Juegos Ocio y Vicio

La corriente del indie (I)

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Fotografía: Rebecca Pollard (CC).

Me gustan mucho los helados. Cuando se planteó mi boda mi mujer se encargó de casi todo. Solo le pedí que me dejara encargarme de los helados. Pregunté al cocinero de la boda por una buena heladería, y me reuní con los dueños. Me preguntaron por otras heladerías de mi gusto. Comenté que me había gustado algún helado de cierta famosa cadena heladera catalana. Uno de los heladeros no pudo evitar enarcar una ceja, evitando mostrar más cambios faciales que desvelaran su disgusto.

Pero sus helados son industriales —dijo.

El indie es justo eso. Es el aprecio por lo artesanal y, por ende, el desprecio por lo que se prepara con el objetivo de encandilar a una mayoría. El indie suele contar con pocas posibilidades de crear un efecto viral, propagando su mensaje por las colinas de lo mainstream. Tiene menos medios, tiene que enamorar únicamente con su talento sin que el maquillaje propagandístico lo embellezca. Y por ello, el indie es valorado por su naturalidad.

En el videojuego lo indie está de moda gracias a títulos como Minecraft (Markus Persson, 2009) o Braid (Jonathan Blow/David Hellman, 2008), que apostaron por mostrarse sin tapujos, satisfaciendo los propios intereses que sus desarrolladores tenían. Dadas esas fechas puede pensarse que el indie es reciente, pero no es así, ya que desde siempre ha habido desarrolladores que con pocos medios han logrado crear grandes obras. Si hablamos, pues, de la obtención de la fama y la gloria por parte de lo indie, es razonable y entretenido pasatiempo el meditar sobre los motivos que han llevado al término a estar en boca de todos y, también sobre lo que le depara.

En primer lugar el videojuego es una rama cultural de muy reciente facturación. Al tener tan poco bagaje (hablamos de unas cuantas décadas) ha sido ahora cuando el mercado ha explotado, permitiendo que el videojuego se considere, más que nunca, un producto. Y como todos los productos que son engullidos por la fabricación en cadena y la mercadotecnia comienza a evolucionarse hacia una manera de pensar que enfoque con mayor importancia la salida de ese producto, su ramificación empresarial, su llegada al consumidor, dejando más de lado la propia creatividad del producto en sí. Se acaba echando de menos cierta artesanía, presente en los títulos que ahora llamamos retro, que carecían de tutoriales sencillísimos como los que hay ahora, en los que se guía al jugador por caminos en los que apenas hay que pulsar botones.

El jugador veterano abre muchísimo los ojos, clamando al cielo y pidiendo una venganza que no llega, rumiando para sí y para sus compañías, en decadente caterva, sobre los males que la industria del videojuego va a insuflar en las almas de los jovenzuelos.

El indie ha recuperado ese concepto de dificultad, esa cultura del esfuerzo, siendo uno de los motivos por los que está en auge. El jugador indie suele añorar una dificultad que ya no está presente en los títulos actuales, por eso a los desarrolladores indie actuales les suele apetecer crear videojuegos a los que les hubiera gustado jugar con ocho años.

Otro de los motivos que llevan a lo indie al terreno de lo llamativo en estas últimas fechas es la propia participación del usuario en su proceso creativo. El videojuego, con temprana edad, se componía de líneas y líneas de código que el usuario que no sabía de programación no podía sino entender como brujería binaria. Parte del encanto de los juegos antiguos reside en su dificultad creativa, en que al ser un terreno nuevo que explorar, el plasmar digitalmente lo que uno tenía en la cabeza no era tan fácil como lo es ahora. Es interesante reflexionar sobre el hecho de que el que los juegos fueran más difíciles antes se debe, en parte, a que sencillamente no se tenía el dominio necesario como para hacerlos más fáciles de una manera que no empobreciera la mecánica de juego (no me refiero a poner menos enemigos). Ahora cualquier programador amateur tiene acceso a programas como Unity 3D, pero es que además ni siquiera es necesario el conocimiento del código, ya que otros programas como Game Maker permiten crear grandes juegos sin tener que entender nada de programación (aunque obviamente ayude, en caso de tener el conocimiento). Uno de los más respetados desarrolladores indies españoles, Locomalito, usa esta herramienta. Desarrollar videojuegos está cada vez más al alcance de la mano para la mayoría gente. Es más fácil crear juegos.

