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Panauti: viaje mitológico al corazón del Nepal

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Panauti, 2017. Foto: Navesh Chitrakar / Cordon.

Cuenta la leyenda que en tiempos inmemoriales hubo un pequeño reino en el Nepal, ejemplo de excelencia en el gobierno, cuyos súbditos, aunque escasos en número, eran prósperos y felices. Su monarca, Shingta Chenpo, el Gran Auriga, comandaba el país con sabiduría, templanza y ecuanimidad. Tenía tres hijos. Los dos mayores, La Chenpo (la Gran Divinidad) y Dra Chenpo (la Gran Palabra), le­ ayudaban en las tareas estatales; eran inteligentes, decididos y valientes, dominaban los secretos de las artes marciales y bélicas pero también las sutilezas de la administración. El hijo pequeño, Senchen Chenpo (el Gran Ser) poseía la mayor de las inteligencias, pero solamente la empleaba para atender las necesidades de otros, porque su espíritu era generoso y pacífico; se oponía a la guerra, incluso a la caza. El amor a los seres vivos de toda condición era el principio fundamental que regía su existencia.

Como el Gran Auriga era un monarca tan amable y justo, los habitantes del reino le prepararon una gran fiesta. Después de comer y beber, mientras los campesinos y los nobles bailaban en armonía, los tres hijos del rey salieron a dar un paseo por el bosque. Encontraron una misteriosa cueva; al entrar vieron una tigresa tendida en el suelo. Los dos hermanos mayores tensaron sus arcos, pero el Gran Ser se interpuso: «No es bueno matar», les dijo. La tigresa no les atacó. Sorprendidos por la pasividad del felino, descubrieron que acababa de ser madre. Temerosa ante la idea de que si abandonaba la cueva para cazar dejaría solos a sus hijos y quizá otro animal podría entrar y devorarlos, la tigresa permanecía inmóvil. Por esa misma razón, el hambre la había debilitado; frágil y enferma, incapaz de moverse, ya no tenía leche con la que alimentar a sus retoños. El Gran Ser, conmovido, se echó a llorar. Decidido a salvarla, preguntó a sus hermanos sobre la clase de alimento que resultaba más indicada para salvar a la madre y garantizar que podría hacerse cargo de los cachorros. «Los tigres», le respondieron sus hermanos, «solamente comen la carne de una presa reciente; si le traemos un pedazo de carne de nuestra despensa, la tigresa ni siquiera lo tocará, porque estará frío y para ella no será más que carroña. Necesita que la carne esté todavía cálida y sangrante». Tras decirle eso, los dos mayores se ofrecieron a cazar algún animal con sus arcos para alimentarla, pero el Gran Ser no quería que sacrificasen a otra criatura. Se encontró, pues, con una disyuntiva que no había previsto, pues para salvar a la tigresa debía matar o permitir que se matase a otro animal, pero su conciencia se lo impedía. Después de cavilar durante un rato, encontró una solución. Aludiendo a una excusa peregrina, pidió a sus hermanos que se le adelantasen en el camino de regreso. Después, él mismo se entregó a la tigresa para que se alimentase con su cuerpo. Cuando sus hermanos estaban ya de regreso en la fiesta, comenzaron a sentirse inquietos por la tardanza del Gran Ser y regresaron para buscarle. Al entrar por segunda vez en la cueva, descubrieron sus huesos y ropajes cubiertos de sangre. La visión provocó en ellos tal impresión que ambos perdieron el conocimiento. Al recobrarse, volvieron junto a sus padres y les contaron lo que había sucedido.

