Sociedad

Ecos de un terremoto: la vida entre ratas y serpientes

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Un techo. Esa es la promesa que ya dura veinticinco años en el norte de Armenia. Gyumri, en la provincia de Shirak, es la segunda ciudad más grande del país caucásico. Allí unas cuatro mil doscientas personas siguen viviendo en domiks: alojamientos temporales en los que se refugió a los supervivientes del terremoto de 1988 que perdieron sus hogares. Aunque la ciudad de Spitak fue completamente devastada, la reconstrucción fue más rápida. No obstante, también quedan algunas domiks.

En verano abrasan y en invierno hielan. Cuando llueve, paraguas y cubos ocupan el reducido espacio de las domiks. El engaño comienza en el nombre: domik significa casita en ruso. Pero no son más que contenedores metálicos o chozas remendadas con distintos materiales. Tras el terremoto que sacudió el norte de Armenia en 1988, el Gobierno soviético prometió entregar casas reales al medio millón de supervivientes que perdieron sus hogares. Veinticinco años después, en los refugios temporales todavía sobreviven y conviven personas y ratas. La promesa, mantenida por los sucesivos Gobiernos tras la independencia de Armenia, ya dura un cuarto de siglo. Cuando las personas caen en el olvido, la vida sedentaria no siempre entiende de cimientos.

Los habitantes de Gyumri miden el tiempo así: antes y después del terremoto. Y hablan de sí mismos y de su ciudad en función de esta división temporal. La mañana del siete de diciembre de 1988, el norte de Armenia empezó a temblar a las 11:41. Era miércoles. Veintidós segundos cambiaron las vidas de sus habitantes para siempre. Entre veinticinco mil y cincuenta mil personas perdieron la vida en el norte del país. Otras quinientas mil vieron cómo desaparecían sus casas.

Gyumri, entonces llamada Leninakan, y Vanadzor, fueron algunas de las ciudades más afectadas. Spitak desapareció completamente. Solo quedaron los escombros y los gritos de los que buscaban a sus familiares con vida. Encontrarlos sin vida también era motivo de alegría: «al menos los encontraban», explica Sarkis Saharkian, un taxista de Gyumri.

Una ligera niebla culmina el aura de tristeza en las caras de los habitantes de Gyumri. Un bistró expone cabezas de cabra resecas sobre una vitrina. Una anciana delgada, inclinada hacia adelante, con ropas viejas, un gorro del Real Madrid y zapatillas de estar por casa, entra, se acerca a la vitrina, pide algo a la dueña del bar y se marcha. A su salida, dos chicos dicen que ella todavía vive sola en una domik y ofrecen su compañía para visitar una de ellas.

La avenida que une la estación de autobuses y la plaza principal de la ciudad está abarrotada de tiendas. Es el centro comercial de Gyumri. Tras los comercios, todavía se ven algunos edificios semiderruidos por el terremoto. Y, detrás de ellos, se extiende uno de los principales distritos de domiks. Caminamos entre pequeñas viviendas que, a vista de pájaro, podrían parecer prendas remendadas con chatarra, esparcidas por la ciudad de manera aleatoria. Tras una de ellas, aparece Pirusa, una mujer menuda y despeinada que sujeta una cortina morada de tul y nos ofrece entrar.

Su salón-cocina-dormitorio-tienda alberga, en poco más de dos metros cuadrados, sofás, cocina, mesa, estufa y televisión. Enormes crucifijos cuelgan de las paredes, también una falsa viña con racimos de uva de plástico. El mueble de la televisión y el rincón entre dos sofás sirven de expositores: champús, maquillaje y todo tipo de productos cosméticos se apilan en un intento de tienda. Un periquito amarillo en una jaula de barrotes rosas canta de forma estridente.

Pirusa no estaba en Gyumri cuando ocurrió el terremoto. Aún vivía en Noktemberian. Su marido, Paryur, y su familia sí lo vivieron. A Pirusa le dieron una domik en la que vive con Paryur y los hijos de ambos. «Ella consta como madre soltera. Aunque estamos casados, no tenemos un papel que lo acredite», dice él.

Este refugio temporal tardó en llegar más de dos años.

—Los primeros días después del terremoto, la gente dormía en tiendas de campaña o donde podía. A nosotros nos dio una tienda de campaña un familiar y al menos teníamos algo. No había nada que comer ni nada que hacer. Por las noches hacíamos hogueras y nos sentábamos alrededor del fuego a esperar —recuerda Paryur.

El día del terremoto, Paryur, que era un niño de doce años, no fue a la escuela. Cuando el edificio en el que vivía empezó a temblar, salió corriendo y pudo salvarse. Su madre y su hermana, que estaban en la casa, quedaron atrapadas por las ruinas; pero los equipos de rescate lograron encontrarlas sanas y salvas.

