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Cats (are Paradoxes), un musical de Pablo Amargo

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Ilustración: Pablo Amargo.

El antiguo cuartel de Conde Duque parece ejercer la misma atracción que un castillo medieval: a su alrededor se asientan en las terrazas poblaciones auténticas como si buscaran la protección de sus muros en caso de un ataque enemigo. A las 16.00 no parece haber ningún peligro salvo el viento frío que confunde e irrita al sentir al mismo tiempo el sol de mayo. Hay gente en manga corta y gente con abrigo. Es la paradoja de la primavera, que contiene a su vez otras paradojas a tan solo unos pasos. Son los gatos del multipremiado ilustrador Pablo Amargo que se exponen en el Museo ABC. Cincuenta ilustraciones de las ochenta que componen el libro Cats are Paradoxes, publicado por Jot Down Books.

Dicen que el duque de Liria construyó su vecino palacio en este sitio porque se beneficiaba de los aires puros de la sierra. Es difícil creer en esos efluvios con la Gran Vía tan cercana, y la Princesa y San Bernardo. Pero lo cierto es que se percibe un ambiente como campestre en el interior de las callejuelas. Un ambiente muy apropiado de gatos doblando las esquinas, o de gatos asomados a los balcones estrechos junto a bombonas de butano y jaulas de canarios.

Las calles parecen rincones de pueblo con el sol alto iluminándolos de refilón. Los ruidos de la ciudad son lejanos. Por una esquina aparece un hombre joven con el pelo largo y suelto hasta casi la cintura. Huele al pasar a ducha reciente y lleva gafas de pasta negra cuadradas y una camiseta de rayas marineras. Va cargado con pesadas bolsas blancas de la compra llenas a rebosar o a explotar, y su caminar es esforzado y tembloroso, parecido al movimiento de un halterófilo levantando su pesa. Apenas cabe por las estrechas aceras y roza con las bolsas las paredes de las casas y las puertas de los coches aparcados.

Lleva zapatos con relieve al estilo inglés, y suenan sobre el pavimento como tacones de espadachín en una noche solitaria. De pronto se para frente al escalón de una gran puerta de madera dieciochesca, deja las bolsas en el suelo, se masajea las palmas de las manos y saca una llave enorme, como de caballeriza, del bolsillo de sus pantalones mínimos. San Vicente Ferrer es el nombre de la calle. Esta es otra paradoja de camino a los gatos: el hombre moderno que vive en la casa antigua.

El museo ABC es también una casa antigua. Y tiene un remozado moderno, como de salientes y líneas diagonales e incrustado allí entre los afligidos. Es un edificio moderno en medio del pueblo. Es blanco por dentro como una nave espacial. Como la Nostromo o la Discovery 1 pero sin escotillas. Conserva, en lugar de estas, las ventanas de casa rural, con sus contraventanas de madera y sus cierres dorados a través de los cuales no se distingue bien el pitido de un taxi del acelerón apurado de una moto a punto de superar una empinada cuesta, pero sí, quizá, al abrirlas, a un gato apostado en un alféizar.

Allí dentro está Ramón Gómez de la Serna pasando una temporada, diciéndoles a los visitantes, a propósito de los ruidos de las motos en la ciudad, por ejemplo, que «hay un momento en que la motocicleta traza la curvacerrada en que el motorista parece haberse salido del mundo, ciñéndose al borde de los abismos, medio acostado sobre el lecho de la muerte, rozando el trasmundo». A las 16.36 horas no hay nadie en el primer piso del museo ABC, donde se hospeda Ramón. Apenas se oyen los pasos sigilosos, como de gato, del vigilante de Prosegur que acaba de subir a echar un vistazo.

Los gatos están abajo, pero no tardarán en venir aquí arriba, atraídos por toda esta soledad. Todas las greguerías están en orden, a pesar de que aquello, toda esa soledad y toda esa blancura, parezcan verdaderamenteel trasmundo. Abajo están los gatos como paradojas, los verdaderos moradores del trasmundo de Pablo Amargo. Como si fuera un museo abandonado, un edificio abandonado que hubieran tomado los gatos. Los gatos negros extraterrestres o los gatos negros inteligentes que aparecen por cualquier lado. Por cualquier cuadro.

