Cine y TV

The Best and the Brightest

Imagen: NBC.
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El 26 de mayo de 2001, a las 21.50, la televisión alcanzó la perfección de la mano de la NBC y de Aaron Sorkin. Esa noche, el presidente de Estados Unidos, agotado, hundido, furioso con Dios y consigo mismo, se expuso a las preguntas de una prensa sedienta de sangre. Con el partido en su contra, con la salud en su contra y con la razón en su contra, debía responder a una pregunta. A una simple pregunta. «¿Se presentará para un segundo mandato, señor presidente?».

Los labios no se despegaron, y no hizo falta. Una tormenta tropical abriendo de golpe ventanas, Brothers in Arms de Dire Straits de fondo y un gesto tan simple como el de meterse las manos en los bolsillos fueron suficientes para poner la carne de gallina a millones de personas. El milagro estaba hecho. Los últimos nueve minutos de Two Cathedrals, la finale de la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca, serán recordados siempre como lo más cerca que ha estado nunca la pequeña pantalla de la gloria eterna.

Decía Ovidio que la esperanza hace que el náufrago agite sus brazos en medio de las aguas aun cuando no ve tierra por ningún lado. The West Wing, el opus magnum de Aaron Sorkin, empezó a emitirse el 22 de septiembre de 1999, casi dos años antes del trágico inicio del siglo XXI. Y logró lo que parecía imposible, o mejor dicho, lo que muchos querían vender como imposible: contagiar de ilusión, compromiso y esperanza a un país herido.

The West Wing es una serie difícil, exigente como una amante experimentada. Requiere dedicación, concentración y pasión. No te deja respirar ni distraerte. Te engancha y te hace partícipe de una Arcadia que no fue, pero será. Es una serie como la sociedad que describe: joven, idealista, entregada, dispuesta al esfuerzo, al trabajo duro. A resolver los problemas sin esperar a que otros lo hagan por ella.

Sus siete temporadas demostraron que los expertos de la televisión, los profetas de la basura y los abogados de la miseria o no tienen ni puta idea o mienten como bellacos. Demostraron que es posible sentar a millones de personas en un sofá a disfrutar con la política. Que es posible alcanzar la perfección sin sexo, sin rodar en exteriores, sin violencia, sin chistes fáciles. Que es posible generar placer con el día a día de un Gobierno. Con diálogos largos, difíciles, eruditos. Con intercambios pedantes entre niños bien de Harvard y Yale. Que la inteligencia es una virtud y no una vergüenza. Que la lealtad y el honor inspiran y conmueven. Que es posible respetar al público. Que la clave es la oferta, no la demanda.

La tradición y Hollywood nos (y se) han convencido de que el sueño americano es el que tiene como meta el éxito, en forma de poder, gloria o dinero. El que permite a un don nadie prosperar hasta lo más alto. El que permite al hijo de un keniano convertirse en presidente o a cualquier mortal en millonario gracias al trabajo duro en la tierra de las oportunidades.

Quizás. Pero la tradición filosófica norteamericana se sustenta sobre un segundo pilar igual de sólido. Además del individualismo metodológico y feroz, del recelo del Estado y de la Asociación Nacional del Rifle, además del pragmatismo, está la llamada del deber, el duty, el ejemplo. Y El ala oeste de la Casa Blanca entronca directamente con esa tradición formidable que nos remite a los Framers de la Constitución.

La llamada de la patria va mucho más allá del manido, estatista y fallido «no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país». Se remonta a la Guerra de Independencia, a las milicias, a Jefferson y a Paine, y llega hasta Christopher Stevens. Lleva a abandonar una próspera carrera como abogado en Washington para unirse al Departamento de Estados y morir en Libia intentando lo imposible. Es la fuerza irracional que empuja a millones de jóvenes a marchar a las trincheras podridas de otro continente para defender la libertad.

En 1630, a bordo del Arbella, el puritano John Winthrop sentó las bases del excepcionalismo norteamericano, la «espada de dos filos» que tan bien ha descrito Seymour Martin Lipset. El pastor, guía de los futuros colonos de Massachusetts, exiliados religiosos en busca de un nuevo orden social, aseguró que el nuevo asentamiento, la nueva Jerusalén, sería «A city upon a hill, una «ciudad sobre una colina» (Mateo, 5:14), la luz que iluminaría al mundo. Y acertó.