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Una escena de LIMBO. Imagen: PlayDead Studios.

También hay que destacar el aspecto visual, y es que el que sea más fácil desarrollar videojuegos ha provocado que sus diversas capas internas también sean más fáciles de administrar: los diseñadores gráficos se han acercado al mundo del videojuego porque es una manera más de darse a conocer, pero también de que sus creaciones cobren vida, de que se les dé más importancia, ya que no son precisamente pocos los videojuegos en los que el plano artístico se convierte en una parte vital del proyecto. ¿O acaso sería lo mismo LIMBO sin ese aspecto estético ultra noir?

Al igual que la mercadotecnia ha evolucionado y ha abrazado al videojuego como su nuevo mejor amigo, los infantes que alguna vez disfrutaron con las consolas también han evolucionado. Ahora tienen bigote (o sujetador de lactancia), progenie y, con suerte, hipoteca. Y esos bigotudos elementos alguna vez fueron niños y quieren recordar lo bien que se lo pasaban.

Por eso a veces los conceptos de lo retro y lo indie se fusionan, porque en el fondo buscan a veces cosas parecidas: preservar de alguna manera la esencia de los videojuegos, esa dificultad, esa tierna cutrez de la que adolecían los más vetustos títulos del catálogo.

Dados algunos detalles sobre lo que significa el concepto indie y sobre el porqué de su fama actual, pasemos a hablar de algunos populares desarrolladores de la escena y de sus obras, para intentar llegar a una posición que nos permita contemplar el panorama, y ver si somos capaces de establecer alguna razonada conclusión sobre lo que le depara.

El empollón

Una de las más cimentadas parejas del indie es la formada por el Team Meat, compuesto por Edmund McMillen y Tommy Refenes; el primero es el portavoz del grupo y en el que me centraré.

La vida de Edmund McMillen no ha sido fácil. Cuando uno contempla su aspecto piensa que es el típico chico que seguía a Metallica a todos los conciertos hasta que estos decidieron quitarse la melena, el típico chico que creyó un tiempo en el grunge y que ahora adopta en sus conversaciones interesantes posturas sobre el ecologismo. Con ojos claros y voz suave, uno piensa en el típico niño que todos imaginamos sufriendo bullying, con una infancia en el suelo, debajo de la bota de otro niño, proyecto de Tony Soprano.

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Edmund McMillen y Tommy Refenes en 2012. Fotografía: Fuad Kamal (CC).

Edmund McMillen es un chico muy sensible. Nunca le gustó organizar fiestas, ni tuvo muchos amigos. Uno de los motivos que le llevan a desarrollar videojuegos es que así puede conocer a gente pasado un filtro, porque conocer a gente en la vida real, físicamente, le suele desagradar, pues se obsesiona con los peores rasgos que detecta y los utiliza como argumento para alejarse de esas personas.

La infancia de Edmund McMillen está marcada por una familia alcohólica, drogadicta, amante de la Biblia. Pero él no fue sumiso. Cuando se le regañaba y se le decía que iría derechito al infierno a causa de algo que hubiera hecho, él intentaba provocar mayor enfado.

En muchos de sus juegos hay un fondo de violencia, ora explícita ora sutil, que tiene sus orígenes en la religión. La Biblia es una obra violenta, donde se habla de la sangre de Cristo y de su carne. E igualmente todos los sacramentos acercan a Edmund al mundo de lo mágico, al comparar las misas con invocaciones grupales. La Biblia acerca a Edmund al mundo del gore y pronto Edmund desarrolla interés por el cómic como vía de expresión para sus inquietudes.

