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José María Carrascal: «Un periodista no puede ser amigo de un político»

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La biografía de José María Carrascal (El Vellón, 1930) puede ser un verdadero resumen del siglo XX: fue periodista en el Berlín del muro, curioso espectador de la contracultura neoyorkina y figura conservadora televisiva parapetada en sus corbatas lisérgicas. Su último capítulo, que esperemos no tenga un final cercano, lo presenta como un jubilado parlanchín que escribe de manera libre sobre Cataluña, Podemos y lo que le plazca.

Usted fue marinero mercante.

El mar siempre me había tirado: había en casa tres libros del capitán Argüello. Estudié Náutica, que me costó bastante, especialmente las matemáticas. Fue una experiencia muy enriquecedora. Con veinte años uno de repente descubre que el mundo es otra cosa. Navegábamos y nunca sabíamos cuál iba a ser el próximo destino. Salías de Bilbao, donde estaba limpiando fondos, en Portugalete, luego a Emden, en Sajonia (Alemania) después me enteré de que había sido una base de submarinos alemanes. Cardiff, donde cogíamos carbón y lo llevábamos a Boston. A Filadelfia, a por trigo. Acababas en Vigo. Después Génova, luego Tatal, en Chile. Me acostaba a las cinco y me despertaba a las diez para hacer la meridiana, había que hacer un cálculo de navegación con las estrellas, ahora llamas al satélite y te da tu posición clavada. Pero yo nunca hubiera llegado a ser capitán. Lo descubrí muy pronto, el capitán me echó la bronca por hablar con la tripulación, ya que me gusta charlar y hablo con todo el mundo. Me dijo: «Usted es un oficial, y los oficiales no hablan con la tripulación». Y tenía razón, cuando estás mucho tiempo en el barco notas cómo el ambiente se va enrareciendo y hace falta disciplina.

¿Cómo acaba siendo profesor de español en Berlín?

En la Universidad de Barcelona, haciendo Filosofía y Letras, vi un anuncio que decía: «Se necesita profesor de español. Sin alemán. Nativo». Solo se necesitaba el título de bachiller, y yo lo tenía. El destino favorito de los ingenieros alemanes era Hispanoamérica. Una de las asignaturas de la Hoschule era el español. También di clases particulares a gente como Joachim Lipschitz, muy amigo de Willy Brandt, que era consejero del Interior en Berlín.

El alemán lo aprendí con mi mujer, que es la mejor forma de aprender el idioma. También con un libro de texto a base de ejercicios que compré en Berlín Este. Un libro soviético: cogías el pretérito e ibas ejercicio a ejercicio. Luego encontré trabajo en la Volkswagen como traductor en la rama de publicidad, en Wolfsburgo, un pueblecito de frontera junto a la Alemania Oriental. Cruzaba todas las semanas la RDA, ciento cincuenta kilómetros, por autopista, y volvía a Berlín con las hojas que tenía que traducir diariamente. Pagaban mucho mejor: cuatro veces más.

¿Cómo empezó el periodismo?

En el Diario de Barcelona, escribí cuatro largos artículos sobre las cuatro zonas del Berlín ocupado. Me los publicó ABC. Luego me contrataron en el diario Pueblo, sin conocerme. Y pasó una cosa muy interesante: en la prensa española se habló muy poco del congreso de Bad Godesberg de 1959 en el cual la socialdemocracia abjuró del marxismo. Informé sobre ello en Pueblo y lo importante que era, y se publicó. Entonces los corresponsales alemanes lo interpretaron como que el gobierno español estaba intentando acercarse a la socialdemocracia (risas). Nunca me dieron instrucciones, aunque quizá alguna crónica no se publicó…

Fue testigo directo cuando levantaron el muro en Berlín.

Lo vi venir antes. A los extranjeros nos permitían ir a Berlín Este sin problemas, pero luego hubo que hacer unos trámites. Empezaron a haber retrasos en la frontera, donde te fastidiaban todo lo posible, impusieron unos trámites. Estaba un día en la estación de Friedrichstraße, vi un montón de gente con maletas y le dije a mi mujer «como no cierren, se quedan sin nada». Lo dije de broma, y quince días después sucedió, llegaron las alambradas. Para la gente que vivía allí fue brutal, pero para mí supuso el inicio de mi carrera periodística. Me pusieron un télex en el diario Pueblo, cerraron la corresponsalía de Bonn y me ofrecieron ser el periodista que cubriera toda Alemania desde Berlín.

Entonces había un cálculo. Berlín Oeste le costaría tomarlo a los tanques soviéticos veinte minutos. Nos dieron doscientos marcos a cada residente por quedarnos, incluidos los periodistas extranjeros, fue lo que llamaron la zittern salen, «la paga del tembleque» (risas).

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¿Cómo era el clima social de Berlín?

Era tan bueno que no he querido volver nunca más a la ciudad. Era una isla, y estas tienen un ambiente cerrado. Los extranjeros éramos los amos, los liebling de Berlín: garantizábamos que se mantuviera como una isla en medio del comunismo. Al casarme con una alemana el Ayuntamiento me proporcionó casa allí. Para que te hagas una idea, en la Maison de France en medio de la ciudad no podían entrar los alemanes a no ser que fueran con un extranjero. La asociación de corresponsales extranjeros de Berlín era la única capaz de tener gente de las dos ciudades, la capitalista y la comunista: a los orientales les interesaba ir a las reuniones con las autoridades berlinesas occidentales. Quizá por eso eran casi todos espías.

