Arte y Letras

Pánico a una muerte ridícula

Imagen: HBO.
Imagen: HBO.

Palmarla a lo tonto es degradante:
se ríe hasta el juez que levanta el cadáver.
Muecas y bromas en el velatorio
y luego un entierro bochornoso.
Nacer, crecer y reproducirse
para luego al morir ser motivo de chiste.
(Def Con Dos, «Pánico a una muerte ridícula»)

A principios de abril de 2015 un vecino del pueblo argentino de San José de Balcarce encontró el cadáver de José Alberto, un agricultor local de cincuenta y ocho años, desnudo y abrazado a un espantapájaros al que había añadido un tubo de plástico como simulacro vaginal. Así llegó el pobre hombre a la efímera fama de la viralidad internáutica, con centenares de diarios online titulando con alguna variante de: «campesino fallece al fornicar con un espantapájaros». Nacer, crecer y reproducirse para luego al morir ser motivo de clickbait. Entre bromas, sarcasmos y chistes, algunos medios incluyeron un detalle de los que causan cierta tristeza: al espantapájaros le habían pintado una boca femenina con lápiz de labios.

Reírse de la muerte ajena lleva asociado un miedo inevitable: que te ocurra lo mismo a ti. No necesariamente lo del espantapájaros, pero tal vez sí morir en circunstancias ridículas o vergonzosas. Suicidarte por problemas económicos sin saber que esa misma mañana te ha tocado la lotería, o caer por un barranco al tratar de hacerte un selfie. Pasarlo tan mal como el pobre Ed Wood en la batalla de Guadalcanal, durante la que su mayor miedo fue caer herido o morir en el frente y que descubrieran en el hospital que llevaba puesta ropa interior femenina. Por su parte, George Clooney recuerda así el terremoto de Northridge de 1994: «Max, mi cerdo mascota, me despertó en la cama gruñendo, y enseguida me di cuenta de que todo se derrumbaba. Así que salí corriendo desnudo del dormitorio, con Max siguiéndome, y me topé con un amigo que dormía en la habitación de invitados y había salido desnudo llevando una pistola en la mano, al creer que todo ese ruido era porque alguien había entrado a robar. Y en ese momento lo único que me pasó por la cabeza es que si moría entonces todo el mundo iba a pensar cosas raras: dos hombres desnudos, un cerdo y una pistola…».

No es fácil escapar al miedo universal y un tanto estúpido a que no se rían de uno ni siquiera después de muerto: interviene ahí la vergüenza como emoción destinada a protegerse ante el rechazo social… Rezar por no ir a parar a urgencias con los calzoncillos agujereados o las bragas sucias, según ese tradicional consejo de abuela: «lleva siempre bragas limpias por si te tienen que llevar a un hospital, que los médicos vean que eres aseada». La vergüenza es, al fin y al cabo, un método para mantener bajo control el cauce de lo socialmente aceptado. Dice en sus espectáculos el payaso Leo Bassi, generalmente después de un gag divertido, estúpido y sorprendente, que la única manera de evitar que te controlen es ser siempre impredecible. Pero el moralismo social requiere que quien haga algo imprudente o se salga de la norma por cualquier motivo reciba un castigo repentino y preferiblemente definitivo. Algo habrá hecho el muerto para recibir esa recompensa… Y quien muere ridículamente se lo merece por ridículo.

El ejemplo más evidente de este modo de pensar lo vemos en un programa de televisión estadounidense de Spike TV emitido aquí por Xplora: 1000 maneras de morir. En cada episodio se comentan siete muertes extrañas o sorprendentes, recreadas por pésimos actores y acompañadas por gráficos 3D al estilo CSI, con declaraciones de supuestos científicos. Al principio las historias se basaban libremente en sucesos reales, pero los guionistas no tardaron en echar mano de leyendas urbanas o directamente de su retorcida imaginación para inventar muertes cada vez más caricaturescas («¿y si hacemos que un tío se trague sin querer dos imanes y le destrocen el intestino al tratar de unirse?»).

La voz en off del narrador resulta a menudo literalmente repulsiva. Quizá para que el espectador no se sienta culpable de su vouyerístico vistazo a la muerte, las víctimas de esta serie de catastróficas desdichas reciben calificativos como «imbécil», «tarado» o directamente «basura humana». Se les reduce a estereotipos (el ladrón, el fumeta, la stripper), y las desgracias que les ocurren se presentan de un modo totalmente carente de compasión o de la más mínima empatía. Riámonos de su muerte merecida… Y no es que me moleste el humor negro, que es en muchos sentidos la cumbre del humor y el principal motivo de su existencia: ¿de qué sirve reír si no te puedes chotear de la muerte en su cara? El problema de 1000 maneras de morir es el subtexto de justo castigo, la moralina barata, la autosatisfacción complaciente del justo ante los pecadores. ¿Unos adolescentes molestan al vecindario haciendo ruido con sus motos tuneadas? Me río a carcajadas cuando a uno le revienta el motor y muere con los testículos en llamas. Ese imbécil merecía morir, aunque sea por cometer un delito que jamás se nos ocurriría castigar con la pena capital.

