Música

Gregarios de los césares

«The world doesn’t make any heroes outside of your stories«

Están los solistas y están las bandas. Y en una cantidad menor los dúos y tríos. A causa del gigantismo babilónico de los Beatles y los Stones, en el perfil general de las bandas está acentuado el relieve de un binomio —Lennon y McCartney; Jagger y Richards— como locomotora creativa, patente comercial, juego interno de balanzas. Y luego está el caso de los terceros hombres, los jugadores número 12, la función excipiente. En los Stones lo fue Brian Jones, un catalizador tan reivindicado como para que fans renieguen de todo lo que no conlleve su concurso. Y en los Beatles lo fue George Harrison, observando un rol mucho menos polémico. Como para polemistas ya están los de los comentarios, quedémonos con Harrison. O mejor con una canción suya.

Estaban los Beatles y en los Beatles estaban el beat, la melodía y la balada. Estaban los arreglos e inventos para arracimar diferentes filtros a todo eso. Así, la cuota psicodélica, con Harrison aportando el sitar, dicen que crucial. Y entre toda esa maraña —más la imagen, las comparecencias, los uniformes y los peinados y los barbados, los culebrones sentimentales, las películas y los dibujitos—, entre toda esa maraña una canción sobre una guitarra que llora. Un elemento diferenciable del resto: ese tipo de canción de belleza doliente donde una gélida corriente matinal procedente del puerto de Liverpool se compensa con un rayo tropical de Bombay y la música rompe por dentro al oyente de lo bonita que es. Cuando el pop blande desgarro contra lo cursi. Quizá Lennon hizo alguna así, pero quizá fuera ya fuera de los Beatles. Quizás Jealous Guy, del disco Imagine, en 1971. Quizá Lennon estuviera, en efecto, celoso de George.

Para entonces Harrison había publicado ya su triple álbum de 1970, All Things Must Pass, justo a la desembocadura del adiós oficial de los Beatles. Lo tuvo que publicar para consagrarse como paradigma del tercer hombre o figura encapsulada de una banda de dimensión universal. La fuente de talento no suficientemente apreciada porque los grandes focos apuntaron a la bicefalia, la dualidad, la sugerente tensión competitiva o retroalimentaria entre los dos líderes del grupo. Después, enfriada la Beatlemanía—“Phoney Beatlemania has bitten the dust”, cantó Joe Strummer en London Calling, 1978— surgieron las voces entendidas para reivindicar, incluso, que ese trabajo en solitario de George fue más talentoso que la producción de Lennon con su Yoko o los trabajos de McCartney con sus Wings. Y ya, a partir de entonces, las revisiones de los Beatles acostumbran a perfilar con creces la cuota de los Taxman y demás canciones de Harrison, el dichoso sitar, el sonido de su Rickenbacker a lo largo y ancho de la leyenda de los Fab Four. El tercer hombre cuya guitarra sollozó tímidamente mientras aullaban los egos de las dos grandes estrellas del grupo a la espera de la menstruante espada de Damocles que fue Yoko. (Imprime la leyenda).

The Byrds o la dimensión del 5
The Byrds o la dimensión del 5.

Un grupo es una organización y una organización requiere de un sistema político. Roles de liderazgo, discriminación de preferencias, Marvin Harris en la estantería. Como todo en la vida, el resumen está en tomar decisiones. Falsete o grave, estribillo o coro, qué canciones saldrán en el disco, cuál será el orden de las mismas, terminar aquella con unas notas de piano. A menudo las posibles tensiones internas de las bandas fueron disueltas por la jerarquía de quienes ponían la pasta, las discográficas, en virtud de su prerrogativa para decidir, por ejemplo, el orden de los sencillos. Pero la perspectiva que queda es la de los hombres líderes de las bandas, los compositores, poniendo el puño sobre la mesa. Un predominio de la estructura jerárquica que, según sostienen determinadas tesis antropológicas, definen cómo se organizan los niños a la hora de jugar: el líder decide los juegos, cuenta los chistes, regala las anécdotas. Y para mantener ese estatus desoye las propuestas alternativas, desprestigia las bromas ajenas, anula las sugerencias de terceros por muy buenas que puedan resultar. O peor, se apropia de ellas para presentarlas como propias.