Allí estaba Willy Brandt. Nos reuníamos todos los jueves en la cervecería del Schiller Theater, y hablábamos de todo y de más: se bebía mucha cerveza. Ellos, los comunistas, nos compraban de la forma más elegante: ofreciéndonos viajes. Recuerdo uno a Praga, con nuestras esposas, en el año 65, poco antes de la primavera. Allí ya se respiraba ese ambiente de revuelta. El clima de la asociación de corresponsales se agrió por los problemas de muro y los corresponsales estadounidenses e ingleses debieron recibir instrucciones para disolverla. ¿Por qué? Porque era un sistema de espionaje, y si no se hacía, los comandantes, que dominaban cada una de las zonas, impedirían nuestro trabajo.

¿Y Berlín Este?

Era todo gris, opaco, como es en los países comunistas. Pero había lujos, para una élite, que podía comprar en determinadas tiendas, restaurantes e incluso ir a la ópera. Tenían la Universidad Humboldt donde intenté estudiar pero no me admitieron. Y el teatro de Bertolt Brecht, que dirigía su viuda. También un restaurante del partido, Ganímedes, que era muy bueno. Con nuestro cambio de divisas de cinco a uno todo nos parecía barato. Tenía unos amigos allí, del partido, y pasaba fines de semana con ellos en un barco. Vivían muy bien: en una dictadura si eres de la clase dirigente vives en el mayor de los lujos ya que nadie discute tu posición.

Es la frase de Agustín de Foxá: «Tengo el mejor cargo posible: diplomático en una dictadura».

Claro. O diplomático o del partido. Aunque en el partido te pueden cortar la cabeza en cualquier momento.

Estuvo a punto de ser corresponsal en Moscú también.

Emilio Romero, director de Pueblo, quiso que fuera corresponsal en la capital de la Unión Soviética. Pero España no tenía relaciones diplomáticas. Un amigo que había hecho en la asociación, Kukushin, me puso en contacto con el diario soviético Izvestia (La Noticias), expliqué que Pueblo en España era el periódico de los sindicatos. Me dijeron que en Izvestia me daban acceso a la información y télex, pero no tendría rublos convertibles, porque no había relación entre ambos países. Emilio Romero tendría que haberlo pagado todo, cinco mil dólares mensuales. Sin embargo, Jesús de la Serna, subdirector de Pueblo, me dijo que el gobierno de Franco se había negado. «Que luego los rusos pedirían un corresponsal en Madrid, y que luego serían todos espías», dijeron. Me ofrecieron ir de corresponsal a Estados Unidos y acepté. Mi mujer había sido azafata en la Panamericana y le encantaba ese país.

Miguel Ángel Aguilar nos afirmó que era una persona «muy corrupta», y que llegaba a falsificar las cuentas de la Asociación de la Prensa, que había robado hasta las mantas de un hospital de tuberculosos y estaba sentenciado por ello.

No tengo realmente información sobre esto, ni la menor idea de su vida particular. Hay que guardarse, eso sí, de tirar piedras a otros. Podría hablar de personajes que has citado, pero no me interesa.

¿Cómo era el periodismo bajo la dictadura? ¿Sufrió la censura?

En mi puesto no había censura, solo aquí: ellos enviaban las galeradas al Ministerio de Información y Turismo y les decían cuáles iban y cuáles no, pero no he llevado cuenta de si se me ha censurado o no. De la misma manera que no se censuró el artículo de la convención socialdemócrata, no se hizo con lo que escribí de Estados Unidos en contra de la guerra de Vietnam o el Watergate. La censura era para las informaciones del país, no para las relaciones internacionales.

Era el truco que utilizaba Haro Tecglen en Triunfo: utilizar la política internacional como pantalla de la nacional.

Sí. Se podía utilizar el Watergate, por ejemplo, un juicio a un presidente por parte de las cámaras.

¿Cómo era el Nueva York de 1966?

Era fascinante. La contracultura en aquellos tiempos era «in». En Nueva York estaba el East Village, el Electric Circus, el Fillmore East, y un buen día te encontrabas a hippies en Wall Street. En aquel tiempo los Estados Unidos eran un país muy libre: en el mismo momento que pasaras el Inmigration te perdías en el país. No existía, ni tampoco ahora, carné de identidad. Los hippies se subían a la galería de Wall Street y empezaban a tirar billetes de dólar a los brokers que estaban abajo. ¡Era un espectáculo!

John Lennon afirmaba «Nueva York es hoy como París el siglo pasado».

Más bien la Roma de nuestro tiempo. Plácido Domingo, que era mi vecino, me lo decía: «Lo que sale en el New York Times tiene una repercusión mundial». En Viena le pagaban más, pero en Nueva York tenía más fama. Cuando se establecieron las relaciones con China, tras la diplomacia del ping pong, se creó la primera línea aérea con salida de Nueva York a primera hora de la madrugada. Era para que los chinos pudieran comprar ese periódico a la una de la mañana, y llevarlo a Pekín (risas).

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Usted, en su libro Groovy, fue muy crítico con la cultura hippie.

No tanto: lo que escribí estaba sacado de un hecho real. La cultura hippie comenzó como una cultura del amor, y al inicio lo era. Esos chicos de clase media, clase media-alta, creían en ello. Pero cuando todo se mezcló con chavales de extracción más baja, donde eso del amor, las rosas, les interesaba poco… entre ellos se empezó a imponer el más brutal. El caso de esa chica que novelé, a los tres día de llegar a Nueva York de Idaho, se encontró en un asesinato, es real.

Todo fue degenerando: el concierto de Altamont de los Rolling Stones, que habían contratado a los Hell’s Angels con toda la cerveza del mundo como seguridad y acabó a navajazos. Mientras que Woodstock fue un éxito, ¡cuántos niños se procrearían allí!, en Altamont tuvieron que sacar a la banda en helicóptero como a los americanos de la embajada de Vietnam. Es lo que pasa con estos movimientos tan idealistas: la naturaleza humana sale a flote. No somos ángeles.

¿Y qué recuerdo guarda la guerra de Vietnam?