Gracias a su inmenso acto de generosidad, el Gran Ser renació en la esfera celeste convertido en un espíritu, ahora llamado la Gran Valentía. Como era tan humilde, no entendía qué podía haber hecho para merecer semejante recompensa. Sin embargo, no todo era dicha en su nuevo estado. Desde el cielo contempló a su familia sumida en el más profundo dolor y, conmovido de nuevo, decidió descender a la esfera de los vivos para hablar con ellos. Al verlo aparecer transformado en espíritu, sus parientes elogiaron entre lágrimas la manera en que había entregado su vida para no destruir la vida de otro ser, pero, como triste reproche, lamentaron que ahora tendrían que sufrir por haber perdido a un hijo y un hermano. Él les respondió: «Por favor, no continuéis padeciendo. Todo nacimiento y toda vida tienen como fin la muerte. Toda reunión tiene como final la separación. Así es para todos; nadie puede escapar de esto, pues así es la naturaleza de las cosas». El Gran Ser exhortó a los suyos a que comprendiesen la importancia de seguir una vida repleta de virtud, a cuyo término quizá podrían ganarse también un lugar en el cielo. La aparición se disolvió en el aire, pues el Gran Ser debía retornar a lo alto. Sus padres y sus hermanos recogieron sus restos mortales de la cueva y los enterraron. Para honrar su recuerdo, construyeron sobre su tumba un templo.

Este es el origen mítico de la estupa budista Namo Buda, erigida cerca de la pequeña villa de Panauti, a unos veinticinco kilómetros de Katmandú. La estupa se convertiría en uno de los lugares de peregrinación más venerables del budismo. Por este y otros motivos, Panauti se convirtió en uno de los centros espirituales de la región. Allí fue a meditar Vasubandhu, el monje que fundó la escuela budista del Yogachara. El gran maestro Atisha, aquel aristócrata de Bengala que abandonó los lujos mundanos para perseguir la sabiduría, vivió durante diez años en Panauti. El pueblo estaba situado en un plácido valle donde el abrupto Himalaya se tomaba un respiro, pues las montañas que lo rodean son más modestas y suaves que los colosos más célebres de la cordillera. En la suave pendiente del terreno, cerca del centro de la modesta población, unían sus aguas dos ríos, llamados Pnyamata y Rosi. Los lugareños y los peregrinos, que temían ser devorados por los tigres como le había sucedido al Gran Ser, colocaron altares en las cuevas cercanas y erigieron nuevos templos. Hoy existen en Panauti —cuya población actual ronda los diez mil habitantes— más de cuarenta templos pertenecientes a diferentes corrientes religiosas. Allí se organizan nada menos que una treintena de festivales religiosos cada año.

Durante la Edad Media, además de las cuevas y templos santificados, el propio paisaje de Panauti adquirió naturaleza sagrada. Los peregrinos acudían para realizar abluciones en sus dos ríos, cuyas aguas podían limpiar los pecados y aliviar los padecimientos del alma. El enclave espiritual más importante de la villa era, sin embargo, invisible a los ojos. En el pueblo existía un vórtice espiritual, el Triveni, la conjunción entre los dos ríos y un tercer río, invisible y de carácter mágico, el Lilawati, que discurría por debajo de la tierra pero nunca podría ser encontrado. Solamente los hombres de corazón puro, sobre todo los sabios que habían dedicado su vida al estudio y el cultivo de la santidad, podrían llegar a verlo con sus propios ojos. Aun así, los peregrinos de a pie que no conseguían ver el tercer río se bañaban en los otros dos con la esperanza de que la esencia del Lilawati, de alguna manera, llegase también hasta ellos, bendiciéndolos con sus efectos espirituales. Los habitantes del pueblo empezaron a adornar sus calles y casas con piedras de vivos colores, como signo de que los peregrinos eran bienvenidos; al vivir en tierra sagrada, los campesinos de Panauti hicieron de la hospitalidad una de sus normas de conducta. Sabían que para otros muchos seres humanos acudir a Panauti era importante. El propio nombre de la aldea procedía del sánscrito purnamati, que significa ‘plenitud’.

Panauti nunca fue tan importante en la historia de los acontecimientos civiles como en la de los sucesos sobrenaturales, pero produjo un personaje importantísimo. En el siglo VII, mucho antes de que se decretase el derecho de Panauti a aparecer en los grandes mapas, cuando había allí poco más que unas chozas de campesinos y un puñado de templos que atraían a gente de paso, fue escenario del nacimiento de Ansuverma, uno de los grandes reyes del Nepal, si acaso el mayor de todos. Ocupó el trono durante la época de la dinastía Lichavi, recordada como la edad de oro nepalí (aunque el propio Ansuverma no perteneció a la dinastía por derecho de sangre, sino de manera indirecta, como consorte de una princesa). Aun así, fue tan grande su contribución al progreso de su nación que no solo fue el más relevante de los reyes nepalíes de aquel tiempo, sino también el primero al que su pueblo ofreció, como honroso pago a su recto y sabio proceder, el título de maharajdiraj, o maharajá, «el gran rey».