En las bandas de rock han predominado los presupuestos dictatoriales en virtud del talento para mandar. Pero en grandes grupos del abecedario pop abunda la contribución de terceros hombres en términos de creatividad pura, puntos de vista diferentes y necesarios o, glups, dignidad. Un grupo es una estructura compleja. Por ejemplo los Byrds: la costa oeste electrificando a Dylan y replicando a los Beatles. Roger McGuinn quería emular el sonido de la Rickenbacker 330 de George Harrison pero terminó haciéndose con la Rickenbacker 360. David Crosby aportó el punto justo de acento meloso con sus evangélicos contrastes corales. Y tras McGuinn y Crosby nos sale , el tercer hombre de los propios Byrds, que tenía miedo a volar y dejó la banda en 1966, entre las mareas y el tiempo. Vayamos con más casos:

La soledad del espacio interior

Kiss, cuatro letras. Cuatro miembros en la banda interpretando a otros tantos personajes. Cada uno con labores compositivas. Cada cual con funciones vocalistas. Una estructura aparentemente paritaria y entre los fans, la armada Kiss, la decantación por el superhéroe favorito de cada uno. Un sueño mercadotécnico sublimado cuando se publicaron simultáneamente cuatro discos en solitario en 1978, uno por miembro, como parte del propio proyecto matriz. El mejor de esos cuatro trabajos individuales, dijeron los críticos, era el de Ace Frehley. Pero en la práctica, el equilibrio igualitario que he descrito ni era tal ni era posible. El prospecto de los discos de Kiss, la selección de singles, las canciones, muestra desde el arranque una proporción mayoritaria de protagonismo para Paul Stanley y Gene Simmons. Peter Criss, el batería con cara de gato, queda como la mascota simpática con su momento de gloria —aquella Beth que retrata la soledad de fondo de la mujer del rockero—. El guitarra solista, un puesto que acostumbra a tener protagonismo principal en las bandas de rock, es aquí el tercer hombre: Frehley. Con su cara granulada a raíz de las toneladas de espeso maquillaje, Space Ace se dio fuerte a la bebida mientras las bombillas del logo gigantesco de Kiss apuntaban a la lengua del bajista y a la estrella en el ojo de Paul Stanley. En su haber canciones como Cold Gin o Shock Me así como la simpatía del tipo de fan que se decanta por los terceros hombres. A medida que se sucedían los discos de platino y las giras multitudinarias Frehley, emocionalmente frágil, fue saliendo del proyecto de forma intermitente, estrellando coches y en sus últimos años apenas apareciendo en la programación oficial de la banda. Se negó finalmente a participar en la grabación de Lick it Up, paradójicamente cuando Kiss dejaban el pesado maquillaje. Publicó en solitario en los 80 con canciones tan bizarras como Dolls y haciendo uso de la reminiscencia espacial de su personaje Kiss. Y luego volvería al seno materno con un rol secundario aún más acentuado: cuando regresó la banda era definitivamente una empresa conducida con mano firme y habilidosa por Simmons y Stanley. «Tú digita el mástil y te damos un salario», le dijeron los patrones.

A Ace Frehley el maquillaje le dejo un cutis peor que el del teniente Castillo.
A Ace Frehley el maquillaje le dejo un cutis peor que el del teniente Castillo.

