Música

Cuatrocientos años después

Retrato de un músico (detalle), pintor anónimo, entre 1570–1590. Imagen: Ashmolean Museum.

Claudio Monteverdi, que debía de ser un tipo bastante civilizado, aspiró toda su vida a componer música para la Iglesia y dejar los jaleos de la corte. Al fin y al cabo, el calendario litúrgico tiene lo que tiene: Navidad, algún patrón, Semana Santa, un puñado de festividades marianas y chimpúm. En cambio, trabajar para el duque de Mantua conllevaba unas prisas, entre bodas y fiestas, que desquiciaban al pobre compositor. No sin esfuerzo, en 1613 consigue el puesto de maestro de capilla en la basílica de San Marcos. Famosísimo ya por sus libros de madrigales, se afanó durante los siguientes treinta años en lo que nos ha llegado como la Selva morale e spirituale: un compendio de música sacra que reúne la enorme variedad de estilos que Monteverdi creyó apropiados para el culto divino.

¿Por qué les cuento todo esto? Resulta que este año se cumplen cuatrocientos cincuenta años del nacimiento del bueno de don Claudio, y entre los fastos de tan redonda efeméride, el Auditorio Nacional ha ofrecido la integral de la Selva morale en tres conciertos. ¡Y la gente ha ido! Esto es formidable: ¿qué mueve a madrileños del siglo XXI a escuchar música para venecianos del siglo XVII? ¿Cómo es que los habitantes de un mundo secularizado pagan la entrada para escuchar magníficats, credos y misas polifónicas?

Podríamos justificar este interés como algo exótico: hay, en todas las disciplinas, un puñado de expertos que se ocupan de temas extrañísimos. Decir que Heras-Casado, el director, y el Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble, los músicos, son especialistas en este repertorio y que los aficionados que se acercan al concierto son simples curiosos que escuchan la hora y media en busca de la anécdota («¡Qué cosas tan simpáticas componía Monteverdi!»). Un capricho de anticuario, como quien va a pasar la tarde al museo de historia natural. Sin embargo, si miramos la programación de los grandes teatros y los auditorios, vemos como este repertorio se sucede con más frecuencia y vendiendo más entradas que lo que este argumento puede soportar. Por ejemplo, hace meses Martha Argerich, la famosa pianista, vino a tocar la Partita n.º 2 de Bach y era asombroso ver una sala sinfónica (no sé qué capacidad tiene, pero unos cuantos entran) reunida en torno a esa mujer y un piano. Y antes, en ese mismo recinto, Ton Koopman había dirigido la Misa en si menor para la que fue difícil conseguir entrada. Sospecho que la razón por la que se sigue haciendo esta música es similar a la que explica por qué seguimos leyendo la Ilíada o el Gilgamesh. Hay en todas estas obras algo que nos interpela, y que es capaz de saltar las circunstancias concretas en las que fueron producidas y el público para el que fueron escritas.

Porque, en efecto, esta música (restrinjámonos para no desparramarnos mucho) fue escrita para su tiempo. La deslocalización de una obra crea argumentos sorprendentes, como Pierre Menard, autor del Quijote. Monteverdi se enfrentó al estilo dominante en su época y lo que hoy leemos como modernidad y progreso causó entonces espanto entre sus colegas. Pablo L. Rodríguez rescata, en las notas del programa de mano del concierto, dos crónicas de la época. Por lo visto, cinco salmos que se interpretaron en Módena, en la Navidad de 1611, «horrorizaron a todo el mundo». Y del examen que hizo para ocupar una plaza en la catedral de Milán «surgió tal desorden en la música que no fue capaz de remediarlo, por lo que tuvo que volverse a Cremona con poco honor». Consideremos también que, entonces, el papel de la música en la liturgia era muy distinto al nuestro; y que la relación con lo divino era, con mucho, más intensa. Por supuesto, no todo lo que se compuso en mil seiscientos nos suscita el mismo interés: muchas partituras se conservan por criterios históricos, pero han quedado desactivadas, encapsuladas en su contexto estrictísimo.