La personalidad de Edmund McMillen cambia cuando crece. De la religión recuerda su lado más benigno, mostrado por su abuela, a quien menta siempre como excepción de una familia terrible. Su abuela le imbuía un catolicismo positivo, una buena manera de ser, alejada de la presión y del qué dirán. Algunas de sus creaciones más tiernas están basadas en los recuerdos que tiene Edmund de su abuela, ya fallecida. Además deja de tenerle miedo a los monstruos, lo cual acaba añorando. Supera su infancia. Empieza a desarrollar sus ideas sin miedo a que sus padres le tachen de homosexual ni a que sus profesores enuncien quejas por verle dibujar bebés muertos. Comienza a ganar dinero. Todas las influencias recibidas se canalizan a través de su mente y se concretan en obras.

Super Meat Boy (Team Meat, 2010) es su primer gran éxito. Un éxito extenuante y agotador. Es un juego de plataformas de precisión, no apto para dedos flojos, en el que el protagonista, un trozo de carne sin piel, tendrá que encontrar en cada escenario a su pareja, un trozo de tirita secuestrada por un feto acorazado. Edmund McMillen no se ha cortado en mostrar fetos o vaginas en sus anteriores creaciones, y aun así Super Meat Boy es de sus títulos más limpios. La exasperante puntería requerida para afrontar las fases acabará poniendo a prueba al jugador más experimentado, en una estupenda recreación de esos plataformas antiguos de ocho bits que tanto añora el californiano.

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Una escena de Super Meat Boy. Imagen: Team Meat.

Los más de trescientos cincuenta niveles conforman una maratón de paciencia y sadismo para el jugador que disfruta cerrando un juego de manera furibunda, ofuscado ante la dificultad, para abrirlo de nuevo a los pocos minutos esperando que el azar le dé la suerte que antes le había negado. Saltos dobles y agarres a las paredes pondrán a prueba el timing del más templado. Trozos de carne, sierras, pinchos, lava, sal y demás parafernalia dañina adornan una historia poco elaborada y una jugabilidad básica, que no sencilla. Super Meat Boy nos aleja del juego fácil, complaciente, nos hace sudar y comprender el significado del esfuerzo y del sacrificio.

Pese a que Super Meat Boy es su primer éxito, y conserva un espíritu más puro y retro, es en The Binding of Isaac donde podemos acercarnos mejor a la sensibilidad de Edmund.

Frente a la seguridad de Super Meat Boy, un título clásico que es capaz de atraer a mucha gente dada la familiaridad de su estilo, The Binding of Isaac (Team Meat, 2011) apuesta por un estilo más transgresor, más atrevido al ser capaz de herir la sensibilidad del creyente. The Binding of Isaac es un juego sucio, guarro, desagradable, raro. Es mirar el contenido del váter después de usarlo y antes de darle al botón. Pero para Edmund es una llamada de atención sobre la rutina que nos rodea y a la que no solemos hacer caso.

The Binding of Isaac  es un juego cuyo argumento está inspirado en un relato bíblico. Isaac vive con su madre en una casa del campo, dibujando y jugando, hasta que su madre, adicta a los programas religiosos, comienza a oír una voz que le habla desde las alturas. El pobre Isaac verá seriamente restringida su vida, perdiendo dibujos, juguetes, la libertad, y finalmente, tras el último mensaje del Todopoderoso, parece que la vida. La madre se dirige hacia el cuarto de Isaac, quien se pone a mirar por todas partes en busca de una solución, encontrando una pequeña puerta hacia el sótano. Es ahí cuando comienza el juego, en una mazmorra en la que se entremezclan todas aquellas sensaciones dañinas, traumáticas y escatológicas que se tienen en la niñez.

