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El espectáculo del Antiguo Testamento en cuarenta pinturas (y II)

«Había en la ciudad un terror mortal, y la mano de Dios pesaba sobre ella muy fuertemente. Los que no morían eran heridos de hemorroides» (I Sam. 5:12). Desde luego hay pasajes del Antiguo Testamento en que Dios juega con los humanos como los niños de pueblo con las ranas y lagartijas, uno va leyéndolo y parece que a continuación fuera a meterlos en frascos gigantes con la tapa agujereada mientras discurre la siguiente escabechina. Se trata en cualquier caso de una lectura muy interesante, rebosante de vida y germen de miles y miles de referencias en la tradición cultural occidental. Entre ellas, cómo no, en la pintura, como vimos en la primera parte y continuaremos en esta.

Saúl escuchando a David tocar el arpa, de Erasmus Quellinus II

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Nos habíamos quedado en la victoria de David sobre Goliat, que provocó en el rey Saúl unos celos irreprimibles: no solo gozaba del favor popular por su gesta sino que además, sospechaba el rey, el mismo Yavé parecía haberlo tomado bajo su protección. Siguiendo aquello de tener cerca a los amigos pero aún más cerca a los enemigos, optó por entregarle a una hija en matrimonio esperando que ello le obligara a participar en guerras en las que acabase perdiendo la vida. De manera que, conociendo sus orígenes humildes, para hacer posible el matrimonio Saúl puso una singular condición, económicamente asequible pero muy peligrosa: «No necesita el rey dote; solo quiere cien prepucios de filisteos para vengarse de sus enemigos» (I Sam. 18:25). Desconocemos qué haría con semejante regalo, si un collar o tal vez un cesto para gatitos, pero David se los entregó puntualmente sin hacer preguntas y pudo así casarse con su hija Micol. La convivencia bajo el mismo techo no sería fácil, pues Saúl intentó clavarle infructuosamente una lanza mientras tocaba el arpa. Días después, de nuevo mientras David estaba con su instrumento, le lanzó otra que también pudo esquivar. Pero ahí ya comenzó a sospechar que no le caía bien a su suegro y huyó.

El encuentro de David y Abigaíl, de Rubens

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Saúl partió con tres mil hombres tras su rastro y fue a encontrarlo en el momento más inoportuno: «Y llegado a unos rediles que había junto al camino, entró en una caverna que allí había para hacer una necesidad» (I Sam. 24:4). Allí era justo donde se escondía, pero lejos de aprovechar la situación, David se limitó a cortarle la orla de su manto como señal de que, pudiendo acabar con él, no quería hacerle daño. Su suegro quedó conmovido por el gesto y cada uno marchó por su lado. Así que a continuación David pasó por el desierto de Maón y allí pidió algo de comer a un rico pastor descrito como «duro y malo, del linaje de Caleb» de nombre Nabal, argumentando que hasta entonces no le había robado (¿?) pero este rehusó, dado que al fin y al cabo no le conocía. La negativa sentó francamente mal a David, que juró matarlo a él y a sus siervos y es entonces cuando la mujer de Nabal, Abigaíl, acudió a su paso colmándole de ofrendas y hablando mal de su marido: «No haga cuenta mi señor de ese malvado de Nabal, porque es lo que su nombre significa, un necio, y está loco» (I Sam. 25:25). Unos días después fue el mismo Yavé el que mató al pastor, y David se casó con su viuda. ¿Cabe mayor injusticia? Abrazaremos la herejía que considere santo y mártir a Nabal, el único que se salva en esta historia.

El suicidio de Saúl, de Brueghel el Viejo

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Por su parte Saúl continuó su lucha contra los filisteos, hasta que una batalla en el monte Gélboe acabó con la vida de tres de sus hijos y lo dejó sin opciones. «Habiéndole descubierto los arqueros, se llenó de temor y dijo a su escudero: «saca tu espada y traspásame, para que no me hieran esos incircuncisos y me afrenten». El escudero no obedeció por el gran temor que tenía; entonces, tomando Saúl su propia espada, se dejó caer sobre ella» (I Sam. 31:3-4). La escena puede verse en la parte izquierda del cuadro, que pintó apenas un año antes del ya mencionado La Torre de Babel.

