Historia

Trenton, una sorpresa por Navidad

 

Emanuel Leutze Washington Crossing the Delaware 1851

Veinticuatro muertos. Eso es todo. En los Estados Unidos mueren más personas al año partidas por un rayo. Pero cada rayo homicida no cambia el curso de los acontecimientos humanos.

Durante la resaca de la Navidad de 1776 tuvo lugar en Trenton, Nueva Jersey, poco más que una trifulca tabernaria si la comparamos con las batallas que se luchaban en Europa en la misma época. Unos 2.400 hombres del Ejercito Continental sorprendieron a 1.500 mostachudos hessianos aún bajo los efectos de las celebraciones. Un día que bien podría ser la fiesta nacional de los EEUU en lugar del 4 de Julio.

Las colonias se hacen mayores

Con una población heterogénea que ya había sumado una gran cantidad de alemanes, irlandeses, holandeses y un cuarto de millón de negros a los originales peregrinos ingleses que comenzaron la aventura en Plymouth, salían las Trece Colonias de la victoriosa guerra de los Siete Años. El triunfo contra el francés, aún de la mano de la Corona, en realidad era el punto de partida de la emancipación de unos colonos que, liberados del peligro de verse absorbidos por el Canadá borbónico y con cada vez menos lazos afectivos hacia Inglaterra, comenzarían a preguntarse qué necesidad había de seguir manteniendo otro tipo de lazos con la metrópoli. Sensación que se acrecentó al llegar desde Inglaterra la declaración de la Línea de Proclama y el pacto con los indios aliados, que impedía a los futuros estadounidenses llevar a cabo lo que ellos entendían como la consecuencia lógica de la victoria: la expansión hacia el Oeste.

No solo eso. Además, la guerra, como todas las guerras, había que pagarla. Y no son baratas. Los ingleses consideraban que los habitantes de las colonias eran los principales beneficiarios del asunto mientras en casa se había soportado la carga económica de la contienda y, basándose en esto, pretendieron exprimir la boyante economía americana. Un territorio de ultramar que ya por entonces mantenía mejor nivel de vida que la propia sede del Imperio, entrando en juego la personalidad del nuevo rey, Jorge III —digamos que un poco desequilibrada y con cierta querencia absolutista— que ya en Inglaterra no se le permitía expresar, encontró en Las Colonias el lugar ideal para ello. O eso pensó, con una evidente falta de visión política.

Revolución y primeros movimientos

Aunque es complicado establecer un inicio concreto de la Guerra de la Independencia Americana, suele aceptarse que los disparos que conmovieron al mundo fueron los que se detonaron en Lexington-Concord el 19 de Abril de 1775, cuando una fuerza de 700 casacas rojas con base en Boston intentaron hacerse con un almacén de armas y pertrechos de la milicia de Massachusetts y fueron rechazados en el North Bridge donde 500 minutemen, alertados por la cabalgata de Paul Revere que Longfellow inmortalizaría en su poema, hicieron retroceder a tres compañías del Rey.

Los británicos comprendieron que fuera de Boston su ley no llegaba más allá de la punta de sus bayonetas y decidieron refugiarse en la ciudad a la espera de que Londres enviara nuevas tropas, con la esperanza de que un despliegue de fuerza intimidatoria pudiese hacer entrar en razón a los rebeldes. Las milicias, granjeros y comerciantes mal armados, con nula disciplina y experiencia militar, sin otro punto a favor que un casi infantil entusiasmo y un animoso espíritu de frontera, se aprestan entonces a poner sitio a una ciudad defendida por el ejército mejor equipado y más profesional del mundo. A mediados de Junio y con los refuerzos llegados por mar, el General Howe intenta romper el cerco en una salida que acabaría siendo la batalla de Bunker Hill, pero pese a derrotar a los yanquis, las pérdidas que sufren los británicos son tan numerosas que no pueden explotar el éxito y el sitio se mantiene. En una condiciones difícilmente sostenibles, en las que los sitiadores más parecen los sitiados, viene a tomar el mando por parte americana un hombre que, consciente de sus limitaciones militares, sería capaz de mantener unida no solo ya frente a los ingleses, si no frente al propio Congreso Continental a aquella amalgama de hombres en armas que solo con mucho cariño uno podría calificar por entonces como ejército. Ese hombre era George Washington. Durante el otoño y el invierno siguientes Washington lidió con la falta de dinero, con unas tropas que cuando consideraban que habían tenido bastante aventura ya simplemente recogían sus cosas y volvían a sus hogares, soldados que ante el asombro de sus mandos marchaban con balas de cañón en el morral para moler grano en sus granjas, un Congreso que aún nadaba entre las dos aguas del pacto con el Rey o la definitiva Independencia y, sobre todo, una incapacitante escasez de pólvora que le impedía llevar a cabo cualquier ofensiva y temer cada noche que otra decidida salida británica desbandase a lo que a duras penas conseguía sujetar bajo su mando. El punto muerto se extendió hasta la primera, cuando Henry Konx apareció en una pintoresca cabalgata con un regalo que haría inclinar la balanza de parte de los patriotas: los cañones del Fuerte Ticonderoga, capturados por el futuro traidor Benedict Arnold y transportados con no pocas penalidades durante dos meses, bajo un clima atroz y un terreno inhóspito, desde el norte de la colonia neoyorkina a los Altos de Dorchester donde dominarían toda la Bahía de Boston y la propia ciudad haciendo insostenible la posición británica dentro de la misma y forzándoles a abandonarla. Claro que con esta derrota no se consiguió otra cosa que desplazar el centro de gravedad de la campaña hacía otro enclave no menos importante y ciertamente menos defendible para la causa colonial, Nueva York.

