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Bitácora improbable del curioso Alexander von Humboldt

 Alexander von Humboldt retratado por Friedrich Georg Weitsch, 1806. Imagen: DP.
Alexander von Humboldt retratado por Friedrich Georg Weitsch, 1806. Imagen: DP.

Están las hojas raídas y el pulso es errático, imposible de entender por momentos, pero el hallazgo es muy valioso. Un diario lanzado a través de doscientos años de distancia a la inalterable velocidad del polvo que se posa, la página que amarillea, la tinta que declina. Este cuaderno de bitácora recompone —de su puño y letra— la vida debidamente manipulada de Alexander von Humboldt (1769-1859), geólogo, geógrafo, naturalista, explorador empedernido, hombre de Luces con mayúsculas. No sé cómo apareció realmente. Alguien dejó este documento en mi ventana y desapareció con toda mala intención. No sé si es auténtico. No sé si debo fiarme de él.

1776. He encontrado un nuevo tipo de escarabajo. Tiene extremidades rojas y se mueve como un gusano. Lo descubrí cuando curioseaba detrás de los matorrales. La lluvia lo ha dejado todo embarrado. Entiendo que son escarabajos de humedad o algo parecido. En esta época del año llueve mucho en Tegel. Me ha dado tiempo a dibujarlo antes de que madre me llamara a cenar. Oscurece muy pronto en esta época del año.

1789. Las noticias llegan con retraso, y son confusas. Algunos hablan de incendios y saqueos. Otros, incluso, de que el rey ha ordenado a su séquito que haga inventario y disponga carruajes y caballos para dejar Versalles por la gatera. Reconozco que el corazón se me aceleró cuando leí estas noticias. Madre dice que son rumores sin fundamento y admito que tiene algo de razón. Francia arde en deseos revolucionarios, de eso no tengo dudas. Pero un anhelo más intenso y secreto anida en mi estómago, el de una turba que se alce también en otras partes del continente. Duermo poco. Hago preguntas y planeo algún viaje improbable. Acaso lo habitual.

1790. Georg Forster lleva un bigote ridículo y patillas de marinero. Me cae bien. Le invitaría a unas pintas aunque no me agradara solo para que me siguiera contando sus historias del capitán Cook. Forster me ha llevado a conocer Londres y a su amigo Joseph Banks, hombre de plantas. Él también ha viajado con Cook a los confines del mapa. Pese a la diferencia de edad, creo que he tendido con estos dos hombres algo parecido a la camaradería. Hemos pasado por París a la vuelta. ¡París! Ha de ser en nuestra época como la Roma capitalina de los tiempos de Escipión. Allí, en Francia, hemos planeado una travesía transoceánica de miles de leguas. He regresado a casa para concretar mis preparativos, pero madre ha insistido en mis responsabilidades, donde no cabe el capitán Cook. Prusia se ha cerrado sobre mí como una zarpa, aunque no tengo grandes lamentos. Trabajo para el Gobierno en una mina y estudio piedras y estratos. Indago inventos fallidos, atrasados o lunáticos.

1796. Madre ha muerto. Viva madre. El espíritu del capitán Cook ha venido a buscarme a las mismas ceremonias. Yo lo he aceptado entre sollozos. Llegué a ignorar por completo que aún guardaba su fiebre en mis carnes. En mi caso, si la metáfora no es frívola en este momento, el tapón de la bañera ha sido descorchado por la mano de la muerte. Tengo planes. Viajes improbables. Lo que siempre quise realmente, no es ningún secreto. Mi revolución está en los mares distantes y en las tierras remotas. En mis cuadernos y mis carboncillos. El mundo es salvaje. Mi espíritu lo espera tenso como la cuerda que aguarda al virote.

1796. Hoy maldigo la Revolución. Al menos la de las armas. El Directorio francés no quiere financiar mi expedición, por los requerimientos de la guerra.

—La Revolución es gravosa.

Quién sabe si los Borbones lo hubieran hecho. Me dispongo a averiguarlo. Viajo a la corte española y consigo entrevistarme con Carlos IV. Necesito su permiso para viajar libremente por el Nuevo Mundo, por sus colonias de ultramar.

—Sea—, me indica el monarca sin más.

Sobre la cuestión del dinero, no pido nada. Decido financiarlo con la abultada herencia que dejó madre. Estos ingresos inesperados son una oportunidad irrechazable, si no es vulgar ponerlo en estos términos. Quiero indagar en la unidad de la naturaleza, en el vínculo umbilical que lo conecta todo: mis matorrales, mis lluvias y mis escarabajos. Creo que de algún modo responden a una misma cosa y se influyen entre sí. Espero largos y prósperos viajes que calmen esta sed. Todo lo que tengo que hacer es no enfermar ni conjurar absurdamente al riesgo.

