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Otra teoría de la luz

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Imagen: Museo del Prado.

Rojo

Con el estruendo de la guerra vibrando tras la puerta de la parroquia, don Juan Antonio López Pérez, entonces con cincuenta y cinco años, falto de un pulmón y con una sobrina de la que cuidar, tomó una determinación. Este párroco no huiría de Cantoria como días antes hiciera don Luis, el otro sacerdote, a cualquier cortijo para vivir disfrazado de pastor el resto de sus días.

El ayuntamiento había sido tomado por un comité de socialistas, comunistas y anarquistas poco después del levantamiento. A finales de julio de 1936 comenzaron las detenciones de los sospechosos, así como el saqueo de sus viviendas. Intuyendo que las puertas de Nuestra Señora del Carmen no resistirían mucho el asedio, el párroco entregó las llaves de la iglesia a Emilio Padilla, vecino en quien confiaba, y se refugió en su casa.

La iglesia atesoraba múltiples y valiosos objetos de imaginería, empezando por la propia virgen y los patronos del pueblo, cuadros de santos, dos esculturas atribuidas a Francisco Salzillo o un fino retablo, igualmente barroco. Pero en aquellos momentos, el valor artístico de los objetos empequeñecía a cada momento frente a su capacidad de prender.

Un día de mediados de agosto, el Frente Popular fue a buscar a Padilla. Querían las llaves. De acuerdo con Juan Chirveches, escritor cantoriano e indagador del pasado de su pueblo en lo presencial y en lo documental, «don Emilio se negó, pero le amenazaron y, finalmente, se vio obligado a dárselas».

Los Pioneros Rojos se lanzaron sobre la iglesia, dispuestos a dejarla diáfana para emplearla como almacén. De una pila de bancos e imágenes rotas hicieron, en la plaza del Convento de la Divina Infantita, una gran hoguera.

No queda casi nadie en Cantoria que viviera este episodio en primera persona, tan solo unos cuantos recuerdan destellos de su temprana adolescencia. Pero las versiones que recorrieron las calles del pueblo en los años posteriores al conflicto fueron asentándose hasta tomar categoría de historia, la que cuenta que la quema de aquellos cuadros e imágenes de la iglesia contó, sin embargo, con el reparo de un hombre.

Blas Padilla Martínez, a quien todos en el pueblo conocían por Antonio el Menúo, era militante del PSOE y la UGT, y, pese a no ocupar cargo alguno, ejercía una gran influencia ideológica e intelectual en el comité. «Era un hombre muy inteligente, lo que reconocieron hasta sus más enconados adversarios», dice Chirveches. «Trató de evitar la quema de las imágenes intentando convencer a los más exaltados, diciéndoles que, aunque no las vieran como católicos o creyentes, cosa que él tampoco era, debían verlas como objetos artísticos, que era un disparate lo que iban a hacer, y que él dejaba claro que se oponía rotundamente a su destrucción».

Chirveches, que consultó en los archivos del Gobierno Militar de Almería los procesos judiciales abiertos a cantorianos en la posguerra, conoció por el sumario que, textualmente, «lo exaltada que en esos instantes se encontraba la turba» impidió que Padilla Martínez pudiese hacer más por aquellos cuadros. «Entonces el Menúo se quedó allí, asistiendo, triste e impotente, a la quema, hasta que minutos después se marchó».

Naranja

El espectro electromagnético es como un muelle estirado por un extremo y encogido por el otro. Nuestro ojo está preparado para percibir solamente una pequeña parte de ese muelle, aquella en que la longitud de onda mide entre cuatrocientos y setecientos nanómetros: es lo que llamamos luz visible. Suele ser transparente, porque el aire no absorbe ni refleja su energía, pero cuando la luz atraviesa un prisma, como el de Newton, o unas moléculas de vapor de agua en suspensión, nos revela su verdadera naturaleza. Lo que parecía cristalino contiene, en realidad, un diminuto arcoíris.

Los límites de la luz visible en la franja de los 700 y los 400 nanómetros son, respectivamente, de color rojo y violeta. De ahí se desprenden los términos radiación infrarroja y ultravioleta. Por encima y por debajo de ambas encontramos muchos más tipos de ondas invisibles al ojo humano, como las de radio, microondas, rayos X o rayos gamma.
Gracias a los hallazgos de, sucesivamente, William Crooks, Nikola Tesla y Wilhelm Röntgen, el ser humano puede, desde hace más de un siglo, capturar en una película fotográfica lo que de forma natural no le está permitido ver. Al recibir una ráfaga de rayos X, un hueso bloquea la radiación, que queda registrada en una radiografía. Así, estas técnicas nos permiten ver por debajo de la piel y del músculo, pero también analizar las capas de pintura que hay bajo la superficie de un lienzo.

