Ciencias

Los prisioneros de la torre de marfil

Charles Darwin. Ilustración Emiliano Bruner
Charles Darwin. Ilustración: Emiliano Bruner

Como todas las artes y las profesiones también la ciencia tiene, en sus mecanismos internos, objetivos que pueden llegar a ser muy distintos, y razones que pueden llegar a ser hasta opuestas. Y como todos los seres humanos, el «científico» puede tener por dentro voces muy diferentes, a veces hasta en conflicto entre sí. De todo esto quizás poco se sabe fuera de la torre de marfil, lugar emblemático donde el sabio se queda encerrado en sus propios pensamientos, bastión que supuestamente protege y a la vez proporciona una altura para garantizar visiones lejanas. La necesidad de todas las sociedades de crear mitos y héroes, de organizarse en castas, de delegar responsabilidades y de entretener la fantasía y la esperanza, han forjado una idea de «hombre de ciencia» bastante ajena a la profesión de investigador, generando a la vez un culto del personaje extremadamente inapropiado y una barrera ficticia e injustificada entre ciencia y sociedad. Ha sido probablemente un trato silencioso amparado por ambas partes. A razón de esta separación aparentemente digna e impermeable, la sociedad excusa mantenerse informada sobre temas científicos y los investigadores, amantados de misterio, no tienen que justificar con demasiados detalles muchas de las dinámicas académicas e institucionales que supuestamente se llevan a cabo en el nombre del conocimiento, y de reglas que solo un sabio puede entender. Es decir, si uno no pregunta, el otro no contesta, y nos quedamos tan anchos los dos.

Este acuerdo ha aguantado bien mientras las informaciones circulaban con cuentagotas, y la investigación se limitaba a pocos individuos, generalmente procedente de familias con una economía muy bien saneada y robustas garantías sociales. En las últimas décadas ambas cosas han ido cambiando, por lo menos en las sociedades occidentales, perturbando (por fin) este equilibrio milenario. Las carreras científicas han empezado a estar al alcance de todos, y los flujos de información han sufrido la explosión que todos conocemos. En el momento en que las castas ya no dan para tanto, que la información empieza a cotizarse seriamente en los mercados, y que ya no cabe gente dentro de la torre, hay que reinventar la interacción entre las instituciones académicas y la gente: nace la divulgación científica.

A bote pronto parece ser algo sencillo: que el sabio cuente lo que sabe, lo que está pensando, compartiendo sus conocimientos para que la sociedad avance gracias a la aportación de sus maquinas pensantes, que para esto están. Pero sabemos que los humanos tenemos una patente dificultad a la hora de renunciar a ciertas garantías, con lo cual todas las veces que los tiempos históricos nos arrinconan con sus imparables variaciones al final se intenta jugar siempre la misma carta: como en la estructura de poderes del Gatopardo siciliano, hay que cambiarlo todo para que no cambie nada. El resultado ha sido algo predecible, y en mi opinión poco acertado: la torre se ha trasformado en púlpito. Pasando de un exceso a otro como a menudo hacemos los humanos, la plataforma de la centinela del saber se ha trasformado en escenario de espectáculo, y hemos empezado a adornarla con neones y cotillón. Es decir, los científicos que han salido de sus laboratorios se han encontrado en el medio de un negocio, con cierta decepción para algunos y con suma satisfacción para otros.

Pero en todo caso, por fin, sea como sea, el investigador se ha encontrado en la situación de tener que contarse, delatarse, expresarse, confesar y describir parte del proceso que estaba llevando a cabo dentro de la torre. A pesar de que la sensación de casta elegida permanezca vigente y cambie solo de rol al pasar del torreón al púlpito, ya no tiene sentido pensar que el científico sea una criatura distinta de cualquier otro ser humano, y acabaremos descubriendo que los investigadores son nada más y nada menos que una muestra al azar de la población.