1799. Las gentes de La Coruña nos han despedido con peculiar entusiasmo.

—Pero a dónde vais.

Es 5 de junio de 1799. La tripulación está de buen ánimo. La nave se llama Pizarro y me pregunto si es un buen o mal presagio. Aimé Bonpland (con ese nombre no podía ser sino botánico) dice que pésimo. Será mi principal compañero de viaje. Me encomiendo a él y a mi atolondrado entusiasmo. Para su información, diré que cuento treinta años. La Pizarro guarda en sus bodegas hasta cuarenta y dos cajones llenos de instrumentos científicos.

Humboldt y Aimé Bonpland
Humboldt y Aimé Bonpland en la selva amazónica (óleo de Eduard Ender, hacia 1850). Imagen: DP.

Julio de 1799. Primero nos dirigimos a las islas Canarias para estudiar el antiguo volcán Teide. ¡Afortunadas! Desde mi juventud he soñado con pisar Tenerife. Desde la época de los griegos y los romanos, esta isla es célebre por su aspecto. Hago numerosas anotaciones. Tomo bocetos. Registro algunas especies de plantas extrañas, de afinidad volcánica que no entiendo muy bien. Luego ponemos rumbo al Caribe. Nuestra suerte se trunca y sufrimos a bordo un brote de fiebre tifoidea. Eso nos hace precipitar un nuevo destino. No atracamos en Cuba sino en la localidad atlántica de Cumaná. Tanto da. Estábamos ansiosos por volver a tocar tierra y escarbar.

Noviembre de 1799. En Llanos, en la llamada cordillera de los Andes, hemos hecho un descubrimiento singular. La morena es un pez abundante en la zona, peligroso y eléctrico, lo que nos deja atónitos. Si por casualidad te electrocuta antes de poder herirla o dejarla exhausta, el dolor y el entumecimiento es tan intenso como difícil de describir. Trabajo mucho. Bonpland también, y de vez en cuando separamos caminos para encontrarnos en algún punto pactado más adelante.

Diciembre de 1799. Anoto más hallazgos que espero conmuevan a las gentes cuando sean divulgados. Hemos encontrado una cueva magnífica de al menos cientos de kilómetros de perímetro, donde además vive un extraño pájaro, feo, de grandes ojos opacos y negros y hábitos completamente nocturnos. Lamento, por otro lado, que mis comentarios en esta bitácora sean cada vez más cortos. No he podido cazar al pájaro pero sí observarlo de cerca.

Febrero de 1800. La gente que no ha navegado los grandes ríos de la América equinoccial apenas puede hacerse una idea de cómo, a cada instante, sin descanso, los insectos te torturan. Además, aparecen para beber los jaguares, los tapires, los pecaríes… No les dan miedo las canoas y cruzan el río y luego se pierden en la maleza. El río Orinoco se alza ante nosotros como una corriente interminable que nos arrastra hacia lo profundo. No puedo decir que no me guste ni que no sienta miedo. Esta mañana unos aborígenes nos han enseñado un remedio contra las flechas venenosas que usan las tribus.

Marzo de 1800. Nuestro guía indio dice: «Es como el paraíso». El placer viene no solo de la curiosidad como naturalista sino también por venir de otra civilización. Antímano, Valencia, Puerto Cabello, Aragua, Calaboza… Nueva Granada es interminable. Te ves en un nuevo mundo, salvaje, indómito, y todo tipo de animales aparecen, un día tras otro. Me duelen las manos de articular el pulso para anotar y dibujar sin soporte firme. La humedad me cala los tendones, pero mi ánimo es una terca corriente de agua.

Noviembre de 1800. Cuba, por fin, más de un año después. He conocido al botánico John Fraser. Su colección me ha dejado sin habla. Precisamente, es un hombre que habla sin parar. Hasta hemos planeado viajar a Veracruz, Nueva España, pero otra circunstancia se ha interpuesto en el camino. Un periódico cualquiera ha caído en mis manos con notable desfase. Lo peor ha ocurrido: la expedición francesa que traté de armar en su momento ha zarpado de Europa. No me resigno. Quizá aún pueda unirme. Leo que se dirigen a Australia y estoy seguro de que fondearán primero en Lima. Allí viajaremos sin tiempo que perder recorriendo las tierras que dan al Pacífico.

