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Ciencia y tecnología en el terror clásico

Aldini

«Lo «neofantástico» funciona de una manera enteramente diferente que refleja la emergencia de la psiquiatría y el interés que ésta suscita entre el gran público culto. Explorando las zonas sombrías de la consciencia humana proporciona un nuevo alimento a la producción literaria.»
Anne-Marie Callet-Bianco

Llegaron con el siglo XIX, la industrialización y la maquinización de la sociedad, y con ellas un nuevo realismo. La Revolución llegó arrastrando tras de sí el bagaje metafísico y moral del antiguo régimen para ponerlo patas arriba y dar al traste con mil años en los que el feudalismo engordó y creció, devorándose a sí mismo desde dentro, revolviendo su propia estructura en un acto de darwinismo forzado y dando luz al absolutismo monárquico. Todo para suicidarse poco después gracias al despotismo ilustrado, la fórmula más coherente posible en el ocaso de una forma de vida y de entender el mundo. Sirva este melodramático introito para situarnos en el punto que nos interesa, el conflicto entre las cosmovisiones cristianas y el nuevo orden burgués, un debate que dominaría la vida política y filosófica desde la revolución francesa, ese apéndice con mala hostia del pensamiento ilustrado, hasta -seamos generosos- hace dos días.

La vida intelectual y, por ende, la literaria presentaron en este punto (el incipiente siglo XIX) una nueva cara que contemplaba con decepción los rescoldos de la República, un sueño de igualdad y libertad universal fundamentado en la razón, cuyo trágico final (entiéndase en plural) culminaría con sucesivos imperios más o menos resultones, al menos desde aquel gran genio militar al que tantos esquizofrénicos paranoides se empeñan en emular hundiendo una mano bajo la chaqueta. Es más, la racionalización de la vida política y la industrialización del continente presentaban su cara más fea, la victoriana; un popurrí de puritanismo cafre y liberalismo en pañales, perfecto colofón para el imperialismo, el estadio evolutivo que sucede al nacionalismo. No nos detendremos en esto. Sí lo haremos en cambio en el choque de mentalidades que propició la reacción intelectual y artística conocida como Romanticismo, un deseo de trascender los estrechos límites impuestos por el positivismo y la implacable lógica industrial por la vía de pintar arbolitos y poner cara de estar poniendo un huevo.

La literatura gótica y de terror es un perfecto exponente de esta reacción. Contra los tecnócratas; fantasmas y monstruos horrendos. El terror sobrenatural es una de las formas de resistencia a la secularización de la sociedad, la democracia y la tiranía del vil metal. Sus adalides, todavía apegados a los viejos estereotipos previos al estallido de la bastilla, la de los castillos ruinosos y los pérfidos villanos, tamizados por un deseo de trascendencia y fe ciega en lo preternatural, embestían contra las fuerzas del bien, encarnadas en modelos ideales de belleza, generosidad y entrega. Esta fórmula patentada por novelistas como Anne Radcliffe, Horace Walpole y Matthew Gregoy Lewis no tardaría en agotarse dando lugar a una generación de autores inscritos en nuevas corrientes que, aunque dispares y no siempre coincidentes en sus formas, cabe englobar bajo el epígrafe de Neofantástico y maravilloso. Sea como sea, tanto románticos como escritores de género fantástico no estuvieron siempre enfrentados al mundo científico que en cierta medida descafeinaba el moribundo paradigma metafísico, sino que mantuvieron una relación simbiótica, un constante intercambio de ideas.

Dios ha muerto, ¡viva la electricidad!

El terror gótico y romántico exploró a fondo el folklore europeo recurriendo a sus más temibles criaturas: vampiros, demonios, hombres-lobo, espectros de ultratumba, etc. Todos ellos manifestaciones físicas y reales, seres surgidos de las profundidades del bosque y de las entrañas de la tierra. Expresiones más o menos deudoras del pensamiento fantástico y que pretendían renovar los viejos temores ocultos en el corazón humano. ¿Qué pasa si es verdad? Es tópico que la moraleja en este tipo de historias se cebe especialmente en los escépticos y ateos. Sin embargo a partir de principios de siglo aparecen nuevas inquietudes relacionadas con poderes y fuerzas menos tangibles, pero todavía dotadas de carne y sangre. El impacto de los descubrimientos científicos se deja notar en autores como ETA Hoffmann, quien tanto influiría en Edgar Alan Poe y Alexandre Dumas, especialmente en lo concerniente a la posibilidad de utilizar nuevas formas de energía (reales o no) para controlar y destruir a la humanidad. En relatos como El huésped siniestro o El magnetizador nos habla del mesmerismo o «magnetismo animal», una fuerza inicialmente benigna basada en la existencia de un «fluido» primordial presente en toda la materia, tanto viva como inerte, capaz de sanar a distancia. Si el flujo y reflujo de esta substancia básica (que bebe directamente de las fuentes de la alquimia y la iatroquímica) permitiría curar enfermedades gracias a la exposición a materiales afines y contrarios, no debía ser menos cierto que también podía utilizarse para destruir la mente de jóvenes doncellas e incautos de paso:

«Tengo la certeza de que se ha valido de toda clase de armas secretas para ejercer un efecto psíquico en los caracteres y que esto lo lograba gracias a una fuerza especial que le había concedido la naturaleza.»

El control de la energía primordial permite a los villanos dañar a sus víctimas a distancia, simplemente recurriendo a la fuerza de voluntad o al conocimiento de sus secretos.

El laboratorio de Galvani

En 1780 Luigi Galvani llevó a cabo un curioso experimento: aplicando una corriente eléctrica a las ancas de una rana muerta logró que éstas se contrajesen convulsivamente, dando movimiento al difunto batracio. Esto dio lugar a la generación de la teoría galvánica, según la cual la electricidad es un tipo de energía generada en el organismo, concretamente en el cerebro, y después diseminada por todo el sistema nervioso. Esta teoría fue explorada tanto por científicos como por digamos gente no tan preocupada por el método. Es frecuente encontrar a lo largo del siglo XIX historias sobre cadáveres «galvanizados» (incluso mesmerizados) que durante un breve periodo de tiempo vuelven a la vida gracias a la magia de la electricidad. Mary Shelley también se valió de esta hipotética capacidad de la energía eléctrica para dar vida a su famosa criatura. Es posible que influyeran en ella los experimentos de Benjamin Franklin y la posibilidad de encerrar un rayo en una vasija, como sugeriría la existencia de Botella de Leyden. Desgraciadamente para los fans del género fantástico la corriente inyectada en el organismo de la pobre rana se limitaba a producir una reacción que no tenía nada que ver con la resurrección artificial.

Si la ciencia asustaba a aquellas personas que temían un proceso de deshumanización a cargo de una tropa de forofos de la vivisección que le quitasen a la vida su misterio la tecnología ni te cuento. Y qué duda cabe que al final de este sacrílego desentrañar los secretos de la naturaleza, ahí encerrados a cal y canto por un Dios todopoderoso y con muy malas pulgas se encontraba ya no la resurrección, sino la creación de vida humana. O al menos de vida en cierto modo equivalente, quién sabe si superior a la humana.

Ambrose Bierce se hace eco de este temor en El jugador de ajedrez. El androide o réplica humanoide artificial es una idea con la que la humanidad ha brujuleado desde los tiempos de Paracelso y la alquimia aunque el diseño era algo más orgánico que la primitiva Deep Blue del relato de Bierce. El homúnculo u hombre artificial, creado con tejidos entrelazados y sazonado al gusto fue una de las disparatadas aspiraciones de los alquimistas durante algún tiempo.

Siguiendo con esta inquietud, que tan bien resume la colisión entre los paradigmas del antiguo y el nuevo régimen, Villiers de l’isle Adam, feroz satírico y crítico del modo de vida burgués, compuso más de una de sus aterradoras fábulas con el objetivo explícito de denunciar la manera en que el incipiente cientifismo (como diría Ned Flanders) nos cuenta el final de la película aunque no queramos conocerlo.

El francés fabricó su propio androide en Andréide y clamó contra una ciencia que pretendía – según él- reproducir los momentos grandilocuentes —irrepetibles e inefables— en La máquina de gloria, un perverso artefacto capaz de generar ídem a raudales con sólo darle a un botón.

Pero si hay uno de sus «cuentos crueles» capaz de resumir este espíritu es sin duda El asesino de cisnes, historia que relata la manera en que un obsesivo científico desarrolla una infalible técnica para aniquilar a tan bellos y simbólicos animales..

En La casa de los mil fantasmas, A.Dumas expone una serie de relatos cortos de terror a partir de un coloquio de carácter científico en una casa solariega. El sujeto de la misma, la posibilidad de que una cabeza cercenada conserve la vida. Este tema que en la mitología de los santos cristianos recibe el nombre de «cefaloforia» permite enfrentar las posturas entre los personajes en unos términos que muestran claramente la preocupaciones del autor acerca del poder de la ciencia y la tecnología para cambiar el modo de vida de las personas. Algunos de los argumentos empleados por las distintas voces que protagonizan el diálogo indican que la terminología de la época no era extraña al creador de los tres mosqueperros. Perdón, mosqueteros.

