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Alan Wells, el corredor que ignoró a Margaret Thatcher y ganó la guerra fría

Alan Wells. Foto: Corbis.
Alan Wells. Foto: Corbis.

Carl Lewis tenía dieciocho años, igual que Calvin Smith y Ben Johnson, los hombres llamados a disputarse la velocidad en la siguiente década, con sus claros y sus sombras. El campeón olímpico era Hasely Crawford, de Trinidad y Tobago, y los campeonatos del mundo directamente ni existían. En las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, Stanley Floyd y Mel Latteny consiguieron la plaza para participar en los cien metros lisos… pero a esas alturas todo el mundo sabía que los Estados Unidos no iban a mandar a nadie a la Unión Soviética, no desde luego después de la invasión de Afganistán en las navidades de 1979.

Eran los tiempos de Brezhnev y Carter, es decir, no eran los peores tiempos posibles, los que se vivieron en los sesenta con el zapato de Khruschev de por medio o los que se vivirían pocos años después con Ronald Reagan y la gerontocracia de la KGB, los Andropov, Chernienko y compañía coqueteando a diario con el apocalipsis.

Aun así, Afganistán fue la cerilla que encendió la mecha de una bomba siempre a punto de estallar. A partir de ese momento, la situación se hizo irreversible. Carter dio un plazo de aproximadamente dos meses para retirar las tropas, los soviéticos se negaron en redondo —estarían ocupando la región hasta 1989, dejándola en manos de milicias armadas e incontroladas, el sino del país en las siguientes décadas— y el 20 de febrero de 1980 la decisión se hizo oficial: Estados Unidos no solo anunciaba su boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú sino que aconsejaba a sus aliados que le acompañasen en el gesto.

Así, poco a poco, la República Federal de Alemania, Japón, Canadá, Argentina e incluso la China post Mao Zedong, temerosa del imperialismo soviético, fueron anunciando su ausencia a la cita de aquel verano. A ellos se unieron la práctica totalidad de los países musulmanes, hasta llegar a cuarenta y cinco. En Europa la reacción fue la habitual: los unos se quedaron mirando a los otros y cada cual decidió hacer lo que le viniera en gana.

El dilema se hizo especialmente asfixiante en el Reino Unido. Británicos y estadounidenses llevaban casi un siglo siendo aliados después de años de desconfianza mutua. La nueva inquilina del 10 de Downing Street, la conservadora Margaret Thatcher, tenía claro que no podía dejar en la estacada a Carter y presionó con todas sus fuerzas al Comité Olímpico para que anunciara formalmente el boicot. El problema para Thatcher era que las presiones políticas en un estado como Reino Unido tienen un alcance limitado: la dama de hierro sopló y sopló pero lo más que consiguió fue un «ya veremos» que se convirtió en una carta blanca a los atletas: el que quiera participar, que lo haga; el que no, que se quede en casa.

La idea del boicot pronto se hizo impopular entre los aficionados. Si Gran Bretaña seguía manteniendo e incluso ampliando sus relaciones diplomáticas con la URSS y la propia CEE se había negado a cualquier tipo de boicot económico, ¿por qué tendrían que pagar el pato los deportistas británicos? Eran los tiempos del esplendor de los mediofondistas, los años de Sebastian Coe, de Steve Ovett, de un jovencísimo Steve Cram… Todos querían ver a sus ídolos en los Juegos y querían verles llevarse el oro. Aniquilar de un plumazo cuatro años de trabajo parecía demasiado cruel para una generación llamada a marcar historia.

Probablemente nadie intuía que el verdadero héroe británico de aquellos Juegos se escondía, semidesconocido a sus veintiocho años, en un gimnasio de Edimburgo.

Cómo pasar de la nada al todo en solo cuatro años

La historia de Alan Wells es difícil de contar sin entrar en sospechas. La sombra del dopaje le persiguió durante años y años hasta que se hizo patente en un documental de la BBC emitido hace pocos meses. Tendremos que acostumbrarnos a que estas cosas den igual porque como nos pongamos a revisar el abuso de esteroides y de hormona del crecimiento en los setenta y ochenta nos quedaremos sin ídolos de un día para otro. De la EPO en los noventa mejor ni hablamos.

