Ciencias Faster than light

Universo 2.0

Imagen: Methoxy Roxy (CC)
Imagen: Methoxy Roxy (CC)

Worm236 es un tipo sencillo. Tan sencillo, de hecho, que solo tiene diez mil neuronas en su cerebro. No son muchas, más o menos las mismas con que cuenta el cerebro de una sabandija o de un caracol. Una mosca de la fruta, con cien mil neuronas, es mucho más inteligente, por no hablar de la cucaracha común, que, con un millón, es una auténtica lumbrera comparada con nuestro amigo. La cucaracha, a su vez, no tiene muchos sesos si se mide con los 200 millones de neuronas de la rata común. Y la rata es una descerebrada en la escala de los casi cien mil millones de neuronas que se apretujan en el interior del cráneo del doctor Márquez.

El doctor Márquez (Aníbal, para los amigos), por otra parte, está muy orgulloso de la inteligencia de Worm236. Tiene razones para ello, si tenemos en cuenta que, con sus diez mil neuronas, el animalito no solo es capaz de encontrar comida y escapar de los depredadores que quieren comérselo a él, sino que le sobra para ligar con otros de su especie. Bien es verdad que Worm236 lo tiene más fácil —lo de ligar— que el doctor Márquez, aunque solo sea porque, al igual que todos sus parientes, es hermafrodita y capaz de cambiar su sexo en cada encuentro con otra pareja. Aníbal, por otra parte, es un tipo tímido y con poca labia, a pesar de su nutrida población neuronal. A veces, sobre todo cuando se cruza por los pasillos del Instituto de Estudios Avanzados con la doctora Sonia Sagaz, alias Sonia la pelirroja, a Aníbal le encantaría tener el mismo desparpajo del que hace gala su animalito.

Y es que Worm236 no se anda por las ramas en lo que se refiere al sexo. Si avista una posible pareja, pone manos a la obra reproductiva en menos tiempo del que le cuesta a Aníbal suspirar pensando en los rizos bermejos de Sonia. Esa claridad de ideas (zamparse sin vacilar toda la comida que encuentra, salir por piernas a la menor señal de peligro, no perder ocasión de propinarle un revolcón a cualquier pariente que se le acerque) es una característica del bichito que le está haciendo, a él y al resto de su familia, la especie más exitosa de Universo 1.0.

Porque quizás convendría aclarar, en este punto, que Worm236 no está hecho del mismo material que Aníbal. En términos estructurales, este último es un saco lleno de agua en el que nadan un puñado considerable de moléculas orgánicas. Worm236, en cambio, es una colección de bytes que se propagan por la CPU del superordenador en el que el doctor Márquez ha programado Universo 1.0. Por otra parte, hombre y bicho se parecen en muchos aspectos. Ambos tienen un cerebro, aunque el del primero contenga siete órdenes de magnitud más neuronas que el del segundo y ambos están dotados de un órgano de visión que les permite distinguir los objetos materiales del mundo que les rodea y en consecuencia elaborar una imagen mental de este. Gracias a esa imagen, los dos son capaces de encontrar alimento, rehuir peligros e identificar parejas (Worm, de hecho, lo hace mejor que Aníbal).

También se parecen en el hecho de que ambos han desarrollado su cerebro evolutivamente. En el caso del humano, el proceso lleva en marcha cosa de un millón de años (si contamos desde el momento en que cierto mono cabezón se bajó de los árboles para adentrarse en la sabana africana), mucho más si añadimos el trabajo previo de docenas de especies de mamíferos que anteceden al primate en cuestión, desde que los dinosaurios hicieron mutis por el foro.  Worm236, por su parte, ha emergido, a partir de los algoritmos de DNA escritos por Aníbal, en cuestión de unas pocas semanas, eso sí, también como el producto final de numerosísimas generaciones. La evolución no tiene otra manera de hacer las cosas que por prueba y error, pero el universo en el interior del ordenador de Márquez evoluciona muy rápidamente. O al menos lo hace para el investigador. El tiempo subjetivo de Worm (si tuviera bastantes sesos como para tener noción del tiempo) pasaría tan lento como pasa el del hombre, ya que vendría determinado por la velocidad de percepción de sus sentidos. De hecho, Worm236 es un auténtico matusalén, lleva varios minutos campeando a sus anchas en la simulación, lo cual, en el reloj interno de Universo 1.0 equivale a casi quinientos años.