Otro de sus relatos de terror, La mujer del collar de terciopelo, está protagonizado por un jovencísimo (y ficticio) ETA Hoffmann perdido en un torbellino de lujuria y ludopatía, ambientado en un tenebroso y apocalíptico París post-revolucionario. La historia narra la caída del inocente muchacho entre soldados histéricos, líderes ebrios de poder y mujeres diabólicas en un contexto en el que la burocratización del Régimen del Terror ha destruido los símbolos de la antigua grandeza de Francia encarnados en la aristocracia moribunda: refinamiento, arte, espiritualidad, religión.

La misma preocupación por los consecuencias de la revolución francesa laten en la obra de E.Bulwer Lyton Zanoni o el secreto de los inmortales, una novela en la que se hace una clara apología del misticismo como vía única para alcanzar la verdad y el bien absolutos.

El conflicto es evidente, pero también el interés suscitado por los nuevos descubrimientos y teorías, también en E.A.Poe, quien incluyó entre sus lecturas tratados que versaban sobre frenología y fisiognomía, extraños fenómenos fisiológicos como la narcolepsia, y quien nunca ocultó su admiración por el filósofo y científico inglés Joseph Glanvill. Quizás estaba encerrado en una torre gritando como un endemoniado cuando decidió galvanizar un cadáver en La verdad sobre el caso del señor Valdemar.

Salvajes, antepasados, cerebros y cochambres

200px Ambrose Bierce
Ambrose Bierce se mola junto a una calavera

El siglo XIX fue también el siglo en el que hicieron aparición los nuevos estudios sobre el hombre; la antropología. Nutrida por el colonialismo en África y América, la disciplina se encontraba en pleno apogeo evolucionista. Proliferaban por aquel entonces teorías que hablaban de las «edades del hombre» y aprendían a distinguir entre razas y culturas situándolas dentro de una jerarquía coronada por (cómo no) el hombre blanco. Es la época de Frazer, Tylor y Morgan, de la teoría de la recapitulación de Haeckel, del comienzo de las pajas mentales de Gobineau acerca de los pueblos indoeuropeos, la raza aria y toda la pesca. También de la frenología y la craneometría . Un montón de datos nuevos y fascinantes, no siempre correctamente interpretados, pero que no pasaron inadvertidos a oídos de tantos autores atraídos por lo primitivo y misterioso. H.P. Lovecraft es sin duda uno de los escritores de lo neofantástico más fascinados con esta temática. Sus barrocas cosmogonías remitían muchas veces a un mito de una edad del hombre sepultada por el tiempo, cuyos integrantes emergían temporalmente para aterrorizar a los pobres habitantes de Nueva Inglaterra. En su obra hubo de todo, desde criaturas diabólicas que habitaran la tierra antes que el hombre hasta primitivos humanoides deformes y totalmente jodidos. Algunos de sus relatos cortos dejan entrever que las ideologías supremacistas de la época no le eran del todo antipáticas.

Arthur Machen, ilustre predecesor del americano también se interesó por lo que en aquella época se cocía en los gabinetes etnográficos (recordemos también que en paralelo al desarrollo de esta disciplina se fundaron las primeras sociedades geográficas, dedicadas a explorar los más recónditos parajes para mayor gloria del hombre blanco), trasteó con las genealogías extrañas, esbozando algunas «criptohistorias» (como en Los tres impostores) de razas perdidas en la bruma de los tiempos y deformadas por el folklore. En algún momento uno de sus personajes llegaba incluso a decir de «los vascones» que eran una de las pocas etnias que habían logrado mantenerse racialmente puras gracias al aislamiento en el que vivían. A Xabier Arzálluz se le habrían caído las bragas de la emoción.

Otro autor que se interesó en los temas antropológicos fue Robert E.Howard, quien fue acusado en más de una ocasión de ser, simple y llanamente, un racista de mierda. Algunos de los relatos recopilados en La piedra negra abordan directamente las clasificaciones científicas que se estilaban en la época y según las cuales podían inferirse las virtudes morales de los individuos en función de sus rasgos faciales. El mito de una edad oscura (y una edad dorada) del hombre está presente en varias de sus historias, confluyendo frecuentemente las virtudes en modelos raciales anglo-germánicos, y los vicios en fenotipos asiáticos. Los grandes temas raciales y eugenésicos, la fascinación por la imaginería vikinga, la retórica nietzscheniana son elementos constantes en sus, por otra parte, trepidantes relatos.

