Sociedad

Carta de amor a la Infanta Elena

elena de borbón

Si es una convención comúnmente aceptada el que todos los republicanos son bobos, nunca se nos ocurrió pensar a los que no somos republicanos que nuestra cabeza de partido, siendo Rey, fuera también como los adoradores de la tricolor, pero el guardiolismo imperante y amenazante ha hecho que Don Juan Carlos I —familiar al fin y al cabo de Fernando VII— pida perdón por cazar un elefante, algo que todos sabíamos que llevaba haciendo toda la vida y que desde que Aníbal vino a enseñarnos lo que era una trompa llevan haciendo todos los reyes en Occidente. Y bien que hacen. Lamentable e indigna esa disculpa, Majestad. La república no es más que una vulgaridad yanqui que consiste en calzar sandalias y llevar bermudas y gafas de sol (No vengas, por favor, a por mí con gafas negras) mientras repites como un loro supermartes o jonrón. No existe nada mejor que ser súbdito de un rey y no hace falta irse muy lejos para ver cómo los franceses se mueren de envidia al ver los peinados de nuestros condes y marqueses, y que por mucha cara de avinagrado que pusiera Chirac cuando te miraba por encima del hombro mientras balbuceaba algo de la gloria incólume de la vieja Francia todos sabíamos que le iba más el armiño que a un periodista deportivo español una tiza y que le entraba el tembleque si le decían que actuaba Duquende en París.

La Infanta Elena es el único Borbón que mola, tanto más que un Borbón parece un Austria, que es lo máximo a lo que puede aspirar un miembro de la realeza (aunque ni Borbones ni Austrias, lo que queremos de verdad es que reine la dinastía Timbre, regente desde hace ya casi un año). Desde aquel infausto martes de octubre en que falleció Baltasar Carlos no había habido nadie a quien los monárquicos pudiéramos amar de verdad hasta que la Infanta Elena fue alumbrada por su madre. Ella es el único futuro viable de la Monarquía Hispánica y ha logrado salir inmaculada del vodevil familiar plagado de anécdotas que harían sonrojar a Ozores, como la seguramente falsa —aunque ya decían en El hombre que mató a Liberty Valance que “en el Oeste, cuando la leyenda supera a la verdad, publicamos la leyenda”— sobre el nacimiento de nuestro actual Rey en Roma, donde su padre, Don Juan, no estaba presente. Estaría el angelito cazando o siendo cazado, qué más da. Así que Alfonso XIII pidió prestado un bebé chino que había nacido el mismo día, o unos días antes, y cuando llegó don Juan al hospital se lo presentó como si fuera su recién nacido hijo y futuro rey de España, al tiempo que le decía «mira lo que has tenido». ¿Suena a Esteso y Pajares o no?

Ahora que los niños del Brasil (¡Los niños son iguales!) ya no hacen carantoñas a la prensa y sus padres viven encerrados en algún soleado rincón del oasis llamado vulgarmente “pequeño país”, nos reafirmamos en que la clonación o la hormonación no son el camino para crear reyes pero sí pulgas y que Felipe —aka Froilán— y Victoria —aka la hermana de Froilán— son los verdaderos continuadores de la gloriosa línea que lleva de los conquistadores extremeños a los humoristas del destape y de los poetas místicos a algunos oscuros centrales bigotudos del Rácing y del Osasuna, y deseamos con vehemencia ser súbditos agradecidos de estas dos criaturas como ya lo somos de su madre, aunque esta no vaya a reinar por culpa del infecto machismo que todavía gobierna nuestra nación y que hace que el marido de la periodista esté el primero de la fila para sustituir a Campechano.