—A mi madre le dieron uno de los nuevos apartamentos, pero son viviendas de mala calidad y de dos habitaciones. Ahora van a derribar esta domik porque lo único que les interesa es construir tiendas, restaurantes y hoteles. Cuando lo hagan, no tendremos opciones porque no se nos considera casados a efectos legales. Yo pregunto qué voy a hacer si tiran abajo esta casa y me dicen que no les importa, que me vaya a vivir con mi madre. A ellos no les importa nada porque viven en palacios —explica Paryur.

A Paryur le falta el pie derecho.

—Ahora me volverán a operar. Tienen que seguir cortando. La gangrena no deja de avanzar.

Paryur era taxista.

—Así no puedo conducir. Ahora me dedico a vender productos de cosmética en casa. Compro en Yereván y luego lo vendo aquí. ¿Qué más puedo hacer: robar? A veces fío lo que vendo y muchas de esas personas nunca llegan a pagar.

Se siente la víctima de un engaño constante:

—Ya ni me dan mi pensión. Ahora me dan la mitad. Mi familia sobrevive con quince mil drams al mes [37$]. Ellos dicen que han reducido la cantidad porque creen que consumo drogas. Yo les enseñé mi piel y les dije: ¿acaso tengo pinta de drogadicto? —explica Paryur indignado—. Solo necesitaban inventar una excusa para quedarse con la mitad de mi pensión y yo no puedo hacer nada contra eso.

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Paryur y Pirusa viven con sus tres hijos: Asmik (quince años), Henrik (siete) y Tigran (seis). Las condiciones en las que viven, la humedad de la casa, a menudo es la causa de enfermedades. Paryur enseña su pierna derecha y levanta la pernera izquierda, a la que, según dice, también empieza a afectar la gangrena.

—Todos hemos sufrido enfermedades aquí —dice Pirusa—. Yo, a veces, cuando intento levantarme, no puedo moverme ni caminar y me tengo que quedar en la cama.

—Yo no puedo ni dormir por la pierna —dice él.

—Ni siquiera nos dan medicamentos —añade ella.

—Ni siquiera me dan unas muletas. Estoy usando unas viejas y destrozadas con las que me caeré cualquier día. Mira, te las voy a enseñar para que veas que no sirven para nada —Paryur muestra unas muletas evidentemente inestables—. Pero no les importa. Se niegan a darme otras. A mí esto me lo ha provocado el frío y la humedad de esta casa. Todo empezó en los dedos del pie derecho. Se pusieron negros como aceitunas. Ni siquiera podemos quemar madera en la estufa porque el precio de la leña sube más y más —queman excrementos de animales—. Todos hemos enfermado aquí. No se puede vivir así. Aquí cuando llueve nos cae el agua encima. Estas casas son tan malas que cuando caminas junto a ellas te caen a pedazos sobre la cabeza. Esta situación es horrible y yo soy un hombre a medias. ¿Cómo voy a mantener a mi familia con quince mil drams?

—Ya no tenemos esperanzas —dice Pirusa—. No nos van a dar el apartamento que nos prometieron y además nos van a quitar lo que nos dieron mientras esperábamos. Pueden echarnos cuando quieran. Quizá en diez días. Si lo hacen, me iré a vivir con mis hijos a la puerta del Ayuntamiento. A mí ya me da igual todo.

—Si antes tenían algo de caridad, ya la han perdido —interrumpe Paryur—. Solo nos podrán ayudar otros países, porque nuestros políticos ya no tienen ni remordimientos.

***

Levon Barseghyan es el presidente del club de prensa Astarez, en Gyumri, y activista de derechos humanos. Junto a él recorremos los principales distritos de domiks y de apartamentos de reciente construcción destinados a las familias que durante más de veinte años han vivido en refugios temporales. Muestra, también, el lugar en el que se iban a construir los cuatrocientos treinta apartamentos que el Gobierno prometió entregar en septiembre de 2013. Es un lugar desierto abocado a convertirse en vertedero. No hay ni cimientos y, a juzgar por la apariencia, tampoco intenciones.

—El gobierno reconoció que iba a dar cuatrocientos treinta apartamentos y el resto le da igual. Solo en Gyumri hay unas cuatro mil doscientas personas que todavía no tienen casa —dice Levon.

—¿Y en qué se basará el reparto?

—Bueno, son familias que cuando se quedaron sin casa quizá contaban cuatro o cinco miembros y ahora son quince. Es una forma de compensarles por tener una gran familia. Y para ello se les obsequia con apartamentos de dos habitaciones en los que no caben. Muy lógico. Y, casualmente —añade—, lo anunciaron antes de las últimas elecciones presidenciales. Muchos seguirán viviendo en domiks, al menos durante el invierno, porque no pueden permitirse pagar, por ejemplo, el gas.

