Sociedad

Ser viejo es una mierda, siempre

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Fotografía: Mario Mancuso (CC).

—Entonces, ¿piensas que, como dijo Bernie, estamos engañando a la naturaleza?
—Sí.
—Bueno, te digo que, por la forma en que la naturaleza nos ha estado engañando, no me importa engañarla un poco.

(Cocoon. Ron Howard, 1985)

Ser viejo es una mierda. ¿O quizá lo que es una mierda es envejecer? O quizá las dos cosas sean una mierda. Juntas y por separado. Porque una cosa es hacerse mayor y aprender, y mejorar, y ganar experiencia y recuerdos, y conocer gente, y hacerse más fuerte, y más inteligente, y más alto, a veces más guapo. Y otra cosa es envejecer, que significa que perdemos nuestras propiedades con los años: la salud, la fuerza, la inteligencia, la memoria, la destreza o todo junto también, que es posible. Y que conste que eso no lo digo yo:

¡Qué penoso es el fin de un anciano! Se debilita día a día; su vista disminuye, y sus oídos se vuelven sordos; sus fuerzas declinan; su corazón ya no conoce descanso; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le es imposible recordar hoy lo que fue ayer. Todos los huesos le duelen. Las ocupaciones a que se entregaba antes con placer solo se cumplen con dolor y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hombre. La nariz se la tapa y no puede oler más.

Este es el primer texto occidental que trata el asunto de la vejez. Lo dejó escrito el poeta egipcio Ptahhotep en el 2500 antes de Cristo. Y es que la vejez ha sido siempre temida desde el comienzo de la historia. En muchísimas de las culturas y civilizaciones hay referencias a la vejez, y en casi todas no muy buenas. A veces se refieren a ella como un conflicto entre generaciones —como lo hace la mitología de Sumer y Acad—, en el que los dioses al envejecer se vuelven malos y perversos y, en otras ocasiones, como una enfermedad mortal. Así la veían los egipcios.

Estos, al considerarla como una dolencia, le dieron muchas vueltas a cómo vencerla. Por eso buscaron con ahínco las formulas médicas que erradicasen sus síntomas —la calvicie, la sordera, las arrugas…—, para así hacerla desaparecer. Ese era el modo en que consideraban que podría curarse.  

Pero mucho antes de eso, en las sociedades agrícolas o en las nómadas, cuyos recursos eran insuficientes, se optaba por sacrificar a los viejos. Eran un lastre.

Para los judíos el privilegio divino inicial hacia los ancianos se fue transformando en un respeto a la tradición a través de los escritos de la Torá, más que a la voluntad por el cuidado de los viejos. Así, un fragmento del Levítico dice: «Delante de una persona canosa te levantarás y honrarás al anciano».

Entre los griegos y los fenicios fue un tema conflictivo. Platón escribió en la República: «Los más viejos deben ordenar, los jóvenes obedecer». Y también: «Aquel que nada tiene que reprocharse abriga siempre una dulce esperanza en la vejez». Pero pronto se crearon leyes para proteger a los ancianos; también fue en la Grecia clásica donde se crearon los primeros centros para el cuidado de los mayores. Signos, ambos, que evidencian una falta de consideración hacia las personas mayores, especialmente por parte de los jóvenes, siempre al acecho del poder y preocupados de su propio devenir. Más, si cabe, en aquellas ocasiones.

Lo ocurrido en el periodo romano es similar a lo anterior. Al comienzo se les dedicó atención y bastante respeto a los ancianos. Pero más adelante los jóvenes observaron cierto abuso de poder en algunos de ellos y los criticaron por ello —más a la persona que a ese periodo de la vida—, y se propusieron derrocarlos. Además, con el cristianismo llegó una fuerte crisis pues, en cierto modo, instaba a abandonar y a desobedecer a los viejos.

Durante la Edad Media la vejez ni siquiera suponía un grupo específico, sino que los ancianos estaban incluidos dentro del grupo de los desvalidos y, por tanto, dependían de la solidaridad familiar para la subsistencia.    

En el resto de periodos históricos, hasta la actualidad, su situación no fue mejor. Sin embargo, en sociedades orientales como en la india, las opiniones y la aprobación de los ancianos son indispensables. Por ese motivo los hindúes suelen arrodillarse ante los mayores y tocar sus pies en señal de respeto.  

En China, ya desde tiempos de Confucio, se consideraba la vejez como la etapa suprema de la vida, donde más sabiduría se acumula. Zhuangzi, filósofo chino del siglo IV antes de Cristo, dijo: «Fatigados del mundo después de mil años de vida, los hombres superiores se elevan a la categoría de genios». Pero ese paso trascendente no se produce por el mero hecho de envejecer, pues también dejó apuntado que: «La vejez que no tiene más primacía que la del tiempo, no es verdadera primacía. Ser hombre y no aventajar a los demás con hombría de bien no es más que vejez».