Abril de 1801. Nuestra entrada en Santafé fue una especie de marcha triunfal. El arzobispo nos había enviado su carroza, y con ella vinieron los notables de la ciudad, por lo cual entramos con un séquito de más de sesenta personas montadas a caballo. Como se sabía que íbamos a visitar a José Celestino Mutis, procurose por consideración a él dar a nuestra llegada cierta solemnidad. Mutis había mandado habilitar para nosotros una casa cerca de la suya, y nos trató con extrema afabilidad. Es un anciano y venerable sacerdote de unos setenta y dos años, muy rico además. Desde hace quince años trabajan a sus órdenes treinta pintores; él tiene de dos mil a tres mil dibujos en folio, parecidos a miniaturas. Excepto la de Banks, de Londres, nunca he visto una biblioteca más nutrida que la de Mutis.

Febrero de 1802. Hemos cruzado gargantas colosales y montañas inmensas para llegar a Perú. Lector: no presumas retórica alguna en mis palabras. Han sido muchos meses y solo hay una cosa en verdad decepcionante: los franceses han seguido la ruta opuesta, por el cabo de Buena Esperanza. Maldición. Pareciome que por primera vez estoy decaído de espíritu. Por primera vez me pregunto qué hago allí, cargado de instrumentos a los que no puedo atribuir efectividad cierta, que me hacen caminar encorvado y con una cantidad de muestras y ambiciones que me obligan a estudiar el doble y comer la mitad. Me hago, en fin, algunas preguntas. Pero oigo un nombre: Chimborazo. Suena como avalancha. Una montaña cerca de Riobamba que causa pavor en las gentes de la zona. He visto balbucear a campesinos al hablar de sus tormentas, a exploradores torcer el paso ante su sombra. He visto que su vegetación cambia a medida que subimos, metro a metro, ladera a ladera. Tenemos que escalarlo del todo.

Octubre 1802. Lamento no escribir demasiado. Créeme: hay veinticuatro tipos distintos de ciempiés en los humedales cercanos a Cuzco. Y más hacia la costa un sistema de corrientes entre acuíferos que no consigo resolver todavía, pero que estoy seguro de que inciden sobre el clima. No es fácil concentrarse. Dicen los lugareños que es culpa de la altitud. Hace meses que abandoné unas lecturas con las que me entretenía las noches y los tránsitos. Eran demasiado pesadas. Pongo al día mi correspondencia con Herr Goethe. Europa sigue siendo un lugar parturiento.

Abril 1803. Acapulco es una tierra extraña. Nueva España es vasta pero fértil en gentes hospitalarias. La cojera de mi pierna no ha mejorado que se sepa. Me llegan noticias del poder creciente de Napoleón y de cómo ni Prusia ni las otras monarquías pueden vencerle por más coaliciones que armen. Ese hombre y yo hemos nacido el mismo año, y ciertamente, compartimos idéntico cometido emancipador. La mina de Guanajuato me ha fascinado como construcción, aunque sus condiciones son indignantes. Pachuca, Chilpancingo, Veracruz… El mundo no es solo Europa y su ensimismada guerra.

Junio de 1804. El tacto de las alfombras es firme y cierto como un trazo recto de escuadra y cartabón. Mis ropas huelen bien. Mi comida está caliente y condimentada. Thomas Jefferson me recibe en Washington y percibo en él un sincero interés por mis viajes. Hablamos de mareas, de jaguares y de la nieve en el Perú. Me agasaja con detalle y escruta mis mapas durante días. Sus ojos centellean sobre el papel. También viajo a Virginia. Mi estancia en los Estados Unidos de América es corta pero reveladora de una joven nación aislada pero orgullosa. Alguien me dice que Jefferson ha dicho: «Von Humboldt es el mayor científico que he conocido jamás». Me pregunto qué entiende exactamente por científico. Es un concepto resbaladizo.

Agosto de 1804. Es 3 de agosto y Burdeos nos recibe con honores pero un cierto desapego. Yo también lo haría si viera a una decena de tipos de dudoso aspecto bajar de un barco nauseabundo. Hace cinco años que no pisamos suelo del Viejo Mundo y mis sensaciones son contradictorias. La guerra no descansa en Europa. La Francia napoleónica resiste. Dicen que van a coronarle emperador. ¿Y eso para qué sirve exactamente?