Hasta el siglo XIX, era común en Europa preparar el lienzo con una imprimación de blanco de plomo, un pigmento radio-opaco que no ofrece respuesta a los rayos X. En 1970, un médico holandés llamado J. R. J. van Asperen De Boer solventó este problema utilizando otra longitud de onda a la que los pigmentos sí reaccionaban: la infrarroja. Bastaba con iluminar el cuadro con una fuente rica en tungsteno para que los materiales del lienzo comenzaran a reflejar y absorber la radiación. La capa superficial de pintura, la que podemos ver, resultaba transparente al infrarrojo pero no así las demás.

«Es pura física», dice Ana González Mozo, investigadora en el Gabinete de Estudios Técnicos del Museo del Prado. «Hice ciencias puras y me vino muy bien, luego hice Bellas Artes, mi familia es de físicos y es un mundo que me resulta cercano, me gusta. No solo tienes que estudiar el dibujo o los pintores sino también las propiedades de la materia y, según la respuesta que estés obteniendo, qué pigmento puede ser o qué aglutinante, porque no solo es el pigmento, puede ser una mezcla. La verdad es que el proceso es muy, muy bonito».

Esta confesión científica tiene lugar en el búnker, una sala aislada en los sótanos del Museo del Prado, donde se realizan las pruebas radiológicas. La física ayuda en estos casos a proporcionar pruebas empíricas, lo que ahorra interminables y fatuas batallas dialécticas entre académicos. Sin embargo, no todo está en la técnica.

Sobre la cabeza de González Mozo, en la pared, cuelga impresa la reflectografía infrarroja de un Van Eyck. «Aquí, por ejemplo, están dibujadas las cabezas en papel, calcadas del Altar de Gante, pegados los dibujos a la tabla y luego pintado encima, pero todas las manos están dibujadas a mano alzada», explica con ímpetu didáctico la investigadora, «lo bonito es descubrir que él está trabajando a la manera de Durero, estas sombras las deja visibles y no tiene que volverlas a pintar, tienen una intención pictórica».

«Nuestra disciplina es científica», afirma, «pero no puedes entender los infrarrojos de Rafael sin ver sus dibujos sobre el papel. No basta con ver lo que hay debajo, las dudas y demonios del pintor o cosas que el cliente le hace cambiar, sino descubrir qué efecto quería conseguir, qué materiales usaba para hacerlo y qué proceso seguía. No hay máquina que revele esto».

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Imagen: Museo del Prado

Amarillo

Al recopilar los trabajos del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, su biógrafa María Isabel Cintas clasificó A sangre y fuego dentro de su producción narrativa, no periodística. Pero los nueve relatos que componen uno de los libros más celebrados sobre la Guerra Civil no eran, según su autor, «obra de imaginación y pura fantasía». Cada uno de estos relatos estaba basado en hechos verídicos y personalidades auténticas, «que solo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantienen discretamente veladas».

Uno de ellos, «El tesoro de Briesca», narra las peripecias del comisario republicano Arnal, joven artista enviado desde Madrid a este pueblo manchego —de nombre ficticio— para salvar «lo que buenamente pueda» del patrimonio artístico, tanto de su incautación por los fascistas como de su destrucción por los propios milicianos. Con mucho denuedo, logran rescatar de las llamas dos obras del Greco y las ocultan en un lugar solo conocido por él y sus dos camaradas, a los que luego verá morir ante sus ojos. En última instancia, Arnal es tiroteado semanas después y muere sin revelar (salvo por un mapa garabateado en un papelito que azarosamente fue encontrado en su chaqueta y vendido a un turista americano a cambio de cinco dólares) dónde estaban las obras maestras.

Pero es un relato, cuyo punto final fue puesto, probablemente, por un Chaves Nogales inclinado sobre su Underwood, tras las volutas de un Lucky Strike sin filtro, en la pensión de Madame Cahiet o un estudio con ventanas a la carretera de Orléans, en Montrouge, al sur de París, donde el periodista tuvo que exiliarse con su familia a finales de 1936.

Dónde acababa lo que vio o le contaron, dónde empezaba lo que imaginó. Como en un cuadro, las capas entre el periodismo y la ficción no se superponen, sino que se mezclan.

Verde

En una pared de su despacho cuelgan un par de fotografías del estado en que llegó el lienzo. Bajo pequeñas ampollas de pintura se aprecian unos ojos, que miran hacia arriba, y cuyo blanco parece haber sido retocado a posteriori. «Estos cuadros me quitan el sueño», dice González Mozo.

