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Título de poeta maldito

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Leopoldo María Panero. Fotografía: Sara del Castillo.

Satánicos, diabólicos, perdedores, oscuros, apestados, secretos, marginados, raros, disolutos… Llamadlos como queráis: los poetas malditos han recibido decenas de atributos, y, pese a la galaxia de connotaciones, parece que sabemos a qué nos referimos cuando calificamos a uno como tal. Hay, sin embargo, un abuso del término, un no sé qué de etiqueta publicitaria que no les hace justicia a los que se ganaron el título a base de buhardillas infectas y ladillas, sífilis y ediciones manuscritas para cuatro gatos. Como dijo Manuel Huerga, creo, qué atractiva y seductora es la imagen del perdedor en la ficción, pero a ver quién se postula a ser uno en la realidad. Y, la verdad, para ser poeta maldito, son necesarias buenas dosis de fracaso y derrota. Hace falta un poco de memoria y retrospectiva, ser tiquismiquis con las condiciones para otorgar el graduado en malditismo. No basta con vestir de negro; no basta con arrastrar un aire melancólico al pasear ni cuando sufres de desamor, ni siquiera cuando rechazan por enésima vez la publicación de tus versos. Además, seamos claros: al malditismo se entra para no volver a salir nunca más.

El credo tiene pocas reglas, pero inflexibles, y hay que cumplirlas todas. Ahí van las que no admiten discusión. El orden no tiene importancia:

  • Vivirás como un poeta maldito. Es la obvia y sin embargo la más transgresora de todas las normas porque la gran diferencia que marcó a Rimbaud, Verlaine o Baudelaire frente a sus predecesores es que sabían que la vida era una extensión de la poesía: no se sometieron a las convenciones sociales, persiguieron sus placeres, incluso pasando temporadas en el infierno, y no buscaron el éxito o el poder. Por esta última razón, el exilio o el silencio les suele acompañar, como a José María Fonollosa, que pasó treinta años sin publicar una sola línea hasta que Pere Gimferrer  descubrió y editó Ciudad de hombre: Nueva York, uno de los poemarios más increíbles del malditismo español.
  • Explorarás tus demonios. Rebuscar en la basura, ir más allá de la moral heredada, jugar con los deseos más abyectos, mirar la locura con los ojos bien abiertos son algunos de los temas predilectos de los poetas malditos. Uno puede vivir como un poeta maldito, pero si no entra en sus asignaturas predilectas, es difícil ser aceptado. Pienso, por ejemplo, en Hölderlin, uno de los grandes poetas románticos alemanes, que terminó refugiado y medio loco como un ermitaño en una cabaña, y sería un caso excepcional de poeta maldito si no fuera porque su poesía tiende más al clasicismo que a la rabiosa modernidad buscada por Baudelaire y su cuadrilla.
  • Amarás el odio. El odio y el desprecio como nuevas musas; el malestar convertido en un fin en sí mismo; entenderás de misantropía y nihilismo, de resentimiento contra lo humano. Ya lo decía Cioran: este es el precio que hay que pagar por la maldición de haber nacido.
  • Adorarás los paraísos artificiales. Si la realidad no existe, si la sociedad lo que hace es tender una tramoya hecha de prejuicios y ataduras, ¿cómo no va a caer rendido el poeta ante la apertura de la percepción que proporciona la farmacopea? Y, aunque las drogas son tan viejas como el humano, el poeta maldito no solo las usa para inspirarse o por amor al riesgo, sino también como letra de sus canciones. «He aquí el tiempo de los asesinos», escribió Rimbaud después de su primera toma de hachís en uno de sus poemas más famosos. Son legión los que han cantado el poder de los venenos; los poetas malditos, sin embargo, para hacer gala de su nombre, no reniegan de su lado de autodestrucción.
  • Huirás del éxito. El poeta maldito hace de su miseria una virtud. Agujero llamado Nevermore tituló con acierto Jenaro Tálens la antología poética que le dedicó a Leopoldo María Panero: un agujero elegido voluntariamente, un abismo en el que plantar la residencia. Y ahí las tentaciones del poder suenan como cantos de sirena para el que sabe que su misión no es la fama sino la exploración de lo desconocido, un viaje ingrato que deja escasa recompensa. Un viaje vivido muchas veces como una condena.
  • Te regocijarás en tu malditismo. Esta regla es cercana a la anterior, solo que esta repiquetea que el poeta maldito saca energía de su abyección, se reconcome en su marginación y aislamiento. La suya no es una batalla; es una guerra perpetua contra todo y contra todos, un NO enorme que, como aquella obra de Santiago Sierra, se desplaza por el territorio y disfruta con su negación. El malditismo no es un trabajo de mártires; esa es la gran diferencia frente a los santones. De hecho, el nombre de «poeta maldito» lo recogió Verlaine  de un poema de Baudelaire que precisamente defendía que su malditismo era una bendición, insinuaciones de blasfemia incluidas.
  • Coquetearás con la muerte. Pues no habría poeta maldito si, además de la locura y los deseos más abyectos, no hubiera una chulería descarada con la muerte, no solo como tema de su poesía, sino como amante procaz. Chupar la vida hasta sus últimos límites, casi siempre por culpa del alcohol o de las drogas, pero también por puro amor a la muerte: Verlaine disparando a Rimbaud; Poe, tirado en la calle, agonizante tras una ingesta de alcohol; Burroughs convertido en un yonqui profesional. Y, revoloteando sobre todos ellos, el suicidio como puerta de Tänhauser, la que han franqueado tantos que parecía por un tiempo que para ganarse el título había que aprobar el curso de «Apetito por el sucidio». No es cierto. Desde que Lou Reed llegó a los setenta y murió, dicen, mientras practicaba taichí en su habitación de hospital, no se puede dar nada por sentado.
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Arthur Rimbaud, 1872. Fotografía: Étienne Carjat (DP).