En los casi cuatro siglos transcurridos desde entonces, la idea ha calado hasta fundirse en el ADN de los ciudadanos del único país capaz de llamar Series Mundiales a la final de su aburrido deporte nacional.

Imagen: NBC.
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Estados Unidos, tan acomplejado como egocéntrico, tan poderoso como inocente. Imperio renuente que cree que es y debe ser el faro que ilumine al mundo, el mejor, el único, el más puro. Un país surgido de una nación y no al revés, edificado sobre valores y un sueño. Y así se comporta, para lo bueno y para lo malo.

The West Wing muestra el día a día de la Administración de Josiah Jed Bartlet, un demócrata pedante de Nueva Inglaterra, cuyo linaje se remonta a Paul Revere, que disfruta hablando de historia y citando a los clásicos. Un premio Nobel de Economía (¡un Nobel!), sin tacha, al que los suyos siguen con devoción. Un modélico padre de familia, con tres hijas y una mujer (Stockard Channing) de carácter indomable. Un hombre honrado y magnánimo que recita en latín, conoce la Biblia de memoria y castiga con dureza el extremismo.

Jed Bartlet es un Kennedy y un Clinton con la bragueta cerrada. Un Carter sin cacahuetes. Un Reagan con estudios. Un Truman sin la bomba. Es lo que no existe ni puede ser. Un tipo ideal weberiano. Su Despacho Oval, sus ideas, son lo que la derecha más cerril, por boca de John Podhoretz, hijo del legendario Norman Podhoretz, definió como «pornografía política para izquierdistas».

The West Wing vio la luz a finales de los noventa, pero nació en los sesenta. Leo McGarry (John Spencer), el todopoderoso e incansable jefe de gabinete de Barlett. Josh Lyman (Bradley Whitford), el brillante segundo, capaz de lidiar como nadie con el Congreso y la maquinaria del partido. Toby Ziegler (Richard Schiff), incorruptible y taciturno jefe de comunicación. CJ Cregg (Allison Janney), que renuncia a un salario de medio millón de dólares haciendo relaciones públicas en Los Ángeles para ganar seiscientos a la semana. Sam Seaborn (Rob Lowe), el abogado triunfador que abandona la segunda firma más importante de Nueva York para lanzarse, en mitad del invierno, a New Hampshire, la Siracusa de los platónicos del siglo XXI.

Todos ellos son hijos de Camelot, de la corte imperfecta y legendaria de JFK. De los Robert Mcnamara, McGeorge y William Bundy o Arthur Schlesinger Jr. De Adlai Stevenson, Bowles, Rostow o Katzenbach. Los protagonistas de Sorkin son siempre the best and the brightest, los mejores y los más brillantes de los que habló Halberstam, pero sin Vietnam. Los listos de la clase, los yernos que toda madre querría para sus hijas.

Los diálogos, rápidos, brillantes, mordaces, incisivos, que golpean como bofetadas antes del primer café de la mañana, nos muestran un equipo de convicciones tan fuertes como cuestionables. Que buena parte del tiempo no sabe qué hacer o cómo hacerlo, pero que persigue el interés general. Que se equivoca, pero por todos nosotros.

El ala oeste no engaña. Es una serie tan pretenciosa y elitista como romántica e inocente. «Vamos a subir el nivel del debate público y ese será nuestro legado», dice McGarry, un presidente en la sombra colosal, mucho más necesario y útil que el verdadero, pero demasiado humano para el panóptico de la sociedad-red.

The West Wing es una historia «de reyes y palacios» en ciento cincuenta y seis actos, sin estructuras ni trampas. No es un drama que te permita conocerte a ti mismo. No busca respuestas a preguntas trascendentales, ni ofrece osos polares en mitad de la selva. No flirtea con la banalidad del mal ni te hace reír con enlatados o llorar con demagogia.