Ciencia y pseudociencia aparecen aquí y allá en los escritores neofantásticos tratando los temas más dispares: piradimología, frenología, antropología criminal (cuántas veces las formas del rostro delataron a una mente criminal), eugenesia…siendo en esta ocasión el feedback hacia la ficción mucho más explícito que en épocas precedentes.

Los agujeros negros en la mente: psicología y psicoanálisis

Si hay un dominio en el que la literatura de terror ha sido particularmente incisiva ése ha sido sin duda en el la investigación sobre la mente humana. La era victoriana fue harto prolífica en lo que respecta a alienistas y comecocos, quienes además de gozar de una relativa permisividad del gobierno imperial (lo que a la postre se tradujo en un tremendo catálogo de novedosas patologías aplicables a cualquiera que no lo hiciese en la postura del misionero) dispusieron de un ingente capital humano del que echar mano para la experimentación. La publicación de obras como Psychopathia Sexualis, Les médications psychologiques (sesudo tratado sobre sonámbulos, autómatas y zombies varios) y otras compilaciones de síndromes bizarros alimentaron la ya de por sí morbosa demanda de asesinos con el cerebro hecho mierda. Aparecen (antes y después de esta eclosión científica) síntomas inequívocos de psicopatía y esquizofrenia, pero especialmente de personajes con personalidad fracturada.

Poe, quien tan a menudo ha sido citado como uno de los pioneros de la novela policíaca y surrealista (ambos géneros con un fuerte componente psicológico), fue propenso a bucear en esa poza séptica que llamamos subconsciente, posiblemente impelido por sus propios problemas emocionales. Relatos como El gato negro o El corazón acusador explotaban los conflictos internos de una mente torturada en la que la culpa y el remordimiento terminaban adquiriendo forma física mediante la simple fuerza de las emociones. Demencia, narcolepsia, desdoblamiento de la personalidad son otros ítems del catalogo del genial escritor americano.

Y dudo que haya tarado con personalidad múltiple más famoso que el maltrecho Dr.Jeckyll. En esta ocasión la posibilidad de un desarrollo dual de la psique permite a Stevenson confeccionar una insuperable alegoría de la lucha entre el bien y el mal.

La figura del doble o doppelgänger es un personaje recurrente en la literatura de terror victoriana y en el género neofantástico. La figura de la otredad siniestra encarna los miedos asociados al subconsciente, a la posibilidad de que la mente humana trabaje en la sombra mientras la razón duerme. Es una excelente representación del temor que ciertos sectores intelectuales de la época albergaban hacia un proceso racionalizador que aspiraba, por una parte, a descifrar los misterios de la naturaleza humana a todos los niveles (psicológica, social, mecánica) y los efectos indeseables que podría producir tal pretensión, por otra.

Es el tema del famoso relato de Hoffmann Los elixires del diablo, también de la inquietante novela de James Hogg, Memorias y confesiones de un pecador justificado. Su vigencia en la modernidad es incuestionable, tanto como la devastadora influencia que ha ejercido en el séptimo arte, especialmente en su variante psicopática.

Las tensiones entre ficción y razón científica son evidentes en gran parte de la literatura de la época y posterior, y no es de extrañar que las ficciones más interesadas en ahondar en esta relación echen raíces en el género fantástico y de terror. Es una consecuencia de la aparentemente inacabable pugna entre lo que el hombre sabe y lo que desconoce, entre el conocimiento tranquilizador y la temible ignorancia; la de los bosques umbríos, los castillos solitarios, los callejones saturados con la niebla londinense. En definitiva, todos aquellos escenarios en los que el ser humano no sabe muy bien qué será lo próximo a lo que tendrá que hacer frente.

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6 Comentarios

  1. Brillante, como siempre.

  2. Miguelote

    Muy amable, caballero, ya será menos.

  3. Pingback: Ciencia y tecnología en el terror clásico

  4. Spartacus

    Reitero: brillante.

  5. ¡Qué gran artículo!

    Me ha encantado (entre otras cosas) ver mencionado «El asesino de cisnes», historia deliciosamente cruel y malvada que adapté hace muuucho tiempo para un cuentacuentos… Qué mala baba tenía Villiers de l´isle Adam.

  6. Muy interesante. Tomo nota de algunos de los relatos.

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