Hasta aquí las normas. Bastaría entonces que a la lista de «poetas malditos» se les pasara este test infalible para ver si de verdad merecen ese nombre. De hecho, Verlaine, que usó el término por primera vez en su libro Los poetas malditos, incluía, entre otros, a Baudelaire, Rimbaud o Mallarmé, y si bien nadie duda de que el primero lo merece, el inventor de esa cosa tan moderna que es hacer poesía del horror y los abismos, ¿de verdad Rimbaud y Mallarmé son poetas malditos? El segundo es el precursor de la poesía pura, un esteta devoto, uno de esos para los que la vida merece ser vivida porque puede ser escrita, la simiente de Valéry, Celan y muchos otros, así que sus temas poco tienen que ver con los demonios consustanciales al club; Rimbaud, por su parte, y aunque escribió ese breve y bellísimo tratado del dolor, Una temporada en el infierno, es más un poeta maldito por su vida y vivencias que por su obra, consagrada a cortar a pedazos la lengua francesa, a hacerla brillar como jamás ningún poeta había conseguido. Quizá el hecho de que Rimbaud abandonara la poesía para embarcarse como traficante de esclavos en Abisinia (la actual Etiopía), y muriera joven, casi sin dejar rastro, seguramente acrecienta su influencia como «figura maldita».

A lo largo del siglo XX, la etiqueta se les ha aplicado a muchos y diversos autores, normalmente por causas biográficas, ya saben, suicidas y almas descarriadas varias: Cesare Pavese, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Ezra Pound (el último poeta, el último loco que, encerrado en su celda tras su defensa del fascio italiano, se dedica a estudiar chino para traducir a Confucio). El gusto por las reminiscencias de lo oscuro, por «el tiempo de los asesinos», es menos común, a no ser que abramos el campo y metamos dentro a los prosistas. Entonces Lovecraft, Tario, Burroughs, Lamborghini, Genet, Michaux o Beckett, tan diversos entre sí, deberían ser llamados «poetas malditos» tanto por su inclinación hacia lo marginal como por sus tendencias derrotistas. Pero no podemos: si no acotamos el terreno, esto se desparrama.

Sin duda, el test lo cumple con holgura, por ejemplo, Charles Bukowski. Borracho empedernido, perdedor orgulloso, uno de esos que hicieron del rechazo a las convenciones su triunfo (y que le trajo al final fama y lectores), fue además de narrador un poeta que escribió en contra de la vida resignada. Es el gran cantor de las balas perdidas, el placer del fracaso y los viajes a ninguna parte por el puro placer de viajar, blasfemo y deslenguado siempre que le dejan.

