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De lecturas juveniles, poesía y vida

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Fotografía: adamova1210 (CC).

Por una vez no voy a escribir sobre poesía; aunque es inevitable que ella aflore como una elocuente ausencia. En esta ocasión quiero hablar de algunos autores de novelas y relatos juveniles, por razones que considero relevantes en relación con el horizonte vital de todo lector, y que iré detallando en las próximas líneas. Lo cierto es que, entre mis lecturas infantiles de poesía y el descubrimiento de la poesía con mayúsculas en la adolescencia, hubo un hueco, hacia mis once o doce años, en el que perdí el interés por los poemas más allá de los que nos obligaban a comentar en los libros de texto, ya que me parecían un rollo. Años en los que, sin embargo, engancharse definitivamente a la lectura, del tipo que fuese, resultaba crucial para no dejar de ser ya nunca un lector empedernido o, dicho de otro modo, convertirse en un lector empedernido adulto. Sin los libros buenos, malos y regulares que todos leímos en aquella época, probablemente, hoy nada sería lo mismo para muchos de nosotros. A pesar de que la poesía no formara parte de ese desordenado canon provisional de lecturas.

El asunto resulta más acuciante aún ahora que entonces, en pleno Pleistoceno predigital, cuando las distracciones al alcance de quienes dejaban de ser niños pero todavía no podían llamarse adolescentes resultaban más bien escasas: leer libros y tebeos, escuchar música en el casete, ir al cine o de paseo con las amigas y seguir alguna serie de televisión, esto es, cuando el día y la hora eran propicios. A un chico o chica del siglo XXI, la sensación de horror vacui de tan limitada oferta de ocio le resultaría insoportable.

Lo que no ha cambiado, sin embargo (si acaso ha aumentado por la complejidad de la vida), son las incógnitas a las que siguen enfrentando aquellos que van dejando atrás las seguridades de la niñez, sin nociones claras sobre lo que está por llegar, ni mucho menos sobre cómo articular la inquietud que ello les genera. Por ese motivo, la lectura en tales años proporciona, hoy igual que hace décadas, un estímulo que no van a encontrar en ningún videojuego ni explicado por ningún youtuber: ofrece un espejo, no de imágenes comerciales en rápida sucesión, sino de palabras y personajes con los que aprender a pensarse y definirse a otro ritmo más pausado, y desde luego sin ruido ambiental; o con los que, sencillamente, sentirse algo más acompañados, esto es, un poco menos desconcertados.

Algunas autoras de mi temprana juventud, como la Ana María Matute de Paulina, El saltamontes verde y El polizón del Ulises o la María Gripe de Los escarabajos vuelan al atardecer, Un verano con Nina y Lars y El papá de noche (soy incapaz de pensar en una sin la otra), hicieron poesía de la prosa. Desvelaron en un estilo único, desprovisto de complacencia, la extrañeza y la incertidumbre propias de esa franja de edad. Extrañeza e incertidumbre que a veces podían aparecer encarnadas en situaciones reconocibles (pobreza, enfermedad, soledad), y otras, presentadas de tan indefinible naturaleza como las pueda sentir el o la joven en puertas que, incluso con todo a su favor, no sabe interpretar qué le está ocurriendo (1). Desde estilos muy diferentes y, en el caso de María Gripe, leída necesariamente en traducción, ambas hicieron belleza y magia del horizonte gris de un realismo que solo era tal en apariencia.

En otra clave, colecciones de libros como las que contenían las peripecias de la danesa Puck, para muchos jóvenes lectores continuación natural de las historias de misterio de Los cinco, y desde una perspectiva menos reaccionaria que la que presenta la serie de Enid Blyton (aunque entonces esos aspectos se nos escaparan por completo), fomentaban el gusto por el suspense que moldearía, sin duda, la trayectoria de futuros lectores adultos. Esos y otros muchos estilos (porque sí, leíamos compulsivamente y, aunque no fuéramos conscientes de ello, eclécticamente, que es la mejor manera de leer cuando todavía no se han asentado preferencias ni prejuicios) conformaron, en mi caso, unos cimientos sobre los que descansarían todas mis lecturas posteriores; incluida, por supuesto, la lectura de poesía. Semejante recuento engloba, por descontado, hasta a las propuestas más alejadas de las ya mencionadas Matute y Gripe, verdaderas alquimistas que supieron extraer oro de la arcilla de las palabras. El recuerdo de sus títulos ha eclipsado el de otros de menor calidad, sí. No obstante, nada puede borrar la placentera sensación, idéntica en cada caso particular, de sumergirse en la lectura de un libro cualquiera y salir de ella convertida en otra; sensación más a flor de piel en esos años que en ninguna otra etapa de la vida, por la propia permeabilidad de una mente aún por llenar.

Recientemente he vuelto a sentirme cerca de aquella lectora que fui, gracias a dos recomendaciones cercanas. La primera, de una de mis hijas, me ha llevado a la trilogía Corazón de tinta, de la escritora alemana Cornelia Funke. Se trata de una historia de amor hacia tres cosas esenciales: los libros, los personajes de los cuentos tradicionales, y ese universo atemporal y sin fisuras que dichos cuentos contienen, con el bien y el mal perfectamente definidos, enfrentados y separados. A pesar de que el joven lector sabe de sobra que dicha separación no es tal en la vida diaria, en el contexto de la trilogía de esta autora resulta perfectamente creíble; y, en el transcurso de la narración, tan cautivador como el de ese otro gran cultivador de la fantasía sin límites: el autor, también alemán, de La historia interminable y Momo, Michael Ende.

