Arte y Letras

La incomunicación y el cuerpo como una prisión

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Alfred Hitchcock presenta. Imagen de CBS

La historia comienza mostrándonos a un hombre de negocios cuyo dictado a una secretaria se ve interrumpido por una llamada. Descontento con lo que comienza a contarle su empleado al otro lado de la línea, lo despide de forma fulminante y, ante los ruegos desesperados de este, incluso aparta con incomodidad el auricular del oído y termina colgándole, expresando a continuación en voz alta que desprecia la debilidad. Así, en apenas tres minutos, combinando el contexto —un despido por teléfono—, una frase del diálogo y un simple gesto, Hitchcock era capaz de presentarnos al protagonista con precisión y, lo más importante, predisponer al público en su contra. De esa manera podremos regodearnos en su desgracia posterior, poco a poco estremecernos ante la magnitud de su tormento («ni semejante cretino se merece algo así», nos diremos) y finalmente clamaremos con el corazón en un puño por su salvación. Un recorrido ciertamente amplio y paralelo a la propia evolución interna del personaje.

No está nada mal para una narración que tiene lugar en menos de media hora, pues es lo que duraba el episodio del que hablamos, «Angustia», el séptimo de aquella memorable serie titulada Alfred Hitchcock presenta. Pero nos habíamos quedado en la primera escena; en la siguiente lo tenemos montado en un descapotable en el que sufre un accidente, lo que nos lleva al meollo de la trama: tras él conserva la consciencia, pero debido a la lesión no puede moverse en absoluto. Ni tan siquiera parpadear. El recurso narrativo que pasa a emplearse a continuación es el monólogo interior: los espectadores sí podemos percibir su llamada de auxilio, escuchamos cada uno de sus pensamientos, de manera que al ver cómo la gente pasa a su alrededor y le roba o lo mueve con rudeza, tomándolo por muerto, pronto nos hacemos partícipes de su angustia. Ni siquiera cuando descubre que puede mover un dedo meñique logra comunicarse con su entorno. Su soledad es total, su cuerpo se ha convertido en una prisión, él es ya un fantasma, una isla remota situada a unos pocos metros de otras personas, a las que puede ver y escuchar, pero ellas no a él.

La situación que se plantea aquí es insólita y sin embargo no es difícil ponerse en su piel, hemos conocido casos reales equiparables y en el terreno de la ficción se ha planteado en más ocasiones. El mismo Platón en su diálogo Crátilo planteaba la posibilidad de una lengua para quien no pudiera expresarse con su propia voz, y a partir de ahí especulaba sobre la naturaleza última del lenguaje y su relación con la realidad. En El conde de Montecristo el personaje de Noirtier de Villefort era un anciano paralítico descrito de esta forma tan inspirada:

La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la tumba; más de estos dos sentidos uno solo podía revelar la vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad. (…) Valentina había resuelto el extraño problema de comprender el pensamiento del anciano y hacerle que entendiera el suyo (…) Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.

En este caso el transcurrir de los años había ido mermando las capacidades del personaje, lo que permitió también que se fuera adaptando a ese destino, pero un cambio repentino ofrece otras posibilidades dramáticas. Eso es en lo que pensó Dalton Trumbo para Johnny cogió su fusil. El origen y recorrido de esta novela es un tanto fortuito, uno de esos casos que nos hacen pensar en que las obras artísticas tienen su propia biografía, siendo el creador solo uno más que pasaba por ahí. Ethelbert «Curley» Christian fue un soldado canadiense de la Primera Guerra Mundial que debido a una explosión y a la gangrena posterior se quedó sin brazos ni piernas. Un episodio tan traumático no doblegó el ánimo de Curley, pues de hecho llegó a casarse y tener hijos, pero mientras estaba convaleciente en el hospital su situación resultaba tan conmovedora que fue visitado por el mismo príncipe de Gales. Quizá para darle más dramatismo a la historia, un periodista que recogió el acontecimiento dijo que además de haber sufrido tales amputaciones, el paciente se había quedado sordo y ciego. En esa noticia encontró Trumbo la inspiración para una novela que pretendía antibelicista, cuando aún Estados Unidos no había entrado en la Segunda Guerra Mundial. Apenas fue publicada el país entró en guerra y la novela salió de circulación hasta que terminó para no fomentar el derrotismo. Tres décadas después, con otro conflicto en el horizonte, el de Vietnam, el mismo Trumbo adaptó la obra al cine para recuperar su sentido inicial como alegato antibelicista.