Me arrepiento un poco de haber sido crítico con ella. Cuando he visto a los norvietnamitas al acabar la guerra intentar establecer relaciones con los Estados Unidos. ¡No eran tan idealistas! La teoría del dominó, la que invocaban los norteamericanos, fue real sobre todo en Camboya. La masacre en Camboya, las pilas de calaveras, eran increíbles. Pero desde mi punto de vista ahora, me resulta absurdo que se intenten imponer los valores de Occidente por la fuerza. Lo estamos viendo en los países del golfo Pérsico: es inútil, ellos tienen otros valores.

Según un estudio de la Universidad de Harvard, Estados Unidos asesinó a seis millones de personas en esa guerra.

Sí, de acuerdo. Por eso fue un error. Los Estados Unidos tienen un sentido mesiánico: como a ellos les ha ido bien con la democracia… pero son un país que no tiene nada que ver con el resto. Es artificial por completo, es como una sociedad anónima. Con gentes que vienen de lo más bajo, y en una generación se convierten en clase media. Pero eso funciona solo allí, en el exterior no puede funcionar.

Sigmund Freud decía que «Estados Unidos es un gran experimento».

Está siempre fermentando. Estados Unidos cada vez mira menos a Europa y cada vez más a Asia. El Pacífico es su interés, y la asiatización de Estados Unidos es el fenómeno más importante que está sucediendo ahora mismo. No solo comercial, sino también racial: la cantidad de parejas mixtas, americanos y asiática, ha crecido desde los 90 un un ciento cincuenta por ciento. Es increíble. De la misma manera que la pareja afroamericana-anglosajona permanece estática, no varía. Ellas y ellos, en las universidades de élite, de ciencias, son casi todos asiáticos, donde han desplazado a los judíos.

¿Conoció a David Peel y demás agitadores contraculturales del tiempo?

Yo me movía en la contracultura porque Nueva York es muy pequeña. La ciudad que sale en los periódicos está entre la calle 1 y la 72 o 79; entre los dos ríos. Se puede hacer andando. Mientras mi mujer se iba a ver a sus padres en verano, yo me lo pasaba en el East Village porque era divertidísimo. En el Fillmore East se veían películas de Andy Warhol. Y no te digo nada del Electric Circus: era un sitio que no sabías si era un circo y veías a gente tirada en el suelo o subida a lianas. Era la libertad en su máxima expresión. Tenía que enviar mi crónica todos los días, y la enviaba… pero lo hacía sin haberme ido a dormir antes (risas). Entonces era uno joven. No conocía yo esto. Tenía un buen amigo, Pepe Sobrino (muerto el año pasado), que tenía una casa en la costa oeste, y me ofrecía visitarle. Trabajaba para la United Press. Era un ambiente tan relajado, sin complejo de ninguna clase. Sobre todo viniendo de la cultura norteamericana puritana, de disciplina moral y de estricto cumplimiento de tareas. Contra eso precisamente se rebelaba la contracultura americana. Yo la conocía por Kerouac, On the Road, y había leído bastantes libros…

¿Llegó a leer los tratados y libros de Timothy Leary? Decía «el primer golpe de Estado es el golpe de estado mental».

Él era un propagandista del LSD, y después entraba dentro del mundo de Alguien voló sobre el nido del cuco, con su autor Ken Kesey. El LSD en principio no era una droga: se ensayó en California como remedio contra la esquizofrenia. Allí se apuntó Kesey, y lo consideraba como una especie de sustituto del electroshock, pero sin quemar neuronas. El LSD actuaba como terapia de choque: se podía comprar en la farmacia. Kesey y unos cuantos iban en una furgoneta Volkswagen pintada cargados de LSD. Eran los «Merry Pranksters». De esa experiencia también sale parte de la película Easy Rider. Era otro mundo, pero que se hundió rápidamente. Yo ya dejé de ir por esos ambientes en el año 70, porque te encontrabas un tío cargado de esto y no podías responder sobre lo que te haría. El LSD confunde los sonidos con los colores, estos con las palabras: era una desconexión de las neuronas. Ellos dicen que lo pasan bien, pero la verdad es que los casos que he conocido, como el hijo de mi predecesor en ABC José María Massip (periodista al que admiraba profundamente), eran terribles.

Richard Nixon habló de Timothy Leary como «el hombre más peligroso en los Estados Unidos».

Sobre todo para él (risas). Visto con la perspectiva del tiempo no creo que fuera una persona para poner gente joven en sus manos.

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¿Cómo era el clima social de la ciudad? Es el tiempo del cine de cine callejero de Paul Schrader o Martin Scorsese y las películas hippies

Yo asistí al estreno de Hair. Una amiga de mi mujer nos dijo: «He visto un nuevo musical que es tremendo, fantástico. En Off-Broadway». Fui para allá pensando en el teatro de Alemania, donde son muy formales, y fui perfectamente con mi traje gris oscuro, con mi corbata. Me senté, estaba detrás de mí la escritora que escribió El valle de las muñecas, Jacqueline Susann, y de repente llegaron una serie de hippies que me gritaron: «Are you necrophile?» («¿Es usted necrófilo?») Yo pensé «me cago en tu padre». Era por ir vestido así. Quedé fascinado con Hair, y también con Jesuchrist Superstar posteriormente. Escribí un artículo para Pueblo sobre Hair… y no lo publicaron. Pensé: «Ellos se lo pierden». Y luego, dos años después Carlos Castro, el redactor jefe, me dice: «José María, nos hemos enterado de que allí hay un musical estupendo, y se llama Hair. A ver si nos puedes enviar una críticas». Yo respondí: «¡Idiotas! ¡Os la envié hace dos años!».

¿Había tensión racial en la ciudad?