A instancias de Miguel Falomir, jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa del museo y la restauradora Clara Quintanilla, González Mozo realizó, hace siete años, los estudios técnicos que condujeron a la identificación de una nueva obra de Tiziano.

«El cuadro pertenecía al Prado desde la desamortización de Mendizábal, se había depositado en Almería desde 1886, estaba destrozado, sucio, muy dañado», explica la investigadora, «se salvó milagrosamente de la quema en la Guerra Civil y, como estábamos trabajando con el catálogo de Tiziano, estudiamos todo lo que estaba relacionado con él en el museo», es decir, copias, réplicas u obras de taller. Del San Juan Bautista se pensaba que era un «anónimo madrileño del siglo XVII», copia de un original perdido.

Junto con su autenticidad, el microbarrido de rayos X y la reflectografía infrarroja determinaron que, además de haber sufrido la oxidación de sus barnices y hasta una docena de repintados, el cuadro estuvo expuesto a una fuente de calor intensa.

Cuando el Prado adquirió los nuevos sensores infrarrojos Iris, en 2008, «repetimos muchísimos infrarrojos, todo Durero, Tiziano, Tintoretto… porque un equipo nuevo te da muchos más datos», dice González Mozo, especializada en la colección de pintura italiana del museo.

En su bottega, Tiziano trabajaba haciendo una primera versión, de la que, previendo encargos, hacía una copia que aprovechaba para realizar réplicas. «Siempre modificaba algo de la segunda y algo de la tercera, pero normalmente siempre nos encontrábamos la primera versión debajo de la segunda y la segunda debajo de la tercera», dice la investigadora.

Existe en la Academia de Venecia otro San Juan Bautista, fechado en 1535. El del Prado se sospecha dos décadas posterior aunque, al principio, los investigadores pensaban que ambos fueron empezados al mismo tiempo. «Nuestra sorpresa fue cuando hicimos la radiografía del cuadro y vimos que debajo estaba la versión de la Academia», dice González Mozo, primera persona en ver ese dibujo original en los últimos cuatro siglos. «Ellos, en aquel momento, tenían una máquina que penetraba menos que la nuestra, pero sí que se ve algo del dibujo y partes que tiene el nuestro, u otras en que lo cambia y en el nuestro lo deja».

Esta visión privilegiada del dibujo preliminar del pintor sirve, en muchos casos, para distinguir el original de una copia, ya que la copia, por definición, carece de la incertidumbre del artista ante el lienzo en blanco.

Azul

En su documental El hombre que estaba allí, los periodistas Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola logran extraer algunos detalles inéditos sobre la vida de Chaves Nogales. En particular, en una entrevista con su hija, ya nonagenaria. Pilar Chaves aparece junto a un busto de su padre, encontrado, dice, por su hermano Manuel en un mercadillo. El busto es obra del escultor Emiliano Barral. Es uno de los pocos objetos personales que la hija guarda del padre. El resto se perdió, o tuvo que ser quemado.

Según los informes redactados por las autoridades de Illescas, tras tomar el ejército franquista el control de Toledo en octubre de 1936, la Junta de Incautación, Protección y Salvamento del Tesoro Artístico envió una comitiva, dirigida por el pintor húngaro Thomas Malonyay, a los pueblos de la ruta por la que Franco avanzaría en dirección a Madrid. Barral, que había ingresado en el ejército republicano como capitán de las milicias segovianas, era el vocal de aquel séquito.

Tras pasar por Esquivias, Toledo, donde se puso en manos de la comitiva la nota matrimonial de Cervantes con Catalina de Palacios, la siguiente parada era Illescas. La misión era llevar a Madrid unos cuadros del Greco, pertenecientes al Hospital de la Caridad que, al parecer, los gestores del pueblo habían almacenado para su protección en una cueva.

Malonyay, Barral y compañía tuvieron que insistir para que el alcalde y los representantes del Frente Popular les dejaran llevárselos. Solo lo hicieron a condición de que fuesen almacenados en las cámaras subterráneas del Banco de España, en Madrid. Así se hizo. Los lienzos fueron embalados en cajas y depositados en la caja fuerte ante un grupo de periodistas.

Semanas después, se descubrió que la humedad del subterráneo estaba echando a perder los lienzos. Para entonces, Emiliano Barral yacía inerte tras ser acribillado el 21 de noviembre en el frente de Usera. Así cayó también Arnal, el personaje de Chaves Nogales. Mientras tanto, los grecos fueron llevados al Prado, donde fueron objeto de una canónica restauración de Vicente Jover y Jerónimo Seisdedos, y en 1943 volvieron a Illescas.