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Peregrinas durante el Swasthani Bratakatha en Panauti, 2017. Foto: Navesh Chitrakar / Cordon.

Fue descrito como un hombre de extraordinaria capacidad. Esa opinión sostuvo, por ejemplo, el famoso escritor chino Xuanzang (o Huen Tsang), uno de los más importantes cronistas del Oriente medieval. Xuanzang era un monje del templo budista de Yingtu, que gozaba de celebridad en la región gracias a su oratoria, la cual, por lo que parece, dejaba una honda huella en quienes escuchaban sus predicaciones. No obstante, lo que de verdad le ganó la inmortalidad fueron sus escritos. Aunque Xuanzang había llevado una tranquila vida monástica, su afán de saber pudo más que su retiro y terminó convertido en un incansable viajero. Había leído con disgusto las descuidadas traducciones que algunos escribanos chinos habían realizado de textos religiosos extranjeros y, decidido a recolectar copias más fidedignas de aquellas obras, como deseoso de expandir sus conocimientos, viajó durante diecinueve años por las provincias occidentales de China y más allá, recorriendo varios países vecinos. Plasmó sus impresiones acerca de las tierras que visitaba, de sus gentes, personajes y costumbres, en la monumental Crónica de las regiones occidentales de la Gran Dinastía Tang. Tras su muerte, Xuanzang fue elevado al estatus de icono de la cultura china; en el siglo XVI, unos novecientos años después de su muerte, incluso terminaría protagonizando una novela titulada Viaje al oeste, que se convertiría también en un hito de la literatura china. Su figura trascendía la del mero estudioso admirado por generaciones posteriores; había mucho de confuciano en su aureola. Cualquier reliquia relacionada con Xuanzang se convertiría en objeto de anhelo no solamente entre los chinos, sino en casi todo el lejano Oriente. Por ejemplo, sus restos mortales permanecieron custodiados en Nanking durante más de mil años, hasta que el ejército japonés se los llevó en 1942; todavía hoy reposan en un altar del templo Yakushi Ji, en la ciudad de Nara, pues Japón nunca los devolvió a China. Otra reliquia, un fragmento de la calavera de Xuanzang, sería conservada en el Templo de la Gran Compasión de Nianjing, pero en 1956 se le entregó al dalái lama, quien a su vez lo ofreció como regalo a la India. Pues bien, el que alguien como Xuanzang profesara tanta admiración a Ansuverma da buena idea del impacto que la personalidad del rey nepalí causó en su tiempo.

Ansuverma nació como plebeyo, aunque no sabemos si procedía de familia rica o pobre. Algunos dicen que pudo tener cierto parentesco con el entonces rey Shivadev I, pues se especula que quizá era el sobrino de la reina consorte. Ascendió a las esferas del poder ejerciendo como alto funcionario en la corte de Katmandú. Se hubiese ayudado de un supuesto parentesco o no para situarse en la corte, demostró tal talento en sus funciones que pronto se convirtió en el valido del rey. Shivadev I lo tenía en tan alta estima que permitió que contrajese matrimonio con su propia hija y además le otorgó el título de Samanta, gobernador feudal de un territorio. Aun más, su labor debió de ser excelsa, pues a aquel título se le dio un añadido honorífico que, al menos por entonces, no se concedía con demasiada prodigalidad: Mahasamanta, «gran señor». Los inteligentes consejos de Ansuverma empezaron a dar forma al reinado de Shivadev y, poco a poco, las tareas de gobierno fueron cayendo en sus manos, hasta que llegó un punto en que Ansuverma se vio ejerciendo como monarca en la sombra, ocupándose en primera persona de la administración, mientras Shivadev se ceñía la corona de manera nominal, cada vez más desprovisto de verdadero poder. Este proceso sucedió con naturalidad; la autoridad moral y la diligencia política de Ansuverma eran tales que el propio Shivadev terminó designándolo como sucesor.