Eso cuando al programa no le da por meterse en jardines raciales («entonces el chicano apuñaló al negrata») o palmariamente machistas. Un ejemplo cualquiera sería la muerte 509, bautizada como Pebble Bitched, traducido como «zorra lapidada». Imaginemos una fiesta redneck en una cantera, donde dos hermanos se pelean por las atenciones de una chica llamada Lula Mae (cito literalmente del episodio: «una calientapelotas que juega con los palurdos como con un banjo barato»). La mujer organiza un juego de tirar de la cuerda con las dos camionetas de los hermanos, ofreciéndose ella como premio. Pero ay, al arrancar las camionetas con toda su fuerza, los neumáticos arrojan grava y piedras contra ella matándola al instante. El narrador medita ante el cadáver ensangrentado: «Lula Mae intentó enfrentar a hermano contra hermano…».

No quiero implicar con todo esto que las muertes extrañas no tengan su legítimo poder de atracción. Al contrario, las encuentro fascinantes: si dejamos de lado la vergüenza social y la propensión a ver una moraleja en cada esquina, examinar las muertes idiotas con una sonrisa torcida nos permite darnos cuenta, por ejemplo, de cómo a menudo llevamos en nosotros mismos las semillas de nuestra destrucción. El burgomaestre de Braunau, conocido en el siglo XVI por ser el orgulloso poseedor de la barba más larga del mundo (medía más de un metro y medio) tuvo que escapar precipitadamente de un incendio. Desgraciadamente, tropezó con su propia barba y cayó al suelo rompiéndose el cuello: he aquí una cautionary tale que podría serle útil a algún barbudo lumbersexual de hoy en día.

Creerse invencible es una receta segura para llamar al desastre, porque se sabe que la Muerte no se puede resistir al sarcasmo. Durante la batalla de Spotsylvania de la Guerra de Secesión estadounidense, el general John Sedgwick se mantuvo de pie en la línea del frente mientras a su alrededor silbaban las balas enemigas. Un soldado le aconsejó que se agachara, a lo que el general contestó algo como «agáchese usted si quiere, pero esos francotiradores no podrían darle ni a un elefante a esa distancia». Segundos más tarde, cayó fulminado por un certero balazo en la cabeza. ¿Viene de estos chistes cósmico-kármicos la superstición, tan propia de la mitología griega, de que vanagloriarse y caer en la hubris atrae la furia de los dioses? En 1985, los socorristas de Nueva Orleans organizaron una fiesta para celebrar que en un año entero no se había ahogado nadie bajo su vigilancia… Y durante esa fiesta murió ahogado un invitado en la piscina, a pesar de estar rodeado de más de cien socorristas.

Hay muertes absurdas que se presentan tradicionalmente como venganzas de la naturaleza, en particular cuando un zoófilo se encuentra con problemas técnicos imprevistos. El caso más famoso es el del orensano que logró en 1990 una cierta inmortalidad chusca al ser aplastado desnudo bajo una roca junto a cierto animal… Como cantaron Def Con Dos: «Pasión que aplasta una roca asesina / Todos se ríen porque adivinan / qué hacía el difunto con una gallina». A veces el miedo al rechazo social acaba resultando mortal: un estadounidense llamado Kenneth Pinyan sufrió un desgarro tras intentar que le penetrara un caballo semental. Acudir inmediatamente al hospital hubiera salvado su vida, pero el miedo a la reacción de los médicos le mantuvo en casa hasta contraer una peritonitis aguda.

Es liberador deshacerse del pánico a una muerte ridícula. No faltan ocasiones para que la Señora de la Guadaña me pille en circunstancias socialmente embarazosas, y probablemente a los diez minutos de mi muerte habría ya chistes al respecto en Twitter, pero en fin, qué más dará. Prefiero mil veces una muerte absurda a una muerte épica. Siempre hay que desconfiar de los narcisistas que prefieren las muertes gloriosas, desde el general que ordena una carga de caballería innecesaria hasta el copiloto de avión que orquesta un suicidio espectacular. Si el destino ha dispuesto que mueras, nada de lo que hagas podrá evitarlo: en los cuentos clásicos de profecías autocumplidas, como el persa Cita en Samarcanda que reconstruyó Cortázar, son los intentos para esquivar una muerte inevitable los que la acaban provocando.

