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Jack London, isla de hielo y estrellas

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Jack London en 1916. Fotografía: Cordon.

Jack London fue uno de los escritores que la editorial Bruguera publicaba en libros ilustrados, el texto original resumido y adaptado. Joyas Literarias Juveniles y Colección Historias trajeron a casa péplums romanos (Ben-Hur, Los últimos días de Pompeya…), protopulps de sagas medievales, novelas de época… pero, sobre todo, incontables aventuras de piratas, indios, pistoleros y corsarios alrededor del mundo, desde las minas de sal en Siberia a los atolones de los mares del Sur. Julio Verne y Emilio Salgari eran los protagonistas de la mayoría de estos libros. Nunca olvidaré la saga Piratas de Malasia, del desdichado escritor italiano.

El primer libro que leí de London fue el El lobo de mar (The Sea Wolf, 1904) en Joyas Literarias, con ilustraciones del maestro Luis Bermejo Rojo. Era una fabulosa historia de aventuras en la goleta Fantasma, gobernada con mano de hierro por el brutal capitán Wolf Larsen y su pendenciera tripulación de marineros y cazadores de focas. La narraba el otro protagonista, un hombre acomodado de San Francisco, que por accidente había terminado en ese barco de marinero. La novela tenía todos los elementos de una narración épica: enfrentamientos entre el capitán y la tripulación, tormentas que casi acaban con el barco, ataques de tiburones y la aparición de nuevos personajes; entre ellos, la mujer por la que pelean los dos protagonistas, y el hermano del capitán, cazador medio pirata que se llamaba Muerte Larsen…

Poco después leí Colmillo Blanco (White Fang, 1906), las peripecias de un perro lobo y su durísima lucha por la supervivencia entre los hombres y los animales salvajes. En ella aparecía el mito del territorio que popularizó London, la región del norte de Canadá que hace frontera con Alaska: las tierras del río Yukón, pobladas por indios medio esquimales, tramperos y buscadores de oro. Sorprendía que estuviese narrada en primera persona por el propio perro y no escatimase en detalles crudos y violentos. La literatura de London no pertenece al género juvenil y nada tiene que ver con las adaptaciones que conocimos las lectoras de Bruguera o en posteriores películas Disney. Todas hacíamos lo mismo, buscar en el mapamundi los nombres de aquellos lugares que describía en sus relatos: las islas Aleutianas, el río MacKenzie, la isla de Palawan, el archipiélago Toamotu… Cualquier adolescente quedaba maravillado con sus aventuras, sobre todo los relatos de viajes por el Pacífico y los de la fiebre del oro en el Klondike.

Las historias con barcos hechos pedazos en un huracán, el calvario de un explorador perdido en un paisaje helado, siguen siendo una constante, porque la realidad nos muestra ese horror a diario: la tragedia del hombre cuando se enfrenta a las fuerzas de la naturaleza y, siguiendo los principios sociopolíticos de London, cuando el resto de la sociedad mira para otro lado ante el naufragio de los más desvalidos. Películas como El renacido, de González Iñárritu (inspiradas en un personaje real, como El lobo de mar) o los videojuegos de terror que te desafían a salir vivo de un búnker poblado por zombis, siguen el ideario de Jack London: los hombres habrán de cumplir la ley del más fuerte para alcanzar su destino.

Si bien su obra ha quedado olvidada en estos años, el centenario de la muerte de Jack London, en noviembre de 2016, ha servido para reivindicar a quien fue el escritor más popular de Estados Unidos, la figura que inspiró a varias generaciones de escritores a lo largo del siglo XX y un personaje bigger than life. Sus escasos cuarenta años de vida (1876-1916) dieron para una biografía repleta de peripecias y una obra ingente. Fue London un hombre de excesos, curtido en toda clase de trabajos, siempre en busca de la novedad y el descubrimiento. Nació en la pobreza y se hizo millonario gracias a sus libros, se aventuró a lo largo y ancho del mundo como marinero, vagabundo, activista político, minero, periodista, fotógrafo y buscador de oro, incluso pescador furtivo de perlas en la bahía de su San Francisco natal. Todas estas experiencias, las historias de las que fue testigo o le contaron, las que extrajo de noticias de prensa, incluso plagió a otros autores, fueron volcadas en su literatura con un estilo llano y vehemente, accesible a todos los públicos, capaz de comunicar historias de enorme complejidad en una forma aparentemente sencilla, cerca de la crónica periodística y la narrativa más actual.