Wells había comenzado su carrera como atleta como saltador de longitud y de triple salto hasta que le picó el gusanillo de la velocidad pura en 1976. Para entonces ya tenía veinticuatro años y sus marcas eran mediocres, incapaz de pasar de los 7,32 en el foso. Bajo la vigilancia de su esposa Margot, campeona nacional de los 100 metros vallas, Wells inició un régimen de entrenamientos asfixiante que le llevaría a bajar de los once segundos aquel mismo 1976 (10.55) y le convertiría en campeón nacional de 100 y 200 metros en 1978, con una marca personal de 10.15.

Teniendo en cuenta que ningún atleta blanco conseguiría bajar de los diez segundos hasta la irrupción del francés Lemaitre en 2009-2010, hablamos de un registro más que respetable para alguien que solo llevaba dos años dedicado a esa prueba.

No se quedó ahí la cosa: meses después sería campeón de los Juegos de la Commonwealth tanto en los 200 metros como en el relevo 4×100. En los 100 metros conseguiría una valiosa plata compitiendo contra buena parte de los mejores velocistas del caribe. A los veintiséis años, Wells empezaba a parecer una estrella que se hacía valer en las dos pruebas de sprint con un físico descomunal, musculoso hasta el extremo. En el apartado técnico, sus carencias llegaban al punto de no saber siquiera salir desde los tacos. No lo hizo, de hecho, hasta que en 1980 el COI lo hizo obligatorio.

Ahí estamos, pues, en 1980: las presiones al Comité Olímpico derivaron en presiones a los propios atletas. Hasta seis cartas recibió Wells pidiéndole que no participase en los Juegos, pero Wells sabía que, sin los estadounidenses en liza, esa era su gran oportunidad. Nadie había ganado los cien metros con veintiocho años, así que pensar en ganar en Los Ángeles ya con treinta y dos habría sido absurdo. No podía esperar y multiplicó sus entrenamientos hasta el punto de acabar con una lesión en la espalda que le mantuvo parado dos semanas, justo hasta la llegada a Moscú con la disminuida delegación británica, que decidió desfilar bajo la bandera olímpica para no enfadar aún más a su primera ministra.

Wells volvió a los entrenamientos con buenas sensaciones. Dolores que llegan y desaparecen misteriosamente. Las apuestas no le colocaban como favorito porque ahí seguían el campeón Crawford, el italiano Pietro Mennea, aunque su especialidad fueran los doscientos metros, y sobre todo el cubano Silvio Leonard, un prodigio que se había convertido en 1975 en el segundo hombre tras Jim Hines capaz de bajar de los diez segundos en los cien metros.

Leonard, azotado por las lesiones, debería haber sido el campeón en Montreal, pero su cuerpo no se lo permitió. Cuatro años después, jugando prácticamente en casa, no estaba dispuesto a dejar pasar esta segunda oportunidad.

La guerra fría de la velocidad

Wells también competía en cien y doscientos metros, pero, intuyendo que su explosividad le ayudaría más en distancias cortas, decidió centrarse en la primera prueba. En la eliminatoria previa ganó su serie con comodidad, marcando un 10.35 que no llamaba especialmente la atención. La verdadera prueba de fuego llegaría en cuartos de final. El sorteo puro le había hecho coincidir con otros cuatro vencedores de distintas series: Pietro Mennea, Hasely Crawford, el búlgaro Petrov y el alemán oriental Schlegel.

Sorprendentemente, se impuso en la prueba y consiguió su mejor marca de siempre: 10.11. El posterior pase a la final llevó consigo también la eliminación de Mennea, que notó unas molestias e inmediatamente decidió pararse y de Crawford, muy fuera de forma. Quedaban solo ocho competidores: los soviéticos Aksinin y Muravyov, los cubanos Leonard y Lara, el búlgaro Petrov, el polaco Woronin, el francés Panzo y, por supuesto, el propio Alan Wells. Dos occidentales contra el bloque comunista. Seis blancos en una final de los cien metros.

Todo hacía pensar en un duelo entre Wells y Leonard. El sorteo de las calles nos dejó además una preciosa composición estética: los dos favoritos ocuparían los flancos, calles 1 y 8, imposibilitando cualquier tipo de referencia entre ellos.

