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Cincuenta y más sombras de gris

01_Emiliano Bruner (Burgos 2015)
Fotografía: Emiliano Bruner.

Los primates somos mamíferos un poco degenerados que hemos cambiado las oscuras tinieblas de la noche por la belleza hedonista de la luz del día. Para un roedor el mundo es algo percibido sobre todo a través de ruidos y de olores, mientras que para nosotros, simios, el mundo está hecho de formas y de colores. Los sentidos no son solamente una transmisión de señales físicas, sino que representan nuestra forma de relacionarnos con el ambiente, nuestra forma de interactuar con este y de interpretarlo. Los sentidos de una especie evolucionan y se seleccionan durante millones de años en función de la capacidad de ayudarla a excavar un nicho ecológico, un nicho social y, en el caso de los humanos, un nicho cultural. La selección orientará los sentidos hacia mecanismos que permitan a las especies lidiar con sus ambientes y, básicamente, mantener una eficiencia de reproducción suficientemente decente para no desaparecer. Así que nuestros sentidos no son solo un medio de descodificación de la realidad, sino que representan nuestra forma de vivirla, de entenderla y de ser parte de ella. Además son la interfaz directa entre ambiente y cerebro, con lo cual ejercen una influencia crucial en moldear y esculpir día a día nuestro sistema nervioso central. Los sentidos tienen entonces dos papeles esenciales: a nivel filogenético representan la interfaz fisiológica entre la especie y su ambiente, influyendo en su recorrido evolutivo, y a nivel individual representan la interfaz orgánica entre el ambiente y nuestro cerebro, influyendo en nuestras capacidades cognitivas.

Como primates, en primer lugar hemos invertido mucho en la visión, y en todo el conjunto neural y sensorial que atiende a la recepción, elaboración e interpretación de imágenes. El otro aspecto que hemos potenciado ha sido el tacto, entregando a las manos y a los dedos la responsabilidad de transmitirnos datos, organizar experiencias, e interactuar directamente con la realidad física del mundo externo. Así fue que el sistema ojo-mano empezó a encargase de una labor cognitiva de la cual, hoy en día, todavía desconocemos detalles y mecanismos. Somos animales visuales y probablemente no tenemos ni idea de hasta qué punto nuestro pensamiento está basado e influenciado por la visión. Pensamos casi integralmente por imágenes y por palabras pero, las cosas como son, nuestro pasado remoto sigue dominando nuestras adaptaciones más recientes y una imagen sigue valiendo más que mil palabras. A donde no llegan nuestros ojos intentamos llegar con la imaginación que, aunque no sea real y pueda contar con cualquier recurso sensorial o abstracto, en su misma raíz lexical confiesa ser algo que, de una forma u otra, representa por imágenes. Está claro que esta condición evolutiva de seres visuales nos sitúa en una posición de privilegio a la hora de querer explotar o desatar recursos gráficos, geométricos y cromáticos. Al ser que lo hace con toda su fuerza, con toda su entrega y con toda su pasión, se le llama «fotógrafo».

En algunas culturas que no utilizan reproducciones visuales complejas las personas tienen cierta dificultad para interpretar fotos o dibujos por un escaso desarrollo de aquellos sistemas de codificación que transforman una geometría real de dos dimensiones en un modelo virtual de tres. Los códigos de la percepción visual son caprichosos, las ilusiones ópticas son algo que experimentamos constantemente, y hasta el mejor retratista puede tener dificultad para reconocer la cara de su hermano en una foto si sencillamente se la enseñas al revés. Tenemos potencialidades visuales, y esto es un hecho evolutivo y filogenético, pero esto no quiere decir que a nivel personal las expresemos todos de la misma forma. Si hay factores genéticos en la capacidad individual de integración visual lo desconocemos, pero hay un factor que seguramente influye en generar diferencias: el entrenamiento. El fotógrafo es alguien que lleva años y años dedicando cada día horas y horas a su entrenamiento visual. Sus lóbulos occipitales llevan décadas rastreando estímulos visivos, integrando profundidades, dimensiones, proporciones, y patrones geométricos. Sus áreas parietales siguen sin parar una gimnasia espacial en la que los elementos se unen y se separan virtualmente, se posicionan, se giran y se recolocan, se relacionan y se aíslan en borradores mentales que generan un espacio imaginado donde jugar y experimentar combinaciones y relaciones. Su corteza temporal sigue generando mapas egocéntricos (utilizando el cuerpo como referencia) y alocéntricos (a vuelo de pájaro) para intentar entender y controlar escenarios y panoramas. Sus redes frontales coordinan el porqué y el cómo de toda esta orquesta que es al mismo tiempo emocional y logística. Todo ello mientras que su cuerpo se empapa de la experiencia, y desde su cuello cuelgan numerosas extensiones tecnológicas que le permitirán englobar en este proceso a todos los objetos alcanzables por un rayo de luz.

02_Raul Amaru (Madrid 2016)
Fotografía: Raúl Amaru.

