Sociedad

Kitty Genovese o la apatía

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Kitty Genovese en un fotograma del documental The witness. Imagen: Five More Minutes Productions.

A Kitty Genovese la asesinaron frente a un edificio grande: el de sus vecinos y el suyo. Dio un grito que despertó a muchos de ellos, pero, según la prensa, ninguno de los treinta y ocho testigos del crimen hicieron nada por ella. No se involucraron, fueron testigos pasivos. Cuando el asesino la atacó en medio de la calle, dio un grito —el que alertó al vecindario. Media hora más tarde, después de que el asesino echara a correr y volviera a por ella, nadie había llamado a la policía, así que la acabó de matar. Durante cuarenta años, esa es la información que la familia Genovese ha tenido sobre la última media hora de vida de Kitty.

Treinta y ocho testigos oculares, dijo The New York Times. Treinta y ocho personas pasivas, algunas de ellas conscientes de que estaban matando a una persona. A día de hoy, algunas películas incorporan casos como este, e incluso en libros de psicología y sociología se estudia como un caso fascinante. ¿Por qué nadie la ayudó? ¿Cómo pudieron volver a dormirse? El motivo de la mayoría de ellos era sencillo: no querían implicarse. Según uno de los vecinos, en aquella época (1964) había muchas personas mayores con números marcados en los brazos. Suponía que eran judíos víctimas del nazismo, y que quizá por eso no querían tener nada que ver con las autoridades. Nada. Ni una llamada. Treinta minutos de complicidad con el asesino de Kitty, quizá cuarenta.

Cuarenta años más tarde, su hermano encuentra un artículo que habla sobre el asesinato de su hermana. Cuestiona la historia. Él, que había vivido y tomado decisiones durante aquellos cuarenta años en función del asesinato de su hermana y al comportamiento de aquel vecindario, lee un artículo que duda de la veracidad de aquellos treinta minutos tal como los contaron en la prensa. De modo que empieza a investigar, y de esa investigación, que roza la obsesión, sale el documental The witness.

Cuando Kitty Genovese fue asesinada, su familia quedó hundida. Los padres, inestables, no supieron nunca cómo encajar aquella tragedia. No acudieron a los juicios en los que los testigos testificaron, y todo lo que supieron de ella, lo que no pudieron esquivar, fue a través de los medios: radio, televisión, periódicos. Más o menos sensacionalistas, más o menos detalles, pero había algo en lo que todos coincidían y que iba más allá de Kitty y de su asesino: los testigos. La crueldad que más temía la sociedad de entonces no era la de un hombre frío, con un buen trabajo y una buena familia que de pronto decide matar a una mujer, cualquiera. La crueldad que los atemorizaba era la frialdad de los vecinos, el pueblo en el que se habían convertido: incapaces de sacrificar su comodidad y bienestar por ayudar a uno de los suyos.

La apatía

Cuando el hermano de Kitty Genovese empieza a investigar, animado por un nuevo artículo sobre el asesinato, es demasiado tarde. Muchos de los testigos están muertos o sus nombres han sido tachados de las declaraciones. En cualquier caso, el número treinta y ocho no parece una invención de la prensa: en las declaraciones a las que tiene acceso, aunque sin nombres, aparecen treinta y ocho testimonios. Algunos de ellos no vieron a Kitty, otros solo lo escucharon… y lo más sorprendente, el gran hallazgo: algunos llamaron a la policía. Se suponía que lo más escandaloso del caso había sido la apatía de todos ellos. ¿Cómo a la prensa se le habían podido pasar por alto aquellas llamadas, que habrían cambiado por completo el discurso de políticos y medios de entonces? El miedo, que en un principio iba dirigido al asesino y pasó al vecindario, tenía un nuevo objetivo: la prensa.

William Genovese se entrevistó con los pocos testigos, considerados pasivos, que quedaban vivos o localizables. Entre ellos, una mujer que no se sabía que tanto ella como su madre habían sido incluidos entre los treinta y ocho: solo habían oído un ruido, pero no vieron nada. Primera pista: de todos los que consideraron testigos, no todos habían sido oculares. Otra de ellas aseguraba que llamó a la policía, y que cuando lo hizo, la policía le dijo que habían recibido otras llamadas alertando sobre la misma situación. En aquella media hora la policía no apareció. ¿Quizá para proteger a las autoridades habían decidido echarle la culpa a los testigos y su pasividad?