El área de Avtokayaran, junto a la estación de autobuses, es el mayor distrito de domiks de Gyumri, según Levon. Lo que fue un amplio jardín, se convirtió en un barrio de contenedores metálicos en el que con el tiempo las familias han ido construyendo ilegalmente con los materiales de baja calidad que podían conseguir: madera, piedra, metal.

La domik 104-666 es verde y metálica. Según explica Levon, los tres primeros números indican el número del distrito y, los tres últimos, el número de cada domik dentro de cada distrito. En esta viven Karine Kirakosyan y una de sus hijas, Yepraksia. La casa en la que vivían Karine y su familia cuando ocurrió el terremoto no quedó totalmente derruida, pero sí inhabitable. Gracias a eso, recuerda, pudieron escapar. Yepraksia era apenas un bebé de quince días. La hija pequeña de Karine, Vartuhi, que nació el mismo día que su hermana tres años después, vive en casa de sus suegros, aunque sigue registrada en esta domik. Ella y su hija Seda han venido a visitar a Karine y Yepraksia. Seda, que tiene dos años, se esconde entre los pocos muebles del salón-cocina mientras muerde algo parecido a una goma de borrar.

Mi padre nos llevó a su pueblo, pero yo quería volver a la ciudad. Él compró esta casa, si se le puede llamar así. Hay muchas ratas. Todo es abierto y tan húmedo que entra el agua —explica Karine—. Vivimos con dieciséis mil drams mensuales [40$].

¿Es su paga de viudedad? —el marido de Karine murió años después del terremoto.

¿Qué es eso? Aquí no existe algo así. Es mi pensión por ser pobre. No hay nadie que pueda ayudarme. Cuando nieva mucho, me voy a casa de mi hermana. La hermana de mi marido me dice que me vaya a vivir con mi hija, pero ¡las mujeres armenias no vivimos con nuestros yernos!

En 1995 se retomaron los planes de reconstrucción que habían quedado paralizados por la guerra de Nagorno-Karabakh. Y ocurrió, según explica Levon Barseghyan, gracias a los ricos de la diáspora, que enviaron dinero al Gobierno para que ayudase a las familias que todavía vivían en domiks. Solo en Gyumri, explica Levon, unas diecisiete mil quinientas personas murieron en el terremoto y veintiocho mil familias perdieron sus casas.

Estos distritos que veis a nuestro alrededor fueron construidos para las familias que se quedaron sin casa después del terremoto. Aquel edificio de la derecha fue construido por Cruz Roja; estos otros, con dinero de la diáspora y de las arcas del Estado. Estos últimos son edificios de baja calidad, que se entregaron hace apenas dos años solo para cumplir una promesa y nada más.

En una calle abarrotada de coches Lada viejos y destrozados se alternan domiks de distintos materiales, a menudo rematados con chapas metálicas. Una de ellas alberga tres pequeños apartamentos en su interior. En el primero a la izquierda, nos recibe Arkadi Melikian, con su bebé en brazos. Arkadi nació un mes después del terremoto. Tras perder su casa, su familia se trasladó a Rusia, donde vivieron con unos parientes.

Cuando mi familia volvió a Armenia, compraron esta domik. Pero todavía esperamos que nos den una casa de verdad —Arkadi comparte esta domik con su mujer, su hijo, su hermano, su madre y su abuela.

¡Ha llegado mi abuela! ¡Ha llegado mi abuela! ¡Ha llegado mi abuela! —grita con insistencia Hamlet, el bebé que Arkadi sostiene sobre su regazo.

Pero bueno, yo no me quejo de las condiciones en las que vivo. Si me quejo, ¿voy a cambiar algo? —pregunta Arkadi, resignado.

¡Ha llegado mi abuela! ¡Ha llegado mi abuela! ¡Ha llegado mi abuela! —sigue gritando Hamlet.

