscientos cincuenta metros de luz. Ese sería el gran referente a escala para Leonardo, su modelo, su arquetipo, su listón. Además, en Vizcaya había prosperado la industria siderúrgica con las minas de Gallare y Somorrostro, lo que forjaba los sueños audaces y ultramarinos de locos emprendedores que requerían buena materia prima. A Leonardo tampoco le faltaba buena cartera. Era rico por culpa de una fabulosa herencia (las espléndidas solteras Barrenechea). Con estos antecedentes, en 1907 construyó el primer transbordador apto para el transporte público. Lo instaló sobre el Monte Ulía de San Sebastián, hoy parque natural protegido y broche de la playa de Gros. Este transbordador cerró en 1912 por culpa de la inauguración del parque de atracciones del Monte Igueldo. El de Ulía constituyó el germen —y casi un calco— del que montaría en América, la tierra de los sueños y la fiebre dorada.

En 1911, y tras varias peripecias de barcos y trenes, Torres Quevedo llegó junto con su compañero de promoción, Valentín Gorbeña, a la linde lacustre que separa Estados Unidos y Canadá. Acudieron en busca de permiso para construir lo del Monte Ulía, pero sobre las cataratas del Niágara. Hubo problemas burocráticos bastante farragosos ante la oposición estadounidense a quítame allá unas disposiciones y cláusulas de terrenos. Salvados los contratiempos y la intendencia, en 1914 fueron trece los ingenieros españoles que allí se establecieron. Vivieron en una casa en River Road cerca de Bampfield Street a media hora a pie de las obras bordeando el río. El proyecto estaba basado en patentes españolas y el capital necesario (lo que hoy llamaríamos una joint venture o capital riesgo) llevaba marchamo exclusivamente vasco (los Ybarra, los Orbegozo…). La sociedad, que se constituyó en Canadá con el nombre de The Niagara Spanish Aerocar Co. Limited, emitió un capital de ciento diez mil dólares, de los cuales treinta mil representan los derechos de patente abonados a la Sociedad de Estudios y Obras de Ingeniería de Bilbao. Gonzalo Torres Polanco, ingeniero de caminos e hijo de Leonardo, fue nombrado el ingeniero jefe y vicepresidente de la compañía canadiense, de la que sería presidente-tesorero Antonio Balzola. Gonzalo se quedaría a pie de obra, estableciendo una comunicación epistolar constante con su padre. Los trabajos, que arrancaron en 1914, se prolongaron por espacio de dos años. En julio de 1915 se procedía a la excavación de la roca para el montaje de las dos estaciones. La estructura estaba constituida por seis cables portadores que se apoyaban en dos torres que se situaban a quinientos cincuenta metros de distancia, entre las orillas de Colt Point y de Thomson Point. Se aseguró una tensión constante (contrapesos de diez toneladas) y el carro de traslación lo formaba un conjunto de doce ruedas unidas seis a seis por medio de dos ejes horizontales. La barquilla o cesta rectangular medía 6×3 metros, con capacidad para cuarenta pasajeros: veinte abajo, sentados circundando la barandilla, otros veinte en un pasillo central en un nivel superior. Pesaba (y pesa) algo más de tres toneladas, y fue fabricada en los talleres Gasset, en Madrid. Más cifras: los cables eran de acero de 25 mm, la polea tenía 2,45 m de diámetro y era impulsada por un motor de 75 cv, 440 voltios y 480 revoluciones por minuto. Sobre la barquilla, en abanico se disponen una serie de radios que soportan la cubierta y estabilizan, en caso de que el viento sople, el transbordador. También le confieren su emblemático perfil recortándose sobre el llamado Whirlpool, un remolino de aguas de lo más caprichoso, que viaja a 56 km/h y que juguetea con el miedo de los pasajeros. Se completó el Aerocar con sistemas de tracción y retención (frenado y seguridad). Coste total: unos ciento veinte mil dólares. La obra concluyó felizmente y fue difundida con albricias por los medios de comunicación locales, como el Niagara Falls Evening Review. «Poco después de las tres de la tarde, la señora J. Enoch Thomson, esposa del cónsul español en Toronto, inauguró el teleférico estrellando una botella de champán sobre la puerta en el punto de aterrizaje de la orilla Thompson. El coche hizo su primer viaje público. Fue agradable ver el coche ornado con las banderas de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y España».