Nueva York se fue volviendo mucho más violenta. Es el marco de mi segunda novela, Mientras tenga mis piernas. En 1968 la explosión negra superó el self-hating, el odio a sí mismo, y arden esas casas, el Brownsville. Fue tan violenta que el Central Park, una especie de Retiro pero mucho mayor, se volvió intransitable. Incluso de día. A Fernando Arias Salgado, diplomático, le hicieron un corte en la cara. Un chico negro se le acercó, le pidió la cartera, él se la dio… y se llevó el corte. ¡A Antonio Garrigues-Walker le atracaron cuando iba a entrar en el hotel Walldorf Astoria! El problema de la revolución cultural es su definición. Sebastián Haffner dijo de ella que «no era más que el epílogo de la revolución burguesa». No es una revolución social, de tipo marxista, sino que las últimas libertades, de sexo o de placer, se obtienen. ¿Eso es una verdadera revolución? Nada cambiaba en el terreno social: lo máximo que llegaron los hippies fue a crear las comunas y no duraron.

¿Cómo se vive la contrarrevolución en Nueva York de la era Reagan?

Bueno, antes llegó la era Carter… El país estaba harto, fatigado, de esa revolución, y especialmente por la humillación de los rehenes en Teherán (Irán). A Reagan lo pude entrevistar, creo que fue una de las pocas entrevistas que concedió a un periodista español. Él dijo «por ahí no vamos a ningún sitio: Estados Unidos no puede recibir bofetadas». Esperaba que los rehenes quedaran sueltos antes de su posesión, el 20 de enero de 1980, lo que luego sucedió. Y vino la contrarrevolución: el patriotismo volvió a estar de moda.

Todo esto duró hasta el 11 de septiembre de 2001, donde se encontraron atacados en su propio territorio y Estados Unidos cometió el error de intervenir en Irak en ese instante. El primer Bush se detuvo en la frontera, con la primera guerra de Irak, y esta segunda guerra le ha dado la razón en lo que hizo. El chiste que corre en Nueva York es «lo de Irak se puede resolver desenterrando a Sadam Hussein y poniéndolo otra vez en el poder».

En los 60 y 70 Estados Unidos es la avanzadilla de la democracia mediática, mostrada en películas como Network. ¿Cómo se vive en Nueva York el cambio de primacía del papel a los medios audiovisuales con menos información y más opinión?

Los cambios en Estados Unidos son muy graduales, no es como en España que cambian de un día para otro. Este cambio del periodismo con mucha sustancia, del New York Times (donde prevalece la información), al de opinión ha sido más gradual. Walter Cronkite, periodista en la televisión estadounidense CBS, era alguien del que se decía que no se sabía si votaba a republicanos o demócratas, pero que de presentarse a elecciones saldría presidente. El día en el que decidió criticar la intervención de Estados Unidos en Vietnam Johnson dijo: «He perdido la guerra». Sin embargo, en estos cambios el periodismo norteamericano nunca ha perdido dos cosas importantes: separar la información de la opinión, y mantener en la opinión un cierto equilibrio. En el New York Times estaban James Reston y Tom Wicker que eran liberales de allí, socialdemócratas aquí. Al lado de ellos había columnistas claramente conservadores, republicanos. Mientras, aquí, en El País o ABC todos somos de la misma línea. Quizá por eso no se habla de cambios totales. Los Estados Unidos no necesitan revoluciones porque cambian cada día. Nosotros, que nos pasamos años estáticos, tenemos revoluciones.

¿Se podían ganar una campaña electoral a través de la televisión? ¿Qué poder tiene un presentador, un anchor, en la cultura norteamericana?

La influencia de la prensa es importante, pero son las maquinarias de los partidos las que funcionan. Quizá en casos excepcionales, como el Watergate, pero no es tan grande. Yo tenía una táctica para saber quién iba a ganar las elecciones: ver en las convenciones qué partido estaba más unido. Las convenciones eran verdaderos espectáculos, donde había de todo.

El escritor y diplomático Juan Valera, en su estancia en Washington, compara las convenciones de los partidos con los toros en España.

Eran igual. Por lo pronto en las convenciones hay barriles de cerveza, y todo el mundo acaba como acaba. Las divisiones son clave: se ve en las pugnas de Ted Kennedy en los años 80 con el partido demócrata.

¿Cómo funcionaba esto con Obama? Usted afirmó que iba a ganar.

Obama, en inicio, no tenía tanta unión, pero los republicanos estaban mucho más divididos. Ahora los republicanos tienen un problema grande con el Tea Party, y con las minorías ascendentes. Estados Unidos es un país que en el año 2040 no será blanco.

¿Cómo valora la alcaldía de Rudolph Giuliani? ¿Murió con él la contracultura neoyorkina?

Sí, y me dolió. Recuerdo salir una mañana a comprar el periódico, y venir dos hispanos, anchos y bajitos, y detenerlos la policía sin decir nada. Se notó Giuliani, y sin embargo fue uno de los alcaldes más populares. Era el «signo de la ventana rota»: el jefe de la policía de Los Ángeles lo establece y afirma que «ante una delincuencia acentuada, lo que había que perseguir son los signos externos». Si existe una ventana rota en el barrio luego habrá tres, luego una puerta rota y así. Giuliani afirmó «hay que acabar con las ventanas rotas». Antes hubo otro gran demagogo, Edward Koch, que recuerdo escucharle un mitin cerca de mi casa, en la 59, y le gritó un tipo: «¿Qué pasa con las escuelas?». Y Ed Kock le gritó: «Shut up son of a bitch». Y le aplaudieron.

