Ciencias

De lo que se come, se cría

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Criadillas de toro. Imagen cortesía de Natalia Piedra.

Durante siglos los testículos fueron considerados como una fuente de energía vital y la eyaculación como una pérdida de poder o de vigor. El propio Aristóteles indicaba que un exceso de actividad sexual drenaba la energía de los muchachos e iba en detrimento de su nutrición y de su crecimiento. Aun así no apuntaba al lugar adecuado pues consideraba que la región alrededor de los ojos era la que producía el mejor esperma mientras que los pitagóricos creían que el semen era, de hecho, una gota del cerebro. También durante mucho tiempo los moralistas —según afirmaba el Dr. Romeu— «aseveraban que la masturbación provocaba, en los hombres, pérdidas de fósforo cerebral a través del semen. La práctica masturbatoria hacía a los jóvenes cretinos, forunculosos, sifilíticos, de cerebro reblandecido y de médula espinal vaciada (el semen, según los zoquetes sermoneadores, se fabricaría en la médula)». A pesar de esos errores, la función de los testículos fue prontamente identificada y fueron asimilados a vigor, potencia, masculinidad, hombría, agresividad, todas esas supuestas «virtudes» masculinas, algo que todavía sigue vigente en nuestra cultura popular.

La castración ha sido desgraciadamente frecuente a lo largo de la historia, tanto en animales para su engorde como en personas. En este último caso, el objetivo más común era crear una casta de esclavos obedientes, de funcionarios leales e incorruptibles, de soldados de élite o de cantantes, aunque también era un castigo común para los traidores y los soldados enemigos. Los eunucos no tenían barba, mostraban poco vello corporal y la mayoría desarrollaban cifosis, una curvatura de la columna vertebral que les hacía andar encorvados y les daba probablemente un aspecto envejecido, un cambio producido por la osteoporosis causada a su vez por el déficit de testosterona.

Aunque la testosterona no fue conocida hasta el siglo XX, durante siglos se han usado los testículos para contrarrestar lo que se creía una falta de vigor vital y sexual. Así, el romano Gaius Plinius Secundus, Plinio el Viejo, recomendaba comer criadillas, los testículos animales, para tratar diversas enfermedades. Testículos secos o crudos fueron prescritos en la medicina islámica (Mensue el Viejo, siglos VIII y IX), china (Hsue Shu-Wei, siglo XII) y occidental (Alberto Magno, siglo XIII) para el tratamiento de distintas dolencias, en particular la impotencia. Al propio Fernando el Católico se le recomendó comer testículos de toro para cumplir con su joven esposa Germana de Foix. Sin embargo, como los testículos sintetizan testosterona pero no la almacenan, llegar a unos niveles similares a la producción diaria de un hombre adulto, unos 6-8 mg, requeriría consumir aproximadamente un kilo de criadillas de toro al día e incluso si engullera esa cantidad, la testosterona oral se inactiva rápidamente por el hígado, por lo que necesitaría una cantidad enormemente mayor para probablemente no conseguir nada. Por lo tanto, toda terapia testicular administrada oralmente puede ser considerada como un placebo, aunque, como sabemos, los placebos también tienen su aquel y si no que se lo digan a tantos vendedores de homeopatías y otros humos.

La lucha contra la impotencia y el envejecimiento tuvo un boom en el siglo XX. Serge Abrahamovitch Voronoff (1866-1951), un judío de origen ruso que emigró a Francia a los dieciocho años para estudiar Medicina, se formó con Alexis Carrel (1873-1944), un cirujano francés que obtendría el premio Nobel por sus técnicas para suturar vasos sanguíneos y su empleo en los trasplantes. Carrel, con una visión extraordinaria de futuro, planteó la posibilidad de modificar los órganos del cerdo para que no hubiera rechazo y se pudieran usar en personas, una idea con la que se adelantó en más de cien años al avance de la ciencia. Con Carrel, Voronoff quedó fascinado por las posibilidades de los trasplantes de animal a humano y pensaba que se podría restaurar el vigor de la juventud e incluso curar enfermedades mediante la transferencia de órganos, células y sustancias. Fue también un visionario, pues planteó la idea de trasplantar células que produjeran una hormona en la que el receptor tuviese una carencia. Eso estamos intentando en la actualidad con las células pancreáticas que producen insulina para el tratamiento de la diabetes.

En 1889, Voronoff inició una colaboración con el fisiólogo Charles-Édouard Brown-Séquard (1817-1894), heredero de la cátedra de Claude Bernard en París y que estaba interesado en los efectos rejuvenecedores de las glándulas animales. Brown-Séquard, que tenía entonces setenta y dos años, empezó a experimentar consigo mismo, inyectándose un puré obtenido triturando testículos de cobayas y perros. Desafortunadamente, el llamado «elixir de Brown-Séquard» no producía nada observable aunque el propio interesado no paraba de insistir en su mejoría, lo que le hizo convertirse en diana de chanzas y escándalos. No obstante, es considerado uno de los fundadores de la endocrinología, pues fue el primero en postular la existencia de unas sustancias que eran secretadas a la sangre y afectaban a órganos que estaban muy lejos de su punto de origen. Ahora las conocemos como hormonas. Entre los órganos secretores de hormonas estaban el tiroides, la hipófisis, el hígado, las glándulas suprarrenales o los propios testículos.

