Ciencias

La experiencia de ser insignificante

Fotografía: Antonio Tamez
Fotografía: Antonio Tamez

Hace no mucho, por razones de edad, recibí de regalo una pequeña planta carnívora. Le encontré un sitio en mi escritorio, junto a una taza llena de lápices y figuras abstractas de papel doblado que solo están ahí para recordarme esa otra afición a la que no me he dedicado, pero a la que siempre le daré tiempo el próximo domingo. Decir que se trata solo de una planta carnívora es una forma común de referirse a ella cuando sería más acertado llamarla por uno de sus nombres folclóricos: venus atrapamoscas. Aun así, su título popular es más gentil para la lengua y el oído que su designación científica: Dionaea muscipula.

La nomenclatura binomial, la ciencia detrás de la clasificación de la vida, fue ideada en 1753 por el naturalista sueco Carlos Linneo como un sistema para que todo organismo, vivo o extinto, pueda tener un nombre único. Esto se convirtió en una herramienta para catalogar en la zoología y la botánica, pues como es común en todas las cosas, cada país o región tiene una forma distinta de referirse al mismo animal o planta, causando confusión. Su base es la clasificación por el uso de dos palabras de raíz latina: La primera, siempre en mayúscula, indica el género. La segunda, la especie.

En casa tenemos un sistema riguroso para dar nombres propios a todas las formas de vida que nos interesan. Así los perros se llaman como escritores, los gatos se vuelven científicos, los peces son artistas y las aves llevan nombres ostentosos y señoriales como Titus y Otis. A las plantas las identificamos con personajes mitológicos y literarios, como Ganimedes, una cinta (Chlorophytum comosum) que se desborda de su lugar junto al televisor, o Solaris, un cactus compuesto por uno rojo sin clorofila, diminuto y mimado (Gymnocalycium mihanovichii), alimentado por otro robusto y verde, que murió bajo el sol mediterráneo. Estos bautizos se dan sin mucha reflexión, más de acuerdo al humor o las circunstancias del momento. Y así fue, entonces, que la llegada de la venus atrapamoscas ocurrió al tiempo en que leía Bajo la piel, de Michel Faber. Me pareció que Isserley sería un buen nombre para llamar a una planta que se ve fuera de este mundo al igual que la extraterrestre solitaria de Faber, quien recorre las carreteras escocesas en busca de hombres haciendo autoestop.

¿Qué tan importante es etiquetar a los objetos del universo? El mismo Carlos Linneo dijo que ignorar el nombre de las cosas es olvidar lo que se sabe de ellas. Pero si el conocimiento sobre estas es nulo, entonces sus nombres son solo una comodidad. ¿De qué sirve conocer las diferentes formas en que la gente llama a un insecto o un reptil si no sabemos sus costumbres, hábitos y trucos de supervivencia? ¿O qué tal una estrella, identificada con algún héroe griego, sin conocer su masa, radio, distancia o magnitud?

Hoy día es sencillo averiguar lo que otros han hecho al respecto, una labor que ha tomado siglos de estudio, observación y corrección de hipótesis. Gracias a artículos especializados en línea y a la telefonía inteligente, con su acceso a una red ubicua que todos damos por sentada, en pocos segundos se encuentra respuesta a cualquier curiosidad sobre el cielo o la Tierra. Ya no son necesarios esos dinosaurios como la Enciclopedia británica, no se diga la Hispánica, y un viaje a las bibliotecas para saber cuáles son los distintos tipos de nubes o planetas conocidos se vuelve una excusa para tener wifi gratis y ligar con quien esté a lado. Esto, que ya parece tan natural, es una introducción muy reciente a la manera en la que obtenemos información y conocimiento.

No es ninguna revelación, no es algo que no se ha dicho antes, y sin embargo, sigue siendo interesante la forma en que muchos jóvenes, los que pertenecemos a una o dos generaciones anteriores a la omnipresencia informática, hemos olvidado cómo eran antes nuestros días. Algunas veces parece como si la vida fuera imposible sin estar conectados; sin la red social, los ciento cuarenta caracteres o el vídeo y sus quince minutos de fama, el lo-quiero-ya o cualquier otra cosa que esté de moda. Y aun así, la humanidad anatómicamente moderna ha caminado por este mundo, según un cálculo conservador, por ciento ochenta mil años, tal vez algunos miles más, tal vez algunos menos, y todo eso sin la fibra óptica ni los paquetes de tantos o cuantos minutos libres y mensajería ilimitada. Este es uno de los demonios en el detalle que calibra la perspectiva.

