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Un paseo por el Thyssen

Museo Thyssen-Bornemisza 1

El jardín del museo Thyssen-Bornemisza se aparece en el Paseo del Prado como una sucursal urbana del Edén. Las palmeras —elegidas personalmente por Tita Cervera para dar la bienvenida a los visitantes— y los magnolios de tintes prehistóricos paran el tiempo en el corazón artístico de la ciudad. Conocí este lugar en edad escolar, paso obligado de mi generación, compartiendo infancia con un museo que nacía nueve años después de mí. Como todo lo que se conoce antes de la extrañeza de la pubertad, las obras del Thyssen han pasado a formar parte de lo que considero propio; volver a visitarlas cada año es pasar a saludar a viejos conocidos, obras que, en lugar de permanecer inmutables, crecen conmigo. Permitidme que os presente a mis amigos.

El Museo me recibe con un abrazo en cuatro partes de Rodin, carnal, con los ojos cerrados. Cuatro caricias para que más de un millón de personas no se queden sin la suya entre las paredes cálidas pintadas, de nuevo, según el gusto de la baronesa, que ejerce de anfitriona. Será una de las referencias más sensuales de una colección particularmente púdica. Las piezas de Rodin inauguran la historia del museo, ya que fueron encargadas al escultor por el fundador de lo que ahora es la Colección Permanente, August , el abuelo del barón Hans Heinrich Thyssen, en 1905. Se trata de El nacimiento de Venus (La aurora), El sueño (El beso del ángel), La muerte de Atenas (Lamentación sobre la Acrópolis) y Cristo y la Magdalena. De este último, el favorito de August, escribía Rainer Maria Rilke (secretario de Rodin durante un breve período): “ella le perfuma con su movimiento triste y evocador y despliega con un gesto lleno de desesperación su cabellera para enterrar con él el corazón martirizado de Cristo”.

Ese mismo gesto se repite en la primera sala de la planta segunda pero, en este caso, la carnalidad da paso al recogimiento y la Magdalena se refugia en los pies del crucificado, intuyendo el noli me tangere. Los amigos de estas salas son los más silenciosos, a pesar del pan de oro y los ornamentos, caminando entre ellos el corazón se recoge. Y se inquieta a veces, como con la Virgen del árbol seco de Petrus Christus y su sueño bizarro de avemarías colgantes y corona de espinas. O el de Van Dyck en el Díptico de la Anunciación, rodeado de una visita guiada que aprende mientras paso a su lado que el autor se dedicaba también a pintar estatuas, convirtiéndose esta tabla en un reto a su faceta de pintor, con el Espíritu Santo flotante burlando las reglas físicas y biológicas.

Museo Thyssen-Bornemisza 2

Cambiando de siglo y de sala, me encuentro con La Favorita, la chica del jefe, el retrato de Giovanna Tornabuoni (776), de soltera degli Albizzi, adquirida por el barón Thyssen-Bornemisza al banquero J. P. Morgan en 1935. Giovanna sin duda agradecería el cambio de la recargada Morgan Library a las paredes de la colección permanente, donde nada desvía la atención de las joyas de un Ghirlandaio orfebre en su juventud. A la derecha le observa Enrique VIII, desde uno de sus pocos retratos, la obra que más lamentó perder Margareth Thatcher cuando el barón eligió Madrid para instalar su colección, en lugar de los Docklands londinenses —“to that extent, I suppose you could say we have been defeated”.— Un niño precursor del Pueblo de los malditos se resiste a crecer o a coger color, año tras año, a la derecha del monarca, sin llegar a compartir juegos y aire libre con el joven Alejandro de Médicis, adolescente moreno y de ojos vivos retratado por Rafael. Quizá este tiene más color en las mejillas por pasar el día observando a La bella de Palma el Viejo, que se acaricia el cabello sin prisa alguna.

Esta visita tiene una novedad: no tengo que hacer las fotos a escondidas. Cámara en mano me acerco a las obras, controlando con el rabillo del ojo a las vigilantes de las salas (mayoría femenina) para comprobar cuál es la distancia mínima permitida. Ellas, acostumbradas a prohibirlo, recomponen el gesto recordando la apertura del museo a las fotos y deciden desaparecer en cuanto las apunto con el objetivo. El enemigo en casa, ya no es solo Castro Prieto con su colección de Habitantes y paseantes (2011), es cualquiera de nosotros llevándonos el museo en la tarjeta de memoria. Aunque, por mucho que me permitan acercarme haciendo la vista gorda, nada iguala el detalle de las pantallas que se encuentran repartidas por las salas. Busquen el cabello que hace cosquillas en la nariz de la Bailarina verde de Degas para comprobarlo —también desde casa, ya que todo su contenido está recogido en la web del museo.