En el juego deberemos atravesar cinco niveles de mazmorras, adquiriendo objetos y diversas habilidades, distintas en cada partida, de forma que cada una se convierte en una experiencia distinta. Un RPG/Roguelike de acciónLas mazmorras serán visualmente bastante sencillas, como los diseños de las propias criaturas y del protagonista, y las acciones también lo serán, consistiendo mayormente en sobrevivir a cada habitación de cada mazmorra derrotando a las criaturas albergadas en su interior.

Para que el lector asimile rápidamente el producto ante el que nos encontramos hay que señalar que nuestra infinita munición, al principio de la partida, consistirá en lágrimas. Y prepárese el jugador, que ante nosotros comenzarán a desfilar mierdas, sangre, pus, ojos y cerebros sangrantes. No es algo agradable de ver, pero hace hincapié en todo eso en que nos fijamos alguna vez siendo niños, en todo eso en lo que nos dejamos de fijar los adultos una vez que la televisión e Internet nos acostumbran ya a ver todo lo que puede salir fluyendo del interior de un ser humano. Veremos también en las breves escenas de vídeo entre fase y fase escenas con burlas escolares, el clásico sueño en el que caemos al vacío desde una altura insondable o el miedo a encontrarse un ataúd con alguien dentro.

El juego, pese a su simpleza y su acabado visual, o quizá precisamente por ello, acierta al ofrecer una mecánica de juego muy rica, al ser cada partida única, ya que prácticamente todo el contenido (mazmorras, bosses de nivel, armas, habilidades) será aleatorio.

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Una escena de The Binding of Isaac. Imagen: Valve Corporation.

No esconde su pretensión de ser, hasta cierto punto, desagradable. Usaremos a pájaros muertos como compañeros de batalla, derrotaremos a sanguinolentos gusanos y derribaremos montañas de caca a base de lagrimazos, obteniendo aumentos de vida a base de leche caducada o comida para perros, en toda una alegoría sobre el maltrato infantil, sin que falte tampoco la crítica hacia el fundamentalismo religioso a base de objetos como abalorios o cartas del tarot.

La belleza del juego de Edmund McMillen radica en la conversión del protagonista en una furiosa criatura vengativa, armada hasta los dientes, pero siempre de manera distinta y aleatoria. En esa aleatoriedad radica su atractivo, en cómo el morir tantas veces sucumbiendo ante la madre asesina nos fuerza a volver a empezar esperando esta vez mejor acierto y suerte.

Es un juego duro, no apto para todos los estómagos, espejo común de todo un cúmulo de fobias físicas y mentales plasmadas en un oscuro sótano imaginario poblado de garrapatas, fetos y moscas, en el enésimo trayecto narrativo que combina la tortura y frialdad del ser humano con la imperturbabilidad religiosa de la iconografía cristiana, extrapolable a los fanatismos de otras religiones.

Que no engañe su aspecto de dibujos animados (aunque se agradezca así el poco realismo fecal mostrado), The Binding of Isaac es un juego siniestro, lleno de abominaciones, donde su autor  nos confiesa lo que ya nos confesaba en algunos de sus cómics: su infancia fue atroz, bañada en soledad y en aislamiento. Y el juego es el refugio que Edmund querría poder haber creado en sus años mozos para poder expresarse, liberándose de todo el dolor que sufría.