Claro que también hay diferencias. El gusanito artificial es un tipo sencillo,  ya lo hemos dicho. Márquez, en cambio, es increíblemente complejo. Esa complejidad se traduce, entre otras cosas, en la misteriosa noción del «yo», la extraña percepción reflexiva con la que la inteligencia de Aníbal se conoce a sí misma. ¿De dónde sale tan extraña propiedad? Márquez tiene la teoría de que todo es una cuestión de número. Con diez mil neuronas, no es de esperar que Worm236 tenga más conciencia que un caracol, pero la potencia de cálculo de la que dispone Aníbal aumenta exponencialmente y el año que viene ya planea un experimento en el que cada habitante de Universo tendrá cien mil neuronas en su cerebro artificial. Tantas como una mosca. Y en unos pocos años más, los animales artificiales que poblarán su mundo de silicio serán tan inteligentes como cucarachas y quizás no pasen tantas décadas hasta que pueda emular seres con millones de neuronas. Cierto, hasta llegar a la complejidad del ser humano, aún falta mucho, pero todo se andará. En lo que se refiere a la ciencia, Aníbal es un optimista, tanto, que crear inteligencia artificial se le antoja a veces más fácil que atreverse a invitar a Sonia a cenar.

polyworldOverview
Vista global de «Polyworld», el universo artificial creado por el investigador norteamericano Larry Yaeger, con el ánimo de desarrollar inteligencia artificial a partir de selección natural y algoritmos evolutivos. Las criaturas de Polyoworld cuentan con un cerebro artificial basado en una red neuronal con aprendizaje Hebbiano. Las redes neuronales de cada criatura se construyen a partir de su genoma.

Una de las cosas que preocupa a al doctor Márquez (aparte de las posibles calabazas de la pelirroja) es la consistencia de Universo 1.0. A día de hoy, las leyes físicas que lo rigen son de lo más rudimentario. Los terrones de alimento que Worm y sus colegas consumen vorazmente aparecen en la pradera por la que se deslizan por arte de birlibirloque, el programa se limita a depositar una cantidad fija de energía concentrada en ampollas, distribuidas al azar. A Worm le basta con ver una de ellas y acercarse lo suficiente para absorber la energía que su metabolismo necesita. No es poca hazaña, si se piensa bien, habida cuenta de que Aníbal no ha programado al animalito para que aprenda a distinguir los terrones de comida o para que caiga en la cuenta de que tiene que acercarse y tocarlos para absorberlos. Todo eso lo ha aprendido su cerebro artificial a base de prueba y error, a base de una selección natural que ya lleva muchas generaciones en marcha. Por otra parte, la evolución todavía no ha llevado al bichito a preguntarse por la naturaleza de la comida que consume y los mecanismos que la crean. Si lo hiciera se daría cuenta de que en Universo 1.0 la energía no se conserva.

De hecho, si Worm fuera un poco más listo, también se daría cuenta de que el suyo es un cosmos finito, delimitado por barreras artificialmente introducidas en la simulación. Pero como no tiene muchas luces, cada vez que él o uno de sus colegas se tropieza con el fin del mundo, se limita a darse la vuelta y buscar la diversión en otro sitio.

Aníbal tiene muy claro que, a medida que los sesos de sus criaturas se vayan haciendo más complejos, tiene que esforzarse en mejorar las leyes de la física que gobierna Universo 1.0, no sea que, en algún momento, los habitantes de su mundo artificial se den cuenta de que viven en una simulación. Si eso ocurriera el experimento se arruinaría del todo, de eso el doctor Márquez está bastante convencido. No quedaría otro remedio que detener la simulación, darle al botón de reset y empezar de nuevo.