***

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Savoyan no es uno más de los noventa distritos de domiks que surgieron en Gyumri a raíz del terremoto. Es uno de los lugares más deprimentes de la ciudad. Aquí, lo más parecido a un bloque soviético que sigue en su sitio es el cielo y, por su apariencia, nadie garantiza que no se vaya a desplomar en cualquier momento. En este distrito, de trescientas domiks, viven casi mil personas. Hay una diminuta frutería, metálica, oxidada; domiks de todo tipo y muchas caras tristes. Una domik, con un tejado saliente, como si perteneciese a otro edificio, destaca entre el resto. Tras la valla de alambre y chatarra, una ingente cantidad de juguetes y trastos viejos se apilan junto a las paredes metálicas como si intentasen sujetar la casa. Afuera, dos niños juegan con un triciclo viejo y una bañera. Armenehi Davtyan, de veintiséis años, nos invita a pasar a su domik, que fue una cafetería rusa. Dentro hay casi tantos trastos como fuera. También varios gatos. Un gato blanco y negro sale corriendo y choca con una fuente de porcelana que hay en el suelo. El padre de Armenehi perdió la vida el día del terremoto; su madre, diabética, murió en 2006. Ahora, Armenehi, su marido, Samvel, y sus dos hijos, Sos (nueve años) y Marianna (dos), viven con la tía de Armenehi, Tsajik.

Nos han prometido que nos darán la casa. Pero, sinceramente, ya no sabemos lo que va a pasar —dice Armenehi sin perder del todo la esperanza—. Hemos tenido muchas enfermedades desde que estamos aquí, pero nos hemos ido curando. Qué puedo decir… Ya veis lo que hay —y una sonrisa tímida muestra un par de dientes de oro. Los niños desaparecen.

—Ara Kodchayan nos ayuda mucho —dice, mostrando una carátula de cedé en la que figura el hombre en cuestión—. Viene los sábados y los domingos a traer ropa y comida al barrio. Además tiene un centro en el que los niños pueden comer y jugar y los fines de semana se los lleva allí de 17:30 a 19:30.

Aparece Gejetsik, la suegra de Armenehi, con un pañuelo negro y amarillo sobre la cabeza. Gejetsik significa guapa. Ella no vive en esta domik: ha venido de visita y a recoger a sus nietos, que pronto llegarán de la escuela.

Cuando mi otro hijo murió, mi nuera abandonó a los niños, se fue a casa de su madre y luego se casó con otro hombre. Ahora los niños viven conmigo. Mi domik está aislada: no está en un distrito, no hay ninguna más alrededor explica Gejetsik—. Mi hijo murió hace cuatro años porque no teníamos dinero para pagar el tratamiento. Tenía veneno en la sangre.

¿Veneno en la sangre?

Sí, veneno. Tenían que hacerle una transfusión, pero nunca lo hicieron.

Tras el terremoto, Gejetsik y su familia vivieron durante los primeros días en la calle.

Hacíamos lo que podíamos con telas o con lo que encontrábamos hasta que nos dieron tiendas de campaña. Luego me dieron una domik, pero un día la estufa empezó a arder y se quemó entera. Yo tenía problemas en los pulmones y en la cabeza. Me salieron unos bultos de grasa y un hombre que se llama Melik Sarkissian me operó. Este hombre, además, me compró una nueva domik, que es en la que ahora vivo con mis nietos. Es un lugar lleno de ratas, por eso tenemos tantos gatos. Pasamos mucho miedo.

Gejetsik y su familia vivieron durante diez años en una tienda de campaña, a la espera, si no de un apartamento, al menos de una domik.

En esa tienda murió mi marido en 1993, de bronquitis —explica.

La hermana de Armenehi, Arevik, quiere que visitemos su domik. Era una tienda de flores. Las paredes son de estaño, vidrio y cartón. Arevik, de veinticuatro años, vive con sus dos hijas, de cuatro años y dieciocho meses, junto a la domik de su tía. Sobrevive con veintisiete mil drams mensuales [66$] y lo que consigue vendiendo la chatarra que recoge de las domiks que se van destruyendo.

Sona, la hija de Arevik, comparte un espacio de poco más de dos metros cuadrados con su madre, su hermana, dos gatos y un perro. «Los gatos son necesarios», dice Arevik: este sitio está plagado de ratas. Una estufa, dos pequeños sofás, una televisión, y una mesa. No hay espacio para más. El padre de Sona fue a Rusia en busca de trabajo y no ha vuelto. La historia se repite tan a menudo en estos distritos, ahora poblados, principalmente por mujeres, ancianos y niños, que Arevik no espera que vuelva.

—No tengo noticias de él desde hace mucho tiempo —explica, bajando la mirada.

—¿Crees que volverá?

—Lo que creo que es que Dios nos ayudará a salir adelante —dice ella, con tristeza y levantando la mirada, mostrando todo el rímel que le cubre parte de la cara.

Cuando Arevik lamenta que su hija no alcance el peso óptimo por no disponer de dinero para alimentarla, Sona empieza a llorar y a gritar. Su madre la sube sobre su regazo y la niña se calma cuando empieza a mamar. Cuando termina, la niña busca al gato pequeño, de apenas unos meses, y empieza a jugar con él y con su madre. Ambas disfrutan. Tristes, pero juegan y sonríen. Hasta que Sona, enfadada con el pequeño gato, agarra al animal como a un juguete roto y lo lanza contra el suelo. La madre mira a la hija como si entendiese su reacción: como si estuviese acostumbrada a convivir con el desencanto de una niña que empieza a vivir sin tener muy claro para qué.