Bethsabee, de Jean Léon Gérôme

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Su sucesor en el trono fue precisamente David, que continuó la guerra contra los filisteos, aunque también sacaba tiempo para otras cosas: «Una tarde levantose del lecho y se puso a pasear por la terraza de la casa real, y vio desde allí a una mujer que estaba bañándose y era muy bella. Hizo preguntar David quién era aquella mujer, y le dijeron: «es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías el jeteo». David envió gentes en su busca; vino ella a su casa y él durmió con ella» (II Sam. 11:2-4). Ella quedó embarazada y el rey tuvo la feliz idea de ordenar esto antes de una batalla: «Poned a Urías en el punto donde más dura sea la lucha, y cuando arrecie el combate, retiraos y dejadle solo para que caiga muerto» (II Sam. 11:15). Así, con esas malas artes, consiguió una nueva esposa. La escena del baño descrita llamó la atención del pintor francés Jean Léon Gérôme, que la retrató con el detalle y la espectacularidad que le caracterizan. Merece la pena echar un vistazo a otras obras suyas.

Noemí y sus hijas, de George Dawe

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David tuvo un largo reinado en el que conquistó muchos territorios, aniquiló multitud de enemigos y tuvo más descendencia, cuya línea genealógica acabaría desembocando en el mismísimo Jesucristo. Pero antes de pasar a otros personajes remontémonos al nacimiento de su abuelo. Noemí era una mujer de Belén que tras emigrar a los campos de Moab se quedó viuda y perdió a sus dos hijos, quedando únicamente acompañada de sus dos nueras, Orfa y Rut, ambas moabitas. Decidió entonces regresar a la tierra de Judá, y pidió a sus nueras que regresaran a sus hogares, pero Rut le respondió: «No insistas en que te deje y me vaya lejos de ti; donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rut 1:16). De regreso a Belén Rut se puso a espigar en los campos del cuñado de Noemí, llamando así su atención gracias a los consejos de Celestina de esta y —para variar en las narraciones bíblicas— la historia no terminó con alguien decapitado sino en boda: «Tomó Boz a Rut y la recibió por mujer; y entró a ella, y Yavé le concedió concebir y parir un hijo» (Rut 4:13). Ese niño fue Obed, padre de Isaí, padre de David.

Eliseo rechaza los regalos de Namán, de Ferdinand Bol

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El jefe del ejército del rey de Siria, Namán, se infectó de lepra y una criada de su mujer le dijo que en Samaria había un profeta muy bueno, de nombre Eliseo, que le curaría. Allá marchó y este le aconsejó que se bañara siete veces en el Jordán. Pese a su reticencia inicial lo hizo y quedó sanado, de manera que le dijo: «»Ahora conozco que no hay en toda la tierra Dios sino en Israel. Dígnate aceptar un presente de parte de tu siervo». Eliseo respondió: «Vive Yavé, a quien sirvo, que no aceptaré»» (II Rey. 5:15-16). El problema es que un criado de Eliseo, Guejazi, escuchó el ofrecimiento y se malició esperar a que Namán iniciara su camino de regreso, para acudir a él fingiendo que su señor había cambiado de idea y quedarse él los regalos. Tras ejecutar el engaño su señor lo descubrió, condenándolo a él y a su descendencia a sufrir la lepra curada a Namán: «Y Guejazi salió de la presencia de Eliseo blanco de lepra como la nieve» (II Rey. 5:27).

