Arte y Letras Historia

El campo de las cabezas

Monolito en el Campo de las Cabezas

Mientras Walter Raleigh limpiaba la última gota de sangre de su espada, una sombría mancha que le acompañaría hasta su muerte se iba asentando en su carácter. Lo que acababa de hacer le reportaría 160 km2 de tierras en Munster, tierras que fueron su pesadilla durante 17 años y que acabó vendiendo al Conde de Cork asqueado por el recuerdo que le perseguía. Que un tribunal de guerra le exculpase de la matanza al alegar obediencia debida no le liberaría de los gritos de los hombres, mujeres y niños que había degollado junto a las tropas del Conde de Grey.

En 1579 James FitzMaurice FitzGerald levantó en armas a la nobleza feudal irlandesa ante la progresiva imposición del poder de la corona inglesa. España y el papado se lanzaron en ayuda de los católicos de la isla y despacharon una serie de expediciones para avivar la rebelión. Esta es la historia de la más desafortunada de todas.

El 10 de Septiembre de 1580, 600 soldados españoles al mando de Sebastiano di San Giuseppi desembarcaron en la costa de Kerry, en la bahía de Smerwick, financiados por el Papa Gregorio XIII. Los rebeldes Baltinglass y John Desmond, que desde un año antes se batían con el inglés, intentaron enlazar con la fuerza expedicionaria papista. En su camino se encontraba el conde de Grey. Tras conseguir abortar el plan y evitar que los católicos se reuniesen, Grey observa cómo Richard Bingham comanda una acción naval que bloquea en la bahía a los barcos papistas. A San Guisseppi no le queda otra opción que retirarse a Dun-an-Oir, el Fuerte de Oro, la punta de estrecha península de Dingle.

4000 soldados reales ponen sitio a lo que —con demasiado optimismo— los españoles llaman fuerte, y que consiste en poco más que un puñado de casas rodeadas de una empalizada, tras la que los civiles irlandeses partidarios de la rebelión han corrido a refugiarse ante el avance del ejercito inglés. Los herejes traen consigo artillería pesada y el bombardeo de las débiles defensas de los sitiados no se hace esperar. Durante tres días, los proyectiles caen sobre los papistas y los oficiales italianos comienzan a hablar de rendición a espaldas de los soldados. Siendo razonables, algo afortunadamente poco común entre los honrados españoles de la milicia, parece que la única salida que les queda es llegar a un acuerdo con el general inglés y pactar una solución honrosa para abandonar la plaza. Sin informar a sus tropas de sus verdaderas intenciones, San Giuseppi solicita una reunión con Grey en la que le habrán de acompañar dos sacerdotes en calidad de intérpretes, un irlandés y un capellán español.

Los hombres recelan de su capitán y no se fían en absoluto de los británicos, y hacen bien. Cuando los curas se dan cuenta de que el italiano pretende rendirse corren hacia el fuerte advirtiendo a gritos a los españoles de lo que está sucediendo, pero son apresados por las tropas del Conde. Ante la iracunda reacción de los hispanos, Grey manda crucificar en las puertas de la empalizada a los dos desgraciados traductores. Despide a Sebastiano y le exige que ese mismo día abra esas puertas en la que acaba de clavar a dos hombres, o él no garantizará la vida de nadie de los que se encuentren dentro si sus tropas han emprender un asalto.

San Giuseppi vuelve horrorizado ante lo que acaba de ver y ante lo que se enfrenta. Convencer a los españoles no va a ser fácil tras lo sucedido, y en cuanto siquiera insinúa el deponer las armas uno de ellos, Hércules Pisano, se lanza a por él daga en mano para asesinarlo. Pisano cae ante la guardia del capitán antes de conseguir su propósito, pero la situación está a punto de desembocar en una mini guerra civil en el Fuerte de Oro. A voz en grito el italiano juega su última carta: los civiles. Hace ver a los españoles que lo que ofrece Grey no solo les garantiza a ellos conservar la vida, aún desarmados y prisioneros, si no que además promete que no se tocará a ninguno de los irlandeses que desde España habían venido a apoyar. Las aterradas caras de las mujeres y niños que habían jurado defender se clavan en el espíritu de los soldados. Aunque saben que tienen pertrechos suficientes para intentar aguantar el sitio mientras esperan refuerzos, el incesante cañoneo y la abrumadora superioridad numérica les hace comprender que tienen muy pocas posibilidades ante un asalto frontal. La previsible derrota no les importa tanto como las consecuencias que podría tener para sus protegidos. La decisión está tomada, se encomendarán a la palabra de Lord Grey de Wilton.

De esta manera se abren las puertas a las tropas inglesas entre las que se encuentra el poeta Edmund Spenser, el príncipe de los poetas isabelinos, además del citado Raleigh. Tras desarmar a la guarnición los británicos maniatan a los hombres de Guiseppi, que no oponen resistencia alguna. Cuando han terminado de inmovilizar al último comienzan a hacer lo mismo con los irlandeses. No tienen intención de que escape nadie. Tan solo los oficiales italianos quedan libres, el engaño se ha consumado.

Como corderos al matadero son sacados del fuerte y conducidos a lo que hoy se conoce como Gort a Ghearradh, el Campo del Corte. Allí, durante dos días, los ingleses van cortando la cabeza de todos y cada uno de los rendidos, hombres de armas españoles o civiles católicos, mientras utilizan sus cuerpos como blanco para sus prácticas de tiro con arco o los arrojan por el acantilado. Las cabezas son apiladas en un prado cercano: Gort nag Ceann, el Campo de las Cabezas.

La matanza de Smerwick fue rápidamente conocida en toda Europa, e independientemente de las condiciones de rendición supuso una losa pesadísima para la reputación de las armas inglesas. El escándalo provocó que incluso en la Corte de Saint James se exigieran responsabilidades, más de cara a la galería que reales, y que los juicios como el de Walter Raleigh se sucedieran uno tras otro.

Nadie fue declarado culpable.

Península de Dingle

 

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8 Comentarios

  1. Pingback: El campo de las cabezas

  2. Siempre fueron unos hijos de la Gran Bretaña. Por su parte los españoles se podían haber quedado en su casita.

  3. Asco de Ingleses… pero bien que les dio por atras Blas de Lezo. Lastima que eso no lo conozca apenas nadie.

  4. ¿Cuántos son 1580, 600 soldados españoles?
    Que alguien corrija la cifra por favor. Me gusta mucho esta revista pero creo que deberían releer antes de publicar… Un saludo

  5. ¿Fuentes? ¿Pura invención? ¿Nada que corregir?

  6. Baruch Goldstein

    Hola, valiente, más que valiente.

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