La llamada de lo salvaje

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Clark Gable, Jack Oakie y Reginald Owen en Call of the Wild, 1935. Imagen: 20th Century Pictures.

London fue un gran narrador, en la tradición de otros autores que van desde Kipling a Melville, pasando por Conrad. De su obra, lo más celebrado ha sido aquello que evoca situaciones límite, donde la naturaleza se revela como una entidad despiadada, ajena a los afanes del ser humano. Su literatura sobre el viaje que miles de hombres emprendieron al norte de Canadá en busca del oro, espoleados por la crisis económica de 1893, es todavía hoy un ejemplo de narrativa que va más allá de la literatura de evasión al reflejar las consecuencias del frío y el hambre de estos buscadores, junto con los penosos viajes en trineo, la relación con los animales —los detallados y violentos maltratos de perros, por no hablar de la caza de otras especies— y con los pobladores del territorio. Como ellos, el autor estuvo un año en el Klondike, en pos del oro. No lo encontró, pero empleó el tiempo leyendo a autores que marcaron su ideario político y filosófico, Darwin y Nietzsche.

London revive a personajes increíbles, como los estoicos indios o los viajeros míticos de origen escandinavo, y sitúa a los exploradores en tramas de codicia, luchas por la vida y enfrentamientos por el oro, la comida o las mujeres, desde los postulados de la supervivencia de los más aptos y el darwinismo social de Spencer. Relatos como Una odisea en el Ártico, Cómo hacer un fuego o El silencio blanco son experiencias increíbles, que bordean el género fantástico. Amor a la vida relata el calvario de un hombre perdido en un paisaje terrorífico, sin comida y sin fuerzas, acompañado por un lobo enfermo, esperando los dos a que muera el otro para alimentarse de él. Ese mundo sin apenas vegetación ni animales, solo líquenes y agua helada, que culmina en una playa del océano Ártico, ya no es un paisaje hostil, sino directamente ajeno a la experiencia, igual que si el personaje hubiese sido abandonado en el espacio. Es un lugar que desborda los límites de la comprensión y entra en el delirio cósmico del protagonista, quien aunque ha quedado reducido a una masa doliente se sigue arrastrando por instinto hasta el final. Para quien haya leído estos cuentos, el gag de Charlie Chaplin en La quimera del oro comiéndose las botas (la película es una adaptación de Los buscadores de oro) adquirirá una dimensión completamente nueva y mucho menos divertida.

No menos impresionantes son los cuentos donde London recoge las historias que vivió como marino en el Pacífico. Aquí encontramos piratas y mercaderes de perlas, que se tienen que enfrentar, de nuevo, a la naturaleza en su punto más extremo: un huracán que barre al pasaje de un carguero en pocos minutos y parte por la mitad el barco, o el maremoto que destroza una isla, arrasando a la población y todas las construcciones. London describe un viento salpicado de arena que arranca los árboles de cuajo, llevándose con ellos a los isleños que se han abrazado a su tronco para resistir el embate. Cuando los supervivientes del naufragio están bajo el centro del huracán y las olas se levantan en todas direcciones, el autor reconoce que ha llegado a presenciar algo para lo cual el lenguaje no tiene las palabras adecuadas, porque este está diseñado para referirse a las condiciones de la vida dentro de un margen más o menos normal. En este momento, London llega por un camino aparentemente contrario, el de la enajenación ante los fenómenos naturales, al lenguaje de Lovecraft y sus mundos inconcebibles.