Siempre me ha interesado el naturalismo, aunque por varias razones me he dedicado a otras tareas. La llegada de Isserley fue una de las muchas oportunidades, después de años de postergación, para iniciar un proyecto sobre la observación de la naturaleza en el ambiente inmediato; la oficina, el parque, la calle. Algo sencillo, limitado solo a libreta, lápiz, mucha atención y el estudio y cuidado de esta planta. Cualquier información o detalles sobre su especie están en línea, pero la gracia del ejercicio se encuentra en las anotaciones y las reflexiones del momento. Así como la reparación de las molestias domésticas es más satisfactoria y didáctica en manos de uno mismo, en lugar de pagar por el servicio de otro, el estudio personal del mundo da placeres similares.

Naturalismo demasiado amateur

Al carecer de la terminología adecuada o de cualquier conocimiento específico que no sea el aprendido superficialmente en la universidad, o en su defecto en libros de divulgación, mi vocabulario descriptivo se limita a lo conocido y lo mundano. En las primeras páginas de la libreta de 9 x 14 cm escribo que Isserley tiene una estructura parecida a una estrella de siete puntas, cada una compuesta de una hoja en forma de trompeta que termina en una boca rojiza en su interior, cuyo número de dientes fluctúa entre los treinta y cuatro y los treinta y siete. En el centro de la estrella crece un tallo delgado que eleva una corona hecha de seis bulbos, el principal tan grande como una semilla de limón. Es en estos bulbos dónde nacerán las flores.

Fotogrfía: Antonio Tamez
Dibujo: Antonio Tamez

Las plantas carnívoras por lo general son nativas de regiones pantanosas y húmedas, pobres en nutrientes. Esta carestía ha llevado al desarrollo de sus hábitos alimenticios, pues es por medio de insectos y arácnidos como logran satisfacer muchas de sus necesidades energéticas. La venus atrapamoscas es solo una de las formas en que la naturaleza ha encontrado una solución al problema de estas plantas; existen más variedades de carnívoras que seres fantásticos en el bestiario de Borges. Son estas condiciones de vida tan específicas las que vuelven un reto su cuidado en un ambiente urbano y doméstico, con un clima pesado, contrario al habitual. A menos que alguien sea un cultivador experto, es recomendable evitar la floración en el momento en que ocurre, pues el proceso priva de energía útil al resto de la planta.

Es algo que se aprende con la práctica. En los siguientes días llené las páginas de observaciones: el crecimiento de las hojas, que después supe son los peciolos (el tronco que une a la hoja con el tallo), así como de las bocas, o trampas, en realidad la hoja verdadera, y los pelillos sensibles en su interior. Estos son los mecanismos que atrapan a cualquier insecto que los perturbe y no sé cuánto tiempo perdí activándolos con la punta de un lápiz. Más adelante registré cómo se marchitaron las trampas, la hora en que fueron cortadas y el nacimiento de las nuevas. Cada dos días apunté el aumento promedio de tres centímetros del tallo central, al que llamé Primero, que se retorcía en espiral como si buscara algo que aún no sé qué pudo ser, pues la iluminación solar no le faltaba. Otros dos tallos, Segundo y Tercero, cada cual con su respectiva corona floral, le siguieron al poco tiempo.

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Dibujo: Antonio Tamez

Las necesidades de Isserley, y de la venus cautiva en general, fueron obvias en ese momento. Lo primero que sufrió fue su coloración general, de un verde brillante y fresco a un lima pálido. El tallo Primero, cuya corona solo una semana antes parecía lista para florecer, comenzó a esfumarse, cada bulbo disminuyó a una esfera negra sin gracia. Lo mismo ocurrió con el tallo Tercero. Solo el Segundo parecía tener un poco de esperanza, pero al no estar seguro de qué hacer, pensé que sería mejor esperar unos días y ver lo que pasaba.

Conforme la planta palidecía, pensé en ella como una criatura única, con identidad y narrativa. Una fábula de ciencia ficción, un extraterrestre silvestre, productor natural de una fuente de energía, de gran belleza en su mundo pero arrugado y tosco en el nuestro, explotado por alguna megacorporación estilo Weyland-Yutani. De haber existido allá afuera, en su entorno, las trampas serían fuertes, las flores altas y en abundancia. Pero aquí en casa, bajo mi supuesto cuidado y supervisión, se moría.