Violeta

San Antón y San Cayetano, patronos de Cantoria, precedieron en la hoguera al San Juan Bautista que setenta y cinco años más tarde reaparecería, ya atribuido a Tiziano, en las paredes del Museo del Prado. «Según algunos testigos», rememora Chirveches, «primero se metió fuego con leña y demás, y después, con el fuego ya alto, se arrojaron las imágenes y los cuadros. Como las imágenes quedaron hacia el centro del fuego y los primeros cuadros también, ardieron por completo. Sin embargo el Tiziano fue arrojado en último lugar y dio con una de las esculturas que ya ardía, por lo cual fue cayendo hacia la zona exterior de la hoguera y el fuego no llegó a darle de lleno. Eso lo salvó».

El azar fue necesario, pero no suficiente.

«Cuando la turba se fue, alguien no identificado recogió lo salvable, entre ello, el cuadro de Tiziano», dice Chirveches. «Se desconoce si estuvo a resguardo en una casa o fue entregado directamente al consistorio, que al finalizar la guerra lo devolvió a la iglesia». Por muchos años estuvo en una pared de la sala de la pila bautismal, hasta que en 2007 fue finalmente reclamado.

La vida real no es como las novelas, tampoco sus héroes. Si aquel cuadro se salvó no fue por un heroísmo como el de Arnal, sino por un cúmulo de palos en las ruedas del destino, puestos por personas como don Juan Antonio López Pérez, que a finales de septiembre del 36 fue sacado de su casa y llevado a una finca de los alrededores donde, a la sombra de unas higueras, le despacharon cinco tiros. Según contó uno de los milicianos, las últimas palabras del párroco fueron «os perdono».

Antonio el Menúo, acaso el hombre que más alzó la voz por la salvación de aquellas obras de arte, resultó encarcelado. Al salir libre años después volvió al pueblo, donde vivió hasta su muerte. Chirveches recuerda un día de su juventud, en torno al año 64, en que paseando con su padre por el campo se encontraron a Antonio el Menúo. Estaba comiendo uvas de un racimo. Sonriente, ofreció al niño unas cuantas, y él las aceptó.

El 5 de noviembre de 2012, tras cuatro años en el taller, el Museo del Prado presentó en sociedad el recuperado San Juan Bautista de Tiziano. Junto al cuadro, que las autoridades admiraban mesándose la barbilla, lucía iluminada una de las radiografías que realizó González Mozo para asesorar la restauración. Como una pieza más de museo.

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Imagen: Museo del Prado

Pero hasta llegar aquí, el camino desde los hospitales y laboratorios ha sido largo. Hasta 1989, el aparato de rayos X del Prado era médico, destinado a pacientes; los microscopios, de dentista. Para adaptar todo el instrumental a su uso en obras de arte, el museo se ha apoyado en físicos, químicos o ingenieros. La interdisciplinariedad es una de las banderas de la ciencia en el siglo XXI. Igual que la genética se abraza con la historia, la física lo hace con el arte.

Las horas que la investigadora del Prado empleó realizando radiografías, las horas que Chirveches pasó buceando en vestigios de documentación hacen hoy posible conformar una historia del cuadro de Tiziano. Ciencias y letras, tirando cada una de un lazo del corsé.

Sin embargo, para Chaves Nogales no fue tan fácil reunir estos pedazos. Quizá por eso empleó la literatura y no el periodismo en esta historia. Para la luz de la verdad, el periodismo intenta ser aire en que las palabras se transmitan rectas y cristalinas, particulares. La literatura, en cambio, actúa como el agua, provoca una refracción y así, por el poder generalizador de la fábula, la flecha que apuntaba en el mapa a Briesca acaba quebrando su verdad hacia el sureste.

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8 Comentarios

  1. Antonio, este texto merece mejor lugar. La revista está muy bien, pero merece mejor lugar.

  2. Me temo que hay algún error. La luz roja tiene una longitud de onda cercana a los 700 nanometros, mientras que la violeta es la que tiene unos 400 nm. Los términos «infrarrojo», por debajo del rojo y «ultravioleta», más que el violeta, no se asocian a menor o mayor longitud de onda que el rojo y el violeta, respectivamente, sino a menor o mayor energía.Y ésta es inversamente proporcional a la longitud de onda.
    La radiografía no es el resultado de los rayos X reflejados por el hueso, sino que es la «sombra» que genera el hueso al no ser atravesado por los rayos X.

  3. por artículos como estos que leo esta revista

  4. Pingback: Lecturas para una Semana (IX)

  5. Pingback: Una historia increible… o no | Mujerárbol Nueva

  6. Me ha parecido un mosaico que permite ver varias historias según les da la luz. Un poliedro. Felicidades.

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