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Fenómeno fotolibro

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Jot Down para CCCB, con motivo de la exposición Fenómeno fotolibro

Las algas británicas y la naturaleza del libro

Fotografías de las algas británicas: Impresiones cianotipos no es el título más estimulante posible, sobre todo si se tiene en cuenta que el público mayoritario no demuestra demasiada devoción por la fotografía científica y menos cuando el objetivo bucea a profundidades subacuáticas. Pero aquel fue el nombre con el que la botánica inglesa Anna Atkins publicó en 1843 un volumen confeccionado a base de cianotipos (una vetusta técnica fotográfica monocroma) y textos descriptivos escritos a mano. Por desgracia, la gente de aquella época estaba demasiado ocupada intentando sobrevivir a la esperanza de vida media del siglo XIX como para interesarse en la biología marina y la obra pasó de puntillas para el gran público. Aunque por otro lado, su publicación supuso un acontecimiento histórico en el mundo editorial: Fotografías de las algas británicas se convirtió en el primer fotolibro de la historia, un tomo donde por primera vez se cedía el protagonismo a la imagen. Un libro que para algunos no era un libro porque, al no centrarse en la palabra escrita, rompía unas reglas que nadie había escrito. Aquella obra estaba tan avanzada a su tiempo que incluso resultaba descaradamente punki al optar por el do-it-yourself: la propia Atkins elaboró el volumen de manera artesanal y se encargó de autoeditarlo en una pequeña tirada, convirtiéndose así en una de las primeras fanzineras de la historia.

El concepto de fotolibro, un tomo que regatea la prosa para centrarse en la imagen, parece estar relegado por muchos a una segunda división literaria. Sobre todo porque en la memoria colectiva revolotea la idea preconcebida del libro clásico como un lienzo para frases embaladas en signos de puntuación. Se cree que un libro es libro porque puede leerse, pero ni siquiera eso es del todo cierto: el misterioso Manuscrito de Voynich data del siglo XV y se presenta como un tomo ilustrado y escrito en un idioma desconocido utilizando un alfabeto irreconocible. Se trata de una pieza que lleva décadas provocando tics graciosos entre los criptólogos más reconocidos, y cuya naturaleza indescifrable ha conseguido que nadie pueda asegurar con certeza si su interior alberga un documento erudito o tan solo una elaborada lista de la compra medieval. Igual de incomprensible es el texto del Codex Seraphinianus de Luigi Serafini, una enciclopedia artesanal que mastica tanto a Jorge Luis Borges como a Hieronymus Bosch y en cuyas páginas los árboles abandonan la tierra para lanzarse a nadar y las posiciones del Kama sutra transforman a dos amantes en un cocodrilo. Una obra con imágenes coloreadas a mano que muestran una flora fantasiosa, una fauna imposible y unos mundos extraños acompañados de escritos marcianos e ininteligibles. Ni el Manuscrito Voynich ni el Codex Seraphinianus pueden realmente ser leídos, pero a pesar de ello nadie se ha atrevido a negar nunca que ambas son auténticas obras literarias.

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El Nueva York de William Klein en el CCCB.

El caso de los fotolibros es más lacerante y demuestra que o las letras están sobrevaloradas o las fotografías están infravaloradas. Todo el mundo parece tener claro que las palabras se leen, pero no todo el mundo parece haber aprendido aún que las imágenes también deben ser leídas.

Biblioteca excelsa del fotolibro

En 1964, la Academia Nacional de la Ciencia, Investigación Espacial y Filosofía de Zambia aprovechó que el propio país se encontraba envalentonado tras estrenar independencia para anunciar que a los zimbabuenses la superficie terrestre se les antojaba escasa y era necesario conquistar territorios estelares. La organización esbozó un programa espacial que pretendía llevar al hombre africano a pisotear superficie extraterrestre y a todo el país a competir en la reñida carrera estelar contra la URSS y los Estados Unidos. El proyecto estaba protagonizado inicialmente por un grupo selecto de astronautas de Zambia, acompañados por un grupo no menos distinguido de gatos, tripulando un cohete de aluminio en dirección hacia la superficie lunar y con planes futuros de extender la expedición hasta Marte si el viaje era agradable. Una disparatada odisea espacial africana que fue inmortalizada por la fotógrafa alicantina Cristina de Middel y publicada posteriormente en forma del exitoso fotolibro The afronauts, una obra indispensable para entender que la conquista del espacio no está reñida con lucir estampados de colores. Desgraciadamente, la aventura tuvo unos tonos menos vistosos en el mundo real: la Academia Nacional de la Ciencia, Investigación Espacial y Filosofía en realidad estaba formada por una persona, un profesor de ciencias llamado Edward Mukuka Nkolos, que solicitó sin éxito fondos a las Naciones Unidas para llevar a cabo el plan de enviar humanos y felinos al espacio exterior. Una anécdota simpática que gracias al objetivo de Middel ha acabado convirtiéndose en un reportaje fabuloso, una crónica que diluye ficción y realidad fabricando un universo donde África trota alegremente por el espacio embutida en una escafandra.