En la adaptación al cine de Bajo la piel, Jonathan Glazer (Sexy Beast, Birth) tomó suficientes libertades creativas para que la historia fuera marcadamente distinta al material fuente. Ahí Isserley es Scarlett Johansson, paseándose voluptuosa y amenazante por los alrededores de Glasgow, hasta que la intimidad con el mundo humano hace que pierda su frialdad y pase de verdugo a víctima. En el folclor abundan historias de seres mágicos; duendes en los bosques, sirenas en el mar, personificaciones individuales de la naturaleza que pierden sus poderes después de introducirse en los asuntos mundanos de los hombres, como árboles secos en una plaza de concreto y piedra. Es a inicios del siglo pasado cuando estas historias deben de cambiar de ropa para continuar siendo relevantes en la nueva era de la ciencia y la alta tecnología, dejar a un lado el vestido de elfo y ponerse el traje de extraterrestre. La película de Glazer es solo un cuento de hadas modernizado que habla de los mismos temas.

En la novela, Isserley es una mujer hermosa en su propio mundo que debe ser horriblemente mutilada para poder hacerse pasar como humana y así llevar a cabo su misión; la captura de vodsels que serán engordados y vendidos como alimento a las élites de su planeta. Abundan las reflexiones sobre la identidad corporal, la belleza y los estándares con los que se define la cultura y la inteligencia: ¿Somos los vodsels civilizados y sofisticados, poseedores de lenguas y tradiciones, o se trata solo de simples animales berreando por el campo?

El 30 de abril, a las 17:13, mutilé a mi propia Isserley, corté los tallos Primero y Tercero. En unos dos días el color comenzó a volver y el tallo Segundo continuó creciendo hasta alcanzar casi los treinta centímetros. La corona se reventó en flores de cinco pétalos blancos durante las siguientes semanas, hasta que el ciclo llegó a su fin, o tal vez me fue imposible continuar su mantenimiento, y las flores se cerraron sobre ellas mismas, volviendo al tallo un tronco moribundo.

Ahora Isserley no tiene tallos, ni siquiera el asomo de uno nuevo, así que no hay posibilidades de más flores por el momento. El crecimiento de dos trampas ha sido truncado; llevan semanas en su estado casi embrionario. Desde su llegada nacieron siete. Eso significa que se ha vuelto una colonia, y tal vez sería necesario trasplantarla a un recipiente más grande, pero ahora me he encariñado y temo que el proceso termine por dar el golpe de gracia.

Dibujo: Antonio Tamez
Dibujo: Antonio Tamez

Naturaleza no tan cautiva

El cuidado de Isserley me recordó un poco a todos esos videojuegos de estrategia que siempre me han interesado, pero que nunca he tenido tiempo o paciencia de comprender. Sobre todo los más esotéricos y cerebrales, como Sim Life o Sim Earth, de Will Wright, en los que una serie de variables son necesarias para llevar organismos al éxito evolutivo o evitar el colapso medioambiental. Comparar a la naturaleza con alguna forma de tecnología es una mala costumbre que tenemos muy arraigada. Fue Descartes el primero en sugerir que los cuerpos de los animales, nosotros incluidos, son como autómatas complejos cuyos órganos podían ser sustituidos por piezas mecánicas adecuadas. En aquel entonces algunos veían el universo como un sistema de relojería y hoy en día se piensa en el cerebro como una computadora sofisticada. Así será como continúe la costumbre, hasta la próxima gran revolución tecnológica, cuando hablar sobre la nube o Big Data sea tan sexy como decir energía atómica o realidad virtual. Lo cual no significa que tales comparaciones no dejen de ser formas reduccionistas de ver la naturaleza, como los sims de Wright lo son para la genética, el ecosistema o las relaciones humanas.

A pesar de tratarse de solo un miembro aislado de la diversidad del planeta, el tiempo invertido en la observación de una planta doméstica da una apreciación sobre la forma en la que está conectada la naturaleza. Es uno de esos momentos mágicos en los que se es consciente de la pequeñez propia ante la vastedad del mundo y la de este frente al universo. Todos los factores que deben de encontrar equilibrio, como la humedad, la luz, el tipo de tierra, y otros más que en conjunto mantienen la integridad de una venus atrapamoscas, se parecen así a un microcosmos del gran sistema planetario que es la Tierra, que por un proceso de miles de millones de años ha ido tomando forma hasta ser lo que conocemos, un lugar relativamente tranquilo, amable para la vida. Esto tampoco es una revelación, pero qué fácil se nos olvida con el estrés del trabajo, las deudas por pagar y la necesidad inventada de actualizar el estatus o hacer saber en línea cuál es nuestro humor.