El ala oeste de la Casa Blanca es un canto a la política y la integridad, y en ello reside su grandeza. Sorkin nos convence de que hay esperanza. De que las manzanas podridas no estropean un cesto. Sabe, como Kant, que «con un leño torcido como aquel del que ha sido hecho el ser humano nada puede forjarse que sea del todo recto», pero cree, como Isaiah Berlin, que, pese a todo, «hay que intentarlo continuamente».

La serie llegó en el mejor momento posible. Con la decadencia de las ilusiones utópicas (de nuevo Berlin) y los fantasmas del milenarismo. Con la imagen de la política más dañada que nunca por los escándalos sexuales de Clinton, el ángel caído. Estados Unidos es un país especial, que perdona a su comandante en jefe que lance una bomba atómica pero que se rasga las vestiduras y lo sienta ante un tribunal por mentir sobre una mamada. O por una enfermedad, como en el caso de Bartlet.

El Ala Oeste de la Casa Blanca es el resultado del Sorkin menos cínico. Es el New Yorker en movimiento. Sus protagonistas no son mafiosos simpáticos, traficantes de drogas con escrúpulos o productores de anfetamina. No están atormentados ni viven una lucha interna en cada episodio.

Imagen: NBC.
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La serie comienza con Josh Lyman cabreando a la derecha cristiana, el presidente estampándose contra un árbol cual George Bush y el guaperas acostándose con una puta. Son humanos, con debilidades y un pasado. Con alcohol y pastillas. Pero son tan buenos que hasta cuando acaban con meretrices lo hacen con la más lista, íntegra y decente de la ciudad.

El show, un producto caro y cuidado, cargado de premios y reconocimiento, tenía todos los ingredientes para ser maltratado en España. Para vagar sin pena ni gloria por TVE2, cambiando de día y hora sin cesar ni avisar. Condenada a consagrarse, años después, en canales de pago, donde solo los elegidos, los que sonríen al escuchar Shibboleth, tienen acceso. Es la serie que los modernos no han visto, ni entenderían, pero de la que un día, antes o después, acaban presumiendo sin sonrojo, como un cuadro de Vermeer o un libro de Dante.

Sorkin no esconde su bandera, sus ideas, sus valores, pero trata de darle un espíritu universal. Se ocupa de forma obsesiva por la educación, la sanidad, la pobreza, la redistribución. Va y vuelve en busca de soluciones y dinero. Los demócratas son buenos, los republicanos no, pero tampoco son malos. Bartlet se impone, pero con esfuerzo, sudor y gracia.

Y de entre la enorme escala de grises de sus personajes, aparecen destellos únicos. Fiscales inquebrantables, militares fieles, asesores brillantes. Candidatos republicanos honestos, íntegros, únicos, como el personaje de Alan Alda, el senador Arnold Vinick. O la abogada Ainsley Hayes.

Los protagonistas son ingenuos. Son los egresados más brillantes de la Ivy League jugando en la liga más dura y profesionalizada del mundo. Dispuestos a trabajar veinte horas al día por una miseria. A que les disparen y amenacen. A no tener vida, ni pareja, ni familia. Cuando se equivocan es sin maldad. Si discuten entre ellos es por la libertad, la igualdad o la fraternidad, y no para medrar. Empalagan, pero no empachan. Porque Washington no se avergüenza, ni de su pasado, ni de su presente, ni de su futuro.

En Europa, el patriotismo de la serie, de cualquier serie, siempre chirría. Las banderas, el himno, la mano en el corazón, las tradiciones, el orgullo. En Norteamérica es diferente. No hay pudor ni miedo. El norteamericanismo ha sustituido al liberalismo y al socialismo como filosofías públicas dominantes, según Lipset. Estados Unidos es la única nación que está fundada por un credo «planteado con lucidez dogmática y hasta teológica en la Declaración de Independencia», el palabras de Chesterton.

La Administración Bartlet, como los estadounidenses en general, cree en el bien y en el mal, y no teme posicionarse. No se parapeta tras el escudo de la soberbia intelectual y el relativismo para mantener una equidistancia moral insostenible. Conoce el juego de la política y sus límites. Sufre, se frustra y llora, pero no concede a sus enemigos la victoria de las ideas o las palabras.

