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Poesía y maternidad

A Girl Writing; The Pet Goldfinch, de Henriette Browne. V&A Museum (DP)
A Girl Writing; The Pet Goldfinch, de Henriette Browne. V&A Museum (DP)

Existe una modalidad de ensayo muy atractiva, a veces más cerca de la crónica periodística y otras de la literaria —si es que es posible separar ambas cosas, que no tiene empacho en relacionar los conceptos que trate, por muy sesudos que a priori puedan parecer, con la anécdota personal. En las manos adecuadas, de esta mezcla entre el mundo objetivo de ahí afuera y la subjetividad cotidiana surge un espléndido fruto que hemos dado en llamar «ensayo» o «crónica», pero que de hecho escapa a los límites de cualquier género, y que suele reflejar e incluso celebrar esa mezcla de roles profesionales y familiares que nos define a todos en general y a las mujeres en particular. Por eso, muchas de estas piezas inolvidables léanse autoras como Adrienne Rich o Joan Didion suelen estar escritas por mujeres, que son quienes tradicionalmente mayor número de «malabares» tienen que hacer (traducción literal de «juggling», típica de la expresión «juggling with roles», pero que también significa «hacer trampas») con todas las exigencias que la vida les pone por delante.

En manos no exclusivamente aunque preferentemente femeninas, esta actualización de la miscelánea renacentista, contraria a la especialización, no reconoce prioridades en función de instituciones de prestigio frente a labores consideradas de poca importancia; y así, cambiar un pañal o llevar a un hijo al dentista adquiere idéntica trascendencia que preparar una ponencia para un congreso, o bien lo segundo queda desprovisto de su «supuesta» significación. Aprender a leer la vida propia de este modo, sin plegarse a lo que solo tiene reconocimiento público y sin tratar de compartimentar lo que, de todos modos, constituye un continuum, acaso no rebaje la carga a menudo excesiva de trabajo e incluso dificulte la precisión del resultado, pero sí ayuda a enfocar el porqué de lo que se hace de un modo más consciente.

Todo esto viene a cuento por una recopilación de ensayos que ha caído en mis manos (The grand permission: new writings on poetics and motherhood, editado por Patricia Dienstfrey y Brenda Hillman), en la que un grupo de poetas estadounidenses nacidas entre 1940 y 1970 reflexiona sobre la poesía y la maternidad dentro de un panorama incluso más amplio donde se reconocen como madres, parte de una pareja o no, profesoras, escritoras, etc. La mezcla de situaciones y sentimientos que generan unas vidas tan ajetreadas es igualmente variopinta: felicidad, inquietud, estrés, frustración, plenitud, agotamiento… toda la gama posible que no es exclusiva de poetas, sino de cualquier madre trabajadora que, además, no se pueda permitir rebajar ese ritmo acelerado de vida.

Los ensayos no inciden necesariamente en el hecho de que la maternidad haya de estar conectada con la escritura de un modo especial, sino en cómo cada autora articula su vida para que todo quepa en ella: la familia, el trabajo y la poesía. Tampoco se contempla renunciar a ninguna de estas tres patas principales, ya que prácticamente ninguna de las poetas goza de una situación laboral, económica o familiar desahogada que le permita, por ejemplo, solicitar una excedencia o delegar gran parte del cuidado de los hijos en otras personas. O, simplemente, no desean hacerlo. Son, sí, auténticas malabaristas. Y he aquí que una de ellas, en medio de la vorágine del día a día y las constantes interferencias de unos roles en otros, se pregunta a sí misma y se responde lo siguiente:

Y si estabas disfrutando tanto [de la maternidad], ¿a cuento de qué el pesar? ¿Por qué no aceptabas ser simplemente madre, ya que lo habías elegido? Es decir, ¿cuántos libros te hace falta escribir para sentirte bien?

No es una cuestión de números, ni de medir los logros en sentido abstracto. Es una cuestión de supervivencia… de cómo una misma se mantiene viva ante su arte privado (…), la vida que has escogido, pero también la que te escoge a ti. ¿Cómo se hace eso? Trabajando. (…) Si eres escritora, tienes que escribir. Solamente pensar en ello, y desearlo, sin sentarse a hacerlo, es negar el talento, empequeñecerlo. (…) Limitarse a una misma es doloroso. Pobre madre, pobre hijo: los dos sienten sus efectos. (1)

¿Cuál es, entonces, el «secreto» de poder seguir adelante con todo sin morir en el intento? Puesto que no hay ninguna otra opción, aquí todas coinciden en hacer de la necesidad virtud: aceptar la dedicación a la poesía como una labor intermitente pero, a la hora de la inspiración, perseguirla con toda fiereza. Y así, no es raro imaginar a estas poetas revisando mentalmente unos versos mientras preparan los espaguetis, apuntándolos frenéticamente cinco minutos antes de clase para trabajar en ellos después, de madrugada en casa, o haciendo de cualquier lugar (el coche mientras esperan a que el niño salga de su clase de piano, la sala de espera de un hospital o un aeropuerto) el centro de trabajo donde tomar notas, leer o corregir.

Pero lo más apasionante de todo, a mi entender, es cómo los poemas salidos de este modo de vivir reflejan esa misma mezcla de la que surgen: lo sublime y lo cotidiano, lo fragmentario, lo urgente del día y lo lejano que conecta con la civilización que también somos; una visión del mundo nunca plácida ni ordenada, sino en flujo constante de fuerzas a veces opuestas y de un dinamismo extremo. Son poemas caóticos, prestos a la interrupción, al hilo de un pensamiento que se toma, se deja y se retoma en una suerte de leixa-pren desordenado. A ratos pueden parecer inconsistentes o nacidos de una reflexión incompleta, resultado de la pura necesidad de escribir que no se gesta en una torre de marfil. No quiere decir esto que sus autoras no posean una base sólida de lecturas y de preparación literaria, filosófica o en otros ámbitos. Mas los tiempos felices de la formación han pasado; ahora toca enfrentarse a otros y se hace sin victimismo, sin pedirle cuentas a una realidad que, efectivamente, no está organizada para dejar espacio a las cosas del espíritu, ni para que la famosa conciliación entre vida familiar y laboral o la igualdad de sexos en la distribución de las tareas domésticas —¡gran utopía!— llegue a materializarse. Se me ocurre una imagen que quizá describa la complejidad de esta situación: una puerta de vaivén. Las madres poetas se pasan la vida cruzando de un lado al otro, por eso la puerta tiene que estar siempre como a punto de abrirse, y nunca con el cerrojo echado. Ya es discernimiento, u oportunidad, el saber cuándo cruzar y cuándo quedarse.

Y para quienes se reconozcan en estas líneas y sean propensas al sentimiento de culpabilidad (por no ser «supermadres» ni «superprofesionales» ni «superpoetas»), no está de más recordar las palabras del ensayo de la novelista italiana Natalia Ginzburg titulado «Las pequeñas virtudes»:

Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años seguimos amándola, sirviéndola con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. (…) Esa es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida.

Las palabras de Ginzburg acaso no proporcionen consuelo ni resuelvan los problemas de cada cual, ni siquiera los que su autora tuvo durante una larga y azarosa vida. Pero son luminosas, como la vocación que ella, madre de tres hijos (la menor, discapacitada, siempre permaneció a su lado) y testigo de la muerte de sus dos maridos, nunca dejó de alentar.

(1) Kathleen Faser, «To bood as in to foal. To son», pág. 152 del libro citado. La traducción es mía.

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