—He vivido aquí desde que me casé. Esto era todavía peor, si ahora se puede estar es gracias a que mi marido lo fue arreglando poco a poco. Se lo dieron sus jefes, cuando trabajaba en una empresa de construcción, había sido una floristería rusa. Hasta entonces viví en la domik de mi tía porque mi madre había muerto.

Arevik no tiene grandes ambiciones. Ni siquiera pide un apartamento:

—Yo lo único que quiero es que me den una domik.

Porque el lugar en el que vive no es ni eso.

***

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De camino a Spitak, Sarkis, taxista, de setenta y un años, recuerda con todo detalle cómo vivió el día del terremoto. Aunque reconoce que es incapaz de describirlo: «no se puede contar lo que vivimos, hay que estar ahí». Sarkis, que entonces era militar, volvía a casa cuando su coche, el mismo Volga negro que ahora le sirve como taxi, empezó a tambalearse.

—Había llovido, las calles estaban sin asfaltar y llenas de baches y de barro: me pareció normal el movimiento de mi coche.

Y, entonces, los edificios empezaron a desplomarse.

Muchos pensaron, el día del terremoto, que aquella catástrofe se debió a una explosión nuclear subterránea. La planta nuclear de Metsamor, más cercana a Yereván, tembló ligeramente. Pero no hubo daños. No obstante, el temor ante un eventual terremoto ya había provocado su cierre durante años. Unos meses después del terremoto, fue abierta de nuevo. Con un diseño inadecuado y anticuado, esta construcción soviética sigue en pie y en activo. Está considerada, por su localización y por su infraestructura, la central nuclear más peligrosa del mundo.

—Llegó un punto en el que no podía conducir. Pero ni pensé que sería un terremoto hasta que vi cómo todos los edificios empezaron a caer a mi alrededor. Sobre todo, los edificios nuevos, que eran de mala calidad.

Sarkis deja de hablar y frena en seco.

—Ahora tengo que solucionar mi problema de agua —aclara.

El terremoto, de 6,9 grados en la escala Ritzer, afectó a un diámetro de ochenta kilómetros. No habría sido tan devastador si los materiales de los edificios, especialmente los más recientes, hubiesen sido mínimamente dignos. Construidos durante la Perestroika, la reestructuración impulsada por Gorbachov y sus ministros desde 1987, estos edificios no contaban con materiales resistentes que soportasen los caprichos de la naturaleza, en una zona de alta actividad sísmica.

Esta región forma parte del mayor cinturón sísmico, que va de los Alpes al Himalaya. El desliz de una falla inversa al norte de Spitak, una zona de convergencia entre placas tectónicas, dio origen al terremoto de 1988.

Un equipo de expertos en sismología estadounidense estudió el terreno y concluyó que las consecuencias del terremoto, que no había sido tan intenso, se debieron a las deficiencias en la construcción de los nuevos edificios. Se decidió, desde entonces, no construir bloques de más de cinco plantas en la zona. Pero no dejaron de utilizar materiales que volverían a hacerse pedazos.

Sarkis baja del coche, abre el capó y rellena el depósito del agua. Es un hombre alto y corpulento; de ojos pequeños, muy redondos y expresivos que, cuando recuerdan, brillan como dos canicas. Enfundado en una chaqueta de borreguillo, Sarkis esconde sus canas bajo una gorra de cuero negro.

Cuando Sarkis llegó a lo que había sido su casa, ya convertida en ruinas sobre una piscina, encontró a Rima, su mujer, gritando: «¡Que alguien encuentre a Sarkis!». Él la subió a su coche y la llevó al hospital militar. Tenía varios huesos rotos. Sarkis recuerda que a las siete de la tarde los helicópteros comenzaron a trasladar a los heridos a ciudades como Yereván, Kiev, Moscú.

—El que tenía suerte llegaba a Yereván. Allí llevaron a mi mujer. Estuvo cuatro meses ingresada en el hospital, luego tuvo que seguir andando con muletas, pero ahora ya anda bien, gracias a Dios. Y, bueno, ¡ahora está en casa! —explica gritando con un tono alegre.

Sarkis perdió a su padre y al hijo de su hermano durante el terremoto. Del edificio en el que vivía, de ciento veinticinco apartamentos, no quedó nada.