¿Cómo era informar en la ONU de aquel tiempo? Se llegó a escribir un libro sobre los mejores sitios para dormir en su sede…

Yo tendría que hacerlo, porque la ONU es un fantástico desastre. Aunque es lo único que tenemos, sin ser un gobierno mundial ni de lejos. La corrupción en la ONU es de no creérselo. Empezando por que yo tenía un despacho con teléfono y todo, y no pagaba nada, en la habitación 302. Realmente no he visto que la ONU haya podido evitar una guerra si dos países querían ir de verdad. En caso de reticencias de los países, una resolución de la ONU sirve como excusa para evitar el conflicto: «… la ONU nos ordena que tenemos que negociar». Solo por eso debe seguir, pero le falta muchísima efectividad: se le llama con razón «cementerio de elefantes» ya que allí envían a los enemigos políticos los países africanos.

¿Cómo vive esa ruptura del marco de la Guerra Fría como corresponsal internacional? ¿Fue gradual o repentino?

A mediados de los años 80 consiguen interceptar misiles: se crea un misil antimisiles que intercepta otro desde Hawái en una prueba balística. Entonces se acabó todo: se rompe la disuasión. A mí me causó Gorbachov, en una visita con varios españoles, una sensación fantástica: era un hombre razonable. Lo que pasa es que es muy difícil que una superpotencia renuncie a su estatus y Rusia sigue siendo una gran potencia. Lo vemos ahora con Putin, con enormes reservas de minerales, materias primas, demografía, etc. Es un capítulo que Europa tiene pendiente.

Verstrynge es defensor de un eje «euroasiático», en oposición a los Estados Unidos.

Hay gente para todo.

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¿No cree que las administraciones norteamericanas cometieron abusos en relaciones internacionales? Nicaragua, Chile…

Los americanos han heredado la política exterior británica: «No existe política exterior, sino intereses». La Guerra del Opio es un buen ejemplo: abrieron el mercado chino a cañonazos en el siglo XIX. Sobre Sudamérica, Monroe lo dejó claro: «América para los americanos»… que en realidad quería decir «América para los estadounidenses, y además haciéndoles un favor». Pero se debe contraponer eso a lo generosos que fueron en otras partes, como en Europa o Japón.

¿Cómo llega al diario ABC?

Por aquel tiempo Pueblo estaba agonizando. Se estaba yendo todo el mundo: Jesús de la Serna, Emilio Romero, que no lo consiguió. Juan Luis Cebrián. En ABC me llamaron, puse la condición de quedarme en Nueva York y aceptaron.

¿Cómo se vive la llegada de Anson en ABC? Con esas portadas amarillistas…

A mí me importa un bledo el director del medio en el que escribo: yo sigo entregando mis piezas como me parece. Apenas habré ido a ABC. Me pasaba lo mismo con la moqueta de arriba, en Antena 3. Tengo relación con las personas que recogen mis crónicas y ya. Pero sobre esas portadas, ABC es heredero, lo decía Luis Calvo, de Blanco y Negro, y tiene algo de revista. Las portadas, aun siendo titulares, pueden ser espectaculares. Nunca lo he preguntado: supongo que ellos creen que venden más por ellas.

Anson nos confirmó, precisamente, que utilizaba esas portadas para vender más, y competir con los diarios de la Transición.

Puede ser. Yo he estado con todos los directores, y nunca he tenido problemas: no tengo tiempo para discutir. Nadie me ha dicho nunca cómo hacer mi trabajo. Me llevé muy bien con Guillermo Luca de Tena, con el que tuve una amistad casi personal, hasta que Zarzalejos prescindió de mi colaboración. Pero luego me recuperó Anson para La Razón

¿Conoce la pugna entre Losantos y Zarzalejos por el periódico? ¿No puso en peligro la cabecera?

No tengo idea. Ahora han cambiado muchos subdirectores en el periódico.

¿Por qué prescindió Zarzalejos de usted?

Tampoco lo sé. Intento ver la parte positiva de las cosas, y me dediqué a escribir un libro cada año en ese tiempo.

Usted suele afirmar que no tiene respeto al poder, pero ¿no ha sido complaciente con los conservadores?

Es que yo creo que la historia se mueve con los conservadores. Creo más en la libertad que en la igualdad, como escribí hace poco en una tercera de ABC. La igualdad es una utopía grande. Hay, claro, igualdad de derechos y oportunidades, pero igualdad ¿dónde la hay? Si no la hay en nada de la naturaleza. Soy un devoto de la historia, y todos los grandes adelantos de la humanidad son de la derecha, no de la izquierda. La izquierda lo que hace es repartir los adelantos. De hecho, el estado de bienestar es un invento de Bismarck. Los nueve años viviendo cerca de un Estado comunista, la etapa de Berlín, me hicieron darme cuenta del fracaso del «hombre nuevo» que predica el socialismo. El paraíso de los trabajadores no es tal: ahí se trabajaba cuanto menos mejor.

Haffner dejó la Alemania nazi en el año 36, siendo juez, y en Inglaterra acabó siendo editorialista del Observer. Volvió en los años 40, y se convirtió, en mi opinión, en el mejor ensayista. Comparó la derecha y la izquierda con las manos: las dos son necesarias. Mientras la derecha es la mano hábil, con la que se trabaja, la mano izquierda es la de la creatividad, del arte. Hay muchos artistas que son zurdos. Haffner acaba el ensayo afirmando «cuando falta la derecha, es bueno tener la izquierda para poder hacer cosas».

La primera revolución occidental que existe es la de Lutero, y acaba en el Bauernkrieg, en una guerra del campesinado. La revolución francesa acabó en la guillotina y el terror. Sin hablar de la dos Repúblicas españolas… la primera once meses, cuatro presidentes y Jumilla declarando la guerra a Murcia. Hay que tener mucho cuidado con las utopías. Pero hay que atar en corto a la derecha, es necesario, esta crisis ha sido por falta de controles. Reagan, al soltar a Wall Street, creó los productos sub-prime, que eran una estafa.

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¿Cómo llega a Antena 3?

