Música

La canción inacabada de Billie Holiday

Billie Holiday. Foto:  William P. Gottlieb Collection (DP)
Billie Holiday. Foto: William P. Gottlieb Collection (DP)

Voz de gata provocativa, inflexiones audaces, choca por su flexibilidad, su ductilidad animal —una gata con las uñas metidas, los ojos medio cerrados— o para hacer una comparación más brillante, un pulpo. Billie canta como un pulpo. Esto no es tranquilizador, en principio. Pero cuando se os aferra, es con ocho brazos. Y no os suelta ya (Boris Vian, crítico de jazz).

No necesito a nadie, no tengo amigos. Mi corazón está hecho añicos y nadie lo va a arreglar. Sueño con tus caricias, allá donde estés. Tengo que encontrarte… Soy como un horno que suplica calor. Así que por favor, no me trates mal. Es injusto que te portes como un embustero conmigo. A veces, te imagino cálido como el dios del Infierno. Con un simple beso me derretiría en tus brazos. Aunque sé que me olvidarás, como a otras tantas. Me sacarás de tu lista. Nunca me echarás de menos. Por eso, te busco como si mi vida fuera en ello. Me falta algo. Me vuelves loca. Pero, si existes, tienes que ser de este mundo. Por eso tengo que encontrarte. Tengo que conseguir a ese hombre…

Escucharla cantar «I must have that man» tiene algo de estremecedor. Porque una canción, al igual que una mirada, puede decir tanto… y a la vez resultar tan misteriosa. Puede resumir toda una vida. O puede descifrar todos los secretos que se han quedado escondidos tras ella. Puede inspirar ternura o puede provocar dolor… Ese dolor, inherente al ser humano, forma parte de una de las pasiones más básicas y al mismo tiempo más antiguas. Al igual que el amor o la soledad, el dolor te invade irremediablemente, sin avisar, sin poder evitarlo. Llega para inundar tu alma de pesar, pero también para purificar las heridas, incluso cerrarlas. Nos hace vulnerables, pero también humanos. Nos hunde en la miseria, pero también nos dignifica. Dicen que cuando se toca fondo empieza la recuperación. Sin embargo existe un dolor que, tras pasar por el tamiz adecuado, puede convertirse en un sentimiento poético. Dolor transformado en canción: eso es el blues.

Lady sings the blues

Y nadie cantaba blues como ella. Nadie jamás ha expresado tanto en tan poco. En escasos tres minutos y sin grandes alardes vocales. En apenas una octava y media de registro, se encierran la melancolía, el sufrimiento o la angustia como nunca antes se han mostrado. Alguien dijo alguna vez que que para interpretar jazz o blues hay que tener vida vivida, historias que contar y dolor acumulado. Ella cumple esas premisas a rajatabla, muy a su pesar. Al escuchar su voz aniñada brotan lágrimas internas; a veces externas. Reina del malditismo, «agarra las letras de las canciones y acepta su fantasía, o se burla de ellas, o las trata con gravedad», como definiría un crítico de jazz. «Tenía más de estilista que de virtuosa a no ser que consideremos la profundidad emocional un tipo de virtuosismo», describiría otro. Aún hoy, transmite una sensibilidad inaudita hacia la condición humana, una elegante fuerza de atracción hacia el dolor, que fascina, estremece y hacer caer rendido a sus pies. No solo basta con interpretar el blues, también hay que sentirlo. Ella lo sentía porque lo había vivido en sus propias carnes.

Su estilo era único. Cabalgaba por la melodía como quien busca su lugar en el mundo. A veces por delante de la nota, otras por detrás, en una asombrosa improvisación que dota de personalidad a su fraseo. Titubeante, indolente, pero descaradamente emotiva, la niña desvalida que a base de vagabundear por las miserias humanas se hizo a sí misma y trazó una coraza de hierro para que ningún hombre se aprovechara de ella. No lo consiguió. En un afán inexplicable por las relaciones escabrosas sentía predilección por los tipos más agresivos, por los que peor la trataban. Podía parecer arisca, despegada o independiente cuando se vengaba de ellos y les abandonaba de un día para otro. En el fondo era un corazón frágil.