En cualquier caso, para el hermano era reconfortante tener aquel dato, y sobre todo el último de todos. Consiguió localizar al hijo de una vecina de Kitty, con quien tenía una relación de amistad en los años que habían vivido en el mismo edificio. Cuando se dieron cuenta de que Kitty estaba en el rellano, tirada en las escaleras, el matrimonio se vistió y fue a socorrerla. No, Kitty Genovese no murió sola, no fue abandonada por todos: murió en brazos de una amiga. Aunque en parte William se sentía agradecido de que la prensa lo hubiera exagerado y la realidad fuera mucho más agradable para su hermana, quedaba una incógnita, con la que tendría que lidiar el resto de su vida: ¿por qué? Al poco tiempo de morir su hermana, y tras graduarse, había decidido ir a la guerra de Vietnam para no sentir que no se involucraba, que los problemas de los demás también eran los suyos: no quería ser como aquel vecindario. De modo que esos supuestos testigos pasivos que lo habían empujado a tomar ciertas decisiones, no existían, no eran reales.

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Imagen: Five More Minutes Productions.

La prensa seria

El primer periódico que habló de los treinta y ocho testigos fue The New York Times. William Genovese se pregunta por qué la prensa querría hablar de todos ellos como testigos conscientes de un asesinato. Lo primero que descubrió al empezar a indagar es que la mayoría de los testimonios no eran en absoluto definitivos: oyeron ruidos, creyeron que era una pelea de borrachos, se asomaron y no vieron nada, se despertaron y se volvieron a dormir. La mayoría de los treinta y ocho no solo no fueron testigos pasivos, sino que fueron testigos de otra versión, no de la escena de un asesinato. Si desobedecieron los gritos de Kitty Genovese no fue porque conscientes de la gravedad de la situación decidieran no involucrarse.

Las siguientes preguntas que se hace William es por qué omiten las versiones de las testigos que llamaron a la policía, por qué algunos de ellos ni siquiera fueron informados de que formaban parte del grupo pasivo, por qué nadie quiso contar que Kitty no murió sola, sino que agonizó en los brazos de su vecina y amiga. El asunto seguía siendo el mismo, la apatía. Los periodistas de la época lo tienen claro: en primer lugar, The New York Times era un medio muy respetado y si ellos le habían dado importancia a aquel crimen y a aquel comportamiento social, los demás también; en segundo lugar, si hubieran sido fieles a la versión real, el caso habría durado días, quizá semanas… pero no años, décadas, como así había ocurrido. Nadie había comprobado que la información que dio The New York Times era cierta, se limitaron a reproducir en serie lo que ellos ya habían insinuado: que la sociedad de la época era apática, no les importaban los demás, no estaban a salvo. Habían obviado la historia del asesino, un hombre que no cumplía con el perfil que podríamos detectar: no es que la apatía estuviera entre ellos, es que un psicópata podía tener la estabilidad y la vida que todos querían. Un asesino podía pasar desapercibido, podíamos convivir con él.

Pero no es la única apatía que ha rodeado al caso Genovese. Aunque en un primer momento pudiera parecer que los pasivos eran los vecinos, los primeros pasivos de esta historia son los periodistas que no comprobaron la veracidad de la información. Los siguientes fueron los vecinos, sí, pero no por el motivo que les hicieron creer: los vecinos, que vieron cómo falseaban sus testimonios, se rindieron. No quisieron dar más declaraciones, porque al final tergiversaban sus palabras. A la amiga que sostuvo a Kitty mientras moría le preguntaron si volvería a hacer lo que hizo, y dijo que sí. Después, en la prensa, cambiaron su respuesta. Durante cuarenta años, cuarenta, los testigos no fueron apáticos ante el asesinato, pero sí lo fueron al no reivindicar la verdad ante la prensa. Los periodistas, además, no solo no comprobaron si lo que The New York Times había escrito era cierto, sino que tampoco se molestaron en entrevistar ellos mismos a alguno de los treinta y ocho testigos. ¿Por qué? ¿Por qué todo el mundo miró hacia otro lado mientras los acusaban de mirar hacia otro lado?