Serge Abrahamovitch Voronoff Fotografía: DP.
Serge Abrahamovitch Voronoff Fotografía: DP.

Voronoff pasó catorce años en Egipto, de 1896 a 1910, como médico personal de Abbas II, jedive del Imperio otomano. Entre sus funciones estaba la atención médica a los eunucos que cuidaban los harenes y, según él, «al observarlos detenidamente comprobé que la extirpación de sus testículos producía en ellos un decaimiento físico comparable a la vejez. Esto me llevó a considerar que el implante, de al menos un testículo, podría ser un tratamiento adecuado contra el envejecimiento». Esa sería la base de su fama y fortuna: que los testículos tenían un efecto vigorizante sobre las personas que había perdido sus «ganas de vivir». Al volver a París se incorporó al Colegio de Francia, considerado más abierto que las universidades, y continuó sus experimentos sobre el rejuvenecimiento trasplantando tejido testicular de animales jóvenes en animales de edad avanzada. Entre 1917 y 1926 realizó medio millar de trasplantes en ovejas, caballos y cabras, de animales jóvenes a viejos y dijo que conseguía que estos últimos recuperasen la lozanía juvenil. Convencido de que el trasplante de órganos funcionaba, Voronoff pensó en aplicar esas técnicas en humanos y decidió que la mejor opción era utilizar simios como donantes, trasplantando tiroides de chimpancés a humanos con bocio. Consiguió gran fama cuando dijo haber trasplantado uno de esos tiroides de chimpancé a un niño «idiota», afirmando que en un año sus facultades mentales habían alcanzado la normalidad.

Al igual que Brown-Séquard, Voronof inició los experimentos con los testículos consigo mismo. Probó en primer lugar a inyectarse bajo la piel extractos de testículo de perro o de cobaya, el elixir de su maestro. Como no obtuvo los efectos deseados, probó algo más potente: el implante completo de testículos. Primero injertó testículos de criminales ejecutados a millonarios, pero rápidamente la demanda superó al número de donantes involuntarios, con lo que buscó una nueva fuente de tejido testicular y empezó a utilizar monos para atender a los peticionarios de una nueva juventud y un mayor vigor sexual. El problema es que los testículos se necrosaban y la operación terminaba en un fracaso. Probó entonces a trocear los testículos de chimpancés y babuinos en finas láminas y a colocarlos en el escroto de sus clientes. Ahí —según él— la cosa mejoraba, según decía porque se incorporaban y se fundían con el testículo propio y más probablemente porque el tejido implantado generaría un rechazo y sería eliminado, pero al ser menor cantidad la reacción inmune pasaría desapercibida. Junto a eso, Voronoff puso en marcha una publicidad engañosa donde presentaba los resultados del supuesto antes y el después, mostrando cómo los hombres recuperaban el pelo, lucían más vigorosos y sanos y aumentaban su fuerza muscular. La fuente de la juventud parecía haber sido encontrada entre las piernas de un mono: era posible rejuvenecer y recuperar la potencia sexual usando sus partes pudendas.

La fama de Voronoff fue un aumento. En 1920 publicó un libro titulado Vida; un estudio de los medios para restaurar la energía vital y prolongar la vida, donde dice «la glándula sexual estimula tanto la actividad cerebral como la energía muscular y la pasión amorosa. Infunde en el torrente circulatorio una especie de fluido vital que restaura la energía de todas las células y esparce felicidad». En 1923, setecientos de los mejores cirujanos del mundo, que participaban en el Congreso Internacional de Cirugía en Londres, aplaudieron su trabajo sobre el rejuvenecimiento de ancianos. Él explicaba que sus implantes no eran afrodisíacos, pero a continuación sugería que mejoraban el deseo sexual. Detalló otros efectos: mejor memoria, capacidad para trabajar más horas, el abandono de las gafas (debido a la mejoría de los músculos oculares) y el alargamiento de la vida. También especulaba con que podía ser beneficioso con lo que entonces se llamaba demencia precoz y que ahora conocemos como esquizofrenia. Uno de tantos despropósitos del siglo XX.

Anatole France. Fotografía: DP.
Anatole France. Fotografía: DP.

Un golpe de suerte fue que el famoso dramaturgo Anatole France se sometió a su técnica con un supuesto éxito, lo que le generó una enorme fama. Al parecer, cuando llegó a la consulta France tenía sesenta y un años y un aspecto lamentable según describe el propio Voronoff: «mejillas caídas, profusas arrugas, ojos mortecinos y sin brillo, fatiga y rechazo a todo esfuerzo físico. Carece además de apetito y se queja de frío incluso aquellos días en los que el calor es insoportable. Al intervenirlo le he injertado —como corresponde a una figura de tal notoriedad— los testículos de un enorme mono cinocéfalo, que he dividido en ocho partes alrededor de sus propios testículos. A los veintitrés días, el escritor me relata su primera erección tras diez años de impotencia. Se repetirían luego con increíble frecuencia sumiéndolo en un júbilo que solo recordar me emociona».