Museo Thyssen-Bornemisza 3

Guardo la cámara ante la mirada de reproche de Rembrandt. Lo siento, maestro, veo que sigue sin tener un buen día. Yo tampoco consigo levantar los ánimos a pesar de haber llegado a la tertulia impresionista: la oca protagonista de los Patinadores en invierno de Valtat me recuerda a la pequeña Solveg Christiansen (encerrada en un cuadro por las brujas de Roald Dahl) y me deja inquieta hasta llegar a las mujeres de Mata Mua: Érase una vez un cuento diferente, entre montañas violetas y flores gigantes, lejos de la maldad del norte. Tanto reconforta la flauta que suena a la derecha del lienzo, que esta obra se ha convertido en la favorita de Tita Cervera, a cuya colección pertenece; hasta su barco lleva el nombre del cuadro —pero, ¿quién no bautiza el propio velero con el nombre de la joya de su colección?—

Llegamos a Kandinsky, empiezo a ponerme nerviosa y a canturrear por lo bajo. Las luces de la procesión de La Ludwigskirche en Munich deja en bragas el mejor bokeh hipster de tumblr. Lo mejor no ha hecho más que empezar. Le acompañan las casas en el Obermarkt de Murnau, su pueblo de veraneo, o las teselas de la Naturaleza muerta con papagayo de Robert Delaunay. Y por fin El hombre blanco de Feininger, con sus rodillas quebradas paseando por la rue Clovis, que se ha grabado en mi cabeza como el verdadero rostro de Mackie Messer. Sin embargo, no fue ante esta obra, sino frente a Grosz que una soprano cantaba Mack the Knife hace poco, en una visita privada para los Amigos del Museo, a quienes envidié profundamente cuando lo supe.

Pocos lienzos más allá, los personajes empiezan a quitarse la chaqueta: es verano en Hopper, montado con su acompañante en el Martha McKeen (que no era en realidad el nombre del barco de vela, sino un homenaje a la amiga que les llevaba a navegar en Cape Cod) y recuerdo que las gaviotas que ignoran a los navegantes cuelgan del techo de la habitación de mi hijo en forma de móvil, uno de los tantos objetos geniales que quedaron en la tienda del museo después de la exposición del americano. La búsqueda de productos relacionados con los cuadros, además de su creación, da lugar a una relación fecunda entre el museo, las obras y el diseño español. Desde consagrados como Chus Burés o Paloma Canivet, hasta la colaboración con el Instituto Europeo di Design, que genera una colección anual realizada por estudiantes, como la colección a partir de El quimono de William Merritt Chase.

Museo Thyssen-Bornemisza 4

Llevando en la retina las máscaras de los personajes de Hopper, que se mantienen oscuras ajenas a la luz de la luna newyorkina de O’Keeffe, voy a buscar a Emil Nolde. Me espera con sus nubes, las recuerdo en la clase de dibujo del colegio, a la vuelta del museo, en mi primera visita. Ahora los escolares siguen inundando las salas como bancos de peces, de camino al espacio EducaThyssen, para jugar con los cuadros como lo harían sus autores. Muchos hijos ilustres han pisado este aula privilegiada, empezando por los de Brangelina en una breve visita de la familia a la colección —que duró lo que tarda el público sorprendido en gritar ¡BRAD!—. Quizás en alguna esquina del Chateau Miraval todavía conserven alguna de las sillas que fabricaron como parte de la visita educativa.

Me espera por sorpresa el año Munch, reuniendo varias de sus obras, y conozco a Laura, una de las hermanas del pintor, que observa el atardecer atravesándolo con una mirada intensa que presagia locura. Lo contrario a Carmen Gaudin, La pelirroja con blusa blanca de Toulouse-Lautrec, que esconde la mirada, perfectamente lúcida, avergonzada. Tanto que durante mi visita se hallaba en Camberra y tuvimos que conformarnos con una foto en metacrilato.

Museo Thyssen-Bornemisza 5

Paso de largo frente a Pisarro, a pesar de su morbosa polémica relacionada con la persecución nazi a los judíos —zanjada a favor del museo— porque confieso que su lluvia me aburre, y me intereso por Van Gogh, que nunca sé cómo acudirá a nuestro encuentro. En efecto, ha tenido una mañana espléndida, una tarde melancólica y una noche francamente deprimente.