Nosotros, que iniciamos hace años una cuestación en Antigourmet para erigir una estatua ecuestre a Gallardón cuyo montante nos gastamos en una pepitoria de gallina en Casa Ciriaco, justo debajo de donde Morral tiró su Orsini (Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones), ahora nos proponemos hacerla pero de la Infanta Elena, que con esa pinta de Reina María Luisa que tiene cuadra perfectamente montada a caballo en medio de una plaza. Cuando esté hecha quitamos la obra maestra de Querol que envolvió la becaria de Christo y Jeanne-Claude con bolsas del Caprabo y que el Ayuntamiento de Madrid tiene en una rotonda cochambrosa al lado del Matadero y ponemos la nuestra, y que la haga Kiko Argüello ya que Carla Duval nos ha dejado; así Elena parecerá el Ecce Homo de Borja. Y allí quedará la Infanta, con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño, esperando a que algún autobusero rebotado se la lleve por delante. Cuando vaya a ser la inauguración del monumento sacaremos en procesión la imagen de Marichalar que cobardemente retiró el Museo de Cera de Madrid cuando se separó de Elena para que sus feligreses podamos de nuevo pedir su intercesión en nuestros asuntos, aunque si él no nos ayuda nos conformamos con que alguna de las novias eslavas con pinta teen de su hermano el de la moto de agua nos diga hola a menos de veinte metros.

Elena, que tiene la belleza serena de la mujer madura, española y valiente, cristiana y decente, supo llorar en las Olimpiadas de Barcelona como nadie ha llorado, veinte años antes de que Muniain avergonzara a todos los españoles con sus pucheros, llorando por un miserable partido de fútbol que además perdían desde el minuto siete. Por el contrario, las lágrimas de Cañizares no nos avergonzaron, sino que provocaron en todos nosotros un júbilo que no experimentábamos desde que Paquito Fernández Ochoa —que no fue más que la Anunciación de la preciosa baba congelada del inmortal Juanito Muehlegg— bajó rodando aquella montaña llena de nieve y nos trajo una medalla.

Si en el mundo actual defendemos la excelencia, o al menos hablamos todo el rato de ella mientras vemos basura en cualquier programa de LaSexta, en Deportes Cuatro o en Sálvame, la única excelencia, excelentísima señora, es la Infanta Elena. Todos sabemos que el Elenismo va a llegar, y que seguramente sea de guardarropía como lo fue el Carlismo (nosotros siempre fuimos más Carlistas de Carly Simon que de Don Carlos), pero poco importa. Ella también salvará el toreo, logrando que Ruiz-Quintano deje de llamar ovejas a los toros y que las Ventas parezca de nuevo un cuadro de Solana y no la Fashion’s Night Out gallardoní que parece ahora. ¡Fuera los petos de los caballos, copón, ya!

Desde aquí queremos gritar a todo el mundo que queremos que Elena María Isabel Dominica de Silos de Borbón y Grecia nos gobierne, que nos dé golpecitos en la calva como Benny Hill, que con la cabeza bien alta cace todas las alimañas del monte que desee porque nosotros siempre estaremos a su lado, y que si nos exige el diezmo lo pagaremos con fervor (siempre será menos ese 10% que el 50% que pagamos ahora, que diría el amigo Chinchetru) para sufragar los gastos de su Corona. Amemos a la Infanta Elena como ella nos ama a nosotros, porque ella soplará por nosotros la potente fragua que el hombre libre ha de forjar.

 

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8 Comentarios

  1. mc namaraa

    Uffff, la verdad es que cada vez le veo a La República más fuste…

  2. josep m. fernández

    Gran artículo. Ese final, ese final…

  3. Reconforta leer que aún quedan monárquicos coherentes e inteligentes, apartados de lo correctamente campechano. Gracias y que Dios salve a la Reina Elena, madre de Froilán I, próximo Rey de las Españas.

  4. God save the queen!

  5. Buenísimo.

  6. Pingback: Carta de amor a la Infanta Elena

  7. Arkaitz Mendia

    Tú no serás el que escribe el Trumbl «Little Spain», ¿no?, me recuerda mucho el estilo.

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