Hay que aclarar, sin embargo, que la semántica de «poeta maldito» cambia desde el nacimiento del rock, y ya nada será igual. Entra en escena, ya lo decíamos antes, el culto a la figura del poeta maldito, y todo se nubla de una atmósfera siniestra más contaminada por la vida del artista y su estética que por su obra. Pienso, por ejemplo, que Jim Morrison, al que a menudo se le ha llamado «poeta maldito», no lo es por más que quisiera emular a su admirado Rimbaud al escaparse a París; tampoco Robert Smith o Siouxsie Sioux, aunque estos hicieran de la inclinación por lo oscuro casi una forma de vida, de la que la tribu conocida como «los góticos» les imitaron modos y vestimenta, porque los «poetas malditos» se regocijan en su marginalidad, no son emblemas de ningún movimiento —cuando descubrió que su álbum Blood on the Tracks, escrito tras su ruptura matrimonial, ascendía en la lista de ventas, Dylan mostró su sorpresa; no podía creerse que el público disfrutara de esa forma con el dolor ajeno.

Lou Reed y The Velvet Underground. Imagen: Jeffrey (CC).
Lou Reed y The Velvet Underground. Imagen: Jeffrey (CC).

No hay duda, sin embargo, de que el último gran poeta maldito viene del rock. No importa que llegara a los setenta o que, temporalmente, conociera el éxito: hay consenso en que Lou Reed, por los temas de su obra (con la sombra de Delmore Schwartz detrás), por su vida entregada a los vicios, por su persecución de una obra más personal que comercial, nos acompaña desde hace tiempo con esta etiqueta, rematada en sus últimos años con un disco dedicado a su amado Poe (The Raven) y otro con Metallica, Lulu, que es todo lo que ustedes quieran salvo complaciente, y que empieza nada menos con un verso que dice «Me cortaría las piernas y las tetas». Maravilloso epitafio para un músico que ya en su primer disco con The Velvet Underground había declarado, entre baladas perfectas, su devoción por los paraísos artificiales («I´m Waiting for the Man», «Heroin») y los demonios que jamás nos abandonan («Venus in Furs», «Black Angel´s Death Song» «European Song»), temas que exploraría a lo largo de toda su obra en solitario. Encima, para que su aureola de maldito jamás le abandonara, su gran éxito en la radio le llegó precisamente con «Walk on the Wild Side», una explícita declaración de principios, un manifiesto a favor del outsider, Jackie y Joe travestidos mientras suena un coro de chicas de color cantando «doo doo doo doo».

En el caso de España, en contra de nuestros prejuicios, yo creo que los poetas malditos se han prodigado, sobre todo por esa tendencia de que «escribir en España es llorar», que decía Josep Pla. Sin duda Leopoldo María Panero es la cabeza visible de la poesía maldita en castellano desde su aparición en la antología de los novísimos de Castellet y sus primeros libros, como Así se fundó Carnaby Street o Last River Together, hechos con títulos perfectos, poemas de factura muy irregular y una querencia por unos temas y una tradición claramente maldita, desde la necrofilia a la locura, desde la cultura gótica al amor que nos consume y destroza. Más conocido por su paso por el manicomio de Mondragón o por sus delirios durante las entrevistas, devorado quizá por su propio personaje, y prolífico quizá en exceso, no hay que olvidar que Panero es autor de un puñado de poemas perfectos, inmortales, de esos que que uno relee hasta que sus versos se vuelven canción en la memoria.

Otros poetas como Gabriel Ferrater son malditos si atendemos a su biografía (se suicidió justo cuando cumplía los cincuenta años, tal como había dejado por escrito), pero no leyendo Les dones i els dies, su poesía irónica, divertida y transida de culturalismo, con aquel poema maravilloso, «In memoriam», que comienza diciendo que cuando estalló la Guerra Civil no le afectó demasiado, «tenía la cabeza llena de cosas que todavía hoy creo más importantes»: él acababa de descubrir Las flores del mal, «i això volia dir la poesia». Las cartas sobre la mesa.

Creo, de todas formas, que hay un puñado de nombres que entroncan claramente con el  malditismo. El primero, y tal vez el más grande, es Fonollosa, escondido, callado durante años mientras trabaja sin prisas en una poesía despojada de artificios y de vanagloria, sucia, amoral, y tan grande como escasamente leída.

Otro, sin duda, es Albert Pla, quien, además de sus propias creaciones, se ha convertido en recuperador, a la manera de un archivista, de la memoria del malditismo español. A él se le debe, por ejemplo, un álbum en torno a poemas de Fonollosa, Supone Fonollosa, y otro, el genial Canciones de amor y droga, sobre poemas de Pepe Sales, otro artista malogrado y desconocido hasta que Pla cantó sus versos. Músico, artista, actor, tocacojones, Albert Pla no deja de meter las narices donde le da la gana.