La mente recordaba la contemplación de un mundo más allá de este velo de humedad que nos envolvía por todas partes. Y ahora el mundo era esto, el universo con los límites tan próximos, que uno se sentía impulsado a extender los brazos para empujarlos. Parecía imposible que lo demás estuviese detrás de aquellas paredes grises, todo era un sueño, nada más que el recuerdo de un sueño. Aquello era sobrenatural, extrañamente sobrenatural. (La casa de Mapuhi).

Los escritos de la revolución

Desde muy joven, Jack London estuvo influido por el pensamiento socialista y el ideario de los movimientos obreros. Fue, no sin contradicciones, un defensor acérrimo de los derechos de las clases populares, participó en marchas, huelgas y escribió docenas de textos políticos, motivado por su experiencia personal como obrero en varias empresas conserveras y de trenzado de hilo. Toda su obra está imbuida del socialismo y sindicalismo norteamericano de principios del siglo XX,  por lo que muchas de sus ardorosas afirmaciones pueden resultar ingenuas o simplistas; sin embargo, la defensa a ultranza de los derechos de los más pobres, de la gente arrinconada por el nuevo sistema capitalista, es de una actualidad tal que leyendo a Jack London sobre la precariedad de los trabajos y los sueldos parece que acabara de publicar ahora mismo.

También sorprenderá a la lectora que no esté familiarizada con London sus opiniones acerca de los pueblos indígenas. En los relatos que describen sus numerosos viajes, suele presentar a los habitantes de otros continentes como salvajes sin la educación necesaria, que según él y a pesar de sus defectos, es la blanca y la occidental, la más adecuada en cuanto a conocimientos técnicos, científicos y filosóficos. Esto le hace esgrimir argumentos optimistas sobre la idea del «buen salvaje», por no hablar de su consideración hacia las mujeres o los niños, siempre desde el prisma de una filosofía muy masculina y marcada por la competencia.

En 1902, London emprendió un rumbo más convencional para hacer, sin embargo, la expedición más alucinante de toda su vida. Durante dos meses estuvo disfrazado, camuflado como uno más, entre las masas de obreros, indigentes y vagabundos del East End de Londres, que se calculaban en torno a los dos millones de personas. El resultado, La gente del abismo, es una de las crónicas periodísticas más deprimentes que se han llevado a cabo. London recorre el cinturón de la pobreza, levanta las tapas de los comedores para pobres, de las habitaciones de menos de dos metros cuadrados donde se hacinan varias familias («En una sola habitación de veintiocho metros cúbicos de volumen, tres mujeres adultas en una cama y dos mujeres adultas debajo de ella»), los patios cubiertos de basura, insectos y enfermedad, y denuncia la situación de los parados, la gente que trabaja dieciséis horas por unos pocos chelines y las familias que no tienen nada que comer. Describe el panorama como si estuviese ante los moradores de unas tinieblas más duras y tristes que los de cualquier relato de terror, ante verdaderos condenados a vivir/morir de la forma más espantosa, mientras el Imperio británico continúa con su política colonial y festeja la coronación de Eduardo VII.

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For An Hour We Stood Quietly In This Packed Courtyard del libro People of the Abyss, 1902. Imagen: Cordon.

En todos sus textos encontraremos reflexiones sociales y políticas. En relatos magistrales, como Por un bistec (A Piece of Steak, 1909), en el que aborda uno de sus temas predilectos, el boxeo (también fue periodista deportivo), la historia del campeón veterano que ha de enfrentarse a una joven promesa, la acción se enfoca desde el punto de vista de la pobreza, el boxeador acabado y enfermo que pelea porque no tiene dinero para comprar comida. Un relato de suspense como Las muertes concéntricas (The Minions of Midas, 1901), presenta a la organización los Sicarios de Midas que extorsiona y mata por dinero a los más ricos. Furibunda e irónica diatriba, en la que una mano negra, invisible y omnipresente, decide utilizar la violencia en favor del proletariado.