Lo interesante no reside en la perdurabilidad, sino en la capacidad de mantener intacto su poder. Un profesor de la carrera, ateísimo, repetía que Cicerón dijo que cuando leía el Fedón quedaba persuadido de la inmortalidad del alma. Luego, una vez cerrado el libro, al poco rato se descreía. Nunca he comprobado la fidelidad de esta cita, pero cualquiera que se haya sentado un rato a escuchar la Misa pro defunctis de Morales puede haber tenido una experiencia similar. Durante un rato la inmortalidad del alma y la existencia de un Dios providente parecen las cosas más sensatas del mundo. No asistes fríamente a la exhibición de un cadáver embalsamado, sino que esa música, que trata sobre todas esas cosas en que no crees, te habla a ti.

En esta relación personal que se establece con los espectadores se encierra el misterio de todo este asunto. No puedo precisar qué permite a una obra elevarse sobre las estrecheces de las condiciones particulares en que se creó. Suelen señalarse, cuando se habla de producciones artísticas de este tipo, obras de autores particularmente innovadores. Esto es un mero criterio historicista, que presupone, además, en el espectador unos conocimientos que probablemente no tenga. Además, hay obras perfectamente consonantes con el estilo de su época que han llegado hasta nosotros con la misma distinción que las otras. Lo rompedor está sobrevalorado. Tampoco se puede justificar esta experiencia achacándola a la sugestión: como a usted le han dicho que Beethoven es una cosa tremenda, le parecerá tremendo (quod erat demonstrandum). Cualquiera de ustedes se habrá topado con algo (más en los tiempos de Spotify y los algoritmos que van saltando de una cosa a otra sin pedir permiso) que no sabía qué era, pero que le ha impresionado.

Puede que una obra perdure porque se ocupa de preocupaciones tan básicas (el destino, Dios, la muerte, etc.) que son imperecederas. Puede que lo haga porque la forma en que está construida ha cimentado nuestro tiempo de un modo tan fundamental que la reconocemos hasta con familiaridad. Borges, que aprendió sajón, dice en la conferencia sobre la ceguera: «Yo pensaba: “estoy volviendo al idioma que hablaban mis mayores hace cincuenta generaciones; estoy volviendo a ese idioma, estoy recuperándolo. No es la primera vez que lo uso; cuando yo tenía otros nombres, yo hablé este idioma”».

Lo asombroso, como decíamos al comienzo de este texto, es que nos sigamos congregando a escuchar (o a leer, o a mirar) música de hace cuatrocientos años. Hay algo sobrecogedor en imaginar cuántos, como nosotros, se han reunido ya en torno a esas obras. Consuela pensar en la cultura, eso que tantas veces nos desvivimos en definir, como un lugar de encuentro; donde generación tras generación, los mismos hombres y mujeres (a la manera borgiana) se encuentran con otros nombres. Y charlan. «Mantengo conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos», como escribió Quevedo.

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7 Comentarios

  1. Alberto Fco. Molina García

    Fabuloso texto analítico.

  2. Magnifico articulo

  3. «¿Cómo es que los habitantes de un mundo secularizado pagan la entrada para escuchar magnificats, credos y misas polifónicas?».
    Pues puedo contar, que yo, un ateo como Dios manda, llegué al borde de un ataque de misticismo (!) durante un concierto de La Pasión según San Juan, de Bach. ¡Y es que era tanta la belleza!
    Quedo en espera de su próximo artículo.

    • Me sumo. Hace pocos días, escuchando en Silos cantar a los monjes, se me pusieron los pelos literalmente de punta. Y, la verdad, de fe voy muy justito.

  4. Nueveconsiete

    Leo comentarios de ateos que en realidad no son ateos y no puedo evitar enervarme.

    Seguiré leyendo a Dawkins mientras vosotros escucháis a Bach (buaajj).

    • Feldestein

      Le advierto que a Dawkins le encanta Bach. Pero usted siga a lo suyo, no se corte, que lo está bordando.

  5. Cuando me entran ganas de creer en Dios, leo el Pentateuco y el Libro de Josué y se me pasa.

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