Nadie nunca pronunció la palabra «amor» en una canción como lo hizo ella. Interpretó muchos estándares, jamás los cantó igual dos veces, los hacía suyos como si fueran parte de su propia experiencia vital, hasta tal punto que pocos se atrevían después a adentrarse en ellos por temor a las comparaciones. Logró sobreponerse a todos los reveses y sobrevivir a una vida de excesos, vicios y autodestrucción. Su forma de utilizar la voz, como si de un saxofón se tratase, la hizo consagrarse, sin ningún lugar a dudas, como una de las cantantes más influyentes de la historia del jazz. Aunaba el fuego del blues y el distintivo uso de las notas del mejor de los instrumentistas de jazz.

Unos adolescentes

Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres.

Billie Holiday a la edad de dos años. Foto: DP.
Billie Holiday a la edad de dos años. Foto: DP.

Ella piensa que nació en Baltimore, en realidad fue en un hospital benéfico de Filadelfia. Cuando Eleanora Fagan vino al mundo, un 7 de abril de 1915, su madre, Sadie, solo tenía trece años. Trabajaba limpiando escaleras y como criada para una familia blanca de Baltimore, pero al conocer el embarazo la despidieron. Estaba claro que se trataba de una aventura de chiquillos; eso sí, de chiquillos pobres. Y si eras pobre en Baltimore crecías más rápido. Su padre, Clarence, repartía el periódico los ratos libres que no iba a la escuela. En uno de esos repartos cogió a la pequeña Eleanora por los aires aun a riesgo de las reprimendas de su familia. «¡Qué haces jugando con ese bebé, todo el mundo va a pensar que es tuyo!». De hecho, era suyo.

Clarence todavía llevaba pantalones cortos y soñaba con ser trompetista de jazz. Pero le llamaron a filas y su carrera se vio truncada al respirar gases tóxicos que le impidieron seguir con la trompeta. Por suerte para él, la cambió por la guitarra. A pesar de los recuerdos recreados de niñez Clarence y Sadie nunca se casaron. A lo sumo se fueron a vivir juntos, a una zona de la ciudad que tenía electricidad. Durante la Primera Guerra Mundial, Sadie trabajaba en una fábrica haciendo uniformes para el ejército. Pero cuando acabó la guerra, el trabajo escaseaba. Sadie decidió probar suerte en el norte. Se fue a Nueva York y dejó a la pequeña Eleanora al cuidado de sus abuelos. Clarence empezó a salir de gira y nunca volvió. Las abandonó. Este hecho marcaría definitivamente la posterior personalidad de Eleanora y su relación con los hombres.

La prima Ida y la bisabuela

La casa de los abuelos era pequeña y estaba abarrotada. Vivían también allí su bisabuela y la prima Ida con sus dos pequeños, Henry y Elsie. Eleanora dormía en la misma cama que ellos. Por el día las sábanas amanecían mojadas. Cuando llegaba la prima Ida no necesitaba preguntar, daba por hecho que quien las había mojado era Eleanora, por lo que cogía un cinturón y la azotaba. A veces no se conformaba con eso y le daba palizas brutales. Todo menos culpar a Henry, el verdadero artífice. La prima Ida le tenía envidia y cualquier excusa parecía buena para emprenderla a puñetazos con la pobre Eleanora. Por si fuera poco, de madrugada Henry les hacía «eso», a las dos. No le importaba que fueran su prima y su hermana. El inocente de Henry intentaba abusar de ellas noche tras noche. Tal vez ahí empezó todo…

A la bisabuela nadie le hacía mucho caso. Sin embargo Eleanora le tenía un cariño especial. Había sido esclava en una plantación sureña de Virginia. Trabajaba para un emigrante irlandés, el señor Charles Fagan, que a pesar de contar con su familia blanca, también tuvo descendencia con sus trabajadores, incluida la bisabuela. Nada más y nada menos que dieciséis hijos, entre ellos, el abuelo de Eleanora. La bisabuela no sabía ni leer ni escribir, pero recitaba la Biblia de memoria. Siempre había pertenecido a su amo blanco y eso había marcado su vida para siempre. Eleanora escuchaba fascinada las historias de esclavitud de la bisabuela. Además cuidaba de ella, la bañaba y lavaba su ropa. La bisabuela había estado toda la vida durmiendo en una silla, por lo que el médico les había alertado de que si se acostaba moriría. Pero Eleanora no lo sabía.