El ascenso de Ansuverma llegó en un momento providencial en el que Nepal necesitaba tener como cabeza del Gobierno a una persona hábil, fuerte y capaz. Las amenazas exteriores no eran desdeñables. Tanto en China como en la India, la acumulación de poder en manos de los reyes estaba empujándolos a una política expansionista. Incluso el vecino Tíbet era motivo de preocupación. Aunque el rey Shivadev era un hombre de elaborada educación, cultivado, reflexivo y muy religioso, su carácter era demasiado pasivo para los tiempos en los que le había tocado reinar. Ansuverma, por el contrario, hacía frente a los problemas sin vacilaciones. Por descontado, dada la aparente debilidad del rey, no era el único aspirante a tomar las riendas del país. Los Takhuri, una influyente familia noble cuyos miembros se hacían llamar Malla («guerreros», apodo con el que sería conocida una futura dinastía reinante), trataron de impedir que el favorito del rey acumulase todo el poder. Esto desencadenó una guerra de intrigas palaciegas entre Ansuverma y los Takhuri. Pese a la importancia que la familia había tenido en el reino desde mucho tiempo atrás, el conflicto se decantó en favor de Ansuverma, que no solo consiguió desbaratar los planes de sus adversarios, sino que también propinó un golpe duradero al clan; incluso tras su muerte, los Takhuri habrían de tardar más de doscientos años en recuperar su antigua posición en el reino.

Fueron muchos los logros de Ansuverma como gobernante. Su primera preocupación consistió en desactivar las mencionadas amenazas exteriores. Nepal no poseía la fuerza militar suficiente como para detener un hipotético ataque tibetano, y mucho menos una invasión china o india. Pero Ansuverma hizo un hábil uso de la diplomacia y puso en práctica una astuta sucesión de enlaces reales. Tras ascender al trono, casó a su hermana con el rey indio Sur Sen, y a su propia hija con el emperador tibetano Srong Ttsang Ganpo, lo cual derivó en el establecimiento de una nueva alianza. Con aquellos movimientos diplomáticos garantizó la independencia del Nepal y, todavía mejor, la colaboración de aquellas naciones.

Como administrador fue pragmático y justo. Afirmó que todas las políticas nacionales debían estar basadas en el principio del «bienestar común», aunque no todas sus medidas estaban destinadas a buscar el aplauso de los suyos. Por ejemplo, estableció toda una batería de nuevos impuestos sobre la propiedad de la tierra y el uso de las aguas, además de una tasa que gravaba los artículos de lujo y otra destinada al mantenimiento de un ejército defensivo. Sin embargo, estas medidas no le ganaron la antipatía de sus súbditos. Para empezar, compensó las nuevas presiones fiscales decretando una amnistía general que condonaba todas las deudas que los ciudadanos hubiesen contraído de buena fe; según él, aquella era la única manera de hacer borrón y cuenta nueva, empezando a reorganizar el reino desde cero. Además, los nepalíes pronto comprobaron que Ansuverma dedicaba buena parte del dinero recaudado a la mejora de las infraestructuras y servicios, sin quedarse un botín para sí mismo, como habían hecho otros gobernantes. Diseñó grandes planes de construcción que incluían todo un nuevo sistema de regadíos y la mejora de la red de comunicaciones. También se preocupó de realizar donaciones periódicas a los principales templos del país, y lo hizo demostrando un exquisito sentido de la ecuanimidad. Aunque Ansuverma era devoto del dios Shiva, y por tanto hinduista (como lo habían sido los reyes Lichavi, cuya dinastía había venido siglos atrás desde la India), no mostró preferencias a la hora de realizar sus donativos y trató por igual a los templos hinduistas que a los budistas, o a los de otras creencias. Impuso una política de completa tolerancia religiosa; aunque la convivencia era tradicional, no quiso que Nepal se convirtiese en un Estado hinduista en detrimento de los intereses de los demás creyentes.