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Mapa de la batalla de Trenton

Quemarla o defenderla. Esta era la disyuntiva a la que se enfrentaban los americanos para con Nueva York, la clave del continente entero en palabras de John Adams, cuya asunción de este hecho ante el Congreso convencería a los yanquis de que no podían desentenderse sin más y conformarse con dejar a los ingleses sin cuarteles para el próximo invierno destruyendo la ‘capital monárquica’ —por el gran número de lealistas que la poblaban— de América. Cuestión esta que el aspecto y comportamiento del reorganizado ejército de Nueva Inglaterra no ayudaría a cambiar al llegar a Nueva York. Los hombres de Washington distaban de ser los idealizados héroes de Bunker Hill y los neoyorkinos vieron a una muchedumbre andrajosa y violenta que supuestamente debía defender una industriosa y próspera ciudad de 20.000 habitantes del esperado ataque del Rey. Ya por entonces Nueva York era otra cosa.

Washington se dispuso pues a defender a quien en no pocos aspectos no quería ser defendido, y no veía en aquellos paletos yanquis comandados por un estirado virginiano a sus conciudadanos. La Unión todavía no existía, y las lealtades y amistades distaban mucho de estar claras entre las distintas colonias. En ese verano del 76 se pondría la primera piedra, la Declaración de Independencia del 4 de Julio, en la que se abstuvo el representante de Nueva York, pero que quemaba las naves en lo que respectaba a la posibilidad de un arreglo pacífico con Inglaterra. No había marcha atrás para los cabecillas de la rebelión, la horca o la libertad. Durante agosto y septiembre los continentales recibieron correctivo tras correctivo de los británicos, que por fin habían arribado en fuerza a las costas de Long Island con 22.000 infantes entre soldados regulares del Rey y mercenarios de los dominios alemanes de Jorge III. Brooklyn Heights, Manhattan, White Plains… El ya Ejército Continental no era rival para las fogueadas y experimentadas tropas de la vieja Europa y generales como Howe o Clinton, nacidos y criados en la aristocracia inglesa con ningún otro propósito que mandar las tropas de Su Majestad. Tan solo la meritoria retirada nocturna a través del East River hacia Nueva Jersey hizo que la Revolución no fuese aplastada en aquellos días. Con esta ‘escapada’ Washington logró mantener la ilusión del triunfo al conservar gran parte del ejército aunque vistas las perspectivas, los lealistas se armaban de razones para seguir debilitando la consistencia del recién nacido país. No tenía futuro, no había posibilidad de derrotar a los británicos y los mejor sería que cada colonia pactase por si misma un benévolo perdón real.

El retorno, Trenton

El maltrecho ejército de Washington, apaleado y despreciado por su enemigo a la vista de su comportamiento en batalla abierta, continúa su retirada en unas condiciones lamentables con los británicos bajo el mando de Cornwallis pisándoles los talones, mientras intentan replegarse hacia Pennsylania para proteger a sede del Congreso la más populosa ciudad revolucionaria, Philadelphia. Evitando cualquier enfrentamiento campal, casi milagrosamente, consiguen llegar a primeros de diciembre vivos y atravesar el río Delawere, poniendo de por medio una barrera natural con sus perseguidores que, como era práctica habitual en la época, ya casi dan por concluida la campaña anual al comienzo del invierno. No era costumbre de un caballero inglés el someterse a los rigores de una campaña invernal, y las tropas del Rey buscan ya cuarteles de invierno donde reagruparse y prepararse para descabezar definitivamente la rebelión en la siguiente primavera. Nadie en el Estado Mayor de Howe da un duro porque esos patanes continentales sean capaces de hacerles frente en el futuro, así que ni siquiera plantan frente a ellos al ejército regular, si no un destacamento para fijar a los yanquis al otro del río consistente en 1.500 hessianos bajo las órdenes de Johann Rall.