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The afronauts. Cristina de Middel.

El editor y coleccionista Thomas Sauvin envió a una flota de vendedores, curtidos en el arte de bucear entre fotografías vintage, a la caza de rarezas interesantes entre los mostradores de los mercados chinos. Como instrucciones para encauzar la búsqueda todos ellos recibieron una única orden del propio Sauvin: «sorpréndeme». En 2014 uno de los arqueólogos de mercancías localizó un objeto extraordinario que solo pudo definir como «un álbum extraño». Una pieza artesanal, un laberinto de compartimentos de papel cuidadosamente doblados a mano que funcionaba como kit de costura complejo: entre sus estudiados pliegues atesoraba hilos, agujas y patrones que solo eran revelados cuando las manos jugueteaban a remover los dobleces. Sauvin contempló aquel objeto como quien observa un artefacto mágico y decidió utilizarlo como baúl para atesorar noventa de las mejores fotografías que había acumulado tras años de coleccionismo. De ese modo nació Xian, un hermoso volumen con aspecto de jardín de papel cuyos secretos se revelaban a los dedos que se aventuraran entre sus recovecos, una obra que superaba la idea de ser un objeto para transformarse en una criatura viva gracias a los pliegues del papel.

Xian no es la única creación sorprendente dentro de la producción de Sauvin. Tras sumergirse entre medio millón de negativos, comprados al peso a una planta de reciclaje en las afueras de Beijing, el francés descubrió que en China las parejas y la nicotina acudían de la mano al altar durante las celebraciones matrimoniales. Una revelación que tuvo lugar cuando el coleccionista se tropezó con un número notable de fotografías que inmortalizaban una curiosa tradición china: aquella que obligaba a la novia a encender un cigarrillo para cada uno de los varones invitados a su boda, un gesto complementado con juegos para los recién casados que implicaban consumir grandes cantidades de tabaco de manera absurda. Sauvin seleccionó las imágenes más llamativas centradas en aquella costumbre y las condensó en un fotolibro, titulado Until death do us part, poco común: «Lo normal es que los proyectos fotográficos desentierren la historia de la vida personal de un extraño, pero este refleja una costumbre que va desapareciendo lentamente». El toque de genio fue la ocurrencia de dotar a la pieza de un envoltorio creativo y tabacalero: el libro se presentó disfrazado como un montón de cigarrillos en el interior de una cajetilla de Double Happiness Cigarettes, una marca de tabaco con más de cien años de antigüedad cuyo propio emblema es usado habitualmente en las bodas chinas.

El fotógrafo Eikoh Hosoe decidió en 1963 explorar la erótica del cuerpo masculino utilizando al escritor Yukio Mishima como modelo para crear la oscura serie de imágenes que conformarían el libro Barakei (Matado por rosas), una publicación polémica por su temática que en aquellos sesenta llegó embalada por el diseñador Sugiura Kohei. Pero, sobre todo, un libro único e insólito por culpa de su propia naturaleza mutante: a lo largo de los años posteriores gozó de nuevas ediciones y en cada una de ellas la publicación nació con un aspecto diferente al de su anterior encarnación. Se trataba de un deseo expreso del propio Hosoe para que la obra se reinventase de manera generacional, un objetivo para el cual optó por encargar las labores de diseño a diferentes mentes creativas en cada nueva edición: Tadanori Yokoo en 1971, Kiyoshi Awazu en 1984 y Katsumi Asaba en 2015 ejercieron las labores de diseñadores convirtiendo el mismo trabajo en producciones completamente diferentes. Hosoe había descubierto el modo de dotar a su obra de auténtica vida propia.