Ese igualitarismo no se extendió al sistema de castas, del que él era partidario. La tierra, en su mayor parte, pertenecía a los Samantas, señores feudales, y a los sacerdotes, como los brahmanes. Ansuverma no cambió aquella estructura, pero sí fomentó un mayor nivel de autogobierno entre los ciudadanos. Bajo su reinado, el Estado recaudaría impuestos y se haría cargo de los grandes programas de reformas, pero más allá de eso eran los ciudadanos quienes, en la medida de lo posible, debían manejar sus propios asuntos con la menor intervención posible de Katmandú o de los señores feudales. Él predicaba responsabilidad con el ejemplo, y pedía esa misma responsabilidad a los ciudadanos.

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Devotos tomando un baño sagrado durante el Swasthani Bratakatha en Panauti, 2017. Foto:: Navesh Chitrakar / Cordon.

La principal actividad económica del país era la agricultura, sobre todo el cultivo del arroz y otros cereales. Sin embargo, Ansuverma entendió que el acercamiento diplomático con sus vecinos iba a favorecer la apertura comercial y que Nepal debía aprovechar esa oportunidad única; así, impulsó la creación de una industria local con el fin de exportar artesanía y otros productos al Tíbet, al norte de la India y al oeste de China. El comercio, pues, empezó a florecer y el tránsito de mercaderes pronto se tornó una visión habitual por los caminos del reino. Otro de los grandes focos de su interés fue la cultura. Siendo un hombre estudioso y amante de las artes, patrocinó a sabios y creadores, aunque no fuesen nepalíes. También redactó una gramática del sánscrito titulada Shabda Vidya, que se convirtió en un importante libro para la enseñanza del idioma. Edificó en Katmandú un imponente palacio de siete plantas llamado el Kailashkuf Bhawan; construido según el estilo védico Tripura, se hizo famoso más allá de las fronteras del Nepal, y hasta en China se hablaba de su magnificencia. Por desgracia, el palacio ya no existe; no se conoce con exactitud la ubicación que tuvo en Katmandú —aunque hay algunas ruinas candidatas—, pero su recuerdo pervivió a lo largo de generaciones gracias a los historiadores y literatos.

El nacimiento de Ansuverma fue el último suceso histórico reseñable, o reseñado, que tuvo lugar en Panauti por lo menos hasta el siglo XIII. Después del siglo VII, la aldea cayó en una oscuridad documental casi completa. Salvo por el paso de los peregrinos y el constante aluvión de monjes y santones que decidían retirarse a alguna de sus cuevas, y salvo por los festivales religiosos, no existen signos de que se realizase allí alguna actividad social de importancia. Sabemos incluso que en algunos templos se inició un proceso de deterioro, pues posteriores gobernantes y nobles tuvieron que restaurarlos. Pero esto no significa que alguna vez hubiese perdido su prestigio como lugar sagrado, sino más bien que como villa, desde una perspectiva civil y administrativa, nunca había tenido la misma importancia.

La leyenda del Gran Ser que contábamos más arriba es de corte budista, cosa fácil de suponer por su clásica temática de aceptación del sufrimiento y la muerte, el elogio de la virtud tranquila y un cierto panteísmo. Sin embargo, Panauti fue también asociada a mitos hinduistas, más relacionados con conceptos como el castigo y la redención. Uno de esos mitos es la historia de Ahalia, la mujer más hermosa del mundo, cuya figura aparece en los vedas, aquellos escritos prehinduistas en los que quedaron prefigurados los fundamentos de la religión mayoritaria en India. El mito de Ahalia es muy antiguo y ha pasado de boca en boca a lo largo de muchísimas generaciones; por ello, aunque siempre ha conservado un núcleo narrativo común, ha experimentado muchas modificaciones y mucha introducción de matices dependiendo del lugar y la época. En Panauti, por descontado, elaboraron su propia versión del mito para explicar el origen del Lilawati, su río invisible.