Un día la bisabuela logró convencerla para que la dejara tumbarse. En un principio, se negó, pero ante la insistencia de la bisabuela accedió. Se recostaron sobre una manta, la bisabuela la rodeó con su brazo y comenzó a contarle otra historia. Eleanora se durmió pronto. Estaba agotada. Transcurridas unas horas se despertó bruscamente, el brazo de la bisabuela seguía rodeando su cuello, pero se había vuelto frío y rígido. Había muerto. Eleanora quedó en estado de shock. La prima Ida no mejoró la situación, siguió pegándola insistentemente. La culpaba de la muerte de la bisabuela. Hasta el médico alertó de que si seguía pegando a la chiquilla de esa manera, de mayor se transformaría en una mujer nerviosa. Pero a la prima Ida le dio igual.

Una vitrola en el burdel

Supongo que no soy la única que oyó buen jazz por primera vez en un burdel.

Con diez años, Eleanora era toda una mujercita, muy desarrollada físicamente para su edad y que estaba dispuesta a todo. Después de la escuela, cuidaba bebés, limpiaba escaleras y hacía recados de todo tipo. Uno de los encargos venía de Alice Dean, que regentaba el burdel de la esquina. Eleanora le hacía los recados a ella y a sus chicas. También lavaba las palanganas y retiraba las toallas. Cuando llegaba el momento de pagar, Eleanora no quería dinero. Le decía a Alice que se lo perdonaba si la permitía subir al salón, a una sala que tenía una vieja vitrola. En aquellos tiempos no era fácil encontrarla, por lo que Eleanora lo veía como un privilegio.

Allí escuchó por primera vez los discos de Louis Armstrong y Bessie Smith. Eleanora pasaba el tiempo deleitándose con los sonidos encerrados en esos vinilos de setenta y ocho revoluciones por minuto. Uno de sus favoritos era West End Blues, de Armstrong. Fue la primera vez que escuchó a alguien cantar sin palabras. Esos silabeos, aparentemente improvisados, tenían un significado especial para ella que variaba en función de su estado de ánimo. Esas notas podían sumirla en la más absoluta de las tristezas o regalarle la más rebosante de las sonrisas.

Los lunes la clientela bajaba y los gramófonos animaban el ambiente. Eran los blue mondays. La jovencita Eleanora no solo educó su oído musical en esos ambientes de mala fama, sino que también se animó a cantar. Le gustaba el feeling de Louis y la potencia de Bessie, pero al no poder imitar ninguno de las dos, debido a sus limitaciones vocales, optó por su propio estilo. A excepción de los burdeles, en Baltimore solo se podía escuchar música en los bailes. Eleanora, como cualquier chica de su edad, se dejaba caer pero a escuchar a la banda más que a bailar. También era habitual que se colara en el cine. No se perdía ni una sola película de su actriz favorita: Billie Dove. Imitaba sus gestos, su peinado… todo.

Foto: William P. Gottlieb Collection (DP)
Foto: William P. Gottlieb Collection (DP)

El vestido rojo

Cada vez que salía con su elegante atavío, decía que se conseguiría un marido rico para que las dos dejásemos de trabajar.

Su madre llegó de Nueva York con suficiente dinero ahorrado como para mudarse a una casa en el norte de Baltimore, en una zona de clase alta, donde alquilaban habitaciones. Eleanora le regaló un caro sombrero de terciopelo rojo como bienvenida. Quería que encontrara a su hombre. Y lo consiguió, Sadie conoció a un estibador de familia adinerada llamado Phil Gough que hizo las veces de padre para Eleanora. Esa figura paterna que nunca tuvo. Fueron tiempos felices, pero no iban a durar mucho.