Abril de 1805. En Berlín se resienten de que establezca mi domicilio en París. Qué querían. Ninguna corte puede competir con el emperador Bonaparte en el corazón de un modesto revolucionario. Y yo siempre he sido un afrancesado. Aunque debo confesar que de un tiempo a esta parte se atisban claramente en Napoleón los peores vicios del Rey Sol. Acaso un residuo despótico de su grandeza. Una amenaza para su obra.
**A 13 de octubre de 1810: busco esta entrada para añadir lo relevante: se me hace saber que Napoleón me quiere fuera de Francia. No lo conseguirá. Mi fama no palidece ante la suya.

Essai sur la géographie des plantes (1805), de A. de Humboldt. Fotografía: DP.
Ilustración de Essai sur la géographie des plantes (1805), de A. de Humboldt y Aimé Bonpland. Imagen: DP.

Febrero de 1816. Toman cuerpo los treinta y ocho mil kilómetros que hormiguean aún bajo mis pies. Se llama Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente y se publica en francés. A Bonpland no le gusta el nombre, pero las imprentas ya no pararán. Empleo todo lo que me queda —las ilustraciones han costado una fortuna— pero tardaremos años en completar y publicar todo en varios volúmenes. Me acuerdo de madre y del capitán Cook. Me hallo impotente ante una comprensión y aprovechamiento tan limitado de tal caudal de hallazgos e información, pero ha sido un proceso divertido, después de todo. Mi frustración está en Asia, donde me gustaría replicar mis aventuras. Maldigo a reyes y emperadores, clérigos y capataces, mercenarios y diplomáticos. Ninguno está por la causa de los descubrimientos.

1827. Vuelvo a Prusia. A Berlín. Supongo que es una capitulación biográfica. Me reclama el rey Federico Guillermo III, sobrino nieto de Federico el Grande. Su argumento es poderoso: reconocimiento tardío y una generosa pensión. Seré chambelán del rey sin grandes ataduras. Ahora todos me llaman académico y me reclaman para orar y divulgar. Aún realizo no obstante una expedición por Rusia para el zar y apuro Asia hasta más lejos que Alejandro, tocando China y las estepas de Gengis Khan. Continúo mis correspondencias y sigo escribiendo. Tengo en la mente una obra transversal que totalice toda mi indagación intelectual. Una aproximación audaz y definitiva a la unidad natural de las cosas. Temperaturas, corrientes marinas, aves, magnetismo… En la gran cadena de las causas y los efectos, ningún factor puede estudiarse de manera aislada.

1839. He recibido la calurosa admiración de este incipiente investigador llamado Charles Darwin. Me envía El viaje del Beagle tras su largo periplo, que ha despertado en mí mis más intensas nostalgias. Galápagos, Hornos, Tahití… Es más audaz que Lamarck. Discrepo en varias de sus conclusiones sobre adaptación y desarrollo de especies y así se lo he hecho saber, pero hay algo decididamente revolucionario en él; algo, si no es presuntuoso decirlo, incluso continuador de mis viajes. Tiene un gran futuro por delante, mas ojalá corrija al tiempo sus pueriles equivocaciones.

1859. Muero y unos meses después se publica El origen de las especies. Mi vida ha sido útil a la ciencia no tanto por mi contribución particular sino a través de mis esfuerzos para que otros aprovecharan las ventajas de mi posición. Me gusta pensar que, aunque por mi curiosidad pequé al intentar abarcar demasiados intereses científicos, he dejado tras de mí cierto rastro.

1869. Escribo desde otro mundo, como es evidente. Es por un motivo fundado y noticioso. En el primer centenario de mi nacimiento la noble prensa de Estados Unidos ha glosado mi figura. Todas las historias de portada del New York Times tratan sobre mí. Pero eso no es todo. En Nueva York se ha celebrado un gran desfile, un banquete y la inauguración de una estatua ante más de veinticinco mil personas. Otras ciudades del país como Boston, Memphis, Albany, Baltimore o Cleveland han replicado estos actos. ¡Y me cuentan que también en otras naciones del mundo! Me siento honrado, pero ciertamente, Dios no me ha librado del día de las alabanzas.