Toda una peripecia, pero centrémonos ahora en su protagonista. De él escuchamos a un médico el diagnóstico (luego erróneo) de que «el cerebro ha sufrido lesiones irreparables, de no ser así no le hubiera permitido seguir viviendo», lo cuál no deja muy claro qué sentido tiene entonces curarlo, pero aceptémoslo como premisa argumental. De nuevo tenemos el recurso del monólogo interior para acompañarlo en su desoladora toma de conciencia de la situación en la que está, desde su desconcierto inicial al despertar en un mundo de oscuridad y silencio, su incapacidad para moverse y siquiera para medir el paso del tiempo… hasta que una enfermera escribe pasando el dedo sobre su pecho «Merry Christmas». Por fin siente que alguien quiere comunicarse con él, lo rescata de la soledad y lo vuelve a situar en el mundo dándole una referencia externa. Su reacción demuestra a la enfermera además que ahí dentro hay una conciencia, no es el ser inanimado que creían. Esta lleva entonces a varios militares a la habitación, que consiguen ponerse en contacto con él mediante código morse. Naturalmente como película «con mensaje» no puede terminar bien, ha de dejar un regusto amargo en el espectador que le mueva a posicionarse en torno a alguna injusticia —en este caso la guerra— de forma genérica.

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Johnny cogió su fusil. Imagen: World Entertainment.

Más positiva resultaba la historia real de Helen Keller, que narró en su autobiografía y que ha contado hasta ahora con tres adaptaciones a la pantalla. Nacida a finales del siglo XIX en una familia acomodada de Alabama, tras quedarse sorda y ciega con apenas diecinueve meses perdió prácticamente toda capacidad de relacionarse con los demás, aunque desarrolló algunos rudimentos comunicativos muy interesantes. Decía sí y no con gestos de la cabeza, y empujaba o tiraba de alguien para expresarle «ven» o «vete». Si quería helado entonces hacía el gesto de manejar una heladora acompañándolo del de estremecerse por el frío. Más sutil resultaba que por el tacto de la tela de los vestidos su madre y de su tía sabía cuándo iban a salir de casa, y entonces les pedía acompañarlas. Un hecho particularmente llamativo era su habilidad para situarse espacialmente, a unos niveles dignos de Daredevil podríamos decir, pues narra con todo detalle cómo podía ubicarse y recorrer toda la casa y sus alrededores incluso en juegos como el de buscar huevos de pájaros. Aún con todo su estado era de semisalvajismo, la impotencia que le producía no poder expresarse le llevaba a frecuentes arrebatos de cólera y llanto: «La necesidad de comunicarme con mis semejantes se me hizo al fin tan abrumadora, que no pasaba día ni hora casi sin nuevas crisis».

Parecía condenada a una existencia terriblemente limitada, hasta que con siete años le asignaron una institutriz que cambiaría radicalmente su vida, Anne Sullivan. Conocerla fue, en sus propias palabras, una fuerza divina que tocó su espíritu dándole vista. Es en en ese momento en el que se centra la más conocida de las tres películas, la de 1962, describiendo cómo fue enseñándole el lenguaje de sordos haciendo cada gesto en la palma de su mano. La primera revelación fue comprender que había una palabra para designar cada cosa. Lo siguiente fue tomar constancia de que las palabras podían articularse en frases y a partir de ahí llegaba la comprensión de conceptos abstractos. Su educación se amplió en diversos centros a los que acudió y terminó convirtiéndose en una celebridad dedicada al activismo político socialista, llegando a escribir catorce libros. Su escritura es muy elaborada y un tanto barroca, aunque a veces es inevitable sospechar que algunos adjetivos y conceptos que emplea en realidad no podía comprenderlos, no había una experiencia real ahí y solo una repetición muy sofisticada, eso sí. En cualquier caso tanto su biografía como la película, rodada cuando aún vivía, resultan muy interesantes. Inspirada en esta historia también cabe mencionar la cinta Belinda, sobre una chica de un pueblo de Nueva Escocia a la que todos consideran mentalmente incapaz hasta que un médico le enseña el lenguaje de signos. Le valió un Óscar a su protagonista, Jane Wyman, que décadas después volvería a la fama por Falcon Crest.