Pensando en cómo mejorar la física de su simulación, Aníbal cae en la cuenta de que acaba de dar con la excusa perfecta para romper el hielo con Sonia. Después de todo, la muchacha, además de guapísima, es una de las cosmólogas más reputadas del Instituto de Estudios Avanzados. Dicho y hecho, le envía un correo electrónico, explicando su problema y proponiendo una cita para recabar la autorizada opinión de la experta. La muchacha pica. Quedan en la cantina. Hablan, primero de la simulación de Aníbal y luego del Universo inflacionario de Sonia. Simpatizan. Ella le escribe unos días después, dándole un par de ideas para mejorar su programa.

«Necesitas una fuente primigenia de energía», ofrece. «El truco está en introducirla toda de golpe, de una sola vez y poderla ir dosificando como te convenga». Aníbal se queda perplejo y Sonia le pone la analogía de nuestro propio universo, en el que toda la energía disponible se crea, instantáneamente, en el big bang. «Cuando tus criaturas aprendan a resolver ecuaciones diferenciales se darán cuenta de que hay una singularidad en el instante inicial del universo, pero no les quedará otra que aceptarla, igual que la aceptamos nosotros». Introducir un big bang en Universo 1.0 tiene además la ventaja, le explica, de que es posible expandir continuamente el horizonte, usando la energía liberada en la explosión, de tal manera que sus habitantes no tengan manera alguna de llegar al borde de la simulación, como le ocurre ahora. «De paso, podrías introducir una velocidad máxima de propagación de las señales, de tal manera que no puedan desplazarse demasiado deprisa», propone.

Aníbal pone manos a la obra y diseña una simulación mucho más convincente, que copia, de manera simplificada pero efectiva, las sugerencias cosmológicas que Sonia le va haciendo. Por supuesto, Aníbal está encantado con todas esas mejoras, que cada vez interesan más a la chica, tanto, que últimamente se ven casi a diario. Pasan las semanas, que se convierten en meses y mientras Worm y familia siguen evolucionando (el sujeto prototipo que estudia el doctor Márquez ya no es Worm236 sino Worm5e+7, su remotísimo tataranieto) Sonia y Aníbal también evolucionan. La noche que ella le da el primer beso, él lo interpreta como una señal del destino y pulsa el botón que aniquila la simulación (Worm y los suyos desparecen del cosmos sin tener tiempo a darse cuenta de lo que les ocurre) y arranca la nueva.

De madrugada, Sonia se despierta, inquieta. A su lado, Aníbal duerme, beatífico como un ángel. En la mesilla de noche, la tableta de la que nunca se desprende, se ilumina periódicamente, ofreciendo datos que permiten monitorizar la evolución de la nueva simulación. Siguiendo sus consejos, Aníbal ha programado una fase inicial de expansión muy rápida después de la explosión inicial, con el ánimo de producir una distribución uniforme de materia y energía en el nuevo cosmos que ambos han creado. También han introducido unas pequeñas irregularidades en la sopa primigenia, que luego la expansión amplificará, de tal manera que se formen grumos de materia y energía, parecidos a las galaxias de nuestro universo. Con un poco de trabajo extra, han conseguido simular un sistema planetario en el que el mundo donde va a vivir la siguiente generación de Worms orbite en torno a un globo de energía, esencialmente inagotable. No les ha quedado otro remedio que intervenir una segunda vez, Sonia estaba convencida de que bastaba con introducir una buena simulación de big bang, pero finalmente ha tenido que darle la razón a Aníbal y aceptar plantar a mano la semilla de la vida artificial, un sistema de moléculas que simulan el ADN y saben copiarse a sí mismas. A fin de cuentas, ha bromeado Aníbal, si los futuros físicos de Universo 2.0 pueden tragarse la gran explosión sin sospechar que hay gato encerrado, los biólogos pueden hacer lo propio con el origen de la vida.