Sin miedo a volar

Noviembre de 1985 y The Jesus & Mary Chain publican Psychocandy. Casi 2014 y uno podría gastar la capacidad de este artículo con solo listar bandas (The Pains of Being Pure at Heart), versiones (Pixies haciendo Head On) discos (el Distortion de The Magnetic Fields) y scores cinematográficos (Lost in Translation, algo bueno que sí tiene) inseminados por semejante trabajo. Diríase que hasta subestilos enteros y revivalismos de esos estilos, como una cosa llamada nu gaze que surgió revisitando el shoegaze. En este artículo Psychocandy, donde White Light/White Heat se fusionaba con el bubblegum, sirve como ejemplo de tercer hombre que se negó a serlo. Hablamos de quien tocó la batería en aquel incandescente debut de los Jesus & Mary Chain, un joven Bobby Gillespie inevitablemente abocado a papel de comparsa con futuro de comparsa a las órdenes de los hermanos Reid, capitanes y jefes del proyecto que lo componían todo y tocaban esas sierras mecánicas que parecían guitarras y desde luego no iban a permitir que cantara otro. Gillespie formaba parte de un grupo descomunal, había participado en una grabación histórica, era tan cool como para tocar la batería de pie en un grupo con la suficiente enjundia cool como para reducir sus actuaciones a 15 minutos. Y quizá por todo ello, antes de perderse por la bebida como Frehley, el hombre saltó de un tren que no descarrilaría para hacer su propio proyecto, Primal Scream (con single publicado cuando Gillespie aún figuraba en los Marychain) a partir de trazas revivalistas que a medida que le cambiaban el vocabulario a la cosa, añadiendo ingredientes como Jamie Oliver le pone chili a una tortilla de papas, fue sumando a su perfil los mismos calificativos —seminal, influyente, revitalizador— que jalonaron el histórico Psychocandy. Durante su trayecto, Bobby se drogó más que bebió, y ametralló el relato con relecturas bombásticas de la gramática stoniana y un primigenio pero aún no superado chill-out espacial.

Más alto que el sol, acaso para que nadie volviera a proyectarle sombra, con superpoderes para que no se derritan las alas, Gillespie era un heterodoxo pintando las cúpulas doradas de los templos del rock. Contrataría incluso los servicios de Mani, el que antes fuera tercer hombre de The Stone Roses, a la sombra del binomio Ian BrownJohn Squire, para su chunda-chunda con raíces.

Tocar de espaldas al público y aporrear la batería de pie como apología de lo cool.
Tocar de espaldas al público y aporrear la batería de pie como apología de lo cool.

La democracia

Estadios de un fan de la música elegido al azar: anotar nombres de grupos en libretas. Grabar CD, o antes casetes, o ahora playlists. Memorizar los planteles de las bandas como quien decía de carrerilla las alineaciones del Real Zaragoza en los años50. Conocer los títulos de las canciones, anticipar la secuencia de los discos de tanto haberlos escuchado. Y ya luego descubrir otras cosas sin menoscabar la música. Escuchar los discos sin conocer los títulos de las canciones. Perder la atención por el detalle sin necesidad de saber quién compuso cada canción, quién la canta, quién la alquiló. Hablemos de Teenage Fanclub.

Grupo de tres miembros permanentes más la pieza baterista. Formada en Glasgow, como los Marychain. Nacidos como punta de lanza de la vanguardia renovadora del noise-rock —más consistente en mezclar cosas ya existentes que en inventar— pero dirigidos pronto a su propia hoja de ruta, ajena a corporativismos generacionales, que derivó hacia el clasicismo. Tres compositores, decía, con idéntica cuota de protagonismo en cada disco: cuatro canciones por barba para completar tandas de 12. Y cada uno canta sus composiciones. Una nítida división de poderes. Pero durante la etapa incipiente y en el curso de mayor popularidad, la primera mitad de los 90, esta igualdad no era tal porque Norman Blake, ocupante de la plaza central en el escenario, era claramente la cara más visible de los teenies. Y después estaba Gerard Love, el bajista al frente de supersingles como Sparky’s Dream. Y ello dejaba en rol de tercer hombre a Raymond Mackinley, el otro guitarrista. Pero pasaron los años y a medida que se espaciaban los discos fue quedando constancia de que en el repertorio de los TFC las canciones de Raymond no solo rayaban igual sino que seguramente más alto. Y no hallarán ya crítica que no lo reconozca así. Lo que sugerían canciones tapadas como Tears are Cool en Thirteen (1993) fue confirmándose disco a disco. Y ahora una revisión del catálogo de Teenage Fanclub deja inevitablemente la sensación de que detrás del brillo beat, la herencia Big Star, los arpegios a lo MacGuinn, sobresale un grupito de canciones dotadas de la belleza doliente donde una gélida brisa del puerto de Glasgow resulta compensada con la calidez que abrillanta un viñedo californiano. Canciones tan bonitas como para quebrar el alma como a veces, en muy determinados momentos, a Raymond, desfacedor de nubarrones, hombre sunshine, se le quiebra la voz.