Con permiso de Antonio Vega (maldito por su vida refulgente, no tanto por el contenido de sus canciones), el otro poeta maldito español por excelencia es Javier Corcobado, quien lleva más de treinta años publicando álbumes cargados de imágenes oscuras, con predilección por las atrocidades, la violencia y la sangre a borbotones. A Corcobado se le ama o se le odia, pero sin duda ha cultivado una obra singular y personalísima, que igual mezcla ecos de la chanson francesa que absorbe la influencia del techno-punk. Adorado en México (país aficionado a la muerte y sus máscaras), donde tiene una legión fiel de seguidores que llenan sus conciertos, Corcobado, como buen poeta maldito, aparece y desaparece a su capricho.

Nunca está de más recalcar que aquí hablamos de poetas malditos, pero que es obvio que la palabra segunda, maldito, no constituye o impulsa a la primera, que no quede la más mínima duda. Dicho de otra forma: el malditismo no hace al monje ni al poeta. Hace muchos años, en una de las ferias del libro de Madrid, recuerdo haber visto sentado en una de las casetas, con un cigarrillo en la mano y la boca medio abierta, la mueca perpetua que siempre tiene en las fotos, a Leopoldo María Panero. ¿Qué hacía allí?, pensé. ¿Qué hace un tipo como él en un lugar como este? Lo miré, sin atreverme a decirle nada, y me fui.

Ahora creo que quizá Panero quería ser, sobre todo, un poeta, a secas, sin más, pues quizá la etiqueta de maldito no es, para que sea cierta, una elección de la voluntad.

Albert Pla. Fotografía: Wiros (CC).
Albert Pla. Fotografía: Wiros (CC).

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19 Comentarios

  1. Nick Cave

  2. Lo del malditismo solo tiene sentido si hay verdadero talento. Por desgracia, en la inmensa mayoría de los casos es una pobre excusa de vagos y maleantes para no cabalgar el tigre y vivir cobardemente refugiado en el fracaso.

  3. Te has dejado fuera de la lista nada menos que a Isidore Ducasse, conde de Lautréamont!

  4. titotitos

    Más que Lou Reed, quien conoció las mieles del éxito y el reconocimiento de los suyos (si hiciéramos la lista de grupos que beben de la fuente de la Velvet no acabaríamos nunca), yo destacaría a Nico, que pasó de modelo a maniquí cantor y acabó grabando discos personalísimos y únicos llenos de locura y de visiones alucinadas. Para entender esto que escribo, nada mejor que cargarse de ánimo y escucharse (del tirón si la psique de uno lo permite) The Marble Index, Desertshore y The End. También conoció el agujero, yonqui enganchada a la aguja y muerte ridícula en Ibiza.

    • El colombiano Raul Gomez Jattin, poeta caribeño que vivió entre la indigencia y la enfermedad mental y murió arrollado por un bus en 1997: de lejos, el único poeta maldito que ha dado estas tierras

  5. Federico Martínez

    Me falta Carlos Oroza, el poeta maldito oficial del café Gijón en Madrid. Y ya puestos, ¿para cuando un artículo sobre la fauna sesentera del Gijón? Ahí hay tela.

  6. Me ha gustado mucho el artículo pero claro, siempre falta alguno, y eso es porque los más malditos nunca salen en los artículos de malditos, por poner el mío: Armando Buscarini.

  7. Pingback: Título de poeta maldito (Jot Down) | Libréame

  8. No entiendo, con referencia a Antonio Vega, eso de que sea menos ‘maldito’ (ya nos vale) por el contenido de sus canciones…. Ahí sí que pierdo el hilo…

  9. Foster Wallace

    En la música nacional hay un maldito por encima de todos, y ese es Iosu Exposito de Eskorbuto.

  10. Talisman

    otro que cumple con los requisitos, José Alfredo Zendejas Pineda b.k.a Mario Santiago Papasquiaro.

    Si he de vivir que sea sin timón y en el delirio.

  11. Julio Donoso, poeta zaragozano.

  12. Que mal está el mundo, que se mitifique la degradación humana ,disfrazada de arte.

  13. Te dejas a Eduardo Haro Ibars.

  14. Si hay un poeta español, «maldito» en su esencia y carácter, es sin duda David González.

  15. Juan Flato

    En esta lista falta el gran cepillin.

  16. Pingback: De poetas malditos y escritores maldecidos

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