En silencio, Sonia se levanta y sale a la terraza. La noche de verano le ofrece el inconmensurable espectáculo de las constelaciones girando poco a poco en el cielo. Sonia las contempla, conoce el mapa del cielo al dedillo, sabe dónde localizar Andrómeda, la galaxia vecina que, por capricho de la física del cúmulo local en el que vivimos se acerca a la nuestra, en lugar de alejarse como hacen casi todas las otras. Veloces, veloces, marchándose cada vez más deprisa, con una velocidad proporcional a la distancia que nos separa de ellas, expandiéndose con un cosmos cuya ansia no puede frenar la gravedad.

Un escalofrío le recorre los huesos. Las incoherencias, las extrañas incoherencias. La velocidad de rotación de las galaxias no es consistente con la materia luminosa que generaciones de astrónomos ha pesado cuidadosamente. Falta materia, falta casi toda la materia del universo, pero nadie ha encontrado jamás traza de esa ausencia, por mucho que la han buscado. Y no solo eso. El universo se expande, acelerando cada vez más, algo imposible si no estuviera lleno de una sustancia que antigravita, una sustancia de la que nadie sabe nada, por mucho que darle un nombre, Energía Oscura, parezca mitigar en algo su ignorancia.

Eso, por si no fuera poco esfuerzo aceptar un universo inflacionario que multiplica su tamaño en cuarenta y siente órdenes de magnitud durante el primer latido del universo. O tragarse un truco que nadie entiende, para quitar de en medio la antimateria, que el big bang produjo en las mismas proporciones que la materia y que, de no haber aparecido un mecanismo sospechosamente eficiente para eliminarla, habría impedido que se formaran las galaxias, las estrellas, la vida, el hombre.

Inflación, aniquilación de la antimateria, materia oscura, energía oscura… Deus ex machina. O chapuzas, para decirlo sin latinejos. Chapuzas de unos diseñadores poco cuidadosos, o que aún no han perfeccionado lo bastante su simulación.

Oye la voz de Aníbal, llamándola desde la habitación. No es la primera vez que a Sonia le asalta la duda, pero desde que están juntos, desde que se aman, esas dudas le producen menos angustia. Se pregunta si los diseñadores también saben lo que es el amor. Y si lo saben los diseñadores de los diseñadores. Y sin en esa cadena, quizás infinita de simulaciones que intuye, alguien se ha dado cuenta de que, quizás, ese sentimiento prístino que siente arder en su pecho, es la mayor, la más inexplicable de todas las incoherencias.

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El clúster de la bala en la constelación de Carina consiste en dos clústeres de galaxias chochando. El movimiento de las galaxias no puede explicarse en términos de la materia normal observada con telescopios de rayos X pero puede explicarse cuando se añade materia oscura. En rojo la distribución del gas interestelar y en azul la distribución de materia obtenida a partir de técnicas de lente gravitacional

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9 Comentarios

  1. Pingback: Universo 2.0

  2. abismal y evocador, hay singularidades que simplemente son bellas, como la rosa del principito y esta incoherencia caótica que acabas de sembrar, gracias jj!

  3. Ciudad permutación

  4. Quiero hacer un universo igual

  5. Esta historia me trae profundos recuerdos de ‘la última pregunta’ de Asimov. Imprescindible e impresionante.

  6. Inquietante relato. Da que pensar. Se agradece el empeño en mantener el factor romántico como si no fuera en realidad una actividad biológica que es química, basada en interacciones electromagnéticas de moléculas, átomos y partículas, es decir, física

    • Si, el ‘factor romántico’ es física + miles de millones de años de evolución y mutaciones de ADN. Decir que lo romántico es sólo física / biología es como decir que sólo somos determinada proporción de elementos químicos. Una simplificación en la que se consuelan muchos materialistas, similares a otras que tienen los ‘creyentes’.

  7. antonino pio

    Me ha gustado mucho el relato. Gracias por hacernos disfrutar de él!

  8. Pingback: Interestellar, a debate

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