En Sorkin, ya sea The West Wing o The Newsroom, buscamos y encontramos la ciudad sobre la colina, los referentes, a los mejores y más brillantes. Idealismo sin remilgos. Contagioso, necesario, fresco. Esperanzador. Por eso la serie es necesaria. Imprescindible. Porque el enemigo está a las puertas. Y porque como dijo Edmund Burke, «para que el mal triunfe, basta con que los hombres buenos no hagan nada».

Imagen: NBC.
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20 Comentarios

  1. He visto bastantes series enteras a lo largo de mi vida y esta es, con mucho, la mejor, la más redonda. Quizá uno quiere que esta ficción sea real y que la realidad se convirtiera en lo que Sorkin nos enseña, lamentablemente, como pura ficción.
    Cada episodio tiene algo, cada final de temporada te deja con ganas de más y más, el cierre final es tremendo y el de la segunda temporada que describe el artículo (Two Cathedrals) quizá el mejor cierre de temporada de una serie. Ese episodio lo he visto decenas de veces y no me cansaré de seguir viéndolo.
    Sí, la recomiendo.

  2. Buena serie pero no le llega a la altura del zapato a The Wire, cuyas ramificaciones políticas son realistas y no idealizadas. Y por compararla con una de su misma temática, muchísimo mejor una de las mejores y más modestas series que se han hecho en los últimos 10 años: Borgen.

  3. Jose Antonio J

    Buen artículo, muy buen artículo, tanto en las opiniones sobre la serie, como sobre Sorkin, como sobre los USA.
    Felicidades ¡¡¡

  4. Hace ya más de 15 años coincidieron en pantalla The Wire, Los Soprano, A dos metros bajo tierra y esta serie. Para los que crean que vivimos la edad dorada de la televisión

  5. La Hora de Ving Rhames

    Mi serie favorita. Un poco idealizada (empecé a verla cuando gobernaban Zapatero aquí y W Bush allí, y las comparaciones producían sonrojo).

    Injusto compararla con otras series tan aclamadas como «The Wire». Yo diría que son complementarias, pero no rivales, puesto que «West Wing» es perfecta, y la perfección no admite rivales.

    • La perfección solo tiene un nombre: The Wire. The West Wing es irreal e idealista, y sus personajes se marcan unas réplicas imposibles, rasgo/defecto de las series de Sorkin. Complementarias no son. Una es el producto audiovisual más perfecto jamás escrito. La otra, un buen entretenimiento aderezado por buenismo progre y políticamente correcto.

  6. La Hora de Ving Rhames

    Daría mi humilde opinión sobre esta serie, pero Pablo Kurt de Filmaffinity se acercó bastante:

    «TWW es, sencillamente, un placer intelectual, valga esto como oximorón (o como vanidosa cursilería); es una increíble exhibición de precisión y sutileza sobre el poder de la palabra (y el poder en sí mismo) que devora tu fascinación y atrapa tu interés. La inteligencia e ironía se desbordan en cada línea de guión de cada capítulo. El reparto es perfecto. Si además eres un apasionado de la política, y especialmente la norteamericana, sus historias brillantes y sus ágiles diálogos te rendirán el asombro. Algunas tramas resultan verdaderos thrillers, otras impecables melodramas. Todo permeado de humor y gravedad, ambos constantes y ubicuos. Es cierto que todo sucede a un ritmo frenético, a veces incapaz de reposar, pero la recompensa es impagable: ver algo en la televisión que resultar inspirador. Aaron Sorkin es el gran culpable. Un tipo con un talento fuera de lo común. El productor John Wells –responsable también, curiosamente, de «Urgencias»- su cómplice. La maravilla inefable se llama «The West Wing». Nunca la televisión (y me atrevería decir que pocas veces el cine) me obsequió con tanto ingenio, tanta inteligencia. Un 10.

    Pablo Kurt: FILMAFFINITY»

  7. Concha Agudo

    Estoy de acuerdo en todo, aunque ahora que os leo me temo que no la entendí tan completamente como quisiera haberlo hecho, que me he perdido muchos detalles. Puedo solucionarlo viéndola de nuevo, pues se me perdieron algunos extras con sus cambios de horario y ubicación en España. Hablando también de The Newsroom, la he visto completa hace menos de un año, y me dejó también boquiabierta, teniendo el mismo autor, es lo natural. Agradecería algunos comentarios para saber más. Y hablando de otro Universo, Urgencias fue también un hito, no se puede negar.