Voronoff pudo haber sido el primer médico que trasplantara un riñón, pues pidió el cuerpo de un criminal que acababa de ser ajusticiado con ese objetivo. Su petición fue, sin embargo, rechazada por las autoridades parisinas, lo que permitió que esa primacía le correspondiera a Yurii Voronoy, un médico ruso, en 1933. Poco a poco fue siendo evidente que los trasplantes de testículo no generaban ningún beneficio, Voronoff fue perdiendo seguidores y cuando murió en 1951, a los ochenta y cinco años, nadie se acordaba ya de él. Casi medio siglo después, en 1999, algunos investigadores especularon con que el VIH habría saltado la barrera de monos a humanos debido a sus trasplantes, pero no hay evidencias que apoyen esta afirmación.

La idea de los trasplantes de gónadas no acabó allí sino que cruzó el Atlántico, a esa tierra promisoria de la charlatanería que fue durante mucho tiempo los Estados Unidos de América. El cirujano estadounidense John Romulus Brinkley (1885-1942) injertó mas de cinco mil pares de testículos de macho cabrío bajo la expectativa de mejorar el vigor sexual, sin conseguir nada salvo unas inmensas ganancias, millones de dólares. Al principio decía que era para curar la impotencia, pero luego fue ampliando el mercado, recomendándolo para toda una serie de padecimientos masculinos. Llegó a dirigir varios hospitales y servicios sanitarios en varios estados y, aunque los médicos le criticaron y expusieron sus falacias casi desde el primer momento, siguió con sus negocios durante casi dos décadas. Brinkley decía ser médico, pero se descubrió que nunca había estudiado Medicina y, en realidad, tan solo había comprado un diploma de la Kansas City Eclectic Medical University, uno de lo que los americanos llaman un «molino de diplomas», un establecimiento supuestamente educativo que da un certificado de lo que sea a cambio de dinero, algo que nos empieza a sonar cada vez más conocido. Recibió entonces una demanda de la Sociedad Médica de Kansas, una especie de colegio profesional, perdió la licencia para practicar la medicina y acabó arruinado al tener que pagar indemnizaciones a cientos de pacientes insatisfechos. Aun así, tenía cientos de miles de seguidores y se presentó en dos ocasiones a las elecciones a gobernador del estado y, al parecer, habría ganado en una  de ellas si no hubiera sido por el fraude masivo cometido por sus contrincantes.

Podemos pensar que son historias de hace casi un siglo y que ya somos una sociedad informada y crítica, con una buena cultura científica. No es así, casi nunca es así. Distintos periódicos como ABC color (Paraguay), o El Periódico Mediterráneo recogían en 2003 un despacho de la agencia EFE donde se informaba de que los testículos de ratón se habían convertido en una moda culinaria en los restaurantes de Taiwán, tras conocerse que un hombre estéril —Hueh Ting-fu, obrero de la construcción— se había convertido en feliz padre tras seguir esta particular dieta. No debían ser restaurantes de diseño de los de plato grande y ración pequeña, pues Hueh había consumido un total de seis kilogramos de criadillas de roedor. Si tenemos en cuenta que cada par de testículos de un ratón pesa, según la cepa, de 0,1 a 0,3 gramos, eso significaría que el Sr. Ting-fu habría dado cuenta de entre veinte mil y sesenta mil roedores. Ni el gato Jinks. Pero su mujer quedó embarazada, ¿no? ¿Qué quiere que le diga? Yo le habría hecho algunas preguntas a la señora Ting-fu.

Para leer más:

  • Cooper D. K. (2012) A brief history of cross-species organ transplantation. Proc (Bayl Univ Med Cent) 25(1): 49-57.
  • Le Roy I., Tordjman S., Migliore-Samour D., Degrelle H., y Roubertoux P. L. (2001) «Genetic architecture of testis and seminal vesicle weights in mice». Genetics 158(1):  333–340.
  • Mandal A. (2013) «Semen and culture». News Medical. Enlace.
  • Romeu J. (2012) «La masturbación: una “perversión” fácil de practicar». Enlace.

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6 Comentarios

  1. Manuel H

    En todo caso la pregunta sería para la señora de Hueh, ya que Ting’fu es el nombre de pila de su marido ;-)

  2. Muy buen artículo! ;)

  3. Luis Manteiga Pousa

    O mejor aún «de lo que se toma se cría».

  4. ¿Es eso siempre cierto o depende?. No lo se. ¿O hay casos y casos, dependiendo de las personas y de las circunstancias?.

Responder a José Ramón Cancel

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