Ciencias

Memoria de luz y fuego

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Fotografía: Landahlauts (CC).

La tierra era caos, y confusión, y las tinieblas cubrían el abismo.

Reconozcamos que como principio tiene gancho, potencia. Te lo firmaría el mismo Lovecraft, con todas esas oscuridades, y simas insondables, y cosmogonías por nacer. Sí, ahí hay talento. Pero resulta, también, falaz. Porque hace muchos, muchos años, no todo eran negruras. Solo ocurría, redondeando, cada doce horas. Hubo días y hubo noches, en una sucesión bastante regular de ambas realidades.

Hasta que llegaron. Los seres humanos. Y decidieron tender candiles por entre la negrura. Y así inventaron la luz de más allá de las horas.

Conchas, candiles y grasa de sardina

Porque hay un momento en el que los seres humanos deciden empezar a alumbrarse. El principio con fuego, antorchas. Seguramente la luz fuese elemento secundario aquí. Lo primero era el calor, el poder contar con un arma que ahuyentase los peligros nocturnos. Pero ocurrió. Había empezado a ocurrir.

Las muestras más antiguas de artefactos usados específicamente para iluminar son conchas, rocas huecas e incluso huesos que se rellenaban con musgo o rozo, empapándolos en grasa de animales para que la llama durase más tiempo. Era el primer paso hacia el final de la noche. Hace de ello 70 000 años.

Más tarde (vamos, unos 62 000 años más tarde) en Oriente Medio, que es donde surgen cuantos tinglados uno quiera imaginarse, empiezan a crear lámparas. Primero de terracota, después los más pijos se las hacían de metal y hasta metían un genio dentro, que eso siempre da caché. Los griegos, que eran muy de bautizar cosas, llamaron a estos inventos lampás por derivación de su palabra lampa (antorcha) y de Lampos, uno de los dos caballos de la Aurora. En fin, leyendas. Una curiosidad, en el idioma gremial de los canteros trasmeranos durante la Edad Moderna a los ojos se les denomina llampas o llampos, lo que nos da una idea sobre cómo se pensaba que funcionaba todo eso de la visión y la luz. Ah, esa lengua particular se llamaba La Pantoja, ahí es nada. Otro día les hablo de ella.

Y después… prácticamente nada hasta pasados muchos siglos. Durante buena parte de la Edad Media y la Edad Moderna la iluminación en el interior de los hogares era escasa y pestilente. Lo primero porque venía de candiles, y no se utilizaban a no ser que fuese necesario. Lo segundo porque estos objetos se alimentaban con aceites. Si el lugar era rico en olivas o girasoles el resultado olía un poco como a las hamburgueserías de los años ochenta. Pero si te tocaba vivir (bubas, hambre y barro) en pueblo costero… bueno, entonces lo más seguro es que usases aceite de sardinas. No de ballena, no, no se me vengan arriba los fans de Melville, que ese era caro y solo para señoritos. No, de sardina, de sus tripas y sus raspas, principalmente. Si a ello le unimos la deficiente ventilación de las casas (entre otras cosas porque, al no haber cristales, las ventanas tenían que estar cerradas durante muchos, muchos meses para que no se escapase aun más el calor) podemos entender no solo el pestazo sino las condiciones de insalubridad generadas allí. Lo reflejan muy bien algunas ficciones recientes, como La peste, donde el ambiente es untoso, recargado. Un asco, vaya.

Ah, de las velas olvídense. Artículo de lujo reservado para hacer mandas en las iglesias y pedir, por favor, que el alma del abuelito fuese al cielo.

Luego sí, luego hubo quinqués, y lámparas de gas, y otros artefactos similares casi terminando el siglo XVIII. Pero nuevamente solo podían acceder a ello los pudientes, los pisaverdes, esa nobleza en decadencia con sus pelucas, sus banquetes y sus fantochadas digna de peli dirigida por Sofia Coppola. Igual hasta ya existe, no sé. Lo que quiero decirles es que a todos los efectos hace doscientos años el mundo seguía en tinieblas por las noches. Y tampoco estaba tan mal, oigan. Y más tarde vino él. Qué cabrón.