Un día, al volver de la escuela, Eleanora se encontró con el señor Dick, uno de los huéspedes de la vivienda. Le dijo que su madre la estaba esperando en otra casa y pidió a Eleanora que le acompañara. Ella no vio nada raro en eso y no tuvo mayor incoveniente en hacerlo. Llegaron a la supuesta casa donde esperaba su madre. No apareció. Se hizo tarde, Eleanora se quedó dormida, pero el señor Dick tenía otros planes. Intentó violarla. Eleanora chillaba y le golpeaba para impedirlo, pero entró la dueña de la casa para sujetarle las manos y permitir así al señor Dick consumar su objetivo. La joven Eleanora nunca olvidaría esa noche.

Una puta puede echar mil quinientos polvos por día, pero no le gusta que nadie la viole.

Poco después apareció la policía junto a su madre. No queda claro cómo, pero en lugar de proteger a Eleanora, tan solo una chiquilla de diez años, la culparon de provocadora y acabó con sus huesos en una celda. Fue recluida en el House of the Good Sepherd, una institución católica donde pasaría un año. La causa oficial fue «carencia de una atención y tutela adecuadas». Allí no practicaban la violencia física como método de disciplina. Cuando una de las chicas hacía algo contrario al reglamento la vestían con un harapiento vestido rojo. Nadie se podía acercar a ella… Eleanora lo llevó en varias ocasiones.

I must have that man

Tras la traumática experiencia de la violación y del paso por la institución tanto Eleanora como su madre tenían claro que debían cambiar de aires. Viajar al norte. A Nueva York, la ciudad donde todo era posible. Desde ganar más dinero trabajando como prostituta una noche que fregando escaleras un mes, hasta triunfar en el mundo de la música; incluso enamorarse. Eleanora se sentiría atraída por hombres seductores, libertinos e irresponsables, arquetipo de los amantes que poblarían sus canciones. Y rasgos que definían a su padre, Clarence Holiday, quién llegó a alcanzar cierto renombre en la orquesta de Fletcher Henderson.

Pero siempre renegó de su hija. Solo la reconoció cuando esta alcanzó el éxito. Ella le buscó y buscó, hasta el punto de tomar su nombre en homenaje a él… Su padre siempre la llamaba Bill, algo que la hacía sentir bien porque le recordaba a su admirada Billie Dove. Además Eleanora le parecía muy largo. Nunca le gustó. El momento en el que Eleanora Fagan se convirtió en Billie Holiday es una celebración para la historia del jazz. Puede que también para ella. Pero siempre le faltó algo: por mucho que lo buscara o cantara, nunca llegaría a encontrar en realidad a su hombre. Como tampoco recuperó jamás a su padre. Por eso «I must have that man» sigue buscando irremediablemente su final.

Bibliografía:

Lady sings the blues. Billie Holiday. Memorias. Tusquets Editores. 2010.

Billie Holiday. Juanma Játiva. Editorial La Máscara. 1995.

Historia del jazz. Ted Gioia. Turner. Fondo de Cultura Económica.1997.

Los maestros del jazz. Lucien Malson. Alba Editorial. 2006.

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5 Comentarios

  1. Una vez más, fantástico artículo. Gracias por estos momentos de jazz.

  2. Eleonora que grande fue Billie y la recordaremos siempre por su voz de blues

  3. Estupendo árticulo. Maravillosa Billi !!!
    Os dejo un programa de radio homenaje a la gran Billie Holiday:
    http://gladyspalmera.com/billie-holiday-en-planeta-jondo/

  4. No se dice «pegarla». Y los discos de 78 rpm seguramente no eran de vinilo, sino de baquelita. Si citas a autores, tendrías que decir quiénes son, no «un crítico». Por lo demás, el artículo no está mal, pero se queda muy en el aire. En un momento dado se acaba, y ya. Ni chicha ni limoná.

  5. Una mujer con una vida terrible, mucho más difícil de lo que la mayoría de nosotros podría resistir. Y encima tenía ese talento plástico, esa capacidad impresionante para transmitir con belleza la experiencia de sentirse vivo, todos esos algos punzantes, angustiosos, horribles, pero también ingenuos, dulces, cálidos e inquisitivos.

Responder a David Cancel

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