  8. Reconozco también que es una de mis series favoritas, quizás sólo igualada por otra de Sorkin (The Newsroom). También reconozco que no es apta para aquellos que odian EEUU, su patriotismo y todo lo relacionado con ellos.

    Sin embargo, si eres capaz de ignorar eso (en caso de que te moleste), creo que Sorking enseña muchas cosas a lo largo de las siete temporadas que tiene. Es una serie que te hace mejor persona.

    Muy buen artículo. No la hubiera descrito mejor.

  9. «Sus protagonistas no son mafiosos simpáticos, traficantes de drogas con escrúpulos o productores de anfetamina», como siempre digo, si vas a alabar una serie no lo hagas desmereciendo las tres mejores series de la historia, porque al final solo quedas como un gitano vendiendo un auto usado como y un cero kilómetro.

    • Totalmente de acuerdo. Flojo argumento y defensa.

    • Totalmente de acuerdo. La serie está centrada en un mafioso, de hecho, en «el capo de tutti capi» si hacemos caso al general Smedley Butler, que es además el mayor traficante del mundo (su especialidad son las armas más que las drogas) y dispone de un arsenal de dragones balísticos intercontinentales que los de Daenerys no le servían ni para desayunar. Vamos, que no es que el personaje carezca de interés o glamour.

  10. Carlosz, no está desmereciendo a tres series (lo de mejores de la historia será opinión personal). Lo que está diciendo es que a TWW no le hacen falta protagonistas malotes y morbo para ser una grandísima serie.

    Y sí, es cierto. Se puede dar calidad sin sexo, drogas y violencia.

  11. Reverendo

    El frenético «finale» de la 1ª temporada me pareció insuperable… hasta que vi el de la 2ª, en el que quedé impresionado. Creo que uno de los peores defectos de Bartlet era… que no existía en la realidad. Un presidente imperfecto pero soñado. Que, incluso al otro lado del océano, despertaba una enorme admiración que contrastaba con el horror y estupor que generaba esa caricatura de Bush, crudísima realidad contemporànea. La serie comenzaba una vez había vencido las elecciones (generalmente entendidas como una cuestión de éxito o fracaso, cuando son un medio), y se centraba en lo más complicado («mantener la plaza conquistada»), que era la gestión política en el día a día. Y, aunque idealizada, era una magnífico manual sobre Política (quizá no tan ácido como «House of Cards) y el Sistema Político Norteamericano en casi todas sus vertientes.

  12. Se centran la mayoría de comentarios sobre esta serie en lo perfecto que era Josiah Bartlet e irreal al mismo tiempo. Bien, vean a Birgitte Nyborg. No hace falta el papanatismo con que saludamos lo anglosajón para envidiar un arquetipo político. En la extraordinaria Borgen tienen un claro ejemplo.

    • La Hora de Ving Rhames

      Borgen no está nada mal, pero no juega con una mano tan extraordinaria como es la presidencia de la mayor superpotencia que hemos desde la gran guerra.

      Los daneses, eso no se los discuto, son unos cracks haciendo galletas, pero ni los escenarios ni los diálogos son comparables a los de TWW.

      Hágase un favor y no deje que su anti-americanismo trasnochado le impida apreciar lo bueno.

  13. La pequeña pantalla puede que haya alcanzado la «gloria eterna» ya hace años, y recuerdo aquí, por poner un único ejemplo, la hipnóptica secuencia de imágenes del áspid reptando sinuosamente por el mosaico y esa perturbadora musiquilla pregonando el inicio de cada capítulo de la mítica «Yo, Claudio», o la maravillosa «Retorno a Brideshead».

  14. Game on, Jed!

  15. La serie es fabulosa (para desesperación de mi entonces novia) y se merecía un artículo a su nivel como éste.

  16. Pingback: Seis profesiones que ganaron caché gracias a las series

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