El ambiente de la final fue extraño de por sí. Normalmente, uno espera que los cien metros lisos sean los protagonistas al menos de la segunda semana de competición pero no fue así en Moscú. La final coincidía con la de triple salto donde el gran campeón Viktor Saneyev buscaba su cuarto oro consecutivo. Las gradas del Estadio Olímpico vibraban con el duelo sin tregua que Saneyev mantenía con otro soviético, Jaak Uudmae, que acabaría siendo el ganador. Pocos prestaban atención a los tipos aquellos que se disponían a correr.

Pero aquellos tipos estaban a cien metros, unos diez segundos, de la gloria, y el que más claro lo vio desde el principio fue Silvio Leonard, con una salida espectacular. Wells, con sus citados problemas con los tacos, se vio obligado a recuperar prácticamente desde el primer metro. Poco a poco fue pasando rivales hasta colocarse casi a la altura de Leonard con cuarenta metros por disputarse. Wells apretó, Leonard resistió. La perspectiva hacía imposible ver quién iba por delante de quién pero pronto se vio que todos los de en medio dejaban de tener opciones.

A falta de cinco metros para cruzar la línea, Leonard todavía parecía en cabeza. Cuando pasaron por meta, los dos se quedaron expectantes, incapaces de determinar quién había sido el ganador. Como el resto del estadio. Como todos los que veían la final por televisión en medio mundo. Pasaron unos segundos de incertidumbre hasta que la carrera se repitió por los marcadores gigantes del estadio. Al ver de nuevo la llegada a meta, dio la sensación de que Wells había conseguido tirar los hombros hacia adelante justo a tiempo de imponerse a Leonard.

Wells desde luego así lo creyó e inmediatamente se puso a celebrarlo, levantando los puños y dando algo parecido a una vuelta de honor. Sin embargo, seguía sin haber resultados oficiales y el miedo a que los soviéticos le dieran la victoria a su aliado cubano empezó a congelar la euforia. No había motivo. Los jueces dieron a Wells ganador con un tiempo de 10.25, exactamente el mismo que Leonard. Efectivamente, ese último movimiento de los hombros, como el que le daría a Phelps su medalla de oro ante Cavic veintiocho años después, había valido para que el escocés se convirtiera en el campeón olímpico más viejo de la historia. El último blanco en conseguirlo, preludio de unos tiempos en los que las finales se verían copadas por atletas de raza negra.

Las últimas victorias ante Carl Lewis y Ben Johnson

¿Cómo se puede conseguir ser campeón olímpico de los cien metros cuando cuatro años antes ni siquiera bajaba de los once segundos? Imposible saberlo. El propio Pietro Mennea, campeón de los doscientos metros en Moscú precisamente por delante de Wells, y recordman mundial durante diecisiete años, reconocería después de retirarse el uso de la hormona de crecimiento durante los Juegos Olímpicos de Los Ángeles para conseguir llegar a su cuarta final consecutiva. Por entonces, esta sustancia no estaba prohibida y por tanto no se puede hablar de dopaje como tal.

El hoy periodista Martí Perarnau, por entonces saltador olímpico de altura, asegura sin embargo que Wells no estaba entre los sospechosos. Muy por detrás, en cualquier caso, de los atletas de la Europa del este.

Fuera como fuese, la tardía carrera de Wells se mantuvo en lo alto durante unos cuantos años más. Cansado de que su triunfo se achacara a la ausencia de estadounidenses, Wells batió a Floyd, Lattany y al adolescente Carl Lewis en un mitin organizado al efecto pocas semanas después de su participación en Moscú. Era el campéon y punto. En 1981, de hecho, volvió a batir a Carl Lewis en el mitin de Berlín, algo que se convertiría en tarea imposible para cualquier otro ser humano hasta la irrupción de Ben Johnson en 1987.

Ya con treinta años fue capaz de conseguir la medalla de oro en los cien metros en los Juegos de la Commonwealth —por cierto, justo por delante de Johnson, con un excelente 10.03— y a los treinta y uno participaría en los primeros Campeonatos del Mundo de la historia, los de Helsinki, con una actuación más que meritoria: cuarto en los cien metros lisos —prueba que ganaría Carl Lewis— y cuarto también en los doscientos metros lisos, por detrás esta vez de Calvin Smith.