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Ilustración: Pablo Amargo.

El gato negro es el centro del universo aquí, aunque solo sea casi una mancha icónica, una marca, en una habitación cuyo suelo enmarca en blanco los dibujos como azulejos que parecen gatos. En el primer cuadro el verdadero gato parece asustado, está erizado, como temiendo caer en el horror de esa suerte de abismo de formas negras. Un horror doméstico en los ojos del gato que ahora son nuestros. Ya no es un suelo cualquiera sino un abismo, unas arenas movedizas de formas negras flotando en el líquido invisible. Es el mundo de los gatos.

El gato no se moja, no quiere mojarse y nosotros tampoco. En otra habitación asoma por la ventana abierta un gato durmiente. Es una ventana alargada, alta, neoyorquina, manhattanesca, a través de la cual se divisael edificio de enfrente cuyos balcones son recorridos por las zetas como escaleras de incendio que representan el sueño del gato. Un sueño escalonado, contundente y exacto que es como la matemática del descanso. Un contraste de luz sobre la languidez del cuerporelajado. Y son dibujos. Y simples. Gatos.

Son como escenarios silenciosos de Woody Allen. Son tan silenciosos que el ruido, la música, resulta asombrosamente pegadiza. Es música de Broadway. La escena del gato que desciende por la barandilla de la escalera al mismo tiempo que su grupa se introduce por el primero de los cuadros (negros) de la pared y su busto aparece sigiloso por el último de ellos es de una musicalidad redonda. Una musicalidad divertida como la de un capítulo de Tom y Jerry es el gato recostado sobre una chaise longue con dibujos de golondrinas, una de las cuales figura inerte en el blanco estómago (como una nube de diálogo de cómic) del gato.

Hay música y baile y canciones surrealistas donde las perspectivas imposibles son como modernos escenarios de teatro. Escenarios incompletos e incomprensibles donde el gato es un espectador que se muestra atónito, impasible y señor de un mundo que no controla, que lo domina, lo somete, lo limita y lo aturde. Son paradojas esos gatos egipcios en las paredes, o el gato que se asoma a la piscina hollywoodiense, como la piscina del Chateau Marmont, y ve nacer un rascacielos a partir de las escaleras y a través del agua. El gato canta siempre. Y baila. ¿Qué si no, paradoja, es el gato sentado sobre la columna clásica derribada que él mismo mulle como si fuera de goma? El mullido sustituye aquí al maullido que resuena en el teatro.

El mullido es una canción de Andrew Lloyd Webber. Es el peso de los gatos. En Madrid. En el interior de una casa solariega. El clasicismo, la ruina, dentro de la nave espacial cuyas pantallas de control son las escenas de Amargo. Todo parece ir complicándose a medida que se avanza. Se avanza en el surrealismo y se ahonda en la incomprensión, como si las bases de esos gatos-paradojas ya se hubiesen puesto, sólidas, y ahora pudieran elevarse incluso peligrosamente, vertiginosamente. Ni siquiera solo elevarse sino viajar, por ejemplo, hasta Venecia donde los puentes se vuelven locos para enloquecernos a nosotros, los gatos.

Las perspectivas se retuercen como los gatos que ya son los espectadores, sin remisión: Pablos Amargos confundidos en un asiento de rayas, al acecho, excitados, ante una exposición de pájaros, melancólicos sobre una silla solitaria, queriendo estirar la realidad de forma inverosímil donde una alfombra y una mesa se doblan en nuestra imaginación sin que dejen de oírse las canciones. Donde unas orejas de gato son iguales que unas torres gemelas de gato.

Donde nuestros bigotes conforman el horizonte y las líneas de las cosas, como si lo fuéramos todo cuando solo somos gatos que miran y cantan y vemos cantar sobre un escenario a las 17.13. Gatos-paradojas que en una exposición de cuadros con puntos (el trasmundo o, sencillamente, el mundo) observan un enchufe como si sólo hasta ahí, a pesar de todo, fuéramos capaces de alcanzar.

Cats are Paradoxes está disponible en nuestra tienda.

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