Improbable que, después de décadas de empecinado entrenamiento visuoespacial, el fotógrafo tenga una percepción y una estructura cognitiva parecida a una persona que, con su mismo potencial filogenético, no haya sufrido las influencias de aquel mismo entrenamiento extremo. Así como los músicos se utilizan en neurociencia como conejillos de Indias por sus increíbles capacidades de integración sensorial, sería interesante colocar también a los fotógrafos bajo la lupa de las ciencias cognitivas, para evaluar cómo el entrenamiento visual extremo puede cambiar nuestras capacidades mentales y nuestra forma de interpretar el mundo.

Cuando se empezó a asentar la fotografía, en las primeras décadas del siglo XIX, hubo unos cuantos que apostaron por el fracaso total de esta tecnología, y por una razón bien pragmática: las imágenes fotográficas representan la realidad y la realidad a la gente suele no gustarle mucho. Los retratistas que trabajaban con el pincel sacaban más bien lo que les encargaban, adecuando formas y colores donde y como fuera necesario según el gusto del cliente y del público. Pero la fotografía sufría de una sinceridad incómoda, que le costó críticas y destierros. Entre los que la acusaban de robar almas y los que sencillamente le reprochaban robar intimidad, la inmortalidad de una imagen para un mamífero visual ha representado en muchas ocasiones un tabú, difícil de concebir o de soportar.

En un par de siglos de fotografía mucho ha cambiado en las técnicas y en las perspectivas, así como en los roles sociales y culturales. En dos siglos hemos invertido exponencialmente en las imágenes, desatando sus potencialidades, descubriendo muchos de sus poderes, disfrutando de su impacto emocional, entregándonos a sus vicios y a sus debilidades, manipulándolas para amplificar información o para confundirla. Los cambios han sido patentes y determinantes, pero frente a los avances de este camino cognitivo y tecnológico destacan también unos cuantos patrones y esquemas que no están cambiando, quizás desvelando algunas facetas profundas de nuestros procesos visuales. Como ocurre, por ejemplo, con el papel que sigue teniendo la fotografía en blanco y negro, que en realidad más que blanco y negro (una situación binaria con solo dos estados) son escalas de grises, con gradientes que incluyen desde unas pocas decenas de valores cromáticos hasta miles de variaciones sutiles. Hasta hace unas pocas décadas esta era la única elección, porque los métodos para añadir una gama de colores decente a las fotos han llegado mucho más tarde. Y, hasta hace unos pocos años, las variaciones de grises seguían siendo la única opción asequible para muchos fotógrafos que querían revelar sus propios trabajos sin acudir a soluciones industriales e impersonales. Así que no es de extrañar que nuestras memorias históricas y los archivos fotográficos de nuestra sociedad tengan un cariño especial al blanco y negro. Recordamos escenas y eventos no tanto gracias a nuestra pobre capacidad mnemónica, sino más bien gracias a estos medios de almacenamiento externos que llamamos fotografías. Desde los recuerdos de nuestra historia familiar hasta los acontecimientos que han marcado nuestra época, toda esta información está grabada en nuestras mentes con escalas de gris. Pero ahora, con la época digital, los colores ya no son una limitación, y podemos jugar con ellos con paletas cromáticas de una complejidad impensable hasta hace solo pocos años. Sin embargo, el encanto del blanco y negro permanece totalmente inalterado. Los fotógrafos fieles al proceso analógico así como los exaltados de los métodos digitales no tienen ninguna duda en afirmar conjuntamente que el blanco y negro siempre representará una parte esencial del alma de la fotografía.

Henri Cartier-Bresson, icono de la fotografía y piedra miliar del fotoperiodismo, afirmaba que el poder del blanco y negro está en la capacidad de transformar una situación real en una imagen abstracta. Luz Calleja de Castro es una fotógrafa particularmente comprometida con la sensación, y cuando le pregunté acerca del blanco y negro me hizo notar su condición onírica, su capacidad de alejar la imagen de la realidad dejando una emoción desnuda, en un mundo sin tiempo. Raúl Amaru Linares, particularmente atento al tema humano y a sus facetas sociales, me comentó que el blanco y negro le permite interpretar la realidad, siendo además muy práctico y más directo a la hora de editar la imagen y de conseguir combinaciones emocionales que funcionen. Me dijo «es como bocetar», resumiendo perfectamente la sensación y el objetivo. En todos estos casos, la ausencia del color elimina tiempo y espacio, y destina la imagen a la eternidad. La ausencia del color elimina el contenido material, dejando la sensación, cruda y directa. Quedan solo luces y sombras, el yin y el yang, los extremos, fundiéndose entre ellos sin solución de continuidad.

03_Luz Calleja (Burgos 2014)
Fotografía: Luz Calleja.