La familia

Y por último, la familia. Los Genovese no se interesaron por el caso. Simplemente habían matado a Kitty y los vecinos no habían hecho nada por salvarla. Eso era todo. Unos días más tarde se supo quién era su asesino, y en apariencia no era nadie: es decir, no lo conocían, no quería su dinero, no la atracó, no la violó, simplemente la mató. Leyeron la prensa, supieron qué le había ocurrido en apariencia, y siguieron adelante sin demasiado éxito. Las vidas de todos ellos quedaron marcadas. En especial, la de William. Cuando uno de los hermanos más querido de Kitty empieza a indagar y se obsesiona con el caso, los demás no quieren saber nada, no necesitan saber la verdad, no lo ayudan. Todo el mundo quiere olvidar lo que ocurrió y cómo ocurrió. Los sobrinos de Kitty Genovese apenas sabían nada de la vida de su tía, salvo que la habían asesinado. La última apatía que consigue desbloquear William es la suya propia: no solo tiene la verdad que necesitaba, no solo ha descubierto que la prensa lo exageró para darse importancia, no solo podía reconciliarse con la sociedad de entonces y aquel vecindario, no solo había conseguido hacer un documental con todo ello: ha demostrado que Kitty había sido algo más que sus treinta o cuarenta últimos minutos de vida.

Se había propuesto conocer a la verdadera Kitty, no la que los fines de semana los visitaba a las afueras de la ciudad. Kitty no era Kitty: se había casado, pero no tenía una relación con su marido; tenía una compañera de piso que resultó ser su amante y ella, una lesbiana que quizá con el tiempo habría aceptado su condición de homosexual; era brillante y no entendían por qué había decidido trabajar en un bar, pero se lo pasaba bien en la taberna. Y finalmente, la gran incógnita: ¿de dónde salía la foto que se había vuelto más popular sobre su hermana? Sí, ahora lo sabía: de su ficha policial, de cuando una vez fue encarcelada.

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19 Comentarios

  1. Imagino que cuando a uno de nosotros le pasa algo así, algo tan tremendo e inesperado, tan increíble, todo le parece verosímil e imposible al mismo tiempo. Es difícil decirse, y asumirlo, que no hay que confiar en los vecinos, en los familiares, en los amigos, en los periodistas, en la policía, en los jueces, en el ejército, en los senadores y diputados, en los presidentes de gobierno, en el cura, obispo o papa, en el vagabundo de la esquina ni en el profesor, y cuando ya no puedes más, todavía te queda digerir que, posiblemente, ni siquiera en el psiquiatra. No hay nada que objetar. Cuando todo va bien, hay que confiar y disfrutar y avanzar. Cuando vienen mal dadas, todo lo anterior se vuelve falso, y por mucho que se racionalice y se matice, no hay más remedio que aceptar que, a veces, es mucho más real que cualquier discurso.

  2. Josefa Pinto Buenache

    ¿Y…? ¿Qué se supone que hemos de extraer de provecho de esta monserga? ¿Tal vez que debemos jugarnos la vida para ayudar a desconocidos por la calle? Sí, jugarse la vida, he dicho. No se hace referencia a si el asesino usó un arma de fuego pero buscando en Wikipedia he visto que apuñaló a la joven. ¿Alguno de ustedes se sentiría reconfortado si la policía viniera a llamar a su casa para decirles que su hijo, marido, esposa, habían sido acuchillados y muertos por defender a una extraña? ¡Dejémonos ya de hipocresías, por favor!

    • Así precisamente como usted eran todos los vecinos, señora Josefa.

      • Allen Brewster

        Y como tú y tus padres, como todo el mundo. Por lo menos, la señora Josefa se conoce a ella y al género humano. Además, tiene la decencia de abrirse en canal y mostrarse sin dobleces, expuesta a la lapidación de fariseos como tú.

        • Llamar a la policía no es jugarse la vida. Eso es lo que se les pedía a los vecinos, no que bajaran a la calle a un duelo con el asesino.