Me llamó por primera vez en mi despacho de la ONU Luis Ángel de la Viuda. Por aquel tiempo colaboraba con ABC y hacía pequeñas crónicas para Antena 3 Radio de cuarenta segundos. Me dijo: «¡José María! ¡Que nos han dado un canal de televisión!» (risas). Yo respondí: «Enhorabuena». Y entonces me dijo: «Y Manolo (Martin Ferrand) quiere que vengas a presentar un telediario». Le dije a Luis Ángel: «Manolo está loco». Yo iba a cumplir sesenta años entonces, en Nueva York, y estaba fantástico.

Pero una de las personas que más influyó en mi, el checo Bill Striker, cultísimo, como todos los checoslovacos que he conocido, era corresponsal extranjero de la ONU y me dijo inmediatamente: «Acéptalo». Yo dudaba mucho, porque estaba muy seguro en ABC, y el diario en esos años era reconocido por todos fuera. Pero me explicó: «Cuántos ejemplares tira ABC». Respondí: «No sé, doscientos cincuenta ,il». Y él siguió: «¿Cuántos de esos lectores leen la parte Internacional?». «Cincuenta mil, quizá».

Y la respuesta final fue: «En televisión serán cientos de miles». Él era un judío de Praga, y tenía esa visión universal, me decía que «los periodistas estamos para llegar a todos». Se lo dije a mi mujer, que no estaba conforme, pero me di cuenta de que había hecho periodismo en todo menos en televisión. Entonces Julio Iglesias pasó por Nueva York, y me llamó. Me dijo: «Acéptalo, vas a ganar mucho más en televisión, te va a conocer más gente, lo que será bueno y malo, pero para tus libros te vendrá muy bien. Confié en el talento de negociante de Julio.

Yo le admiraba mucho en este aspecto, porque tiene una voluntad de hierro: llegó a Nueva York en el 75 o el 76 y en el Club 21 nos reunió a los periodistas y nos dijo: «He triunfado en Europa, y lo voy a hacer aquí». Al cabo de unos años Nancy Reagan declaró que su autor favorito era Julio Iglesias.

Usted llevaba mucho tiempo fuera del país.

Me había perdido dos generaciones de españoles desde 1957. No tenía ni idea de cómo se hablaba en España, y me encontré con una serie de chicos y chicas jóvenes muy majos.

¿Por qué fue tan crítico con el PSOE?

Por una cosa muy simple: porque me tocó la etapa de los escándalos de corrupción. En la primera etapa del PSOE habría sido mucho más favorable, porque había renunciado al marxismo. Pero llegué en el año 90 con Roldán, Rubio: la gran época de los escándalos. Y yo tenía que informar lo que me traían de la actualidad. Hasta en el Boletín Oficial del Estado había corrupción. A Antena 3 venían políticos del PSOE avergonzados, pero no podían prescindir de Felipe, era un tótem. Había rehecho el partido, que no era el de Llopis, por desgracia. Uno de los grandes males que tuvo la Transición fue prescindir de los exiliados españoles. Eran gente excelente, y tenían mucha más experiencia democrática: los políticos de aquí no se habían educado más que en la dictadura. Si por ejemplo Tarradellas hubiese sobrevivido como presidente, en lugar de Pujol, no tendríamos estos problemas. En una ocasión tuve una reunión con los exiliados en Berlín, en el año 59 (el Congreso de la Libertad de la Cultura), donde estaban Américo Castro, Madariaga, etc. Eran de una sensatez total… y se prescindió de ellos. Eran gente tremenda. Además, se habían dado cuenta de los errores que habían cometido. Don Emilio González López, catedrático de dDerecho aquí, hubo de reciclarse como jefe de estudios doctorales de la Universidad de Nueva York. Era catedrático de Novela Española, y presentó allí mi novela Groovy.

¿Con qué exiliados trató?

En Nueva York al exiliado que más conocí fue a don Emilio González López, que era el fiscal general del caso estraperlo, director de política exterior, redactor del estatuto de Galicia, etc. Siempre me arrepentí de no haberles dedicado más tiempo: estaban ansiosos por conocer cosas de España. Eran gente que te enseñaba mucho, porque habían sufrido. No eran radicales, como podrían ser los que se fueron a Moscú. Al hijo de Negrín lo traté mucho y Álvarez del Vayo estaba siempre por Naciones Unidas, tratando de hablar con jóvenes españoles. Nos contaba la Guerra Civil, la batalla del Ebro, en plan batallitas (risas).

Dijo Anson que sin ABC, El Mundo, la Cope y periodistas como usted no habría perdido González las elecciones en 1996.

A mí eso no me interesa. Los periodistas no estamos para poner o quitar: somos, otra vez citando a Sebastián Haffner, «los bufones de la democracia». ¿Qué quiere decir esto? En las antiguas Cortes el rey era la máxima autoridad, y todos le rinden pleitesía… menos el bufón. Es el que decía la verdad. Por eso acababa el bufón apaleado muchas veces.

Así fue, Aznar, al que ayudó a llegar al poder con su informativo, fue quien lo eliminó de la tele.

Sí, exactamente. Querían información destilada. Buruaga había anunciado en los cursos de El Escorial de la UCM que «se acababan los informativos de autor». Y ese era el mío, claro. Me había mantenido en él Campo Vidal, que no era de mi ideología, pero Buruaga me dijo que mi «informativo no daba las mismas noticias de los noticieros de las tres o las nueve». Quería unificar.

¿Esa fue la excusa?

Es lo que dijo. Me dejó elegir el programa que quisiera, pero le contesté «soy periodista, solo puedo hacer informativos».

Aznar decía que usted no era de fiar.