Cuenta Plinio que al dramaturgo Esquilo le fue profetizado que moriría cuando le cayera un objeto duro en la cabeza. Para evitar esa muerte pasó cada vez más tiempo al aire libre… hasta que un pájaro quebrantahuesos confundió su calva con una roca y le arrojó encima una tortuga, para romper su caparazón y poder comérsela. Una muerte tan absurda que se ganó un par de capítulos de dos novelas de Terry Pratchett, Dioses menores y Pirómides. Y es que a veces parece que la propia Muerte no solo venga sin avisar sino además riéndose en tu cara. En una escena surreal digna de los Monty Python, el campesino brasileño Joao Maria de Souza murió mientras dormía, aplastado por una vaca que atravesó su tejado tras caer por la ladera de una montaña.

No merece la pena tratar de esquivar la muerte, cuánto mejor estar sencillamente receptivo a lo que le toque a uno en suerte, por extraño que sea. A veces una muerte increíble impuesta por el destino acaba sirviendo a algún propósito. En 1871, el abogado Clement Vallandigham fue contratado para defender a un hombre acusado de asesinato durante una pelea de bar. Su estrategia de defensa fue afirmar que la víctima se había disparado a sí misma por accidente al desenfundar su arma mientras se ponía de pie. Para convencer al jurado de que ese escenario era posible, Clement reprodujo las circunstancias de la muerte con lo que él creía que era un revólver descargado, pero al que aún le quedaba una bala. Y al desenfundar mientras se levantaba, el abogado se disparó accidentalmente, muriendo de su herida poco después. El acusado fue naturalmente absuelto, al haber quedado probada la tesis de la defensa…

Acceder a la inmortalidad del recuerdo y ganarse un puesto en el inconsciente colectivo es una cuestión complicada. Puedes lograrlo componiendo una sinfonía cuyo eco resuene durante generaciones, convirtiéndote en un benefactor universal o bien optando por la destrucción masiva: para que nadie olvidase nunca su nombre, el pastor Eróstrato le prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo. Hay otra forma menos estresante de conseguir que tu nombre aparezca en la Wikipedia de hoy o la Enciclopedia Galáctica del mañana: muriendo de forma estúpida sin dejar descendencia y ganando un premio Darwin.

Se ha hablado mucho y a menudo de los premios Darwin, así que no me extenderé demasiado sobre ellos más que para recordar que se conceden a quienes mueren o quedan estériles debido a algún acto increíblemente estúpido, imprudente o ridículo. La broma viene de que al morir sacan los genes de la estupidez del reservorio genético mundial (la genética no funciona así, pero qué más da). Los premios tienen ciertas salvaguardas éticas para que no parezcan salidos del foro /b/ de 4chan y sean mínimamente presentables al público: no se pueden conceder a menores de edad o discapacitados intelectuales, ni pueden sufrir daño terceras personas. La web que recoge los premios, mantenida por la escritora Wendy Northcutt, es un repositorio inacabable de historias espectaculares, ridículas o absurdas.

Y ahí está tal vez el último eslabón que debería hacernos perder el miedo a morir estúpidamente: saber que de nuestra muerte podría salir una buena historia. Leímos hace unos meses que un hombre murió en el cementerio aplastado accidentalmente por la lápida de su suegra: ¿cómo no sacar de ahí un argumento cojonudo para una peli de terror o un guion de Woody Allen? O dicho de otra manera algo más retorcida: ¿es posible darle a la muerte una narrativa? ¿Puede dotarse así de sentido algo que esencialmente no lo tiene?

Un suicidio es siempre un interrogante para los que quedan atrás, y no es sencillo encontrarle sentido. Un personaje de El grito silencioso, del nobel Kenzaburō Ōe, se ahorca con la cara pintada de bermellón y un pepino metido por el culo, dejando al protagonista desconcertado durante años. Es inevitable preguntarse a veces, de modo algo inquietante, cuántas de las muertes ridículas de las que hablamos son en realidad suicidios tenuemente disfrazados. El joven coreano Lee Seung Sop murió de un paro cardíaco tras jugar cincuenta horas seguidas en un café internet al videojuego StarCraft: ¿cómo no pensar que en algún momento de su odisea supo que estaba asomándose a un abismo? ¿Fue consciente de que estaba llevando a cabo el equivalente gamer al suicidio alcohólico de Leaving Las Vegas?