El tapado

Queen sí que era una superbanda donde la presencia de una estrella sublime no disminuyó el relieve de las demás figuras: el guitarrista con sus sonidos supersónicos y el batería de vozarrón desgarrada. Brian May y Roger Taylor fueron también estrellas del firmamento rockista por mucha estela que desprendiese un Freddie Mercury al que catalogaremos sin sombra de duda como el mejor frontman de la historia. May y Taylor también componían. Tenían espacio para cantar pese a compartir banda con un soprano de sopranos. ¿Pero Queen no eran cuatro? ¡Nos dejamos al bajista!

El glam, la ópera, el camionerismo, el sudor y la púrpura de Freddy. Los rizos, los punteos, la Les Paul al cielo de Brian. La rudeza, el rugido y la épica de los tambores de Roger. ¿Y el otro? Un tipo con caracoles en vez de melena, que salía al escenario en pantalón corto, era feúcho y no daba el tipo ni como rockero duro ni como performer simpático. Si Freddie era el primero y Roger y Brian se repartían el segundo, John Deacon era un paradigma de tercer hombre gris y a la sombra. Uno más de la galería de bajistas grises que como Bill Wyman se paseaban los escenarios como diciendo que no tenían nada que decir. Pero a diferencia del parásito de los Stones, Deacon era un compositor de primera. Todo el mundo moderno ha bailado la línea de bajo que le da latido a Under Pressure. Hizo Spread your Wings, precioso single que radiografía precisamente a un perdedor sin horizonte. Compuso I Want to Break Free, que debería ser el himno de todos los terceros hombres que en las bandas de rock han sido. Y haciendo gala de sus habilidades como teclista —otros terceros hombres como John Paul Jones consolidaron su importancia en este tipo de menesteres— dejó para la posteridad la hermosísima You’re my Best Friend. Para colmo, el hombre ha quedado como la parte más digna de los Queen al negarse a formar parte de la resurrección que montaron los otros dos sin la figura irrepetible e irrenunciable de Freddie. Ni por millones de puñados de dólares. Deacon declinó la oferta de los patrones con una dignidad que contrasta con las malas maneras, qué grosero, del señor Taylor. El «no quiero» de John lo imagino con música de fondo: su línea de bajo para Another One Bites the Dust.

La combinación de chupa, corbata y peinado de oficinista aún no eran trendis cuando Deacon estaba en la escena.
La combinación de chupa, corbata y peinado de oficinista aún no eran trendis cuando Deacon estaba en la escena.

El académico

Está el virtuosismo y está el punk. El exceso de lo primero destruye al rock: qué bien toca, pero qué coñazo. La idealización de lo segundo ofende al arte: esto lo puede hacer cualquiera. Entre ambas orillas, la del academicismo y la de la espontaneidad pura, ha navegado la mejor música moderna de las cuatro últimas décadas. Y entre semejante flota citaremos ahora a Depeche Mode o el orgullo de ser de Basindon.

En la segunda mitad de los 90 hubo quien reivindicó con vigor el enésimo enterramiento del rock, esta vez a cuenta de la pujanza del techno. “Ojalá el techno acabe con los solos de guitarra”, escribió un redactor a propósito de un concierto de Black Crowes que tuvo que reseñar, unos años antes de que Daft Punk atiborraran su Discovery de solos de guitarra. En 1993, a contracorriente de la propia emergencia de la nueva música electrónica, Depeche Mode habían publicado su propio disco rockista, el Songs of Love an Devotion. Una putada para los fundamentalistas del techno que una banda capital del género atesore tantos ramalazos inconfundiblemente rockeros.