En el círculo de Aznar se extrañaron. A mí eso me lo dijeron. No suelo tener relación con políticos, y me extrañaba que llegara gente de la Transición afirmando «me he ido de copas con González». Un periodista no puede ser amigo de un político. Una vez, en las elecciones del 93, Miguel Ángel Rodríguez nos invitó a Mallorca para hablar de «cómo debía tratarse la información» junto a Aznar. Llovió muchísimo, y no pudimos salir del hotel. Algunos lo trataban ya como presidente, y yo le dije «usted y yo no podemos ser amigos: si lo somos usted es un mal político y yo un mal periodista. Cumplimos funciones diferentes». Y el biógrafo de Aznar mucho después me reveló: «Me han comentado que no eres de confianza, no se pueden fiar de ti».

¿Cuánto había de conspiración en la afirmación que hizo Anson sobre el frente anti PSOE en los 90?

¡Espero no estar allí! Yo no conspiro con nadie. No pertenezco a ningún club o grupo. Espero que no les haya dicho nada…

José María Carrascal para Jot Down 6

¿Cómo se le ocurrió comentar el libro de Madonna Sex en vivo en el telediario? Es un clásico de los zapping españoles…

Aquel libro me lo enviaron. Había ido al primer concierto de ella en Nueva York, y me salí en el descanso. Me pareció malísima. Lo sigue siendo ahora. Es uno de los blufs mayores que existen ahora: canta como pisarle la cola a un gato. Más que bailar hace ejercicio gimnástico. Lo único que ha hecho Madonna es poner las prendas de ropa interior encima de las prendas normales. ¡Es un desastre total! Eso sí, sabe aprovechar muy bien la polémica, con cosas como «Like a Virgin». Entonces un día me encontré el libro de Madonna, y pensé «bueno, voy a desahogarme».

Volviendo a la actualidad, escribió usted hace poco un artículo en el ABC sobre Cataluña con gran apertura respecto a la línea editorial del periódico. Dijo que no se podía impedir en el siglo XXI que se independizase si lo quería la mayoría. Defendía «un divorcio amistoso».

España en cierto sentido es un continente con muchos modos de ser, y muchas fórmulas. Ahora bien, si llega un momento en que un brazo quiere desprenderse no hay forma de evitarlo. Pero Cataluña está en estos momentos contra la historia: la aldea global es una realidad. El que no se consolide en unidades cada vez mayores está condenado. No tanto a desaparecer, sino a ser irrelevante. Según me han confesado representantes de Cataluña, cuando llegan a Washington o a Bruselas les dicen: «si aquí estamos tratando de unir, y vosotros venís con que queréis separaros».

Por esto, si se llega a ese momento de separación será doloroso para ambos, pero sobre todo para Cataluña. Cataluña desde todos los aspectos ha ido alejándose de España, y descendiendo su importancia en el Producto Interior Bruto. Yo conocí Cataluña cuando en los años 50 era el motor de España, mucho más que el País Vasco. Ahora Madrid tiene más peso. La creación de una nueva nación en Cataluña, también, crea una nueva clase política, y eso significa privilegios. Y si el paradigma de esa clase política son los Pujol… van listos.

¿Tenemos mucha mediocridad entre la clase política?

Sí, por falta de conocimiento de la práctica democrática, primero. La democracia no son solo derechos, sino también deberes. Oí una vez a un catedrático constitucional alemán esto: «la democracia es responsabilidad». Tanto individual como colectiva. En una dictadura no existe la responsabilidad: el dictador lo tiene todo. Ese sentido de la responsabilidad no se tiene aquí en España. Y segundo, el movimiento de vaivén que hubo de la prohibición de todos los partidos políticos a que tuvieran el poder absoluto, incluido el judicial a través del Consejo Superior del Poder Judicial y la Fiscalía General del Estado.

Estas opiniones suyas tan ponderadas contrastan con lo que dijo de Pablo Iglesias, que veía «violencia en su mirada».

He estado frente a él en un debate televisivo. Y en su entrevista en Carne Cruda, en la radio, dijo una frase que me impresionó: «Te concedí la entrevista porque creí que eras amigo mío. Tenías una moralidad como nosotros». Me atengo a los hechos: en él veo el bolchevismo en su estado más primitivo. Mi reflexión sobre Podemos es que al hacer tanto tiempo de la caída del socialismo real, del comunismo, nos hemos olvidado de lo que era. Cuando Fernando de los Ríos fue para allá, Lenin le dijo: «Libertad, ¿para qué?». Espero que el pueblo español no se deje arrastrar, especialmente si traen un modelo caudillista, en el estilo venezolano.

José María Carrascal para Jot Down 7

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20 Comentarios

  1. Pingback: José María Carrascal: «Un periodista no puede ser amigo de un político»

  2. Rembrandt Q. Einstein

    Buuuu Venezuela, buuuu bolchevismo, buuuu marxismo.

  3. si piensa eso de Podemos es que no se entera de nada. Esa precisamente era la impresión que dio al llegar a España. Había vivido fuera pero no se enteraba de nada. No sabía hablar inglés, y sigue sin saber.

    Cómo se pude hablar de la historia de los últimos 40 años sin hablar del peso total que tuvo la droga? Fue lo que hundió a muchos de esos movimientos «cultureles», además la droga fue quien financió el terrorismo. Ni una palabra de ETA.

  4. No conocía apenas la carrera periodística de Carrascal antes de sus informativos «de autor» en los 90. Me ha gustado saber de su experiencia en el Berlín del muro, de sus contactos con cargos del partido, y el entrevistador acierta recordando la frase de Foxá. Muy de acuerdo con el titular. Un periodista no debe ser amigo de un político. Una cosa es el mutuo respeto y otra, muy diferente, la amistad.

    • The Mangler

      Y por si eso fuera poco, ha clavado la descripción del supuesto talento de Madonna. Carrascal, you’re the man!