        • Neofito00

          El otro día, en el metro de Madrid, se subió un individuo de rasgos orientales -con pinta de turista- arrastrando consigo al interior del vagón un par de maletas grandes y una mochila. Inmediatamente después, un grupo de 4 individuos con rasgos norteafricanos entró al vagón y se situaron alrededor del turista, comenzando a hostigarle y a registrar todos sus bolsillos. El vagón iba lleno, la mayor parte de la gente absorta en su smartphone, su libro electrónico, o con la mirada perdida pensando en sus cosas, pero los gritos (casi diría que tímidos, con cierto pudor) del turista no pasaron desapercibidos para nadie que no llevara auriculares: nadie hizo absolutamente nada, miradas huidizas, esquivas, deseando que aquello acabara lo antes posible y dejara de hacerles sentir incómodos.
          Yo tampoco actué inmediatamente, me costó algunos segundos asumir que en pleno metro, a una hora punta, un grupo de miserables estuviera robando a un turista de la manera más descarada y flagrante. Pasados unos segundos, sin levantarme, pegué una voz y les dije que ya estaba bien, les pregunté si necesitaban ayuda para robar a ese pobre diablo que llevaba la congoja grabada en su rostro. Supongo que las víctimas sobran, y que se sentían impunes, porque no hicieron el mínimo ademán de largarse ni de enfrentarse a mi (lo cuál me hizo respirar de alivio, porque no me he pegado ni hecho uso de violencia alguna desde que terminé el colegio) tan solo soltaron a su víctima y me miraron fijamente, perdonándome la vida, hasta que a los pocos segundos el vagón llegó a la siguiente estación y se bajaron.
          Con todo, lo peor no fue asistir en directo a una fechoría cobarde, ni ponerme en la piel de la víctima (en un país extranjero al que acabas de llegar) ni el temor a que los miserables recondujeran su ira y su violencia contra mi en represalia…lo peor fue aguantar durante el trayecto de 4 estaciones adicionales a mi compañera de asiento contiguo, una señora española de mediana edad, reprendiendo mi comportamiento.
          Es evidente que me lo decía con cariño, que había sincera preocupación en sus palabras cuando me instaba a quedarme callado, a no complicarme la vida, a mirar por mi propio interés y a desaconsejar que me metiera en problemas: hijo, no te metas el líos.
          Yo no soy ningún héroe, mi reacción no fue analítica sino visceral, salió de un lugar por encima de mi voluntad y dudo mucho que fuera capaz de enarbolar ninguna bandera ni de situarme en primera línea de confrontación alguna… pero soy un ser humano, tengo empatía y capacidad para situarme en la piel del otro, por ciudadano extranjero que sea, y sobre todo quiero poder seguir mirándome al espejo cada día y conciliando el sueño como si fuera un niño pequeño.
          A nadie se le debe pedir que se juegue su propia vida (que solo tenemos una) en una acción heroica para salvar la del prójimo. Creo que se trata, más bien, de llegar a un acuerdo de mínimos: ¿hasta donde estamos dispuestos a llegar para que la vida no nos roce?

          • Josefa Pinto Buenache

            Ah, ¿pero eres tú, hijo mío? ¡Soy yo, la que te aconsejé en el metro que no te metieras en problemas! ¡¡El mundo es un pañuelo!! ¿Ya te has recuperado? ¡Te quedaste blanco como el papel, hijo de mi vida!
            Saludos y la próxima, mira para otro lado, créeme.

            • Josefa Pinto Buenache

              Muy gracioso pero yo no he escrito esto. ¿Es que solo me suplantan a mi, en estas webs?

        • Neofito00

          Sr. Brewster, respeto su opinión, es tan válida como la mía, pero le pido por favor, encarecidamente, que en lo sucesivo no utilice este foro para agredir verbalmente a nadie, aún cuando esté en desacuerdo. Tildar de «fariseo» a un compañero de foro no favorece debate ni intercambio de opinión alguna.
          Un saludo

  3. Y el nivel del Periodismo sigue a la misma altura…

  4. biergarten

    Pero se han leido el texto los de los 8 primeros comentarios?

  5. Diario de Roscharch…

  6. Faithnomore

    Se han enzarzado en el tema pasividad pero eso ya se sabe más o menos. El artículo versa más sobre el aprovechamiento social y periodístico de unos hechos exagerados por pereza, interés,…
    Dicho esto, creo que los vecinos mienten al hablar con el hermano, al hablar con la policía, etc.. Suele pasar en estos casos. La gente ve o intuye perfectamente y luego da la versión que más tranquilidad o menos problemas les dé. Blanco y en botella.
    Además, ya sabemos aquello del efecto rashomon. Cada uno recuerda lo que le parece de un hecho idéntico. Imaginad muchos años después! Ejemplo: la guerra civil, la de tergiversaciones que se hacen sin intención malvada ni interesada. Siete testigos, siete versiones distintas

    • Por eso yo no leo sobre historia. ¿Quién me dice a mí que Julio César hizo lo que hizo y no, otra cosa? ¿Y si ni siquiera existió? ¿Eh, eh…? Lo mejor es no fiarse de nadie y sobre todo, nunca, NUNCA, llamar a la policía.