Realmente, no era de extrañar la confianza británica. Los diversos contingentes del ejército en retirada que iban llegando al campamento de Washington aparecían aún más exhaustos y derrotados que los anteriores. Esperaban 4.000 hombres con Lee, y aparecían 2.000; Gates, con 600 tan solo y literalmente sin zapatos la mayoría. Finalmente el número total de soldados reunidos es de 7.500, siendo realistas 6.000 con capacidad creíble de combate. Washington piensa que el enemigo solo espera a que el hielo cuaje en el Delawere para cruzarlo y acabar de una vez con los restos de un ejército que él mismo duda ya de que no acabe disolviéndose por si mismo cuando el día de Año Nuevo expiren todos los reclutamientos en vigor, como lo dudan incluso varios congresistas que dando por finalizada la guerra se pasan al bando unionista. Parece que no queda esperanza alguna más allá de esperar la compasión del Rey.

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Washington cruzando el Delaware

En esos momentos es cuando la principal virtud del comandante americano sale a relucir y, negándose a aceptar la derrota, mantiene viva la Revolución de la única manera que demanda aquella situación: necesita una victoria, por pequeña que sea, para demostrar al Congreso, a las Colonias, a sus mandos y a sus tropas, que los invasores no son invencibles y la tenacidad y la convicción de que su causa es justa, puede hacer del Ejercito Continental un instrumento con el que lograr la independencia total pese a los graves reveses sufridos en Nueva York y Nueva Jersey. Desde hace meses ha ordenado evitar cualquier tipo de batalla general a sus oficiales, pero ha llegado el momento, bajo una acuciante necesidad, en el que no queda otra opción que arriesgar para conseguir al menos un golpe de efecto que encienda la moral de sus hombres no solo en el campo de batalla si no en las casas de los revolucionarios.

Conociendo la presencia en Trenton de los mercenarios de Rall, decide que esa es la oportunidad que estaba esperando, y durante unas angustiosas reuniones con su Estado Mayor presididas por el más absoluto secreto deciden que la noche del día de Navidad volverían a cruzar el río, pero está vez en sentido contrario y con distintas intenciones. Ya no van a retirarse más, es el momento de pasar a la ofensiva.

Los espías han informado de que la fuerza enemiga consiste en unos 2.000 hombres y Washington pretende sorprenderles en tiempo y forma oponiéndoles casi el doble de soldados. Para ello, es vital que todo el plan y su ejecución sea mantenido en el más estricto de los secretos. Ni la tropa, ni siquiera los mandos intermedios, sabrán hacia donde se dirigen hasta el momento en que entren en contacto con los hessianos. Durante el cruce del Delawere y la posterior marcha hacia Trenton se conminará a los hombres a permanecer en absoluto silencio, cualquier hombre que abandone la formación afrontará la pena capital. El plan de cruce implicaba tres puntos y fuerzas, la primera columna, bajo el mando de Cadwalader y que consiste en 1.000 hombre de Pensilvania y 500 veteranos de Rhode Island cruzarán río abajo hasta Bristol, en la medianoche del 25 de diciembre. La seguiría la columna de Ewing, que habrá de asaltar Trenton directamente con sus 700 milicianos para impedir que los hessianos puedan escapar por el puente de madera, y la tercera y más numerosa columna que comandará el propio Washington cruzará 15 km río arriba para avanzar luego hacia el Sur con 2.400 soldados y los cañones de Knox.

Aquel 25 de diciembre amaneció con presagios de tormenta, cosa que a los mandos yanquis no terminaba de disgustarles. Si bien es cierto que el cruce sería mucho más complicado, el factor sorpresa era la clave de bóveda del plan y el fragor de los elementos ocultaría el ruido de un ejército en marcha y orden de combate hasta el último momento. Mientras, en Trenton, ya a media tarde, Rall recibía informes de que algo se preparaba en la otra orilla del río, pero no pareció dar mayor importancia a estos avisos y uniéndose al tono general de autocomplacencia decidió que como mucho sería una más de las patrullas de hostigamiento que uno y otro bando se dedicaban cada noche, más aún teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, era Navidad.