  5. rayvictory

    Yo descubrí a Carrascal una vez que en A3 radio, José Luis Balbín, que tenía un discurso de izquierdas y para ratificar su posición en un debate que tenía en su programa, llamó en directo a USA a Carrascal para que manifestase su opinión, con la esperanza que lo apoyase (era sobre política exterior americana, creo que sobre la 1ª guerra del Golfo. Y mi sorpresa, y la de todos los contertulios, es que, en directo, Carrascal empezó a rajar del derecho internacional, de la ONU, y de la soberanía de los países, y lo que había que hacer era que los marines repartiesen leches….(ojo, como se supone, no fue exactamente así, sino que su discurso fue más matizado, aunque el sentido era 100 % ese). Ahí lo descubrí. Y me encantó. Un tío con opiniones propias, que eso es siempre bueno. Luego, como presentador de informativos de TV me pareció que no «llenaba» la pantalla, como dirían los franceses, «il ne perce pas l’écran», aunque era entretenido. De cualquier forma, me alegro lo buena que ha sido su carrera.

  6. Excelente profesional. De la entrevista, él tendría que repensar lo de : «los grandes adelantos de la humanidad son de la derecha, no de la izquierda».
    Einstein dudo mucho que se calificara de derechas. Sabe el señor Carrascal que la derecha siempre se ha aferrado al pasado y ha sido renuente al progreso.
    Ahora mismo, hay una obsesión por controlar internet (y no me refiero a las descargas) y el flujo de información que la oligarquía no controla, y eso no viene precisamente de un estado totalitario de izquierdas, sino de esos desalmados que generaron la crisis y que impiden los avances, que quieren que todo siga igual. Son de derechas, sin duda.
    El progreso de la humanidad es una lucha constante contra su espíritu más reaccionario, y la de ahora es otra de las guerras que se está librando. Como dijo Warren Buffet, una lucha que de momento van ganando ellos. Por cierto, Warren Buffet no destaca por haber hecho los «grandes adelantos que ha dejado a la humanidad».
    Cierto que no somos iguales. Unos más altos, otros más bajos; unos más astutos, otros más ingenuos; unos más inteligentes y otros menos. Pero nadie debería tener el privilegio de comer, de curarse, de formarse, de infomarse y de un hogar. Eso deberían ser derechos de todos, y no de unos pocos. Esa es la verdadera libertad. Algunos solo entienden la libertad como la libertad de acumular y eso es una mierda de libertad, con perdón de la expresión. Es, en realidad, la opresión de unos pocos sobre el resto.
    La culpa de todo, de Felipe González Márquez

  7. Cuando Carrascal dice que «los grandes adelantos de la humanidad son de la derecha» no se refiere a la ideología de las personas, sino al sistema económico imperante. Los avances científicos se producen en países capitalistas – aunque la URSS tuvo su buena proporción de genios escasamente publicitada.

    • Tal vez estemos incurriendo en un error propiciado involuntariamente por el propio Carrascal. En realidad no hay inventos «de derechas», como tampoco hay inventos de «izquierdas»; y es cierto, en la URSS hubo unos cuantos.
      De todas maneras, por seguir metiéndome con el argumento de Carrascal, dudo mucho que los que asesinaron a Giordano Bruno, los que hicieron callar a Galileo o los que lucharon en la Guerra de Secesión por perpetuar la esclavitud se pudieran tildar de progresistas.
      Y el avance de Giordano, el de Galileo y el de la abolición de la esclavitud no fueron gracias a la complicidad de las sociedades reaccionarias. En modo alguno.

  8. «La Verdad» es Pravda. Izvestia es «Noticias».

  9. ¿En serio?

    Estupenda entrevista a un deleznable personaje muy pagado de sí mismo.

  10. «….cuidado que bienen los rojos!!….» Ojala ajaja , flipando con el miedo que le tienen a Podemos…ojala Podemos representara aunque sea la mitad de lo que tanto temen de Podemos…la ceguera de algunos no les deja ver que Podemos es lo que es! :D

    en otro orden de cosas: «… Pero yo nunca hubiera llegado a ser capitán. Lo descubrí muy pronto, el capitán me echó la bronca por hablar con la tripulación, ya que me gusta charlar y hablo con todo el mundo. Me dijo: «Usted es un oficial, y los oficiales no hablan con la tripulación». Y tenía razón, cuando estás mucho tiempo en el barco notas cómo el ambiente se va enrareciendo y hace falta disciplina» desconocia su pasado en la Marina Mercante quizas le vendria bien hablar con la tripulación aunque fuera a escondidas…quizas si lo hiciera igual podia entender la gente de «…de extracción más baja…»

    Un Saludo!

  11. ¡Sigue vivo! Siempre me cayó bien, muy a mi pesar. Lástima acabar la entrevista con lo del «estilo venezolano». Sospecho que la entrevista tiene ya unos meses.

    • Cuidado si «bienen «la hemos cagao si vienen a lo mejor no, que seas de extracción baja no te exime de respetar las normas básicas de ortografía, de no entender nada si…

  12. Borsalino

    El entrevistador no sé, pero el fotógrafo que tenéis es el puto amo.

  13. Me llama mucho la atención que este hombre, según algunos comentaristas, no se entere de nada porque responde con su opinión a una pregunta del entrevistador (que además es la última), del resto (PSOE, Aznar sacándole de los informativos, inicios como periodista en el Berlín de la guerra fria, la guerra de Vietnam, la corrupción en la ONU, Nueva York en los sesenta, el lsd y la tensión racial y todo lo demás que larga entre medias) nada que comentar, y mira que tiene cosas muy llamativas (qué manera de tirar balones fuera que tiene el señor en según que cosas).
    No sé si es que el entrevistador le plantea esa cuestión la última porque va repasando su vida cronológicamente o porque sabe que más de tres preguntas y el titular es un texto demasiado largo para muchos «lectores».

  14. Pingback: “La historia de España que no nos contaron. Mitos y realidades”, de José María Carrascal | Las lecturas de Guillermo

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