—El vecino de al lado de mi apartamento había muerto hacía siete días. En Armenia, cuando se cumplen siete días tras la muerte de alguien, sus familiares acuden a la casa y todos juntos van al cementerio a llevar flores. El día del terremoto, el hijo de mi vecino salió a comprar flores y treinta y ocho personas se quedaron esperándole en casa para ir juntos al cementerio. Todos murieron.

De aquella familia, recuerda Sarkis, solo sobrevivieron el chico que salió a comprar las flores y uno de sus primos, que estaba en la escuela.

Durante los primeros días, aquellos que se quedaron sin casa no tenían un lugar en el que dormir. En realidad, no tenían nada salvo la vida.

—Buscábamos maderas y poníamos lo que podíamos encontrar para sentarnos: telas, lana… ahí nos quedábamos las noches enteras. La escena era horrible —recuerda Sarkis.

Mantenerse vivo se convirtió en una ambición:

—A la mujer que alimentó a su hija con su propia sangre, la rescataron los perros unos días después. Se había rajado los dedos con piedras para sangrar. Era lo único que podía ofrecer a la criatura, estaban atrapadas entre las ruinas —explica.

De los hospitales de la zona afectada no quedó nada. Un tercio del personal sanitario murió bajo sus ruinas. De todo el mundo llegaron toneladas de mantas, comida, dinero, máquinas de diálisis, refuerzos médicos, tiendas de campaña, perros detectores. El aeropuerto de Yereván nunca estuvo tan concurrido. Algunos aviones no llegaron: dos de ellos cayeron por el camino. A punto de aterrizar, un avión que transportaba un equipo de rescate se estrelló contra un helicóptero. Setenta y ocho personas murieron. Otro helicóptero, con refuerzos desde Yugoslavia, se estrelló al día siguiente. Siete tripulantes de a bordo murieron.

Se ha dicho que el terremoto de Armenia de 1988 fue el detonante del final de la guerra fría, si no una de sus causas. Aquel día, Mikhail Gorbachov, que se encontraba en Estados Unidos para reunirse con George H. W. Bush y con Ronald Reagan, regresó a la URSS. Abrumado por la catástrofe que asoló una de las repúblicas soviéticas, no tuvo más opciones que, en plena guerra fría, pedir ayuda humanitaria a Estados Unidos.

Las domiks tardaron en llegar. Algunas familias tuvieron suerte de recibir uno de estos contenedores temporales que el Gobierno soviético distribuyó entre los afectados. Otros, tuvieron que construir los refugios con sus propias manos, con los materiales que iban encontrando a su paso.

El colapso de la URSS, y la consecuente independencia de Armenia, en 1991, paralizó los planes de recuperación. La guerra de Nagorno-Karabakh desvió la atención. En 1991, cuando estalló la guerra con Azerbaiyán, país que administraba la región montañosa de Nagorno-Karabakh, poblada por armenios, el proceso de reconstrucción de las ciudades afectadas por el terremoto volvió a quedar paralizado. Había una prioridad: los refugiados armenios que huían de Azerbaiyán. Mientras, las familias que vivían en domiks cayeron en el más absoluto abandono. La desidia política fue normalizando las domiks a su paso. Su presencia, veinticinco años después, ha dejado de despertar interrogantes.

La primera vez que vi algo parecido a un vagón de tren convertido en casa, un autóctono respondió que en las zonas a las que afectó el terremoto aún vive gente en contenedores metálicos por miedo a construir lo que otro terremoto podría destruir y quedarse, de nuevo, sin casa. Miedo a perder lo que no se tiene. Y nadie le corrigió porque cerrar los ojos ayuda a seguir soportando a los otros y a uno mismo.

—Es imposible vivir veinticinco años en un lugar que fue construido para aguantar dos. A nosotros nos dieron una domik y vivimos allí ocho años. Yo fui perdiendo la esperanza de que nos diesen la casa que nos habían prometido, así que con lo que había ido ahorrando poco a poco, al final compré un apartamento —cuenta Sarkis.

A la salida de Gyumri, Sarkis señala hacia la izquierda. A los pies de una colina, se extiende un enorme cementerio que, desde la carretera, parece un anillo de tumbas que rodea el promontorio.

—Si aquí mueren unas tres personas al día, al mes son noventa, imaginaos la cantidad de gente que han enterrado aquí durante veinticinco años, además de todos los que murieron durante el terremoto. Este es el tercer cementerio de Gyumri. Aquí empezaron a enterrar a la gente después de aquel día. Las noticias dijeron que habían muerto veinticinco mil personas. Pero mintieron. Murieron muchos más y algunos nunca aparecieron. Mi padre murió durante el terremoto y todavía no le hemos encontrado —dice Sarkis.

***

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Quedan historias de esperanza.