En las calles del Nueva York de los años cincuenta un niño forzó un gesto de tipo duro y encañonó con un revólver a William Klein, pero el único disparo que tuvo lugar durante aquella escena surgió de una cámara de fotos. Klein era un neoyorquino que había empuñado armas en el ejército, pinceles ante los lienzos y cinceles en el estudio de escultura antes de dedicarse a demostrar que el arma más poderosa que podía caer en sus manos era una cámara. Y aquella estampa del niño furioso empuñando la pistola acabaría convirtiéndose con el paso de los años en una imagen legendaria a pesar de tratarse de una composición acordada de antemano: «Muchos la consideran mi fotografía estrella. Se trata de una falsa violencia, una parodia, le pedí a aquel chico que apuntase hacia mí y pusiera cara de enfado, lo hizo y ambos nos reímos a continuación. Lo veo como un doble autorretrato porque yo fui tanto el chico de la calle que trataba de parecer peligroso como ese otro niño pequeño de la derecha, tímido y bondadoso». El fotógrafo, formado de manera totalmente autodidacta, se convirtió en una de las firmas destacadas en las páginas de la revista Vogue pero sus trabajos más celebrados eran aquellos que se aventuraban a cambiar modelos de pasarela por moradores de callejuelas. Life is good & good for you in New York se publicó en 1956 y actualmente está considerado como la biblia de la fotografía y uno de los fotolibros más rotundos e influyentes de la historia: sus páginas no dibujan una ciudad sino que la visitan, sus imágenes no retratan a sus habitantes sino que viven junto a ellos. La ciudad de Nueva York, aquella a la que el propio Klein definió como «la capital de la angustia» no se contempla sino que se respira.

Un ejército de fotolibros diminutos se infiltró entre la decoración navideña de los hogares alemanes entre 1938 y 1942. Se trataba de la serie Winterhilfswerk-heftchen (Minilibros para el auxilio de invierno), una colección de pequeños ejemplares que aprovechaban el poder de la imagen para ensalzar el mandato de Hitler, recaudar fondos para el «auxilio de invierno del pueblo Alemán» y servir como adornos para colgar en los árboles de Navidad. El fotolibro como propaganda nazi trepando a las ramas de las tradiciones en una de sus versiones más aterradoras.

La exposición Fenómeno fotolibro del CCCB se sumerge en el mundo del fotolibro a través de los trabajos más notables del medio. La muestra recoge una selección de obras de la colección de Martin Parr, un repaso a los libros de protesta y propaganda a cargo de Gerry Badger, una recopilación de prácticas contemporáneas comisariada por Irene de Mendoza y Moritz Neumüller y una mirada a Japón enfocada por Ryuichi Kaneko. Entre las obras expuestas se encuentran Los afronautas, Xian, Until death do us part, Barakei, Winterhilfswerk-heftchen y un photobookstudy de Markus Schaden y Frederic Lezmi sobre Life is good & good for you in New York.

Arte accidental

En el mundo matemático la sucesión Fibonacci provoca como resultado una conga de dígitos donde cada nuevo número es el resultado de sumar los dos anteriores. Se trata de una serie que puede adoptar presencia gráfica con un poco de maña: ensamblando cuadrados cuyo lado se corresponda en valor con los números de Fibonacci y dibujando un arco entre las esquinas de cada uno de ellos se obtiene como resultado la conocida como espiral Fibonacci, una aproximación a la espiral áurea. Lo interesante de dicha construcción logarítmica es que gusta de presentarse con frecuencia en todos los niveles de la naturaleza: la minúscula concha de un caracol, los pétalos de una flor e incluso las galaxias más lejanas adoptan de manera innata la forma de esa espiral matemática. La salvaje naturaleza en sí misma se descubre como un accidente calculado.  

La proporción áurea que representaba aquella espiral suponía el equilibrio perfecto, algo tan meticulosamente ponderado como para resultar agradable a la vista con exactitud matemática. Las posibilidades que suponía el tener un mapa de la armonía visual no pasaron desapercibidas en el mundo del arte: la proporción áurea encaja con facilidad sobre Las meninas o el Cristo crucificado de Velázquez, la Inmaculada concepción de Murillo o La última cena de Dalí. Pero también hace sospechar que obras como La Gioconda de Leonardo da Vinci, La escuela de Atenas de Rafael, gran parte de las creaciones de Capilla Sixtina elaboradas por Miguel Ángel o la Parade de cirque de Seurat se articularon, de manera consciente o inconsciente, utilizando como boceto aquel itinerario perfecto en forma de espiral.