Con tanta pompa tecnológica es lícito pensar que somos muy grandes, modernos y refinados, lo mejor que la historia ha producido. Sócrates decía que la gente en la ciudad le enseñaba cosas, pero de los árboles no tenía nada que aprender. Y sin embargo un roble puede llegar a vivir trescientos años, incluso más. El tiempo y la memoria toman otro matiz cuando se miran desde una perspectiva que se mide en los siglos de los bosques o los milenios de la geología.

Algunas veces, me parece, a los representantes del movimiento ecológico les gusta hablar mucho sobre el medio ambiente como si fuera una herramienta política y de interés o solo tal vez para ganar puntos en las redes por hacer, como dicen los americanos, lip service. Siempre llenos de buenas intenciones, Bill Nye, the Science Guy, y Obama volaron en el Air Force One para celebrar el pasado Día de la Tierra en las Everglades de Florida, escupiendo en el proceso una cantidad inmensa de dióxido de carbono por las nubes, pues, dicen, van a salvar al mundo. Como si el mundo fuera una pelotita de goma perdida en una tempestad infinita de plásticos. No sé ellos, pero a mí la fuerza de la Tierra me aterra. Se habla sobre salvar al planeta, un lugar que ha sobrevivido a todo tipo de catástrofes de las que aún no somos capaces incluso si detonásemos todo el armamento nuclear que existe, cuando en realidad de lo que deberíamos hablar es de la supervivencia de nuestra especie. Si eso es o no es deseable ya pertenece a otro tipo de conversación. ¿Y qué pasa si perdemos la ruleta rusa? No es la primera vez que una forma de vida dominante desaparece por completo de la superficie. No será la última vez que una nueva emerja.

Tal vez Walt Disney tiene algo de culpa. La disneyficación se ha encargado de resaltar las cualidades benignas, hermosas y delicadas de la naturaleza para agradar a toda la familia y recuperar así los costos de producción en taquilla. Pero no se puede tener lo bueno sin lo malo. Uno no puede subir a la montaña sin el riesgo de la caída o la exposición a los elementos. No se puede construir un pueblo junto a un volcán dormido esperando que no despierte, o cerca de una falla y confiar que la tierra no se desquebraje a los pies. No se puede caminar por el bosque sin el acecho de los depredadores, los insectos comiendo la piel, el olor del animal muerto, el excremento en las botas y la confusión del terreno y los árboles. Esta es la arcilla de donde vinieron nuestro miedos, los que tomaron forma de hadas y luego se hicieron visitantes de otros mundos, emisarios de lo desconocido a pesar de nuestra gala moderna.

Bueno y malo son solo formas de hablar. La naturaleza no tiene ninguna buena intención para nosotros, pero tampoco tiene malos deseos. Ella solo es. Lo fue antes de que naciera nuestro primer antepasado y lo será, millones de años después de nuestra desaparición, incluso cuando la Tierra sea consumida por el crecimiento del Sol.

Sin necesidad de hacer algo, un nuevo tallo está creciendo en el centro de Isserley. Supongo que tendremos flores otra vez.

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5 Comentarios

  1. viaje_itaca

    ¿De qué sirve dar nombres a cosas? De mucho, incluso aunque no sepamos su masa, radio o distancia. Por ejemplo, saber el nombre y la posición en la esfera celeste de una estrella puede servir para orientarse, o en tiempos servía para diseñar calendarios… O los indígenas que dan nombre a animales o plantas en su cultura no los conocen con los criterios científicos, pero quizás incluso sepan mucho más que el estudioso que tiene todos esos datos y múltiples fotografías en su libro. Parece haber cierto cientifismo (que es algo muy distinto del interés por la ciencia) en el artículo. Ojo.

  2. maravilloso artículo. gracias.

  3. Esa forma de describir las cosas me ha recordado a un libro de anatomía de cuando estaba en la Facultad, el «Orts Llorca» lo llamábamos. En él se decía que «la glándula tiroides abraza la tráquea como una bufanda».

  4. Me ha gustado especialmente el final del artículo, y la referencia a «salvar el planeta» cuando ha sobrevivido a catástrofes peores me parece muy acertada. Para quien no lo conozca, «Soy el oceano» con Harrison Ford te pone en perspectiva: https://www.youtube.com/watch?v=rM6txLtoaoc

    Uno se pregunta, si el ser humano será una catástrofe natural más como lo fue el asteroide que acabó con los dinosaurios (los que no son pájaros), o seremos capaces de transcender nuestra capacidad para autodestruirnos y veremos si ya podemos aguantar la capacidad de la naturaleza para destruirnos.

  5. Acinonix

    A Jot Down ya le hacía falta un artículo así, simple y bien escrito. La verdad que me ha refrescado la mañana.

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