Alterno todas estas conversaciones con miraditas nerviosas al twitter, porque la adicción no perdona. Recuerdo incluso el primer tuit que escribí desde una de estas salas, en la genial instalación cinematográfica del cineasta Ed Lachman con la que concluía la exposición de Hopper. Fue el primer concurso realizado desde la cuenta del museo, que mantiene un diálogo constante con sus visitantes: crear el Sol de mañana de nuevo en tu móvil y adivinar el pensamiento de una de las mujeres más tristes del Thyssen. El único aspecto negativo del asunto es que yo no gané; sin embargo, la de Hopper fue la exposición de mayor éxito en la historia del museo, batiendo el record anual de visitas. La ciudad (y parte del mundo) pasó el verano dialogando con la soledad de sus cuadros, incluso los que menos parecen sufrirla: Sharon Stone quiso hacer el recorrido por su cuenta, al igual que Xabi Alonso, uno de los pocos jugadores de la Selección que han disfrutado del abono cortesía de Tita Cervera por su victoria —y que lleva consigo un cuaderno de notas de la Habitación de hotel para cualquier emergencia—. Me habla de las visitas ilustres José María Goicoechea, director de comunicación del Thyssen y guía de Jot Down en esta ocasión. De todas las que recuerda, hay una que le ilumina la cara: Philippe Pozzo di Borgo, el protagonista real de la película Intocables, en su silla de ruedas. “No he visto a nadie más feliz”. José María está también de buen humor porque hemos llegado a su cuadro favorito: la Orquesta de cuatro instrumentos de Shahn. No le pregunto sus razones —elegir un amigo es un asunto muy personal— y dejamos la sala para encontrar algo de alegría, ya que la tertulia de Grosz, Henrich, Shadprecursor de X-Files!) o Dix es poco dada a la juerga. Por eso busco a Chagall y la fiesta de su Virgen de la Aldea, cuya luz disuelve la amargura alemana. Le acompañan Dalí, Picasso, Magritte, Balthus o Delvaux: es la sala de los chicos populares.

No soy la única que viene a ver amigos al museo. En septiembre de 2012 la estadounidense Sissy Spruance viajó a Madrid para reencontrarse con el retrato que realizó Andrew Wyeth después de insistir hasta tres veces. 40 años después, con su sombrero de piel de mapache en mano, nos habló de la relación entre modelo y pintor, que siempre se relata con pudor, como con temor a airear una intimidad inclasificable. Después de esa experiencia, el Thyssen removió todas sus salas hasta dar con algún otro retratado superviviente, y encontró en La Coruña a Timothy Behrens. El artista Michael Andrews había plasmado su mirada directa y tímida a la vez, tan directa y tan tímida que rechazó inmediatamente la propuesta de visitar el museo para reencontrarse con su joven retrato. Y, llegando al final del recorrido, aparece el barón para despedirse de nosotros, con la amargura postmoderna en la mirada y la historia del arte a sus espaldas, retratado sin piedad y con gloria por Lucien Freud, al que siempre me imagino descamisado, cabreado y terrible.

Detrás de nosotros un profesor explica la Mujer en el baño de Lichenstein a un grupo de escolares: “¿Qué creéis que piensa entonces el autor sobre el consumismo? ¿Que le gusta? Ah, porque la chica sonríe. Bueno…”

Bajo al restaurante, una visita así merece terminar brindando. Los nombres de mis amigos se anuncian desde las puertas: Pollock, Rothko, Balthus, Hopper, Sargent, Van Dyck, Rembrandt… Volveré en verano, para tomarme una copa con ellos de noche, al aire libre, y escuchar las confidencias que no acceden a contarme con tanto testigo delante.

Museo Thyssen-Bornemisza 6

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8 Comentarios

  1. Ni una palabra para Tiepolo…

  2. Con mi mujer vamos todos los años a Europa, nuestra ciudad de entrada y salida: Madrid. En una especie de conjuro a los dioses, antes de volver a Buenos Aires, siempre vamos a visitar nuestros cuadros favoritos al Prado y al Thyssen. Ambos entrañables, el año pasado lo de Hopper fue magnífico. Cariños.

  3. Os habrá pagado bien el Museo. Os ha faltado la alfombra roja. Jotdown en barrena…con Julio Verne al fondo de la tierra.

    • La pastilla… anda, con un poco de agua.
      Y luego te lees el especial Verne. Algunos artículos son canela fina.

  4. Con este articulo (sln «alfombra roja» ) nos sentamos a la mesa con los amigos, compartimos la compania y sensibilidad de Guadalupe mientras disfrutamos del menu degustacion del Thyssen. Nos hemos deleitado con los textos, los enlaces y sobre todo con las fotos. Felicidades y gracias.

  5. Luisa, hija mía ¿Qué desayunas?. El reportaje es epidérmico, leyéndolo, también me quiero llamar Lupe. Este espacio cultural (Thyssen) es un mundo por descubrir lleno de sensaciones positivas en eso te doy la razón es muy Julio Verne. Pasea por él y seguro que cambias de opinión, disfrázate de Lupe, no metas a todos los medios en el mismo saco, error not found 404. JD huye de las multitudes. Con otra actitud, verías el vaso. Lleno o medio vació es lo de menos. El vaso.
    Felicidades por este regalo…y llevarnos de la mano, ¿paseamos?

  6. Me ha gustado mucho el tono, la cercanía, la selección de obras y los comentarios. Salvo uno. ¿Realmente Bella se peina sin prisa? Su mirada no parece nada tranquila. Diría que está muy tensa.
    Es una opinión, claro.

  7. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | El Imperio español y las culturas precolombinas

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