Y, como en todas las artes y las profesiones, también en la ciencia hay por lo menos tres musas que inspiran y alumbran el camino de una persona, tres consejeras coquetas y viciadas que a la vez exigen sus atenciones, y sus reconocimientos. La primera musa es individualista y solitaria, te embruja con la necesidad de alcanzar conocimiento y experiencia, una pulsión interna que genera endorfinas de placer por sí misma a lo largo de un camino ermitaño y personal, hechizándote con esta sensación de plenitud que solo te puede entregar el sentirte parte de una emoción, de la belleza, de la magia y del misterio de este mundo. Es aquella sensación que te desencadena un chorro de opioides cerebrales cuando clavas un resultado estadístico, cuando tocas un blues con todas las entrañas, o cuando acabas de bailar una tanda de tangos arrastrado por el alma. La segunda musa es egocéntrica y social, quiere el respaldo de la manada, el reconocimiento de la tribu, y te obliga a compararte, a planear en función de lo que esperan los demás, a competir, a cuantificar tus logros en función de medidas ajenas y calibradas por las dinámicas del grupo, en función de sus expectaciones y sus hipocresías. Se ha dicho a menudo que, al fin y al cabo, mucho de lo que hacemos es para intentar aumentar el número de personas que sufrirán el día de nuestro entierro, y esta musa se dedica precisamente a cumplir este objetivo. La tercera musa es práctica, sensata, racional, y calculadora. Nos recuerda que necesitamos un refugio, un rebaño, sobre todo una nómina, y de paso que tenemos también responsabilidades, que tenemos la posibilidad y el deber de contribuir a un proceso común, de forjar un camino conjunto, aportando nuestras gotas de vida para dejar el mundo un poco mejor de cómo nos lo hemos encontrado.

Las tres musas suelen ser celosas, competitivas, se pelean y se rechistan, y pueden acabar poniéndote la cabeza como un bombo, seas científico, músico, periodista o poeta. Otras veces puede haber más equilibrio, aunque habitualmente ese equilibrio sea el resultado de una dominación serena y severa de una de ellas, y del silencio resignado y tolerante de las otras dos. Cuando hay desacuerdo, puede resultar peligroso entrometerse en sus discusiones, e intentar encontrar de forma lógica un promedio entre sus necesidades. A veces es mejor dejar que se peleen, y ver qué pasa. De hecho, a menudo no decidimos nosotros cómo cumplir con estas fuerzas internas, y lo que suele ocurrir es que la vida decide por sí misma, dejándonos solo elegir algunos detalles de forma, quizás importantes, pero dentro de cauces ya moldeados por los acontecimientos. El investigador que se queda en su torre tiene que lidiar con las tres musas solamente en el frente científico, que ya es bastante, pero el que se atreve a salir a la calle tendrá que enfrentarse a ellas en dos campos diferentes, y muy distintos, intentando repartir tareas en su faceta profesional y en el contexto social, utilizando la mesa de la ciencia como punto de encuentro.

La divulgación es algo esencial en la vida de un investigador, porque representa la verdadera deuda hacia una sociedad que ha invertido en ello. Las aportaciones científicas son evidentemente fundamentales, pero también suelen asociarse a situaciones puntuales, específicas, a menudo vinculadas a contextos muy concretos, y dentro de una perspectiva a largo plazo que es hasta difícil de entender en nuestra labor diaria. En cambio, la divulgación y la aportación cultural es una moneda de cambio que tiene valor en cada momento de nuestro camino personal y profesional, un valor directo y universal, comunitario e inmediato. La divulgación científica proporciona a la sociedad una perspectiva crítica y analítica, la capacidad de relacionar procesos y de evaluar sus contextos. La buena divulgación, lejos de suministrar respuestas, enseña a plantearse correctamente las preguntas. Visto así, queda claro que la divulgación no debería ser interpretada como un producto secundario de la vida de un investigador, sino como su responsabilidad principal.

Pero a lo mejor porque el cambio desde la torre hasta el púlpito ha sido bastante repentino, vivimos todavía una etapa algo ingenua en comunicación de la ciencia, y en mi opinión estamos bastante lejos de un nivel de divulgación realmente integrado en el sistema cultural y social. Aceptamos cualquier tipo de jerga imposible en los campos económicos, políticos o jurídicos, pero seguimos pensando que, por el contrario, la ciencia ha de mantenerse superficial a la hora de contactar con el pueblo. Todavía no distinguimos los papeles diferentes de periodismo científico y divulgación científica. El primero debería estar orientado a mantener informada a toda la población sobre los alcances y las posibilidades generales de nuestras capacidades culturales y tecnológicas, mientras que la segunda debería estar más bien dedicada a estimular solo a una parte de la sociedad, un porcentaje de interesados que se autoselecciona para entrar más adentro y para conocer, en diferentes grados, mecanismos y dinámicas del proceso de conocimiento científico. Todavía mezclamos excesivamente formación y entretenimiento, público y clientes, confundiendo procesos que avanzan el conocimiento general para lograr objetivos culturales y procesos que al contrario afianzan los conocimientos ya adquiridos para lograr objetivos económicos. A veces esta confusión es el resultado de un aprovechamiento cómplice entre medios de comunicación e instituciones académicas, otras veces sencillamente de una profesionalidad que en muchos sectores está todavía bastante verde y poco entrenada. Más importante aún, confundimos ciencia e investigación. La primera es un ideal quizás algo utópico que se basa en teorías, métodos y técnicas, mientras que la segunda es una profesión real, que tiene añadido un componente fundamental (y en mi opinión desafortunadamente dominante) de relaciones personales, institucionales, políticas, y administrativas. De hecho, hay muchos buenos científicos que son malos investigadores, y exitosos investigadores que a nivel científico no dan un palo al agua. Un buen científico tiene que tener un buen control de sus capacidades analíticas, mientras que en un buen investigador cuenta más la capacidad de apretar manos. Y aunque se pueden dar situaciones en las que ambas facetas se desarrollan a la vez, lo que suele ocurrir es que una musa dominante manda a callar a las otras dos.