Una banda de techno que perdió a su compositor y teclista, Vincent Clarke, tras el álbum de debut, que es como si Angus Young se hubiera largado de AC/DC en la primera esquina. Entonces Martin Gore cogió las bridas compositivas y ficharon a un tal Alan Wilder como reemplazo pero sin créditos para el segundo disco: para que tocara las teclas por 50 libras a la semana y para rechazar sus primeras propuestas en cuanto al sonido y las partituras. A medida que le dieron algo de espacio, “space is the place”, Wilder aportó a Depeche Mode unos sólidos conocimientos musicales y un afán creativo que germanizaron el sonido, introdujeron los vitales samplers y recondujeron la nave hacia una habilidosa travesía donde el mantenimiento del éxito comercial fue compatible con una lectura menos frívola y más industrial del tecno-pop de los inicios. Pero aun habiendo entrado pronto en la banda y aun aportando tanta sustancia a la misma, Wilder no era canterano como el anodino Fletcher, ni líder como Gore ni frontman como David Gahan. Era un devoto de la música —existe notable material audiovisual suyo explicando trucos e inspiraciones de qué sampler usó en determinado momento, qué ritmo pregrabado, qué sonido industrial. Más didáctico que una revista de esas de guitarras—. Y en determinado momento, cuando Gore y Gahan atravesaban sus peripecias más disolutas, uno con el caballo y el otro con la priva, ambos tan decadentemente estrellas-de-rock, Wilder dijo “basta” y se piró para dedicar las tardes a su ya iniciado proyecto personal, Recoil. A Alan, que tiene en Anarchy in the UKsu quinta canción favorita de todos los tiempos, le imagino con un sintecamilla y taza de té, emulando el sonido de una Thermomix para iluminar su próxima canción.

Siempre Ranaldo

2012 y una conmoción sacude la espina dorsal de los educados musicalmente en el indie de los 90: Thurston y Kim han roto. Jóvenes eternos, estampas idílicas de la parte artística del rock que no recae en el lodo de la pompa, bendecidos por una crítica que a ellos nos les reprochó ser virtuosos de sus instrumentos, referencias transgeneracionales. Los Ginger y Fred del mal llamado rock alternativo. Se les creía inseparables. La ruptura sentimental de matrimonio tan longevo conlleva el inevitable standby de su banda, Sonic Youth, un grupo de formación memorizada entre los fans de ayer, hoy y siempre: Thurston Moore, Kim Gordon, Lee Ranaldo, Steve Shelley. Compartiendo labores compositivas. Y compartiendo las responsabilidades vocales. La primera del disco la canta Kim, ahora Thurston, que repite en la tercera. La cuarta es también para Kim. Y de vez en cuando, de vez en cuando, el fraseo es diferente y reediano, la voz más grave. Eso es cuando la canción es de Lee. El tercer hombre de Sonic Youth. Un bardo beat que devino en músico, Ranaldo parte del Sister Rayde la Velvet Underground para esparcir por el universo indie una retahíla decanciones de ruta de carretera de chicas con el presente jodido pero la lírica inflamada, héroes de bares roadhouse que gritan la verdad poética, cuero negro y cócteles del sueño rebelde americano que refulge en cristales rotos, gafas de sol en la oscuridad, riffs supersónicos y un feedback que espasma los silencios. Sus canciones, siempre sobresaliendo de la media. El parón de su grupo-de-toda-la-vida ha propiciado que su aventura en solitario aparque la spoken-word de trabajos anteriores para regalar al fan un catálogo de canción pura (Between the Tides and the Times, 2012) y quién sabe si toda una nueva carrera. La crítica, errática como de costumbre, ha ensalzado más lo que ha producido Thurston: es lo que hace tener buena prensa.