El asceta

Si Edmund McMillen transmite esa imagen de chico sensible y amigo del heavy metal, Jonathan Blow arroja una imagen renacentista, templada, culta y madura. Uno se lo imagina con voz grave recomendando alejarte de los vicios de la vida; es el hombre de la voz tranquila. Si los objetivos de Edmund McMillen pasan por la infancia, sea para exorcizar sus propios demonios o para recordar el estilo de los juegos antiguos, el objetivo de Jonathan Blow es más diáfano: perseguir una excelente química entre mecánica y narrativa. Jonathan Blow persigue la exaltación del concepto de reto. Huye de esa deriva narrativa que trata de contar una buena historia, con frecuencia acudiendo a la lágrima del jugador, dejando de lado la parte de la dificultad. Blow opina que el que la dificultad se deje de lado en favor de la historia solo la empeora. Es necesaria la dificultad, el que cueste avanzar, superar los retos, pues así es cómo el jugador interioriza mejor el escenario en el que se desenvuelve. En Braid (Jonathan Blow/David Hellman, 2008), su título más conocido, ya pudimos ver que la dificultad es uno de los rasgos fundamentales del juego y pudimos comprobar lo fusionada que está la mecánica con la propia historia del juego. Es cierto que la duración de Braid no es excesiva, y quizá no es el mejor camino para lograr su meta, pero ha sido una excelente primera prueba, antes de que, como parece ser, Jonathan Blow acometa una nueva invasión en el terreno de lo narrativo usando ahora uno de los mejores arietes que hay en este campo: el mundo abierto. Mientras tanto, Jonathan Blow suele criticar a la industria y a lo mainstream, defendiendo pequeños equipos de menos de quince personas que sepan apreciar la simpleza del 2D.

Un primer vistazo a Braid recuerda al jugador todos esos debates sobre si el videojuego puede considerarse o no arte. Muchísimos análisis usan la palabra lienzo a la hora de referirse a hermosas creaciones, pero en pocos títulos sería tan acertada su aplicación como en este caso, ya que no solo nos encontraremos con cuadros en los que tendremos que enlazar correctamente las piezas de puzle, sino que los propios escenarios tienen un fondo animado que parece haber sido creado con brocha. Para Jonathan Blow el videojuego sí es arte.

Braid sacude a la mente. Es un juego de plataformas, con algunas socorridas muertes de bichos y monstruos finales, pero en esencia el juego trata de resolver puzles. Los escenarios que nos vayamos encontrando tendrán distintas mecánicas que nos ayudarán a irnos a la cama meditando sobre cómo resolver un determinado acertijo. La belleza de Braid consiste en que, mayoritariamente, la resolución de los puzles, que no exigirán demasiado movimiento por nuestra parte, se puede ejecutar en pocos pasos. Todo lo tendremos delante. No tendremos que irnos a la otra punta del escenario a recoger una serie de objetos. Tendremos la solución delante de nuestras narices y solo tendremos que esperar a que dentro de nosotros mismos algo haga clic.

Impresionismo o existencialismo son algunos de los epítetos que recibe el aspecto visual de Braid (en el que llegaría a trabajar al principio Edmund McMillen), pero es que la palabra belleza forma parte del vocabulario habitual de Jonathan Blow. No solo en lo visual, ya que sonoramente el juego recompensa al jugador con un estilo clásico poco habitual en el medio pero que en este caso se acopla perfectamente a la ambientación del resto, como en esos primeros acordes en los que podremos oír «The Song of the Sun», esa versión que hizo Mike Oldfield de «O son do ar».

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Una escena de Braid. Imagen: XBLA.

Teniendo como fondo esos torrentes de imágenes semejantes a acuarelas, iremos navegando en el tiempo a través de las estaciones, empezando con una preciosa primavera poblada de verdes y azules para ir pasando a un húmedo verano, luego a un melancólico otoño y finalmente a un invierno calmo.

Otro de los excelentes detalles del juego es su historia. Un chico, Tim, nos va narrando a través de libros su búsquedade la princesa, a través de todos los mundos que recorre. Esa búsqueda, alejada de las tópicas búsquedas románticas, nos arroja un punto de vista filosófico y reflexivo, ya que leeremos las preguntas que Tim va lanzándose a sí mismo según la tarea va revelándose, aparentemente, como infructuosa.

La mecánica principal del juego reside en el detalle de que en cualquier momento podremos retroceder en el tiempo, como en aquel Prince of Persia en el que Jonathan Blow reconoce haberse inspirado, sin haber en este caso limitación temporal. Ello elimina de un plumazo toda preocupación por la muerte, cosa rarísima en el mundo del videojuego, en el que la muerte es la palanca que mueve la capacidad de superación del jugador. Aquí seremos conscientes en todo momento de que si nos equivocamos y fallecemos podemos volver en un momento a la cómoda situación anterior, despreocupándonos por tanto de todo aquello que no interesa, centrándonos en la resolución del puzle.