La investigación científica, como cualquier otro proceso cultural de nuestras sociedades, es el resultado de la integración entre todos estos factores, cada uno con su peso diferente. Las tres musas se riñen mientras que tú intentas balancearte entre formación y entretenimiento, entre público y clientes, entre ciencia e investigación. Algunos encuentran atajos y soluciones baratas, porque vender humo siempre ha funcionado y siempre funcionará, por lo menos a corto plazo y para intereses individuales de poca enjundia. Algunos fingimos no ver estos atajos, por la sencilla razón de que nos importa más el camino que la meta. Está claro que el camino se puede hacer a veces cuesta arriba, sobre todo si consideramos que contarse a sí mismo quiere decir exponerse a los preocupantes mecanismos de aceptación (y persecución) de las diferencias culturales. Sí, porque en el momento que intentas contactar con la multitud de forma sincera y espontánea, estás revelando tu posición dentro de la «nube de puntos» de nuestra diversidad. Y ahí los umbrales pueden ser muy sutiles. Si estás demasiado cercano al centro de la normalidad, sencillamente no aportas, ofreciendo una perspectiva común y sin proporcionar contenidos diferentes. Pero, si por el contrario estás demasiado lejano del baricentro social, ya eres un bicho raro, los demás no siguen tus mismos caminos lógicos y ni siquiera llegan a entenderlos o a quererlos entender, con lo cual lo que te espera es, en función de la época histórica, el aislamiento o la hoguera. Y esto hay que tenerlo en cuenta en la relación con el público pero también en la relación dentro de la misma comunidad científica. Como nos ha recordado con todo detalle Thomas Kuhn en su libro La estructura de las revoluciones científicas, la mayoría de los investigadores se dedican a confirmar lo sabido, y a menudo son los primeros en enfrentarse al cambio o a una perspectiva diferente, hasta con cierta fuerza y hostilidad.

Dentro de la distribución cultural y cognitiva humana, los que se encuentran de forma natural en aquella franja de «suficientemente lejano pero suficientemente próximo» lo tienen más fácil y automático, y muy pronto se enteran de sus potencialidades comunicativas. Pero lo que están afuera de aquella franja y quieren, por la razón que sea, aparecer en ella, tienen que fingir. Aquellos que no consiguen ofrecer una perspectiva diferente tienen que montar un espectáculo suficiente para que no se note cierta falta de mensaje y de contenido. Aquellos que tienen una perspectiva demasiado diferente tienen que suavizarla, a menudo aparentando formas y aproximaciones aprendidas observando las dinámicas sociales, y simulándolas. Temple Grandin en Un antropólogo en Marte de Oliver Sacks cuenta como un autista, si quiere interactuar con aquellos bichos raros que son los «normales», tiene que estudiarlos, aprender sus incoherentes rituales e ilógicos comportamientos, y utilizar sus códigos y dinámicas aunque parezcan absurdas.

La torre de marfil es un mercado de abasto que tiene las mismas reglas que cualquier otra actividad humana. Hay quien entra y sale sin más, quien hace negocio en su interior y quien el negocio lo hace en sus fronteras. Y todavía hay muchos que están encerrados en ella, pero encerrados desde afuera, porque podrían chocar con las dinámicas y con las prioridades económicas o culturales de las instituciones académicas y de las empresas de comunicación. A muchos de ellos, sencillamente, no les dejan salir. A veces se oyen gritos, no se sabe si es tortura o solo desesperación. A veces algunos se escapan, y entre ellos hay quien se esconde en la sombra, trabajando en silencio para que no se note su aportación. Otros, una vez que logran escaparse, empiezan a escribir en internet.

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2 Comentarios

  1. Pingback: Los prisioneros … | Evolución y Prehistoria

  2. Jorge Vega

    Divulgare: publicar, extender, poner al alcance del público algo.

    Toda actividad humana implica la transacción de información. En ciencias pasa lo mismo. Hay que poner al alcance.

    He allí la dificultad. Nuevamente es importante el Cómo Cuándo y Dónde.

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