Morir haciendo lo que más quieres, por idiota que pueda parecer desde fuera, es una manera de poetizar la muerte. Li Po fue uno de los mayores poetas chinos de la historia, además de un insigne borrachín cuyos versos al vino podrían ser obra de un sacerdote dionisíaco. Compuso también muchos versos dedicados a la Luna, como «serás mi inmortal amiga / nos veremos a menudo a través de la Vía Láctea». No se sabe muy bien cuál fue la causa de su muerte, pero en cualquier caso la leyenda que nació sobre sus últimos momentos me parece fantástica, digna de un lugar en cualquier antología de muertes notables. Pasando la noche en una barca en medio de un lago, Li Po se inclinó sobre la borda y se quedó embobado contemplando el reflejo de la Luna sobre las aguas. Al cabo de un rato, con una sonrisa en los labios, se abalanzó contra esa Luna acogedora para abrazarla, y murió ahogado en las heladas aguas. ¿Cómo tenerle pánico a una muerte como esa?

Imagen: DP.
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13 Comentarios

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  3. Frederic Forsyth tiene un relato, donde el protagonista lleva una revista pornográfica encima y tiene mucho miedo de morir y que se la encuentren (ya que ha leído en el periódico un caso así).

  4. Muy buen artículo. Milan Kundera cuanta en, creo, La inmortalidad, y en el transcurso de una reflexión similar (¿puede una muerte ridícula sepultar el buen nombre construido laboriosamente a lo largo de toda una vida?), la muerte del astrónomo Tycho Brahe, que murió de aguantarse las ganas de mear durante una recepción imperial. La periodista Nieves Concostrina tiene unos cuantos libros sobre el tema de las muertes curiosas y los epitafios, aunque tiene más gracia oirla en la radio. Y, por último, Kafka expresa de manera inmejorable ese pánico al cómo de la muerte y lo que quedará de uno cuando uno ya no sea en el final de El Proceso. La muerte de Li Po parece romántica, pero pienso en que vista desde fuera también lo parece la de Robert Walser, entre la nieve y en uno de sus paseos, pero según se ha dicho, la expresión del rostro era de todo menos de aceptación serena.

  5. ¿Hubris? La primera vez que leo esta palabra en español, que buena falta hace http://www.untrans.eu/deutsch/woerter/hybris.html

  6. Curioso y divertido artículo.

  7. Peor aún que una muerte ridícula… es una vida ridícula.

  8. La muerte de Li Po parece, más bien, una versión libre del mito de Narciso.

  9. M Martínez

    Épico y no rídiculo articulo, como el tema de Def Con Dos. Me he acordado de la muerte de cierto actor hace unos años en un hotel de Tailandia, o la del inventor del vehículo sin conductor este año, estrellado contra un camion mientras veía una peli de Harry Potter.

  10. La Historia la escriben los ganadores

    ¿Quién determina que una muerte es digna, e incluso heróica, o totalmente ridícula? La Historia, y ya sabemos que ésta la escriben los ganadores.

    Caso clásico: durante la Invasión Nazi de Polonia (septiembre de 1939) se produjo la última carga de caballería de la historia (una estrategia bélica obsoleta ya antes de la I Guerra Mundial, no digamos en la II).

    Un puñado de militares a caballo polacos se lanzaron al galope, sable en mano, contra una división de tanques Panzer alemanes. Huelga decir cuál fue el desenlace (salvo, quizás, precisar que el tanteo fue de «muertos por Polonia»: todos; «ídem por el III Reich»: cero).

    Hoy, derrotada la Alemania Nazi, la Histora considera «heroico» el (inútil) sacrificio de los jinetes polacos. Pero si los alemanes hubieran ganado la II G.M., sin duda sería objeto de escarnio…

    Del mismo modo, hoy honramos como viriles héroes a los 300 hoplitas espartanos que protegieron el Paso de las Termópilas, aunque su éxito fuera sólo temporal (hasta su total exterminio por la aplastante superioridad numérica de las tropas de Jerjes). Pero únicamente porque luego la Coalición de Polis Griegas acabó derrotando a los Persas tiempo después. Si no, actualmente hablariamos dcone ellos con desdén o desprecio.

  11. Vivir es un compendio de ridíciulos disimulados o providencialmente trucados o solventados. Y morir qué importancia estética tiene si no vas a recrearte ni a hacerte un selfie… Bueno, sí. Si te mueres y alguien a quien adoras tiene que ver tu estampa, lo ideal sería que no se espante ni diga tierra trágame, dicho sea por él, a ver si vas a dejarle un trauma después de todo lo que intentaste para hacerlo feliz. Pero si en resumen la cosa es tan poco seria (jodidamente dramática, sí, pero sin chispa de seriedad) ahora que controlamos… Después, que se rían, que nos erijan una estatua, que nos demanden… No recuerdo cuántos famosos murieron en el inodoro, ni falta que hace. Cosas que pasan, pijo, que diría un amigo.

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