  7. Pingback: Kitty Genovese o la apatía

  8. Estupor ante alguno de los comentarios que leo, como reacción a tu articulo. Quizás confirman asi que lo que traes a reflexionar levanta mas que ampollas superficiales, que la historia que rescatas, nos resuena y se ahonda en nuestro interior, siempre algo más desconocido. Y también me lleva al silencio y al mirar hacia otro lado de tantos y tantos paisanos, durante tanto tiempo reciente, en mi tierra, el célebre pais vasco. Y , lo más importante, me afecta y me hace cuestionarme la idea que de mi generosidad y valentía tengo, pues creo que de eso se trata.
    Sigo tu blog, porque me parece interesante, y porque escribes muy bien.

  9. Hace varios años volvía yo a la ciudad sentado en un tren de cercanías que iba muy poco concurrido. Con la política de RENFE de suprimir vigilancia y revisores, los trenes pueden convertirse en trampas para conejos para la mayoría de pasajeros. Pues bien, de refilón me pareció notar algo raro y observé a dos chicos muy jóvenes que me rebasaban, no sin antes echarme una mirada rápida, sopesando mi grado de peligrosidad. Estos jóvenes llevaban puesto el pasamontañas o «braga», tapando parcialmente sus rostros y se dirigieron bastante más allá de donde yo estaba ya que el tren era de los que no estaba segmentado en vagones. Al cabo de un rato, me pareció oír algo sospechoso y pude ver que una mujer de unos cuarenta años, parlamentaba con los enmascarados y por lo que se acertaba a comprender, les pedía por favor que desistieran de robar a alguien. Alguien que tal vez no fuese ella, más bien parecía que intercediera por otra persona, quizá mayor. El enfoque de esta señora era el de conmover y convencer al par de mastuerzos para que olvidaran su plan de robo y se sentaran todos a intercambiar cromos. Como la cosa estaba ya durando mucho y observando que las personas próximas a ellos y a mí, no demostraban intención alguna de intervenir, me levanté en toda mi poderosa estatura y desplazando mis 95 kilos de músculo, me acerqué sin vacilación. Los chicos no eran gran cosa, el mayor no debía pasar de los 17 y el menor de los 14 o 15. Además eran bastante esmirriados aunque podían haber estado armados con navajas o algo peor. Esto lo resalto porque no nos engañemos, yo corrí un riesgo. Por suerte, cuando vieron que me aproximaba con cara de pocos amigos, pude notar la inquietud en los ojos del mayor y el retroceso instintivo del pequeño. Pregunté con muy malos modos qué cojones estaba pasando allí y creo que la mujer dijo algo aunque yo no la escuchaba, me llegaba su voz como algo lejano, casi un sueño. Toda mi atención estaba puesta en los delincuentes que tenía al frente y menos mal que lo hacía porque el mayor, alzando la voz en lo que pretendía ser una amenaza, había dado medio paso en mi dirección. Pero no le di tiempo a nada porque sujetándole del cuello de su anorak o sudadera, lo atraje como si fuera una pluma hacia mí para empujarle después con gran fuerza, desplazándose casi cuatro metros hasta darse un golpe en los riñones con un asiento. A todo esto, no había perdido de vista al otro aunque no hacía falta, ya que con unos ojos como platos, parecía clavado al suelo con pegamento. Lo bueno fue que la mujer se puso a gritar cuando vio al mal bicho por tierra, diciendo que ya bastaba,¡¡ basta de violencia, por dios!!
    Cuando el tren paró en la siguiente estación, obligué a los dos delincuentes juveniles a apearse, so pena de una tunda antológica. Cuando lo hicieron y nos pusimos en marcha, aún tuve que escuchar a aquella loca que en ningún momento me dio las gracias, intentando darme lecciones sobre cómo tratar a jóvenes descarriados. La dejé hablando sola mientras me alejaba para no estrangularla.También observé miradas de miedo y resentimiento entre los viajeros cercanos. Muchas personas odian a aquellos que hacen lo que a ellos les gustaría hacer pero que nunca se atreverían a llevar a cabo.

  10. ¡Gracias!

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