El cruce comenzó a medianoche, y no terminó hasta casi las tres de la madrugada por el lugar asignado a la columna principal, lo que suponía un considerable retraso sobre el horario previsto y ponía en peligro el poder atacar Trenton al amanecer, pero Washington sabía que aquella posiblemente fuese su última oportunidad y asumió que esta vez apostaría sin red. Empapados, ojerosos, ateridos de frío y con una determinación mortal en la mirada, los hombres dejaron las pértigas y los remos y se echaron el mosquete al hombro, bajo la ventisca –dos hombres murieron congelados- y por unos caminos que a esas de altura de año apenas podían calificarse como tales, se encaminaron hacia aquel pueblo de poco más de cien casas que iba a marcar un antes y un después en la Historia de la superpotencia sin saber que iban a enfrentarse ellos solos a los alemanes. Las otras dos columnas habían suspendido sus ataques debido a la imposibilidad de cruzar por los enormes témpanos de hielo que se acumulaban en el Delawere.

La primera patrulla que se topó con el enemigo en las inmediaciones de Trenton se retiró tras un leve intercambio de fuego, lo que provocó que Rall, al enterarse, creyese lo que deseaba creer, que ese sería todo el ataque que iban a sufrir esa noche. Cuando amaneció y los 2.400 americanos se lanzaron por las desiertas calles de Trenton como poseídos por el demonio era demasiado tarde para reaccionar. Los casacas verdes—pues de este color era su uniforme— de Hesse fueron pillados en falta. Las primeras descargas les despertaron de su sueño y de las celebraciones navideñas de una forma poco agradable, y para cuando se quisieron dar cuenta de lo que sucedía estaban saliendo a las calles a trompicones, logrando formar a duras penas algunas líneas con las que enfrentar a lo que era un ataque en toda regla del Ejercito Continental. Un cañón de campaña alemán logró hacer fuego un par de veces atemperando momentáneamente el asalto yanqui, pero una vez rehechos del impacto, media docena de virginianos corrieron hacia la dotación a bayoneta calada apoderándose de ella. El efecto de la artillería de Knox hizo que los alemanes se dispersaran por el pueblo, donde multitud de enfrentamientos individuales cuerpo a cuerpo tuvieron lugar, aunque el resultado de la batalla ya estaba decidido. Tras poco menos de una hora los últimos hessianos que resistían decidieron que ya había sido suficiente y rendían las armas cuando su coronel, el desdichado Rall, era herido de un mosquetazo que más tarde acabaría con su vida, mientras trataba de organizar una retirada coherente. Rall insistió en ser él mismo, con sus últimas fuerzas, el que rindiese la plaza ante Washington. En su guerrera se encontraría después la nota en la que se le avisaba del ataque.

paine am crisis 1
Panfleto The American Crisis

Toda esta violencia desatada en un combate callejero suele cobrarse muchas bajas pero en esta ocasión, increíblemente, ningún yanqui acabaría muerto en combate y tan solo 21 hessianos verían allí su último día. El resultado no podía ser más espectacular: Al coste de dos soldados muertos por congelación y cinco heridos, los americanos habían capturado 900 mercenarios del rey y dado muerte a otros 21, incluyendo su comandante.

Pero si espectacular fue el golpe de mano militar trascendentes fueron sus consecuencias, que terminaron de explotar en la batalla de Princeton. Tengamos en cuenta que la bandera de los incipientes EEUU tenía como motivo la Union Jack, que ni mucho menos estaba claro a donde conduciría todo aquello y que el desasosiego había calado hondo, muy hondo, en las filas rebeldes. Antes de Trenton, cada día, suponía un espíritu revolucionario abandonado, una desilusión resignada a la aplastante superioridad militar británica y un preguntarse si merecía la pena todo aquello. No en vano Thomas Paine publicaría justamente el día 23 de diciembre The American Crisis, en la que en un intento de templar los ánimos se leía: “Es en estos momentos cuando se ponen a prueba las almas de los hombres. El soldado de verano y el patriota de los días de sol, en esta crisis, se alejarán del servicio a su país; pero el que ahora aguante, ese merecerá el amor y agradecimiento de hombres y mujeres”.

La falta de unión y de identidad abatía y destrozaba las iniciativas no solo del Ejercito, si no del propio Congreso. Al fin y al cabo, ¿para qué?, se debían preguntar los tibios. Trenton cambió todo aquello. Como decíamos al principio, militarmente hablando no pasa de ser una escaramuza, pero demostró a los americanos que había algo con lo que luchar por algo que merecía la pena ser peleado. Demostró al mundo que los yanquis iban en serio.

 

 

 

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9 Comentarios

  1. José Plómez Urtáin

    Sensacional artículo. Su autor ya prometía de joven, cuando le expulsaban de los colegios por corregir a los soberbios profesores de Historia de su época.