En cierto modo se puede decir que en las sociedades y culturas que tratan de evolucionar, que tienen algún afán de desarrollarse de la manera que sea, y donde crecer es el fundamento, la vejez es un incordio. Los viejos estorban pues prima la fuerza y, por tanto, la juventud. Esto, evidentemente, es un problema exclusivo de las clases dominantes.

Mientras que en las sociedades donde lo importante y primordial es la supervivencia, la tradición y no hay intención de cambio, como la China de Confucio por ejemplo, la experiencia es fundamental y se venera. De ahí el respeto por los ancianos que son el símbolo de ese conocimiento.

Algo similar ocurre en el África subsahariana, donde los ancianos son el nexo de unión con los dioses.  

Pero ¿qué es ser viejo?  

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Fotografía: Chris Marchant (CC).

La vejez es un fenómeno biológico que acarrea ciertas consecuencias físicas y psicológicas y que modifica la relación de los individuos con el mundo que los rodea. Hasta ahí todos podemos estar más o menos de acuerdo. Por eso quizá lo más pertinente sea hacernos esta otra pregunta: ¿cuándo consideramos que alguien es viejo?

En ese punto ya no existe una definición de «viejo» o de «vejez» universal, porque ese estadio de la vida depende de múltiples factores que cada cultura, y cada individuo por sí mismo, considera o evalúa. Ya sea la condición física, cognitiva, emocional, funcional, social o espiritual.

«La sociedad asigna al anciano su lugar y su papel teniendo en cuenta su idiosincrasia individual, su impotencia, su experiencia; recíprocamente, el individuo está condicionado por la actitud práctica e ideológica de la sociedad para con él», explica Simone de Beauvoir en su ensayo La vejez. Sobre esto la filósofa francesa deja muy claro su punto de vista, negándose a aceptar ninguna definición de vejez que no tenga en cuenta esta reflexión:

En el curso de la historia, como hoy, la lucha de clases decide la forma en que un hombre es dominado por la vejez; un abismo separa al viejo esclavo del viejo eupátrida, a un viejo obrero con una pensión de un Onassis. La diferenciación de la vejez tiene también otras causas: salud, familia, etc. Pero la oposición de explotadores y explotados crea dos categorías de ancianos: una extremadamente vasta, la otra reducida a una pequeña minoría.

Por ese motivo la vejez ha sido vista con mucho más rechazo desde las clases más desfavorecidas que desde las que, de alguna forma, han gozado de cierta opulencia o seguridad económica. Esto es lo que le responde el anciano Marco Catón a Escipión en una conversación recogida en el libro Sobre la vejez, de Cicerón, acerca de su buena predisposición y aceptación de la vejez:

Pues no es cosa tan difícil, me parece a mí, la que os admira. Para quienes no tienen ningún recurso interior con el que vivir bien y felizmente, cualquier edad es pesada; en cambio, a los que buscan en sí mismos todas las cosas buenas, no puede parecerles malo lo que la naturaleza les proporciona de forma ineludible. Entre todas estas cosas está la vejez: todos desean alcanzarla y, una vez que lo han hecho, se quejan de ella. Tan grande es la inconsecuencia y la extravagancia de la estupidez humana.  

Quizá sea importante matizar que hasta el siglo XIX no era muy habitual que los pobres llegasen a ser viejos pobres. Es decir, que la condición de ancianos, la longevidad, estaba casi exclusivamente reservada a las clases altas y privilegiadas y, dentro de estas, mucho más a los hombres que a las mujeres. Y si dentro de las clases bajas había viejos pobres, normalmente eran marginados y acababan viviendo en la calle o en hospitales —como hemos dicho antes—, o las condiciones de salud también les hacían sufrir sus últimos años.

Simone de Beauvoir nos proporciona dos imágenes arquetípicas de los ancianos. Solo dos, ni una más ni una menos: el sabio y el loco. Con respecto a la imagen del anciano honorable —la del viejo Gandalf o Yoda, por ejemplo—, se podría relacionar con el anciano rico sentado en una hamaca al calor de la hoguera, leyendo un libro o fumando en pipa; quizá reflexionando sobre su vida ya casi concluida. Por otro lado, la imagen del viejo loco que chochea, aislado y solitario —muy utilizada para las comedias y los chistes— la podríamos relacionar con el viejo pobre denigrado y marginado.

Pero todo esto no aclara la pregunta que había lanzado al comienzo: ¿cuándo consideramos que alguien es viejo?

Vejez o envejecimiento

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Fotografía: Mario Mancuso (CC).

Hoy en día en Occidente, y en España concretamente, consideramos de forma burocrática que una persona es vieja cuando sobrepasa los sesenta y cinco años, que es la edad de jubilación. Y de esas cada vez hay más —el 18,7% de la población—. Pero ¿son realmente viejos o solo están envejeciendo?