Dicha mecánica principal se combinará con las propias mecánicas locales de cada escenario, ocurriendo situaciones parecidas entre sí que tendremos que resolver de distinta manera en cada uno de los escenarios, lo que nos acerca en algunos casos al concepto de la recursividad. En los casos más extremos y deliciosos para quienes saborean el ascenso de la dificultad, las mareas temporales provocadas por una historia que va colina abajo y sin frenos causarán situaciones en los escenarios tales como que el escenario retroceda en el tiempo si nos movemos a la izquierda, o avance, si nos movemos a la derecha, o incluso esos últimos escenarios en los que el tiempo retrocede siempre, hagamos lo que hagamos.

Frente a esos juegos retro que requieren un buen gatillo entre los dedos, Braid no exigirá precisión milimétrica, ni un excepcional timing. Bastará con que el jugador se devane los sesos logrando adivinar la secuencia correcta de pasos que tiene que dar en pos de esa pieza de puzle que le tortura desde hace días.

Finalizados los escenarios, se produce la secuencia final, que no desvelaré aquí, pero que replantea toda la historia narrada anteriormente desde una nueva perspectiva, dejándonos estupefactos y con ganas de saber más. Y hay más. Si investigamos en la red descubriremos una serie de objetos que podemos encontrar a lo largo del juego, pero solo si miramos cómo hacerlo en una guía que el propio Jonathan Blow tiene colgada en su web, y cuyo uso desaconseja. Es decir, para conseguir algunos de esos objetos (que no conseguiríamos nunca confiando todo a nuestra propia capacidad, sin la guía) necesitaremos sí o sí esa guía, que el propio desarrollador del juego prohíbe. Como entenderá el jugador que finalice Braid, Jonathan Blow disfruta haciéndonos ver que no todo es lo que parecía, que todo depende de la perspectiva de cada uno, y que somos nosotros los que debemos interiormente reflexionar sobre si el fin merece el uso de todos los medios disponibles.

La princesa es algo más que un pelo sedoso y una bonita sonrisa.

Braid es una obra maestra, un alarde lógico, un paseo romántico por el mundo del puzle, una excelsa fusión entre mecánica y narrativa. Y además es el primer juego que se me viene a la cabeza cuando me piden una recomendación.

(Continuará)

Fotografía de portada: Neon Tommy (CC).

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7 Comentarios

  1. Pingback: Bitacoras.com

  2. No suelo comentar los artículos pero es una pena que uno tan bueno como éste se quede sin ninguno…

    ¡Bravo!

    Casi todo lo que se ha escrito sobre videojuegos en JotDown es genial.

  3. C.Albers

    Pero si a esto ya jugábamos con el Spectrum, tanto indie y tanta monserga. Prefiero «maistream» tipo Skyrim Dishonored, Gta’s, Red Dead, etc, un millón de veces. Algunos os habéis quedado en los 80.

    • Gracias por comentar, C.Albers. He jugado a todos los títulos que comentas, y algunos de ellos los he disfrutado muchísimo. Para mí es un error ignorar el indie, como lo es ignorar lo retro, lo móvil, o lo mainstream. Pienso que de todo se puede sacar algo positivo.

  4. Pingback: La corriente del indie (i)

  5. Braid es el juego que más me ha impresionado. Acostumbrado a que los videojuegos vayan mejorando más y más con el paso del tiempo, de repente uno se encuentra esta preciosa «involución». Digamos que es el primer juego indie al que jugué, y siento fascinación por su acabado, su jugabilidad, su historia y su música. Estoy con el autor, no porque sea «retro» ha de ser menospreciado, igual que lo nuevo tampoco debe serlo. Pero hay que reconocer que entre tanta industria y producción, da gusto que aparezcan títulos así.

  6. Pingback: La corriente del indie (y II)

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