Anna Yeghoyan habla de la «milagrosa» historia de su familia. De su amplia familia (unas cincuenta personas), aquella mañana, todos se encontraban en lugares diferentes de Armenia a los que afectó el terremoto, y todos ellos salieron ilesos. Anna, sus padres y su hermano, se trasladaron temporalmente a Georgia, donde les acogieron sus tíos. Ahora viven de nuevo en Gyumri y tienen una casa.

Anna y su hermano se convirtieron, de la noche a la mañana, en niños de cinco y seis años, respectivamente, que aprendieron a valorar la vida por encima de todo.

—Poco más nos importaba. Creo que es una sensación que se extiende a la mayoría de la gente de Gyumri: damos gracias a la vida por permitirnos seguir aquí y nos resulta muy difícil quejarnos. Por eso, quizá también consentimos tantas cosas y no hacemos tantas manifestaciones contra nuestros políticos como sí se hacen en Yereván —explica.

No obstante, el desencanto de los ciudadanos de Gyumri es manifiesto: «Aquí el hombre que gobierna en Armenia pero que no ganó las elecciones —y todos lo sabemos—, solo obtuvo el 27% de los votos en las pasadas presidenciales», explica Levon.

En Armenia uno de cada tres habitantes vive en la pobreza. Es, precisamente, Shirak, la provincia más afectada. El 46% de la población de esta región es pobre, según el último informe del Servicio de Estadística Nacional, presentado hace unos días.

Anna y su hermano también aprendieron a disimular ante los niños huérfanos:

—Nunca antes hubo tantos orfanatos aquí, y a los niños que conocíamos y que sabíamos que habían perdido a sus padres durante el terremoto, jamás volvimos a mencionarles nada que pudiese dar a entender que lo sabíamos.

Toda una generación de niños tristes. Crecer en Gyumri en los años noventa era poco más que mantenerse con vida. Anna recuerda como un episodio impactante el día que un niño se acercó a su hermano para preguntarle: «¿Reír es bueno?».

Anna está convencida de que a su padre le salvó una casualidad:

—No recuerdo un solo día que no haya ido a trabajar, salvo aquel. Y no lo hizo porque estaba cubriendo una ausencia y la noche anterior descubrió que aquella persona estaba en Gyumri. Se sintió tan engañado que se negó a ir a trabajar el mismo día que ocurrió el terremoto. El centro en el que trabajaba quedó arrasado.

Si al padre de Anna lo salvó una decepción, la mujer de Sarkis sigue viva, posiblemente, gracias a una fobia:

—Mi mujer odia los ratones, les tiene mucho miedo —Sarkis deja de hablar para reír—. Nunca habíamos visto alguno en nuestra casa, pero esa mañana, justo antes del terremoto, le pasó un ratón por encima del pie —vuelve a reír—. Le dio tanto asco que salió corriendo de la casa. Ella seguía corriendo y, cuando llegó al portal, empezó el terremoto. Cuando ya estaba fuera del edifico, este se desplomó.

Los que estaban dentro de los edificios, empezaron a saltar por las ventanas. El tío de Anna saltó de un quinto piso.

—No sé si debería decir que era un quinto, porque teniendo en cuenta la velocidad a la que caía el edificio y la que caía él, quizá en el momento del salto estaba mucho más cerca del suelo. Si no, no me explico que no tuviese ni un rasguño.

La hija de Sarkis tomó la misma decisión y salió ilesa tras saltar desde el tercer piso de la universidad en la que estudiaba.

Si hay un recuerdo común en los habitantes de Gyumri sobre aquel día son gritos y personas desesperadas saltando al vacío.

***

Ya en Spitak, la hija de Sarkis nos lleva a la domik en la que vive su mejor amiga. Spitak, que significa blanco en armenio, fue totalmente arrasada por el terremoto. Si bien se planteó la posibilidad de construir la nueva ciudad en un emplazamiento alejado del epicentro, finalmente la nueva Spitak se levantó sobre las ruinas de la anterior.

—Spitak fue construida en el mismo lugar —dicen Sarkis y su hija al unísono.

El día que Spitak desapareció, contaba unos veinte mil habitantes censados. Decenas de miles de armenios que acababan de venir de Azerbaiyán huyendo de las persecuciones étnicas, conformaban gran parte de la población flotante, en una localidad industrial que vivía en gran medida del refinado de azúcar de remolacha.

—Aquí hay menos vagones porque, además de que se ha invertido mucho más en esta ciudad, cuando entregan un apartamento, la domik en el que vivía esa familia suele destruirse. Aquí el 95% ya ha recibido un apartamento, mientras que solo el 5% de los que perdieron sus casas siguen en domiks. De las veinte mil personas que vivían en Spitak antes del terremoto, murieron la mitad ese día. La mitad que no murió, se quedó sin casa —explica Sarkis de camino a la domik de Tamara.