La luz eléctrica: uso y abuso

Que Edison es un personajillo desagradable, arrogante, egoísta y sin escrúpulos ha quedado, a estas alturas, más que demostrado. Que se lo pregunten a la pobre Topsy. No le salva ni siquiera el ser protagonista indirecto de uno de los episodios más memorables de Los Simpsons. Y de entre todas sus barrabasadas la peor es habernos robado la noche. Sutil, muy sutil. El señor Burns, un malo en condiciones, al menos hurtó el día, que es como ir más de frente, ¿no? Qué serie, pero qué pedazo  de serie.

Aclaremos algo. Edison no inventó la bombilla, aunque sí que refinó el artefacto de tal forma que pudiera extenderse y ser comercializado con éxito. En realidad casi ochenta años antes el inglés Humphry Davy había creado un cachivache similar, y Heinrich Göbel hizo lo propio cuando Edison era un chaval. Pero bueno, que ellos ahora son (casi) desconocidos y Edison es icono pop.

Fuera como fuese lo cierto es que Edison sí perfeccionó la bombilla incandescente. La primera que creó, en 1879, tenía un filamento de bambú carbonatado, y no de metal, pero pronto optó por esta segunda solución, por lo de abaratar costes. De ahí en adelante… historia. La Nochevieja entre 1879 y 1880 Edison presentó su creación al mundo, con todos los «ohhh» que uno pudiera esperar en tan magno evento. Pocos meses después iluminó un barco, que es algo también de bastante copete. El alumbrado eléctrico salta a las ciudades, extendiéndose con rapidez. El primer pueblo de España en tenerlo será la localidad cántabra de Comillas, que instala dieciséis parejas de farolillos en el verano de 1881 para solaz de Alfonso XII, quien trasegaba estíos en la patria chica de Antonio López.

Todo había cambiado, todo estaba por cambiar.

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DP.

Las consecuencias de este invento de Edison son innumerables. Desde más tiempo para leer su Jot Down a la vuelta del trabajo hasta menos inseguridad en las calles a ciertas horas. Pero también otras menos previsibles, quizá. Dormimos menos. Sí, desde la bombilla eléctrica dormimos unas tres horas diarias menos. De media.

La razón es muy sencilla: ahora usted se va a la cama a buscar el profundo sueño y se despierta ya para levantarse (por la mañana, en la mayoría de los casos). Lo que no era, pásmense, en absoluto usual. Y es que durante milenios los seres humanos acostumbraron a dormir de forma fraccionada, descansando unas cuatro horas, desvelándose un par de ellas y más tarde volviendo al sueño otras cuatro. Podemos rastrear estos comportamientos gracias a evidencias culturales desde La Odisea hasta Don Quijote, e incluso en algunos estudios antropológicos actuales sobre ciertas tribus africanas. Una vez que la noche se fue convirtiendo, paulatinamente, en momento «decente» para realizar distintas actividades (al amparo de la iluminación artificial primero, más tarde de la eléctrica) se fueron comprimiendo esos tiempos, hasta desaparecer la pausa entre el primer sueño y el segundo. Esa pesadilla recurrente de abrir los ojos en mitad de la madrugada era, antaño, lo habitual.

¿Nos hemos comido la noche?

Pero, con toda esa parafernalia lumínica que tenemos hoy en día…¿qué nos queda de la oscuridad? O, en otras palabras, cuando hicimos la luz, ¿perdimos también la noche? Es lo que se pregunta Emilio J. Sánchez Barceló en un libro recientemente publicado por la Editorial Universidad de Cantabria (1), delicia de divulgación erudita (lo mismo te mete conceptos de oftalmología avanzada que te cita a Alan Moore) donde reflexiona precisamente sobre los aspectos negativos que la falta de exposición a la luz natural puede tener en nuestro organismo. De esta magnífica obra tomamos buen parte del argumentario siguiente, justo es decirlo.

Aclaremos. Cuando hablamos de perder la noche no lo hacemos de que usted, desabrido urbanita, ya no pueda ver las estrellas tomando un gin-tonic de macedonia en su terraza preferida, rodeado de perros con pantalones (juro que los he visto, con pantalones y con bolsillos… ¡bolsillos!) a causa de las muchas luces de su ciudad. No, es algo ligeramente más serio. Se ha demostrado que algunas especies de árboles, como los plátanos o los castaños de indias, tornan de caducos en perennes si se encuentran cerca de emisiones de luces LED. Su floración primaveral también se adelanta gracias (o a causa de) este factor artificial. Sabemos que el exceso de polución lumínica está acabando con la existencia de ciertos insectos en grandes poblaciones (como las polillas), e incluso ha trastornado los ciclos reproductivos de algunos batracios. Más aun, se produce un cambio en el mismo hábitat, puesto que tanto depredadores como presas encuentran más dificultades para un camuflaje nocturno, con lo que los ritmos, frecuencia e incluso patrones de caza en la naturaleza también se han visto modulados. Si todo eso ocurre en plantas y animales es perentorio preguntarnos sobre qué consecuencias tiene en los seres humanos el mismo fenómeno.