La historia decía asi: Ahalia fue creada por el dios Brahma como epítome de la belleza. Contrajo matrimonio con un sabio llamado Gautama Rishi (o Gautama Maharishi) que poseía conocimientos sobre magia. Decidido a llevar una vida de meditación y estudio, Gautama eligió el tranquilo paraje de Panauti como el lugar de paz que necesitaba. No era cualquier lugar; allí, en la confluencia de los dos ríos, el dios Indra —Señor de los Cielos— había conocido a su esposa Indrayani. Por ese motivo, la aldea guardaba una especial significación para Indra, que lo visitaba de vez en cuando encarnado en algún avatar (pues al venir a la tierra los dioses no se manifestaban en su forma original). En una de aquellas visitas, Indra vio a Ahalia y quedó deslumbrado por su belleza, sintiendo una inmediata e irresistible atracción hacia la mujer humana. Decidido a conquistarla a cualquier precio, usó su poder para transfigurarse, adoptando la efigie del propio Gautama. Su propósito era el de engañarla y conseguir llevarla hasta el lecho. El engaño no funcionó, pues Ahalia supo al instante que aquella figura, aunque idéntica a su marido, no era el verdadero Gautama. Sin embargo, la tentación de yacer con un dios fue demasiado fuerte y terminó cediendo a los deseos de Indra. Cuando Gautama descubrió la infidelidad, pronunció una maldición sobre los dos amantes; como consecuencia, Ahalia quedó convertida en roca —la piedra puede ser vista hoy en el templo de Indreswar— y el cuerpo de Indra quedó completamente cubierto de órganos sexuales femeninos, con lo que el dios quedó convertido en una extraña aberración.

Aunque Indra y Ahalia habían provocado (y según la moral hinduista, merecido) su propio castigo, el asunto produjo una víctima inocente: Indrayani, la esposa de Indra, que había sido insultada y se había quedado sola. El dios Shiva y su esposa Parvati se apiadaron de ella y decidieron convertirla en un arroyo para que pudiese trascender su sufrimiento. Fue así como nació el río invisible Lilawati. Con el paso del tiempo, Shiva pensó que también había llegado el momento de perdonar a Indra, que a fin de cuentas era un dios y no podía permanecer para siempre transformado en una curiosidad circense. Indra fue enviado a Panauti, encarnado en un lingam, objeto de forma fálica con el que aún hoy se lo representa, símbolo no tanto de la potencia viril como de la energía masculina del universo, un concepto cosmológico que va más allá de la mera referencia sexual. Indra se bañó en el río invisible, reencontrándose de ese modo con su esposa, ahora convertida en una corriente de agua milagrosa. Su extraña mutación quedó curada y Panauti se convirtió en un lugar de sanación. Hoy, cada doce años, una multitud de creyentes hinduistas se reúne en Panauti para bañarse en sus dos ríos durante la luna llena; según creen, la bendición del tercer río lavará también sus culpas y les permitirá alcanzar su versión del cielo, la comunión final con Brahma.

Mientras Europa intentaba aún despertar de la Edad Media, Panauti fue refundada por otro rey nepalí, Ananda Malla, que reintrodujo la aldea en los mapas históricos. Quizá la convirtió en un lugar de descanso, porque estaba a pocas horas de viaje desde Katmandú, o acaso en una propiedad que regalar a alguno de sus parientes, o en un enclave espiritual en el que él mismo pudiese estar más cerca de la iluminación. Esto es señal inequívoca de que Panauti había seguido siendo pequeña pero importante en el plano espiritual y de que, tras muchos siglos de silencio histórico, continuaba muy presente en la mente de los creyentes budistas e hinduistas. Tanto que la posibilidad de atribuirse su paternidad tentó a otros gobernantes. Décadas después de la muerte de Ananda, fue Hari Singh Dev, que gobernaba el reino de Mithila, el que hizo grabar con letras doradas que él había sido el verdadero fundador de Panauti, inscripción que se conserva en la pagoda de Indreshwar.

Panauti no es más que un modesto pueblo, pero son muchos los mitos asociados a él; tantos que podría llenarse todo un libro. Todo el Nepal, en realidad, es una colección de sucesos y leyendas que por desgracia no son muy conocidas en Occidente. Lo que acabamos de hacer aquí es echar apenas un vistazo; siempre es recomendable indagar más en la tradición histórica y mítica de aquel lejano, montañoso y mágico país.

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Panauti, 2017. Foto:: Navesh Chitrakar / Cordon.

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2 Comentarios

  1. Pingback: Panauti: viaje mitológico al corazón del Nepal – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Memorable artículo, gracias, disfrute mucho leyendolo.

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