La buena racha se rompió en 1984, donde no solo se dejó la defensa del título olímpico en semifinales sino que fue último en su serie con un nefasto 10.71. A partir de ahí, lesiones y reapariciones entre la locura de los británicos, que nunca dejaron de adorarle como a un ídolo. En 1986, con treinta y cuatro años, aún era capaz de batir al joven Linford Christie. En 1987, destrozado físicamente, decidió poner fin a su carrera. Solo diez años antes era un completo desconocido partiéndose el alma en un gimnasio de Edimburgo. La historia le recordará como el último gran velocista blanco junto a Mennea, por mucho que su compatriota Drew McMasters se desgañite asegurando que Wells tomaba esteroides, en concreto, estonazol.

McMasters, el hombre que pudo ser Wells si Wells se hubiera seguido dedicando al salto de longitud… pero esa es otra historia.

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7 Comentarios

  1. estonazol no existe, es estanozolol, buen artículo

  2. Quien crea que el deporte de alta competición puede llegar a ser limpio es que es un ingenuo. Dentro de 10 o 15 años pasará lo mismo que hace 20 años, lo que antes no era doping ahora sí lo es y probablemente los mitos de la actualidad dejarán de serlo. La diferencia de un deportista limpio y el que no lo es, está en la habilidad de su médico en controlar los calendarios y las sustancias que «receta» al deportista. Me gusta el deporte y admiro a lo grandes deportistas pero la realidad es la que es.

    • Hay que tener en cuenta que dado que todos lo hacen, no es realmente trampa. Como el ciclismo de hace unos años, como si Armstrong fuese el único que se hubiese dopado, le guitan los tours, es absurdo.

  3. Me encantan estos artículos deportivos que mezclan historia y deporte, son análisis de buen nivel y desarrollo
    A quienes les guste este tipo de periodismo les recomiendo este link http://fullde95.blogspot.com/2015/12/la-santisima-trinidad-cuando-el-futbol.html

    Me encanta Jot down, no todo está perdido

    • Estaría aún mejor si omitiese el tono pro-occidental y se ciñese a los actos:

      -Calificar de «invasión» la entrada del ejército soviético en Afganistán no es más que un acto de propaganda occidental, puesto que fue el gobierno legítimo afgano quien solicitó su ayuda. Sería más correcto decir «intervención».

      -La parte donde se dice que «los soviéticos dejaron el país en manos de milicias armadas descontroladas» parece bastante tendenciosa. Parece que hubiesen sido los soviéticos los culpables de esto, cuando todos sabemos (o deberíamos saber) que fueron principalmente los EEUU (junto a otros países) quienes apoyaron a los muyahidines, precursores de los talibanes/Al-Qaeda.

      -Hablar de imperialismo soviético, viendo la influencia americana tanto durante esa época como durante la actual en el mundo (basta con buscar un mapa de bases de la OTAN), me parece un recurso propagandístico que sólo pretende mostrar la URSS como un imperio que se extendía por la fuerza. Las relaciones sino-soviéticas estaban bastante distanciadas ya desde que la China maoísta consideró revisionista la política de desestalinización de Jruschev. Con el cambio de gobierno y ascenso de Deng Xiaoping ocurre todo lo contrario, puesto que comienzan a tener lugar en China reformas económicas de carácter capitalista, algo que en la URSS ocurriría años después con Gorbachov. Con esto quiero decir que los gobiernos de ambos países estaban enfrentados entre sí por ideología, no por miedo al «expansionismo soviético».

      Por lo demás, estoy de acuerdo en que todo está relacionado con la política, y es interesante poder ver los efectos de ésta en otras áreas aparentemente independientes.

      Como ejemplo puede verse el posterior boicot en respuesta de los países socialistas a los JJ.OO. de Los Ángeles ’84 (organizando éstos unos paralelos que recibieron el nombre de Juegos de la Amistad) o el duelo ajedrecístico entre Karpov y Kasparov, considerándose una representación sobre el tablero entre las distintas facciones del gobierno.

      En fin, espero que no haya sido muy tostón y a alguien le haya parecido interesante.

      ¡Un saludo!

  4. Pingback: Alan Wells, el corredor que ignoró a Margaret Thatcher y ganó la guerra fría

  5. Hablando de gerontocracias, mencionar que Ronald Reagan era más viejo que Andropov y que Chernenko.

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