La segunda recomendación me ha llegado de manos de la traductora de sueco Elda García-Posada, con quien estoy descubriendo la serie Pax de las autoras Åsa Larsson e Ingela Korsell. Las aventuras trepidantes de los hermanos Alrik y Viggo que en dicha serie se narran comparten el germen de mucha literatura juvenil en un país en el que se venera a Astrid Lingren, creadora de la iconoclasta Pippi Långstrump. La exposición sin tapujos de los jóvenes lectores a los temas menos amables de la sociedad (el alcoholismo, la inadaptación, la marginación) junto con el cuestionamiento de una sociedad biempensante y, bajo su pátina civilizada, más bien autoritaria emparentan a estas autoras con su compatriota María Gripe, si bien la prosa del tándem Larsson/Konsell no posee la capacidad evocadora de esta última. A cambio, sus relatos acaso atraigan mejor a lectores que no estén mínimamente familiarizados con la ensoñación y la sugerente enunciación que le es propia al universo de María Gripe, siempre tan cercano a la poesía. En efecto, los relatos de Pax transmiten, entre sus mayores atractivos, agilidad narrativa, habilidad para insertar motivos de la mitología vikinga, y una capacidad para cambiar de registro con rapidez (del humor al terror, de la rabia a la serenidad) que refleja muy certeramente las turbulencias propias de los jóvenes lectores que, al igual que los protagonistas de estos relatos, poco a poco comienzan a hacerse cargo de sus propias vidas. Ello a pesar de la sobreprotección a la que tan a menudo les sometemos los adultos, la hiperestimulación visual, y tantos otros factores que en vano juegan en contra de la experiencia vital más poética de todas, más común a todos: el despertar a la vida, al paso del tiempo, al «aquello ya no volverá».

Cruzar ese umbral a la par emocionante y temido de contornos imprecisos sin el auxilio de la literatura es una renuncia, por pereza o por desconocimiento, inexplicable; un atentado contra el abrigo que proporcionan la imaginación y el calor de las palabras frente a esa intemperie amorfa llamada futuro o transformación. Es como si Huck Finn hubiera renunciado en el último momento a acompañar a su amigo Jim en la balsa por el Mississippi camino de la libertad, o como si el joven Hawkins hubiera desistido, por pusilánime, de embarcarse camino de la isla del tesoro. ¿Quién en su sano juicio se perdería a sabiendas la mejor aventura de su vida, a una edad en la que lo que corresponde es precisamente eso, vivirla sin ambages? Pues ya sabéis, padres del mundo: volved a la literatura juvenil de la mano de vuestros hijos; recobrad su sabor; rescatad las riquezas sin número que ahí encontrabais buscando aplacar el aburrimiento (bendito aburrimiento que abría por sí solo páginas y páginas de libros cuando las tardes no parecían acabarse nunca). Aunque no lo llaméis poesía… o sí… o lo llaméis sencillamente vida. En este caso concreto, y en aras del placer de la lectura, se admiten, por supuesto, todas las licencias del lenguaje.

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(1) Curiosamente, los relatos de Gloria Fuertes, leídos por la misma época, también muestran a menudo un mundo duro y estrecho, poblado de personajes vulnerables, en contraste con la alegría desenfadada de su poesía. Por supuesto, junto a estas autoras siempre estaban a mano los clásicos y sus espléndidas aventuras: Stevenson, Twain, Alcott, Verne

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8 Comentarios

  1. Pingback: De lecturas juveniles, poesía y vida – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Patricia Chinea

    El recorrido que has hecho y las sensaciones que has definido me hicieron volver por un instante a esas largas tardes lectoras que evocas.Prácticamente todos esos títulos y autores leí. Ahora recorro de la mano de mis hijas algunos de ellos y otros totalmente nuevos para mí. Me sirve de referencia para ir recomendando a mis propios alumnos. Gracias por tu aportación.

  3. No hay tema que me resulte más querido que el de las lecturas infantiles y juveniles. Recomiendo fervorosamente a todos los lectores de buenos libros que lean «El maravilloso viaje de Nils Holgersson» de Selma Lagerlöf. No se van a arrepentir.

    • Estoy de acuerdo, es un libro irrepetible. Qué bueno que, aunque adultos, sigamos enganchados a ese mundo.

  4. Yo, en mi adolescencia, ya era un friki pero aún no lo sabía… Todavía no nos llamaban así. El padrino, el señor de los anillos, Lovecraft y las novelas de espías de Le Carre me acompañaron en eso de hacerte adulto de los libros

    • A mí el Señor de los anillos, ya ves, nunca me llamó la atención… y es verdad, el «frikismo» no existía.

  5. Siddhartha

    A diferencia de muchos que leerán este artículo, yo nunca tuve una adolescencia así. Las tardes se pasaban volando igual que las pelotas de fútbol, tenis, baloncesto o rugby que me acompañaron tantos años y cuyo paso del tiempo solo sobrevivió la pelota ovalada.
    En mi casa nunca se leía. Ahora sí.
    Y como la autora dijo en el artículo (gracias, por cierto): «cruzar ese umbral a la par emocionante y temido de contornos imprecisos sin el auxilio de la literatura es una renuncia, por pereza o por desconocimiento, inexplicable».

    • Yo también pasaba tiempo jugando, de más pequeña a la comba, luego al baloncesto… no es incompatible una cosa con la otra. Incluso hoy, que he cambiado la comba y la pelota por la bici, soy forofa del aire libre. Pero eso sí, en el cesto siempre llevo un libro, por lo que pueda pasar. ¡Saludos y felices lecturas!

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