La curación de Tobías, de Bernardo Strozzi

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Era Tobit un hombre recto y piadoso, que acostumbraba a repartir limosnas y enterrar a los cadáveres que se encontraba. Cierto día, agotado tras dar sepultura a uno, se quedó dormido bocarriba y con los ojos abiertos y tan mala suerte que «los pájaros dejaron caer en mis ojos su estiércol caliente, que me produjo en ellos unas manchas blancas que los médicos no fueron capaces de curar» (Tob. 2:10). Mientras tanto, una joven llamada Sara estaba planeando ahorcarse harta de las burlas que otras mujeres le hacían, pues le reprochaban que se había casado siete veces pero nunca llegó a consumar, dado que un celoso demonio llamado Asmodeo, enamorado de ella, los mataba uno tras otro. Tobit, ahora ciego, envió a su hijo Tobias a cobrar una deuda en un viaje en el que le acompañó el arcángel Rafael. Al pasar junto a un río el ángel le pidió que capturase un pez y le anunció que debía casarse con una joven en cuya casa harían escala. Era bella y discreta y tenía por nombre Sara. También le puso en antecedentes sobre su negro historial y para evitar dicho destino, le advirtió, debía quemar las entrañas del pez en la noche de bodas, lo que espantaría al demonio. Así lo hizo, y ambos consumaron felizmente. En el viaje de regreso a casa de su padre, el ángel le dijo también qué hacer con la hiel del pez: «Salió Tobit a la puerta, y tropezó; pero el hijo corrió a él y, tomándole, derramó la hiel sobre sus ojos, diciendo: «¡Ánimo, padre!». En cuanto le escocieron los ojos, se frotó, y se desprendieron las escamas» (Tob. 11:10-13). Este cuadro actualmente se encuentra en el Museo del Prado.

Judit y Holofernes, de Caravaggio

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Cuando el general asirio Holofernes invitó a la israelita Judit a su tienda seguramente aspiraba a conocerla, que es algo que en la Biblia se practica mucho; lamentablemente para él también son muy frecuentes los rebanamientos y es lo que le tocó al final. La escena ha sido uno de los motivos predilectos del Antiguo Testamento para artistas como Goya, que le dedicó una de sus Pinturas Negras, Botticelli o Tiziano. Klimt por su parte retrató en dos ocasiones a Judit. Pero la obra de Caravaggio sobre estas líneas es sin duda la más llamativa en su crudeza y detalle.

Asuero y Amán en la fiesta de Ester, de Rembrandt

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El judío Mardoqueo era un fiel sirviente del palacio de Asuero, cargo que obtuvo tras haber desbaratado una conjura de eunucos, aunque se negaba a arrodillarse ante el favorito del rey, Amán. Este no pudo soportar la afrenta a su vanidad y estableció un edicto por el que todos los judíos del reino debían ser aniquilados. Mientras tanto el rey había tomado por esposa a Ester, hija adoptiva de Mardoqueo, aunque mantenía dicho vínculo en secreto. Cuando ella descubrió el plan de exterminio organizó una fiesta a la que invitó a su marido y a Amán, revelándole al primero su condición judía y a continuación los planes del segundo. El rey no dudó un instante en mandar a la horca a quien había dejado ya de ser su favorito. Así pintó Rembrandt ese momento crucial.

Ester y Mardoqueo escribiendo la primera carta del Purim, de Aert de Gelder

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«El rey Asuero dijo a la reina Ester y al judío Mardoqueo: «Yo he dado a Ester la casa de Amán, y él ha sido colgado de la horca por haber extendido su mano contra los judíos. Escribid pues en favor de los judíos lo que bien os parezca, en nombre del rey, y selladlo con el anillo del rey» (Est. 8:7-8). A ello se pusieron, dado que el anterior edicto no podía ser revocado, se comunicó a todas las ciudades del reino que el día para el que Amán había previsto el pogromo, el trece del duodécimo mes, los judíos estarían autorizados a defenderse y vengarse de quienes les ofendieran.

Job, de Léon Bonnat

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Era Job un varón recto y justo que tenía en su hacienda, nos dicen, multitud de ovejas, camellos, bueyes y siervos. Cierto día en que Dios se jactó de él ante Satán, este le replicó: «¿Acaso teme Job a Dios en balde? ¿No les has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus ganados se esparcen por el país. Pero extiende tu mano y tócale en lo suyo, (veremos) si no te maldice en tu rostro» (Job 1:9-11). Claro que retar a Yavé a que atormente a un humano es como disputarle una partida de billar al Gordo de Minnesota, no le importará el tiempo y empeño que tenga que dedicar pues su recompensa no es la victoria sino el regocijo íntimo de quien disfruta con lo que hace. Así que primero Job se quedó sin ganado y luego sin sus diez hijos, pero aún seguía mostrándose devoto. Satán desafió a Dios a ir aún más lejos y a este le faltó tiempo para aceptar: el pobre Job sufrió entonces «una úlcera maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza». Finalmente, una vez probada su obediencia, Job fue restituido en todo lo que poseía y aún duplicándolo, y también pasó a tener catorce hijos.