En estos tiempos, como en todos los periodos históricos, a una persona que realmente ha envejecido se la aparta, se la recluye, se la aísla —son miles los centros geriátricos donde no hay plazas y solo se puede acceder con lista de espera, después de meses, o incluso años, si la residencia es de las buenas y el trato más amable y cercano—. Hoy, como siempre, se sigue temiendo la vejez, porque lo de ser viejo es una mierda, recordemos. Pero se la teme, más que como a un periodo de la vida concreto, como un proceso, como un estado físico y mental. Antes de ser viejos, es decir, achacosos, pasamos por un estado intermedio que se ha creado durante los últimos años. Existe una adolescencia a la inversa, previa a la vejez, donde todavía no se es viejo del todo y por lo tanto aún no vemos la vejez, no la tocamos.

A día de hoy se llega a los sesenta y cinco años en plenitud de condiciones físicas y psíquicas en la mayoría de los casos. Y esas personas aún son muy útiles al sistema y, por lo tanto, todavía no se las desecha. Porque con esa edad todavía se cuida de los hijos y también de los nietos; se viaja mucho y por lo tanto se consume mucho; se va a la universidad si se desea, o al gimnasio. Se tiene un perfil en Facebook, Twitter o Instagram y se presume de ello. Aunque, por otro lado, las personas de la tercera edad, de más de sesenta y cinco años, ya no son los portadores exclusivos de la experiencia de vida que antes solo ellos atesoraban y tanto se veneraba en algunas culturas. Ahora internet, Google y Wikipedia les han quitado el trabajo. Ya no filtran, ya no son consultados. Solo a veces, solo por algunos. Pero tampoco importa, porque eso sería signo de que se ha envejecido y «mientras uno se siente joven, lo será», no hay discusión con eso. O sí, o así le parece a Simone de Beaovoir, que considera que quien piense eso «ignora una compleja verdad», que es que uno es viejo, aunque no quiera verlo. Y es que «la vejez se presenta con más claridad a los demás que a uno mismo […] El individuo envejece y no lo nota […] Los montajes, los hábitos permiten paliar durante mucho tiempo las deficiencias psicomotrices», explica la filósofa francesa.

Todavía hoy se mira a los viejos como algo inferior, cuando todos llegaremos a ello. A veces se achaca a problemas de salud lo que son solo consecuencias del paso del tiempo. Por eso se habla de envejecimiento activo para ensanchar la vida en la tercera edad y que consigamos con ello ver en esa etapa posibilidades que en otros momentos de la historia se habían negado o ni siquiera se habían planteado.  

Envejecer es en sí un proceso natural y un hombre de sesenta y cinco o setenta y cinco años, si no pretende ser joven, está perfectamente sano y es tan normal como otro de treinta o de cincuenta. Pero por desgracia no siempre se está de acuerdo con la propia edad, a menudo nos apresuramos internamente y con mayor frecuencia nos quedamos atrás… y entonces la conciencia y el sentimiento de la vida están menos maduros que el cuerpo, nos defendemos contra sus manifestaciones naturales mientras le exigimos algo que de por sí no puede prestar.

Este es un pensamiento de Hermann Hesse, autor de Siddhartha o El lobo estepario. Que llegó a vivir hasta la edad de los ochenta y cinco años y también dejó escrito este poema:

Ser joven y hacer el bien es fácil,
Y estar lejos de todo lo vulgar;
Pero reír cuando el pulso se retarda
Es algo que hay que aprender.

Y quien lo logra no es viejo,
Luminoso aún se yergue entre llamas
Y con la fuerza de un puño doblega
Por entero los polos del mundo.

Al esperar anhelosos la muerte,
No nos quedemos quietos.
Queremos transigir con ella,
Queremos expulsarla.

No está la muerte ni allí ni aquí,
Se alza en todos los senderos.
Está en ti y está en mí
tan pronto como traicionamos la vida.

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5 Comentarios

  1. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, yo el amor no lo reflejo como ayer. A todo dices que sí, a nada digo que no para poder construir esta tremenda armonia que pone viejo los corazones.
    Creo que el autor esté todavía en sus años mozos, porque si fuera viejo como yo no habría escrito eso de que ser viejo es una mierda. Pero son puntos de vista que solo la vejez dona para aceptar con tranquilidad de ánimo lo irritante.

  2. Jorge Enrique Mantilla "Joreman"

    En la vejez, se contempla mejor los arreboles al atardecer
    Y en la noches se aprecia mejor la hermosa luna llena, rodeada de estrellas al amanecer
    También se escucha a lo lejos los quejidos sin eco y las sombras a aparecer
    Son los fantasmas de la vejez que empiezan a sentir los pasos lentos y silenciosos y la lánguidamente lápida a fenecer.

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