Es tan peculiar la crítica musical que puede ensalzar a la banda apenas le da diez minutos de concierto al público y masacrar a quien regala tres horas de espectáculo. Tachar de inepto al intérprete excelso y perder el culo con quien no junta dos notas sin desafinar. A veces es una entronización del error. Y a menudo su lógica es la simple del fan que se las da de exclusivo: si algo gusta a mucha gente mi pulgar señala hacia abajo. Césares al teclado.

El vegetariano

El mundo moderno, el del consumo, es una tensión entre el diseño y la función. Una reedición, por qué no en vinilo, del viejo binomio artístico entre el fondo y la forma. Ahora que todo se mezcla y disuelve con tanta facilidad tecnológica, tan saludablemente vencidas las fronteras entre los géneros, cuando tanta “fusión” (reglups) y cartel ecléctico han acabado deparando una única solución homogénea en la que cuesta distinguir un loop de un punteo, uno se pregunta qué fue de la tensión premilenio a la que le escribía Tricky en 1996.

De tensiones sabía un rato Derek Smalls, el tercer hombre de Spinal Tap —el cuarto lugar era para el asiento caliente que iba dejando la galería itinerante de baterías muertos—, siempre ubicado entre “el fuego y el hielo” que representaban, según sus propias declaraciones, el cantante David St. Hubbins y el guitarrista Nigel Tufnel. Aun a rebufo de tamañas bola de fuego e iceberg, Smalls, embajador de los bajistas gregarios, también legó grandes momentos a la historia: cuando en la aduana del aeropuerto le hicieron sacarse el pepino que llevaba en la entrepierna para exhibir paquete o cuando más que atrapado entre tensiones vivió un encapsulamiento literal.

Coda

Reza el dicho que no se debe juzgar un libro por la portada, un vino por la botella, un nick por su avatar. Yo confieso que una vez compré un disco por la foto: un sol naranja descendente sobre fondo crepuscular y dentro del sol la silueta recortada de un hombre sentado. White Light, amigos, para el fundido a negro.

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24 Comentarios

  1. Perro Verde

    Me ha dolido, de verdad, tener que leer eso de «Los rizos, los punteos, la Les Paul al cielo de Brian». ¿Brian May con una Les Paul?¿Desde cuándo?
    Por lo demás, un fantástico artículo, felicidades.

  2. Un matiz de mosca cojonera a este magnífico artículo. El Zaragoza de las alineaciones cantadas en sobre todo en los 60 (Los Magníficos)

  3. Alejandro

    Brian May nunca utilizo una Les Paul, su guitarra era la Red Special.

  4. Nooooooo….
    Queen no por favor.

  5. Pingback: Los gregarios de los césares

  6. pijus magnificus

    stewart copeland, de police. buen compositor y mejor batería

  7. Magnífico artículo. Dicho esto, nunca he entendido la comparación Beatles-Rolling. Los Beatles con solo 8 años de carrera han vendido más de 1000 millones de discos (están en la cúspide histórica) y los Rolling en 50 años en activo han vendido unos 240 millones. De hecho, y si hablamos solo de grupos, ABBA, Led Zeppelin, Queen o Pink Floyd superan las ventas de Jagger y Cia. ampliamente. Tal vez sea por lo que representaron en su día… pero sin los Beatles creo que los Rolling no serían lo que son.

    • ElPolloDiablo

      Numero de ventas ≠ Calidad

      • Vale, pues iremos por calidad. Según la macro-encuesta realizada por la revista «Rolling Stones» entre cantantes, compositores, empresarios discográficos (gente del gremio)…. de los mejores 500 LP’s de la história de la música, y únicamente cogiendo el top 10, los de Liverpool acaparan los puestos 1, 3, 5 y 10. Los Stones únicamente el puesto 7 (en una revista que lleva su nombre).
        Alternativa en el tiempo ≠ Talento

        • Perro Verde

          Tú lo has dicho, según la «Rolling Stone» (que por cierto, no es el mismo nombre que el grupo, y ni tienen nada que ver), el peor panfleto que se puede leer a nivel de crítica musical.