La destrucción del Leviatán, de Gustave Doré

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El leviatán aparece descrito con detalle en el anteriormente mencionado libro de Job, pero es en Isaías donde recibe su merecido: «Aquel día castigará Yavé con su espada pesada, grande y poderosa, al leviatán, serpiente huidiza; al leviatán, serpiente tortuosa, y matará al monstruo que está en el mar» (isa. 27:1). La imagen corresponde a un magnífico ilustrador francés del siglo XIX que ya he recomendado en otras ocasiones y seguiré haciéndolo porque lo merece, échenle un vistazo.

El fin del mundo, de John Martin

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Si, tal como señalábamos, en la Biblia hay muchas cabezas cortadas, podemos encontrar también en ella otras formas de morir narradas con todo lujo de detalles. Como la de Amasa, que «no hizo atención a la espada que tenía Joab en la mano, y este le hirió con ella en el vientre, echándole a tierra las entrañas» (II Sam. 20:10). La de Eglon, «y entonces Aod, cogiendo con su mano izquierda el puñal que sobre el muslo izquierdo llevaba, se lo clavó en el vientre, entrándole también el puño tras la hoja y cerrándose la gordura en derredor de la hoja» (Jue. 3:21-22). La de Sísara, «tomó Jael, mujer de Jeber, un clavo de los de fijar la tienda y, agarrando con su mano el martillo, se fue a él calladamente, y le hincó en la sien el clavo» (Jue 4:21). O mi favorita, con su toque de humor, «iba Absalón montado sobre un mulo, y, al penetrar el mulo bajo el follaje de una gran encina, se le enganchó la cabeza en la encina, quedando él suspendido entre el cielo y la tierra, mientras el mulo sobre el que cabalgaba seguía adelante» (II Sam. 18:9), ocasión que aprovecharon sus enemigos para clavarle dardos mientras estaba ahí colgado. Pero de todas las muertes y masacres, ninguna se aproxima a la escala de Yavé: es todo él un arma de destrucción masiva, un dios del apocalipsis. De entre los múltiples ejemplos tenemos todo el capítulo cincuenta y uno de Jeremías, dedicado a hablar en un tono espeluznante de la futura destrucción de Babilonia. John Martin lo retrató en el cuadro que vemos sobre estas líneas.

Jeremías prevé la destrucción de Jerusalén, de Rembrandt

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¿Y por qué Babilonia merecía semejante castigo? Porque previamente Nabucodonosor, su rey, había conquistado y destruido Jerusalén. Aquí vemos al profeta Jeremías lamentándose, junto a varios regalos hechos por el rey babilonio.

Destrucción del templo de Jerusalén, de Francesco Hayez

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La destrucción de Jerusalén implicaba en consecuencia, la de su templo. Así lo anunció Jeremías en sus Lamentaciones: «Repudió el Señor su altar, menospreció su santuario y entregó a manos del enemigo los muros de sus palacios. Resonaron los gritos en la casa de Yavé como en día de fiesta» (Lam. 2:7).

Nabucodonosor, de William Blake

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Una vez arrasado el templo y conquistada la ciudad, el rey de Babilonia quiso tener a su servicio a hijos de Israel educados y con talento para las labores de palacio, entre ellos estaba Daniel. Él supo interpretar los sueños que le afligían por las noches, en los que se profetizaba el fin de su reinado. Pero el orgullo de Nabucodonosor se espoleaba ante ello y le llevaba a vanagloriarse con mayor énfasis, hasta que el mismo Yavé lo castigó: «Fue arrojado de en medio de los hombres y comió hierba como los bueyes, y su cuerpo se empapó del rocío del cielo, hasta que llegaron a crecerle los cabellos como plumas de águila, y las uñas como las de las aves de rapiña» (Dan. 4:30).