Desde aquel debut, el Spanish Aerocar ha sido revisado y actualizado cuatro veces: en 1961 se le añadió un sistema de frenado eléctrico; en 1967 fue rediseñado con nuevos materiales pero siguiendo escrupulosamente el original de Torres Quevedo; en 1977, aluminio nuevo y multas más elevadas, estas para disuadir a tipos como el funambulista francés Henri Rechatin de volver a cruzar sobre sus cables para disgusto de las autoridades y alegría de los periódicos; en 1984 se estandarizaron las medidas de seguridad por medio de una empresa suiza y en 1985 fueron remplazados algunos componentes (circuitos eléctricos, rodamientos, sistemas de suspensión, etc.). En la actualidad se promociona como «una antigüedad en movimiento», y una placa recuerda a la entrada a quién hay que agradecer el viaje. «Leonardo Torres Quevedo fue un ingenioso inventor español. Entre sus creaciones se encuentran máquinas algebraicas, aparatos de control remoto, dirigibles y la primera computadora del mundo. El Spanish Aero Car fue diseñador por Leonardo Torres Quevedo y representó un nuevo tipo de teleférico  aéreo que él llamó «transbordador». Oficialmente abierto el 8 de agosto de 1916, es el único en el mundo de su clase. Ontario. The Niagara Park Comission, 1991». La placa se puso con dinero español: un millón de pesetas de la dotación del Premio Torres Quevedo que fue a parar a la Comisión de Parques del Niágara. El 8 de agosto de 2016 llega el centenario. Veremos si en América han de limpiar de confeti el cauce del Niágara. Tampoco sabemos si los telediarios de aquí darán cancha a la efeméride…

La abundante documentación sobre la hoja de servicios del montañés ha llegado hasta nuestros días casi en su totalidad gracias a la custodia de su frondosa prole (mucha vinculada hoy a la alta velocidad y a la ingeniería mayúscula), a su biógrafo, el físico José García Santesmases (1907-1989), y a gente entusiasta y estupenda como Lucía Fernández Granados, doctora en Patrimonio por la Universidad de Cantabria, y Francisco González Redondo, profesor titular de la UCM y secretario de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas (SEHCYT), promotor, además, del año Torres Quevedo en el que nos hallamos. González Redondo sigue remando constantemente por el reconocimiento de la figura del cántabro. «Desgraciadamente, la genialidad no se hereda. Y la peculiar idiosincrasia de los españoles hace que no se considere la ciencia como cultura, y sí la literatura, el teatro o la poesía. Torres Quevedo dejó una contribución tan desmesurada que resulta un gran esfuerzo de síntesis poder explicar su importancia y su legado a los estudiantes. Se adelantó demasiado a su tiempo y se encontró solo, sin continuadores para el cuerpo de su doctrina. Ya en 1914 definió lo que es un autómata o lo que es la inteligencia artificial, y lo hizo cuarenta años antes que Alan Turing. En definitiva, no se entendió lo que propuso: automatizar los procesos industriales en España». No está de más darse un paseo por el Museo Torres Quevedo (situado en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Caminos de la Universidad Politécnica de Madrid) para comprobar en vivo su clarividencia.

Llegados a este punto, ¿dónde se justifica el titular de esta reseña, que cual planta carnívora ha llevado hasta este fondo del texto al lector incauto o benevolente? La productora Twentieth Century Fox justificaría la respuesta… En el año 1952 contrató a Henry Hathaway (Valor de ley, Rommel, La conquista del Oeste) para que dirigiera Niágara, en la que la turgente Marilyn Monroe contraponía toda su sensualidad al arrebato natural del parque del Niágara. Imparables, electrizantes, mortales: la Monroe, las cataratas. Un instinto telúrico que debía precipitar y sumergir al espectador en un lecho de deseo y perfidia. La Fox estuvo buscando localizaciones durante medio año por las inmediaciones del río Niágara, en la que debía ser la mayor acción de propaganda del parque. La mayoría de las secuencias en exteriores tienen lugar en Inspiration Point en el Queen Victoria Park, el Rainbow Bridge Complex, en Queen Street, Erie Avenue y Bridgewater Street. Todos estos enclaves se hallan a entre tres y diez kilómetros del Spanish Aerocar. En un negrísimo largometraje noir filmado en «glorioso tecnicolor», Monroe camina como funambulista entre adulterio y el crimen. ¿No venía que ni pintado un clímax con violines y sinfonía frenética, estilo HitchcockHerrmann, con un marco de naturaleza cruel e hipnótica, sobre el Spanish Aerocar? «Hemos traído y llevado pasajeros en un siglo como para pasar a todos los habitantes de Australia de un lado a otro. Aquí en cien años nunca murió nadie por tragedia o desastre. Bueno, sí, Joseph Cotten tras ser empujado por Marilyn Monroe en la mítica película Niágara», contaría el guía de haberse rodado esa escena sobre la barquilla torresquevediana. En realidad, la cesta solo aparece de fondo cuando encuentran el cadáver del amante de Marilyn (Richard Allan), ya que cualquier cuerpo que se precipita a las cataratas va a parar al Whirlpool, donde puede estar girando días antes de ser escupido a las orillas o ser directamente engullido por el Ontario. Toda una metáfora de la crueldad de la hidrodinámica que habría quedado de cine con la rubia a la que preferían todos los caballeros. Hollywood hubiera ayudado a que por Torres Quevedo se preguntara en Selectividad y en el Trivial Pursuit. Pero nunca cristalizó el idilio fílmico entre la bestia de los inventos y la bella estrella más desdichada, entre el científico sin brillo mediático y el mayor icono pop del siglo XX. La torrencial leyenda de Torres Quevedo merecía unas gotas de mitomanía. En glorioso tecnicolor.

e Henri Rechatin walking a tight rope on the wires of the Spanish Aero Car Niagara Falls, 1975
Henri Rechatin, 1975. Fotografía: Niagara Falls Public Library (DP).