El mundo fotográfico también recibió con cortesía al número áureo. Henri Cartier-Bresson, autor de The decisive moment  y  una leyenda que Richard Avedon definió como «El Tolstói de la fotografía», realizó decenas de instantáneas que parecían perseguir aquel trayecto en espiral hacia la perfección estilística: el hombre en bicicleta de Hyères (1932), la niña que se encarama al muro de Berlín (1962), aquella espectacular imagen de un callejón de Nueva York (1947), los retratos de Simone de Beauvoir (1946) o Jean-Paul Sartre (1946) y en general la mayor parte de su producción más celebrada, entre la que se encontraban imágenes que no se sonrojaban por ser descaradamente amigas de la armonía con forma de caracol. La proporción áurea resulta placentera porque representa la forma de crecimiento más eficiente, y las imágenes de Bresson gozaban de esa belleza de matemática exacta porque su mirada sabía captarla de manera natural, sin necesidad de utilizar reglas o compases de antemano. «Estoy obsesionado con el placer visual, en la fotografía solo te puedes valer de la intuición […] Debes reconocer el orden que está frente a ti». Bresson fue el hombre que aseguró que para ser fotógrafo solo era necesario «Un ojo, un dedo y un par de piernas», el artista cuya obra era matemáticamente perfecta de manera innata.

El fotógrafo Joel Goodman inauguró el 2016 capturando en su cámara un hermoso accidente protagonizado por las criaturas nocturnas de Mánchester durante la celebración del Año Nuevo. Una imagen donde la policía esposaba a un caballero sobre la calzada mientras una mujer discutía a su lado, varios espectadores se apilaban en segundo plano y un hombre de barriga osada adoptaba sobre el suelo una postura absurdamente fotogénica mientras se esforzaba por alcanzar una cerveza. La estampa se hizo viral con excesiva rapidez y embelesó a multitud de personas atraídas por la inexplicable belleza que parecía desprender la foto; incluso algún osado se atrevió a comparar el equilibrio visual de la escena con la obra de pintores como Caravaggio. El periodista la BBC Roland Hughes se hizo eco de un curioso descubrimiento que explicaba la inevitable atracción de aquella foto: la espiral áurea encajaba perfectamente sobre la instantánea como si de un cuadro renacentista se tratase. Aquel panorama etílico y absurdo era en realidad una obra de arte totalmente accidental.

Erik Kessels, fotógrafo y coleccionista holandés, atesora una gran colección de manuales diversos (médicos, educativos, sexuales, científicos e incluso humorísticos) donde la fotografía es la protagonista y entre cuyas páginas ha localizado imágenes que resultan artísticas sin querer. Es el autor de un libro titulado ¡Qué desastre! donde anima a perseguir los errores y también el principal culpable de una exposición integrada por imágenes sobre informes de daños, fracasos e imperfecciones rescatadas del Archivo Nacional de Cataluña. Quizás se trata del último gran experto en la belleza de la catástrofe, el admirador de arte por accidente, alguien que opina que los escombros y las grietas también merecen estar en un museo.

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Fascinaciones y fracasos. Erik Kessels.

La Fundación Foto Colectania alberga en su nueva sede una de las secciones de Fenómeno fotolibro titulada La biblioteca es el museo, una exposición fotográfica a cargo de Horacio Fernández con un planteamiento brillante: conocer a los fotógrafos Manuel Álvarez Bravo y Gabriel Cualladó a través de sus bibliotecas personales de fotolibros e imaginar qué tipo de literatura acogería Henri Cartier-Bresson en sus estanterías. Erik Kessels contribuye a Fenómeno fotolibro con una selección de manuales ilustrados y una instalación basada en el arte accidental.

Fenómeno fotolibro se celebra del 18 de marzo al 27 de agosto en el CCCB y del 18 de marzo al 25 de junio en la nueva sede de Fundación Foto Colectania. El catálogo oficial de la exposición es a su vez una creación sorprendente: una caja de cartón que el lector ha de abrir manualmente y que contiene siete cuadernillos independientes que se corresponden con las siete secciones de la muestra.

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