        • «Rolling Stone», no «Rolling Stones»… una cosa es la revista, la otra el grupo. No tienen nada que ver, el nombre de la revista proviene de una canción de Muddy Waters, no está relacionada para nada con el grupo. Y además, no creo que se necesario comentar el gusto musical de la Rolling Stone, ni las dotes de sus críticos a la hora de comentar discos, simplemente basta con ver la cantidad de LP’s míticos que en su momento fueron destripados por la Rolling y que una veintena de años después corrigieron puntuándolos con unas perfectas «5 estrellas»… hablo del «Nevermind» de Nirvana, del «Animals» de Pink Floyd o de la gran mayoría de los LP’s de Led Zeppelin.

  8. Te iba a decir lo de la Les Paul de Brian May pero veo que se me han adelantado. La guitarra de Brian May la construyó él mismo junto a su padre con restos de una lavadora y de una chimenea entre otras cosas. Por otro lado me ha gustado mucho la referencia a la dignidad de John Deacon al no querer participar en ese vergonzoso intento de mantener al grupo con vida y sin alma. Paul Rodgers, pst…

    • Efectivamente, John Deacon ni siquiera participó en el documental que se realizó de Queen y de los últimos días de Mercury. La relación no debe ser muy cordial con May y Taylor.

  9. Estimado Merlin,
    Jealous Guy, de Lennon, fue compuesta, como muchas de las canciones -casi todas- del All Things Must Pass de Harrison, durante el período Beatle de ambos.

    Nunca has escuchado Child of Nature? Creo que las demos de Esher fueron grabadas a principios del 68…

  10. Maestro Ciruela

    Vamos a ver… No soy nada sospechoso de ser anti Harrison porque me gustaban ya sus primeras canciones integradas perfectamente con las de los otros dos. Ya desde «Help!» con esos dos temas, pasando por otros dos en «Rubber Soul», magnífica la entrada al maravilloso «Revolver» con «Taxman» y siguiendo hasta acabar en «Abbey Road». Dicho esto, añadir que de ahí a decir que Harrison era el mejor de los tres, es una extravagancia o ganas de caldear el ambiente. Y no es que George fuera mediocre, que no lo era en absoluto; lo que pasa es que competir con Lennon y McCartney en aquellos momentos, sobre todo si hablamos de The Beatles, era misión imposible.
    Vaya, como ahora mismo…

  11. Es «Songs of FAITH and devotion».

    He dicho.

  12. David Fdez

    Lo siento pero el término «rockista» es… una puta mierda

  13. Me ha encantado el artículo pero no sé si lo de repetir brisa de puerto de Liverpool y brisa del puerto en Glasgow (en Teenage Fanclub) es abusar un poco de la lírica :)

  14. Un apunte sobre Brian May y la Les Paul. Si bien su guitarra más usada y más icónica es la Red Special, sí que utilizó una Les Paul Deluxe durante una temporada (del 74 al 77) tanto en conciertos como en estudio.
    También ha utilizado en grabaciones Stratocasters, Telecasters e incluso durante una pequeña época, sacaba de vez en cuando una V a escena.

    http://en.wikipedia.org/wiki/Brian_May#Equipment

  15. Muy interesante, pero… ¿Bill Wyman parásito? Era un bajista excepcional!!! El famosísimo riff de Satisfaction es lo que es por el bajo de Wyman, con la guitarra sola no es nada. Él era el secreto de la base de los Stones, sobre todo teniendo como batería a Charlie Watts, que era y es malísimo.

  16. Joey Santiago, el mejor tercer hombre creando sensaciones y ambientes con sus guitarras estridentes y chirriantes. Seguro que a los Sonic Youth les habría encantado haber compuesto ellos el solo de Vamos, pero qué se le va a hacer… los verdaderos genios escasean.

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