El festín de Baltasar, de John Martin

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Nabucodonosor vio finalizada su desgracia en el momento en el que alzó los ojos al cielo y reconoció «al que domina con eterno dominio», recuperando entonces su condición anterior. Una lección que no fue capaz de transmitir a su hijo: «El rey Baltasar dio un gran banquete a mil de sus príncipes, y con ellos se dio a beber vino. Excitado por el vino, mandó Baltasar que le llevasen los vasos de oro y plata que Nabucodonosor, su padre, había tomado del templo de Jerusalén, y que se sirviesen de ellos para beber el rey y sus príncipes, sus mujeres y sus concubinas» (Dan. 5:1).

El festín de Baltasar, de Rembrandt

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Semejante sacrilegio no iba a quedar sin castigo: «En aquellos momentos aparecieron los dedos de una mano de hombre que escribían delante del candelero, en el revoco de la pared del palacio real, viendo el rey el extremo de la mano que escribía. Mudó entonces el rey el color, y sus pensamientos le turbaron, se relajaron los músculos de sus lomos, y sus rodillas daban una contra otra. Gritó el rey con una voz muy fuerte que llamasen a los magos, caldeos y adivinos» (Dan. 5:5). El único que pudo interpretar el significado de la visión fue, de nuevo, Daniel, que le recordó cómo su padre fue castigado en el momento en que su corazón se ensoberbeció, tal como ahora le ocurriría a él. Baltasar caería muerto esa misma noche, no sin antes haber nombrado a Daniel como tercero de su reino en agradecimiento por su interpretación.

Daniel en el foso de los leones, Briton Riviere

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El sustituto de Baltasar sería Dario, que lo mantuvo en el puesto, cosa que no agradó nada a su corte de sátrapas. La artimaña que emplearon fue hacer firmar al rey un edicto por el que «cualquiera que en el espacio de treinta días hiciera petición alguna a dios o a hombre, fuera de ti, ¡oh rey!, sea arrojado al foso de los leones» (Dan. 6:7-8). Puesto que Daniel era muy devoto de su dios no tardaría en caer, pensaron, y así fue. Lo que no previeron fue la intervención divina que amansó cual gatitos a todos esos fieros leones de manera que ninguno osó a ponerle la pezuña encima al profeta. El mismo autor de la que vemos sobre estas líneas tiene esta otra pintura. Se trata de un motivo muy frecuentado por diversos artistas, como por ejemplo Rubens.

Susana y los viejos, de Rembrandt

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Concluimos este breve repaso del Antiguo Testamento a través de cuarenta pinturas con el apéndice del Libro de Daniel, en el que se narra la historia de Susana, una de las más representadas en la historia del arte. Tal vez hayan leído en algún rincón de internet aquella leyenda urbana sobre dos estudiantes que se presentan tarde a un examen, argumentando que venían en el mismo coche y se les había pinchado una rueda. El profesor los admite poniéndolos, eso sí, en lugares separados y a continuación les entrega el examen, añadiendo una pregunta en él que deberán responder ya sin posibilidad de acordar una misma respuesta: «¿De qué lado era la rueda pinchada?». Pues bien, la historia es buena pero no muy original. Vivía en Babilonia una joven muy hermosa y temerosa de Dios, llamada Susana, de la que dos ancianos jueces quedaron prendados y espiaban en secreto. Cierto día que iba a bañarse en el jardín fue asaltada por ellos, quienes viciosamente le exigieron su entrega y si no la acusarían ante su marido de infidelidad con un joven. Ella no transigió y los ancianos cumpliendo su amenaza la llevaron ante la asamblea; dado el cargo que ostentaban su testimonio se dio por válido pero entonces un niño, llamado Daniel, tomó la palabra para defender a la chica con prodigiosa elocuencia. A continuación solicitó interrogar a los ancianos por separado, haciéndoles una sencilla pregunta: «¿Bajo qué árboles les viste acariciarse?». Uno dijo que bajo un lentisco y el otro que bajo una encina. Así quedó en evidencia su mentira y la historia terminó felizmente con ellos condenados a muerte y la honra de la joven rehabilitada.

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5 Comentarios

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  3. miltonkilimanjaro

    Buenísimo y muy divertidas algunas interpretaciones

  4. Excelentes pinturas, y al mismo tiempo a través de ellas vemos los pasajes de la biblia correspondientes. mil gracias

    ¡¡Paz y bien!!!

  5. Parlache

    ¡Gracias!

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