Otro caso real, que igualmente se plasmó en una autobiografía y esta en una película, lo tenemos en Jean-Dominique Bauby. Editor de la revista Elle, el 8 de diciembre de 1995 un accidente cardiovascular lo dejó en coma profundo, del que se recobró sufriendo la dolencia conocida como síndrome de enclaustramiento o de cautiverio: «Tuve derecho a veinte días de coma y varias semanas de niebla antes de darme cuenta verdaderamente de la extensión de los daños». Como se infiere de sus palabras hubiera preferido no despertar. En realidad solo su cerebro lo hizo, quedando su cuerpo completamente paralizado salvo el párpado izquierdo. ¿Cómo comunicarse con el mundo en tales condiciones? Con un proceso sencillo pero inevitablemente tedioso: se va desgranando el alfabeto ante él hasta que con un guiño manda parar a su interlocutor en la letra que quiera, así paso a paso va construyendo una palabra, luego una frase… y finalmente un libro, La escafandra y la mariposa. En él expresó su gratitud a la persona que le permitió romper ese cerco que le fue impuesto: «En la placa de identificación prendida con un imperdible a la bata blanca de Sandrine se lee «ortofonista», pero debería poner «ángel de la guarda». Ella fue quien estableció el código de comunicación sin el cual me hallaría aislado del mundo».

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La escafandra y la mariposa. Imagen de Pathé Renn Productions

Alimentado únicamente por una sonda gástrica, la salud de Bauby fue deteriorándose rápidamente y solo vivió dos años en ese estado. Aunque tal vez el «solo» resulte un sarcasmo para alguien al que el tiempo se le hizo insoportablemente largo. Si la escafandra era el cuerpo, un objeto inerte en el que se sentía atrapado, la mariposa era el vuelo del espíritu, más concretamente el único espacio en el que podía ser él mismo y disfrutar de la plenitud de la vida: sus recuerdos.

Existe el arte de aprovechar las sobras. Yo cultivo el de mantener a fuego lento los recuerdos. Puedo sentarme a la mesa a cualquier hora. Si es en el restaurante, no necesito reserva. Si cocino, siempre me sale bien. El bourguignon resulta untuoso, el buey en gelatina, translúcido, y la tarta de albaricoque con el punto justo de acidez. Según mi estado de ánimo, me regalo con una docena de caracoles, una choucroute garnie y una botella de Gewurtztraminer de vendimia tardía, con matices dorados, o me limito a degustar un simple huevo pasado por agua, mojándolo con tiritas de pan previamente untadas de mantequilla salada.

Más allá de ellos, la relación con su entorno de familiares y amigos inevitablemente se resintió. Era consciente de la incomodidad que creaba en ellos:

A menudo me pregunto qué efecto tendrán esos diálogos de sentido único sobre mis interlocutores. A mí me trastornan. Cómo me gustaría no oponer tan solo el silencio a tan tiernas llamadas. Hay a quien incluso le resulta insoportable. La dulce Florence no me habla si de antemano no he respirado ruidosamente en el auricular que Sandrine mantiene pegado a mi oído. «Jean-Do, ¿estás ahí?», se inquieta Florence al otro extremo del hilo. Debo decir que en ocasiones ya no lo sé muy bien.

Ha habido otros casos de síndrome de cautiverio. Algunos milagrosamente han logrado recuperarse parcialmente, otros vieron deteriorarse aún más su salud y ya ni siquiera pudieron seguir comunicándose con parpadeos y movimientos oculares, de manera que tuvieron que recurrir a una máquina para medir su actividad cerebral en función de las preguntas que se les hiciera. Pero no es este un artículo médico —para el que carecería de formación adecuada— sino un acercamiento al reflejo que estas situaciones han tenido en la ficción y en la cultura en general. Desde esa perspectiva es inevitable aludir a todo un icono pop como es Stephen Hawking  y a una película como La teoría del todo, que logró reflejar su peripecia vital con mucha sensibilidad (que no sensiblería).

No obstante, me gustaría terminar mencionando a un autor menos conocido que también sufrió ELA, el historiador Tony Judt. Autor de un libro fundamental para comprender Europa en la segunda mitad del siglo XX, Posguerra, en el año 2008 le fue diagnosticada la enfermedad que acabaría con él dos años más tarde. En ese intervalo pudo escribir (o dictar, más bien) El refugio de la memoria. Una magnífico libro autobiográfico en el que hizo un repaso de su trayectoria y describió con toda crudeza los estragos de su enfermedad a la espera de la inminente muerte que se aproximaba, a la que consideraba un alivio. Al fin y al cabo era alguien que se había pasado la vida escribiendo y dando clases, arrebatarle la palabra era quitarle todo lo que había sido hasta entonces, su humanidad misma (a ese respecto resulta muy interesante también su última entrevista). La metáfora que encontró para ilustrar cómo se sentía sirve también para los anteriores ejemplos mencionados y es una de las cumbres de la literatura universal: La metamorfosis de Kafka.

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