1969. Rescato este diario del limbo de mi memoria fracturada y distante para anotar una última entrada, seguramente llevado por la nostalgia pero confío en que también por un razonable sentido de la justicia. Los fastos de 1869 quedan lejos y mi nombre se ha difuminado como la estela de la nave Pizarro sobre aquel mar de 1799. Pese a que cientos de aves, plantas, calles y pueblos llevan mi nombre y pese a fundamentales hallazgos como las isotermas. Mis dominios científicos han sido ocupados y prolongados por aquel Charles Darwin, en dicha esté, y mi obra ha encontrado una gozosa derivación recreativa en la robusta imaginación de Julio Verne. Figúrese mi embargo con la historia que Prusia ni siquiera es ya nación alguna. Nikola Tesla no pierde ocasión de envenenarme con estos pensamientos, como también hace Louis Le Prince, olvidado pionero del cine. Yo templo ánimos con buen espíritu, pues necesito cierta calma para explorar estos infinitos confines que algún día conocerás, la inabarcable sima después de la muerte. Supongo que no tiene sentido prolongar esta correspondencia, pero no se deshaga de ella, se lo ruego. Imploro, como ulterior voluntad, que algo de estas palabras y pensamientos pueda llegar a publicarse. Y que yo, Alexander von Humboldt, modestamente, no acabe reducido a un simple busto… como el capitán Cook. Se lo ruego y de veras confío en ello.

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13 Comentarios

  1. A. Von Humboldt era GEÓGRAFO.

    • C. Zúmer

      Hay una etiqueta si cabe más bonita, Miguel: filósofo natural.

      • Más allá de la belleza de las etiquetas, hay que ser preciso en las coordenadas que damos de alguien tan importante como Humboldt. Como bien dice Miguel, era geógrafo, no geólogo.

  2. Maravilloso. No sabia nada de este hombre pero me recuerda a la vida de Anton D’abaddie, del que tambien se hablo por aqui hace poco.

  3. Maravilloso post, pero cómo está escrito de bien y con cuánto cariño
    ¿Has hecho más artículos de ficicón histórica??

  4. Uno de los grandes, sin duda. Muchas gracias x este gran texto!!»

  5. Humboldt es el padre de la Geografía moderna

  6. Pingback: Bitácora improbable del curioso Alexander von Humboldt

  7. Maravilloso artículo! Leyéndolo he recordado porque quise ser Geóloga y es que mi padre me regaló el libro «Humboldt y el Cosmos» cuando cumplí 17 años y desde entonces me fascinó esa inquietud que yo compartía por explorar el mundo físico y conectarme con él. Cuanta belleza me ha traído de vuelta, gracias de verdad!
    Saludos!

  8. Muy interesante ejercicio. Sin embargo creo que ya es tiempo de una revisión crítica de las implicaciones coloniales del proyecto geopolítico de Humboldt. Si vemos al viajero más allá de la condición de «autor científico» y de sus mitologías «románticas» se evidencia su lugar en el marco del capitalismo cognitivo del XIX basado en la retórica científica, cuyas resonancias llegan al presente.

  9. ¡¡Cuanto experto leyendo la Wikipedia!!. Eso de que Humboldt era geógrafo, sale de la Wiki, donde se dice expresamente «Alejandro de Humboldt, fue un polímata: geógrafo, astrónomo, humanista, naturalista y explorador alemán, hermano menor del lingüista y ministro Wilhelm von Humboldt. Es considerado el «padre de la Geografía Moderna Universal»». Cualquiera que profundice realmente en su biografía verá que Humboldt estudió un año en la Universidad de Gotinga, donde se interesó en «mineralogía y geología por lo que decidió obtener conocimientos en estas materias estudiando en la Escuela de Minas de Freiberg» en Sajonia, donde recibe las enseñanzas del prestigioso geólogo Werner. Tras 3 años y terminar su graduación fue contratado por el barón de Heinitz para su departamento en la Dirección de Minas, trabajando en minas de Bayreuth. Después realiza un viaje de mineralogía y de historia natural por Holanda, Inglaterra y Francia bajo la dirección de Georg Forster, célebre naturalista, que diera la vuelta al mundo con el Capitán Cook. Así permanece consagrado a la práctica de la minería durante varios años.
    Lo demás es conocido, el viaje a Sudamérica, dónde ejerció de naturalista en pleno sentido de la palabra. A partir de ahí, se le puede considerar geográfo, botánico, etnógrafo, geólogo, mineralogista… lo que se quiera de cualquiera de las muchas actuvidades que empredió con éxito en Sudamérica.
    Cualquier web dedicada a Humboldt puede dar mejor detalle de su vida, incluidas las de varias fundaciones Humboldt y sitios cientificos reconocidos. Desde luego cualquiera mucho mejor que la Wikipedia, de donde ha pasado a innumerables webs sin el más mínimo decoro ni la más mínima revisión. Y de la Wiki al JotDown. Impresionante.

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