Pero todo esto nos proporciona una explicación en parte filosófica del éxito incondicional del blanco y negro. Detrás de la emoción hay mecanismos sensoriales, y de paso algún neurotransmisor que nos entrega alivio, o pasión, o dolor o, en el caso del blanco y negro, un poco de todo esto a la vez, que mezclado en la justa proporción se transforma en cierta dicha del ser triste. Entonces, intentando entender los mecanismos elementales de este efecto melancólico del blanco y negro, podemos pensar por lo menos en dos posibilidades, que desde luego no se excluyen la una con la otra: una hipótesis histórica y una filogenética.

A nivel histórico, el auge todavía excelso del blanco y negro puede que sea solo un eco psicológico de nuestras raíces individuales. Hemos vivido la historia de nuestra gente y de nuestra sociedad en blanco y negro, y hasta artísticamente nos hemos formado con él. La sencilla asociación emocional es suficiente para generar una sensación de complacencia y regodeo cada vez que nuestra retina comunica a nuestro cerebro los patrones cromáticos de nuestra infancia y de nuestra juventud. Como perros de Pavlov, babeamos cada vez que reconocemos aquellos esquemas tonales que han marcado los tiempos felices, o el descubrimiento primigenio de nuestras emociones artísticas y sociales. Esta hipótesis es fácil de averiguar, solo hay que esperar unas pocas decenas de años. Si esta hipótesis es cierta, con cada generación disminuirán los recuerdos personales asociados al blanco y negro, y su poder emocional encogerá en el mismo grado, hasta desvanecerse entre los píxeles de la historia. Nosotros somos la generación del traspaso, así que somos los menos indicados para evaluar objetivamente esta posibilidad.

A nivel filogenético, no podemos descartar que la carga pasional del blanco y negro puede que pesque en algún cajón escondido de nuestra estructura neural. Vale que somos primates, pero antes de esto no olvidemos que somos mamíferos. No sabemos bien cuándo y cómo ha ocurrido nuestra revolución tricromática, pero a pesar de las decenas de miles de años de colores todavía tenemos un sustrato mamífero y nocturno que viene de mucho más lejos. Algo tiene que quedar de aquella fisiología emocional que razonaba por olores y ruidos, y asociaba a la visión solo sensaciones de sombras, contrastes lumínicos y geometrías desaturadas. En cuanto a la biología de base (respiración, crecimiento, metabolismo) no tenemos dudas en reconocer nuestros rasgos animales, pero a nivel cognitivo ya nos cuesta aceptar nuestros rasgos de mono, menos todavía sabemos de nuestra características mamalianas. Es decir, si a nivel cognitivo compartimos mucho con un macaco, desde luego tenemos que considerar que algo compartiremos también con un jabalí, más allá de un frenético afán reproductivo. Y quizás el placer de unas pobres sombras descoloridas tenga algo que ver con ello, melancolía filogenética y vestigio sensorial de redes neurales abandonadas, recuerdo atávico de aquel mundo de cerrazón y de emociones. En este caso, por lo menos en unos millones de años no habrá generación que no sufra el encanto de un Cartier-Bresson, o de un  Salgado, y la electrónica de un píxel siempre tendrá que amoldarse a los deseos románticos de una musaraña que se sintió poeta y quiso pintar su historia con la luz.

Quiero agradecer a Luz Calleja y a Raúl Amaru por compartir sus comentarios y sus opiniones sobre la fotografía y sus emociones. Os invito a echar un vistazo a sus trabajos. Luz (Burgos, España) tiene un precioso Tumblr, Lágrimas de Ámbar. Raúl (Bogotá, Colombia) tiene su página web (con una increíble colección de blanco y negro en Instagram) y participa en el Proyecto Runa. Mis peregrinaciones fotográficas personales las podéis encontrar en Tumblr. En mi sección de Investigación y Ciencia hay un breve artículo sobre el sistema mano-ojo, y uno sobre la otra cobaya excepcional de nuestra especie, es decir el músico.

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2 Comentarios

  1. Somos la sombra reproducida, el gnomôn resultante de aquel que sin saberlo que lo era (gnomón antropos) aprendió a controlar las sombras (Homo sapiens gnomónico) y que como práctica finalmente terminó modelándonos como perfectos gnomones biolôgicos verticales y ambulantes, con un cerebro modificado por la experiencia espaciotemporal experimentada y acumulada epigenéticamente que modeló nuestro parietal hasta hacerlo diferente al resto de las variantes humanas…, tan diferente, como diferentes fueron los ambientes, las latitudes y fundamentalmente, como diferentes han sido las relaciones que cada variante supo entablar con el Sol.

    Ese intermediar entre la luz solar omnipresente y las serpenteantes sombras que como gnómones nos han acompañado, pienso y estimo como probable, que también pudo ser un factor en favor de nuestra sensibilidad por los grises.

    Como siempre, los lúcidos aportes de Emiliano Bruner, son siempre muy reveladores y dan lugar a reflexiones multidisciplinarias. Muchas gracias.!!

  2. Pregunta:
    ¿porqué archiváis este artículo en Ciencia y no en Fotografía?

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