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16 Comentarios

  1. Pingback: Marilyn y Torres Quevedo, un amor imposible

  2. Ahhh… ¡tramposo! :)

  3. De La Vega

    Interesantísimo. Muchísimas gracias al autor por descubrirme a este genio sobre el que no conocía absolutamente nada. No sé si debería exculpar -parcialmente- mi total ignorancia sobre el asunto, señalando directamente al sistema educativo que decidió omitir la vida y obras del que parece ser el mejor inventor español. En cualquier caso, ya que se cita en el texto, tampoco deberíamos sacar mucho pecho por primar la enseñanza de literatos sobre científicos españoles, puesto que también en esto, hay enormes deficiencias, ausencias y un enfoque perezoso y superficial de la materia. Repito, muchas gracias por su trabajo.

  4. Este natural de cantabria….no santander
    Gracias

    • Cantabria es la costa del mar Cantabrico. Que va desde GuipuzcoA a Galicia luego TorresQuevedo es de Santander en a csta de Cantabria
      Y cuida de paso las haches……

    • Javier Caballero

      Saludos Esteban,
      La provincia, conocida como Santander fue tal desde el siglo XIX hasta 1982, momento en que paso a ser Comunidad Autónoma de Cantabria. Gracias por la lectura.

  5. He inventor del primer ordenador

  6. Buen artículo, muchas gracias.

  7. Excelente artículo, de parte un modesto pero riguroso conocedor de la obra don Leonardo. Obviamente no dan para más tan pocas letras, pero el legado es enorme… Solo una píldora: el telekino, primer mando a distancia de la historia, fue para él un invento meramente instrumental. Lo desarrolló para poder operar globos aerostáticos sin necesidad de arriesgar la vida de pilotos humanos.

  8. Señor Caballero,

    Debería ser un poco más riguroso con los datos. Don Leonardo no se licenció como Ingeniero de Caminos en la Universidad de Bilbao, entre otras cosas, porque en esa época existía en España una sola escuela de caminos, la de Madrid, que ni tan siquiera pertenecía a ninguna universidad, sino que era dependiente de la Dirección General de Caminos, cuyo objetivo era formar a los futuros funcionarios del Cuerpo de ingenieros de caminos. Allí se formó.

    Por lo demás, le agradezco el artículo que contribuye a divulgar la memoria y obra de un genio olvidado.

    • Javier Caballero

      Hola señor Arnau,
      Gracias por la lectura y por avisar del desliz. En Bilbao estudió hasta el Bachillerato.
      Un saludo

  9. Pingback: Leonardo Torres-Quevedo | Cosas.

  10. miguel fermín

    Hay una pequeña errata en el nombre de los talleres donde fué construido el transbordador- Se llamaban «Eugenio Grasset» y no Gasset, ubicados, al menos tras la guerra civil, al final del Paseo de la Florida, en Madrid.

  11. jose manuel diego rodriguez

    Solo agradecer el buen trabajo de difundir de forma agradable y sin aspavientos ampulosos lo que algunos de nuestros antepasados hicieron y lo que la mayoria de nosotros despreciamos por envidia, ignorarancia y mediocridad intelectual. animo y a seguir en la linea de sacar a la luz lo que de bueno y reseñable hay en nuestro pasado, presente y espero que futuro tambien.

  12. Reconozco la enorme figura de Torres Quevedo. No obstante, la situaria en un plano inferior a la de Tesla, pues éste cambió el mundo de verdad. En cuanto a Adriá, totalmente de acuerdo. Vivimos en una sociedad que eleva a los artesanos a la categoría de artistas, es vergonzoso.

  13. Antonio Vaquero

    José García Santesmases, pionero español de la Informática, no dice en su libro que Torres Quevedo construyó la primera computadora, SENCILLAMENTE PORQUE NO ES VERDAD. Ni la primera ni la segunda ni ninguna computadora. No necesita Torres Quevedo de esos excesos, como el de adelantarse a Turing 40 años (¿en qué?), para ser quien fue, un genio, y estar donde debiera, entre los primeros.
    No se logrará si no situamos su obra en donde corresponde, con rigor y no con abstracciones anticientíficas.

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