  2. Muy bien. Uno de los heridos, por cierto, fue el presidente Monroe, el de «América para los americanos». Algo le ayudó en su carrera política.

  3. Tomás Chiqui

    Qué gran artículo. Bien escrito y documentado.
    Dónde puedo encontrar más de este tal Espuny?

  4. Enorme, me has proporcionado una excelwnte sobremesa.

  5. Pingback: Trenton, una sorpresa por Navidad

  6. Satoshi Kitamura

    Qué bien escribe el Sr. Álvarez Espuny! Da gusto leer un escrito bien documentado y no abusos de palabras como tensión, moral, textura, etc. (ya sabemos de quien hablo).

  7. Un excelente artículo. Una victoria que salvó al ejército de Washington de una derrota cierta.

    A ver si vuelvena sacarse de la manga un artículo denesa época.

  8. Hola:
    Antes de empezar con la cuestión escribo esto: “Valiente por tierra y por mar”, para que se sepa de qué pie cojeo. Al igual que yo, tú también fuiste infante de marina, según me comentó alguien que tú y yo tenemos en común.

    Hace ya un tiempo tú y yo mantuvimos un debate por Twitter. Lo de debate es una forma de llamarlo porque en realidad el único que aportó argumentos fui yo, tú te dedicaste a dar muestras de poca educación y de displicencia, y porqué no decirlo, de cierta cobardía ante el contraste de argumentos.

    El mencionado debate se inició a raíz de un hastag relacionado con la II República, yo leí un tuit tuyo con ese hastag en el que venías a escribir, más o menos, “viva la república federal de los Estados Unidos de América”. Yo te envié un par de tuits, respetuosos aunque directos, en los que te ponía de manifiesto varios aspectos negativos de la realidad de los Estados Unidos, la aplicación de la pena de muerte con criterios racistas, los presos de Guantánamo, sus buenas relaciones con dictaduras teocráticas como Arabia Saudí, las armas de destrucción masiva de Iraq (buena cagada de los Vulcans, ¿eh? http://en.wikipedia.org/wiki/The_Vulcans ), etc.

    Tú única reacción ante mis tuits fue reuitearlos uno por uno. Lo hiciste con la intención de que alguno de tus followers de echase una mano, debe ser que tú no eras capaz de debatir solito y por ti mismo. De infante de marina a infante de marina, además de ser valiente por tierra y por mar, tampoco estaría de más ser valiente por internet, ¿no te parece? ¿Tanto miedo te da el uno contra uno a la hora de argumentar?
    Fui respetuoso en todo momento, y poco a poco me fui deshaciendo de tus fieles followers con argumentos, se fueron callando poco a poco sin recibir por mi parte ni un solo insulto (tampoco lo recibí de ellos, y tampoco hubo bloqueos). En medio de todo esto tú tergiversabas mis palabras y no hacías mas que mezclar unas cosas con otras, con la sola intención de embarullar el debate. Se notaba mucho tu actitud. Llegaste a decir que tú dabas conferencias sobre la guerra de Iraq, el petróleo, etc. No dudo que des conferencias sobre estos temas, aunque viendo cómo “argumentas” a la hora de debatir, me imagino la calidad de tus conferencias. Cuando ya solo me quedabas tú para seguir debatiendo la excusa que pusiste para dejar de “discutir” conmigo fue que estabas viendo una película de Kubrik y que yo te molestaba :D Como excusa es de las peores que he visto en mucho tiempo para no aceptar que no sabías ni por donde salir.

    No te diste por satisfecho con esto y me bloqueaste, encima con report por spam :D Qué mal perder tenemos, ¿eh? No me molestó en absoluto que me bloqueases, de hecho, lo hubiese entendido si desde un primer momento lo hubieses hecho, dejando claro que no te interesaban mis tuits, lo que no me gustó fue eso de retuitear para que tus followers te apoyasen, luego tergiversar, luego recurrir a la falacia de autoridad (lo de que dabas conferencias sobre este tema), para finalmente, cuando perdiste el debate, reportar por spam. No es valiente tu actitud. Aunque a mí me da igual, yo ya he dicho lo que tenía que decirte.

    Si tú en su momento no mostrarte gallardía a la hora de debatir como adultos que no te extrañe que yo ahora no dé ni mi email en este comentario, ni que entre nunca más en esta página de Jot Down.
    Quisiera pedirte disculpas por utilizar un comentario en un artículo tuyo para escribirte esto, tampoco me dejaste más opción… Como ya digo, no entraré más en Jot Down ni en nada que tenga que ver contigo.
    Hasta nunca.

  9. Un placer que me leas, Terceira.

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