Bien, veamos algunos datos incontrovertibles. En nuestra vida moderna un individuo medio que habite entornos urbanos está expuesto la mayoría de su tiempo diario (se estima que en torno al 80 %) a luces artificiales de interior con un rango de entre 100 y 500 lux. Si el mismo tipo decide volverse un chicarrón campestre y mudarse al pueblo a plantar su huerta el cambio será brutal: 10 000 lux en lugares muy nubosos (eso me suena) y hasta 150 000 lux en días claros de verano con el sol brillando radiante (eso me suena menos). Nos remitimos otra vez a lo de los plátanos y los castaños… algo se tiene que notar, ¿no?

Seguramente todos están pensando en el ánimo, ¿no? Quiero decir, está demostrado que la falta de luz en ciertos períodos del año incide sobre lo que se ha dado en llamar «depresión estacional». Y no es de ahora, en Cantabria existe un término muy antiguo, «la murria», que hace referencia a esa tristeza que sobrevenía al final de los largos meses de invierno. La escasez lumínica pesa sobre el ánimo de forma particular, provocando síntomas contrarios a los de una depresión típica, como la somnolencia o la avidez por carbohidratos. Prohibido hacer chistes con los cigarritos de la risa, que esto es muy serio. Pues bien, esta «depresión estacional» se reproduce asimismo en individuos que reciben un exceso de luz «inadecuada» (artificial, aunque generalicemos en exceso), o en aquellos que tienen trastocados sus ritmos circadianos a causa de, por ejemplo, horarios de trabajo eminentemente nocturnos. El aumento de nuestra jornada útil a las veinticuatro horas del día ha extendido estas afecciones.

Pero el aspecto contrario también es perjudicial. La falta de oscuridad, la actividad nocturna bajo iluminación no natural, la inexistencia de una noche que podamos definir, vean la paradoja, como negra de verdad. Sánchez Barceló hace un resumen de varios experimentos que relacionan estas condiciones con el aumento de peso (recoge referencias a un artículo del American Journal of Epidemiology donde se afirma que cuanta más luz haya en una habitación mientras se duerme más posibilidades hay de desarrollar obesidad, también un estudio de Harvard apuntando que esta patología tiene mayor incidencia en las enfermeras del turno de noche), la tensión alta (pues la ausencia-de-ausencia de luz inhibe la secreción de melatonina, una hormona que ayuda a controlar la hipertensión), el aceleramiento en el proceso de envejecer (nuevamente aquí entra nuestra amiga la melatonina y su menor producción en las circunstancias lumínicas actuales) e incluso, con ciertas reticencias y con mucho cuidado a la hora de hacer afirmaciones absolutas, el desarrollo de algunos tipos de cáncer… Antes de asustarse y tirar sus lámparas por la ventana les invito a que lean el libro y enjuicien con sus propios criterios según los datos allí presentados (que el mismo autor siempre intenta alejar de una causalidad simplificada, aclaramos).   

Parafraseando a Daniel Cardinali, en cita que recoge igualmente Sánchez Barceló, «nuestro cuerpo fue diseñado para un mundo que ya no existe». Uno que ha ido desapareciendo poco a poco desde finales del siglo XIX. Si los mitos tradicionales han identificado el fin de los tiempos con la llegada de la oscuridad eterna, no deja de ser curioso que algunos, hoy, lo mimeticen a la preponderancia absoluta de luz. De luz artificial. Tenue, mala, tristona. De esa que tenemos todos los días frente a nuestros ojos, sobre nuestras cabezas. Es ahí donde perdimos la noche.

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(1) Emilio J. Sánchez Barceló, Hicimos la luz… y perdimos la noche. Efectos biológicos de la luz, Editorial Universidad de Cantabria, Santander, 2017.

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Un comentario

  1. En mi pueblo a los relámpagos les decimos «llampos». Qué curioso.

Responder a Antonio Cancel

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