Descendemos por un estrecho y tortuoso camino. La domik de Tamara Sarkissyan es uno de esos contenedores metálicos de forma cilíndrica y color marrón que parecen parte de un camión cisterna pero que fueron construidos para alojar temporalmente a los supervivientes del terremoto que se quedaron sin casa. Tamara, sesenta y cinco años, delgada, pelo corto de color ceniza, nos recibe.

—La gente no cree que vivimos aquí. Vino la policía hace unos días y me dijo: «Mujer, tú lo único que quieres es que te demos otra casa».

Tamara recuerda que, durante el terremoto, estaba en casa de una amiga, en un quinto piso. Cuando advirtió lo que estaba pasando, su amiga le dijo: «Son los azerbaiyanos, que nos están atacando». Tamara salió descalza de la casa y, cuando llegó al tercer piso, una mujer con un bebé de tres meses pedía a gritos que alguien salvase a su hija. Tamara se llevó a la niña. Aunque la ciudad entera desapareció, solo algunas casas viejas de una planta quedaron en pie.

—Después la policía dijo que el centro ya no existía. Mi casa estaba aquí, no pasó casi nada a las otras casas de alrededor, pero la mía, que era de dos plantas, se vino abajo. Cuando la vi medio derruida, empecé a gritar y en ese momento se vino completamente abajo. Yo pedí un vagón, pero me dijeron que si no se me había muerto nadie, no me daban nada, así que durante un tiempo me acogieron en casa de una amiga. Me lo dieron un año después. Hasta ahora no he tenido otra casa —cuenta Tamara.

La domik de Tamara se encuentra junto a las ruinas de su casa. Ella y su hija, ambas divorciadas, viven solas. Ambas pensiones suman cincuenta mil drams [123 $].

—Yo me divorcié porque mi marido bebía mucho y el día que me agredió con un cuchillo decidí acabar con todo —explica Tamara—. Mi hija se divorció y luego murió su hijo. Era maestra, pero la echaron. En Armenia las cosas funcionan así: si no tienes un pariente, puedes irte a la calle en cualquier momento. Ahora mi hija tiene asma, provocado por las condiciones en las que vivimos —Tamara ha perdido la esperanza de recibir la casa prometida.

—Dicen que este año no hay más casas; que para el próximo ya se verá. Lo único que hacen es prometer —lamenta.Tamara nos acoge en una de las dos habitaciones de su domik. Cuatro camas, sacos de patatas, cestas de manzanas, libros, maletas viejas y una televisión.

—En esta habitación dormimos, nos aseamos: aquí lo hacemos todo —explica Tamara— Esto es horrible, sobre todo para mi hija. Cuando llueve, entra el agua. Vivimos dentro de una nevera y en verano no se puede ni respirar.

Hasta ahora, dos personas comparten un espacio de nueve metros por dos. Pero pronto serán muchos más.

—Cuando uno de mis hijos se casó, como vivir con su familia aquí era imposible, mi hermano, que vive en Rusia, le regaló una casa que tiene en Gyumri y que no usaba. Allí vive mi hijo con su mujer, que pronto tendrá un bebé, y con su suegra. Pero ahora mi sobrino quiere venir a vivir a esa casa y mi hijo se tiene que ir. Solo queda un lugar: volver a esta domik. Dentro de poco seremos cinco y no sé cómo lo vamos a hacer —explica Tamara con desesperación—.¿Sabes? Yo siempre me he sentido española. En serio. Creo que tengo algo en el alma —dice Tamara, entre risas, mientras llena mi mochila de caramelos y ofrece manzanas.

A la salida, Tamara nos enseña las ruinas de la que fue su casa y antiguas fotos. Junto a su domik, un pequeño reguero de agua filtrada es lo más parecido al agua corriente que se pueden permitir.A menudo, les visitan las serpientes.

—Hace poco entró una. Me quedé paralizada durante hora y media. No sé si también miraba la tele como yo, pero aquí se quedó —su hija ríe a carcajadas desde la otra habitación—. Pasé mucho miedo hasta que por fin se fue. Pero ahora las serpientes son mis amigas. Mi nieta, que a veces viene a visitarme, también se ha acostumbrado a su presencia. Es tan valiente como yo: ya no tenemos miedo a nada.

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Fotogafía: Virginia Mendoza

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2 Comentarios

  1. Gracias, Virginia, por mantenernos informados sobre las cosas que realmente importan.

  2. Pingback: La amiga de las serpientes | Cuaderno armenio

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