La crítica ha visto en El talón de hierro (The Iron Heel, 1908), un precedente de 1984, de George Orwell, y si no la primera sí una novela pionera en el campo de las distopías de la ciencia ficción. Más ficción que ciencia, London plantea el futuro inmediato de los Estados Unidos (desde 1912 a 1918, pero llega a los años noventa del siglo XX) bajo el régimen de un gigantesco sistema de control llamado el talón de hierro, que no sería otra cosa que el capitalismo ayudado del ejército, la justicia y una oligarquía de líderes sindicales. Hay en la novela un grupo rebelde formado por los obreros, y es la esposa de su líder (una mujer aristócrata que se vuelca en la causa) quien escribe estas memorias, que son encontradas sin terminar al cabo del tiempo. Es un libro sorprendente, entre otras cosas porque London no conoció la Revolución soviética, pero la descripción de las protestas y las huelgas masivas, la organización de las comunas en ciudades como Chicago, además del mensaje socialista que lo envuelve, aparte de recordar a Orwell, es profético a muchos niveles.

En Martin Eden (1909) la ficción y la realidad se unen dar vida a un personaje que es la sombra de su autor. En ella, London, quien ya era una celebridad, ajusta las cuentas con su pasado, su condición de obrero, su esfuerzo por aprender a escribir casi de forma autodidacta y las frustraciones y rechazos que sufrió. En la novela, Martin Eden también alcanza la gloria literaria, pero termina suicidándose, desengañado por la sociedad y sus ideas egoístas. Algunos biógrafos siguen manteniendo que London también murió de la misma forma, pero lo más probable es que fuese a consecuencia de las enfermedades que contrajo en sus viajes.

El vagabundo de las estrellas

La obra de London se ha revalorizado en diferentes épocas, atendiendo a cada uno de los muchos estilos que abordó el escritor. En los años setenta del pasado siglo se realizaron varias reediciones de sus novelas y cuentos de contenido pulp, entre el género fantástico y las incursiones en la ciencia ficción. He mencionado antes a Lovecraft y no de forma casual, ya que en uno de sus últimos relatos, El ídolo rojo, (The Red One, 1918) están algunas de las ideas del escritor de Providence, aunque no desarrolladas desde sus presupuestos ideológicos, pero el materialismo y el romanticismo exaltado sí son comunes a los dos autores. La historia tiene el mismo ambiente inquietante y un final abrupto digno del maestro del horror. En una expedición de pesadilla a las Islas Salomón, el personaje principal, un botánico que busca nuevos especímenes, encuentra algo en el fondo de una sima, una esfera pulsante de un material desconocido que ha sido colocada allí por una inteligencia antigua que está mucho más allá de lo humano.

Su novela más célebre, entre el naturalismo y la fantasía más desatada, es El vagabundo de las estrellas (The Star Rover, 1915). Se trata de un relato inspirado en la biografía de Ed Morrell, el atracador de trenes que fue encarcelado en San Quintín y padeció severos castigos de aislamiento. London, que también había conocido las barbaridades del sistema penitenciario de California tras dos detenciones, escribió esta apasionada novela contra la pena de muerte. La novedad es que en ella integra los viajes astrales, con los que el preso consigue evadirse de las torturas. El profesor de agronomía Darrell Standing ha estado sometido a varios años de aislamiento en la más absoluta oscuridad y se le han aplicado tormentos tales como inmovilizarle largas temporadas dentro de una rudimentaria camisa de fuerza. Aun así, es capaz de elevarse de su prisión mediante la regresión mental y trasladarse a otras épocas de la historia, vivir anteriores reencarnaciones y sondear el espacio. También es una historia formidable de prisiones, sádicos carceleros y amistad en los momentos más horribles, donde se mezclan los habituales relatos de aventuras (un resumen de toda su obra) con un rasgo insólito en Jack London: el canto al espíritu del hombre sobre cualquier contingencia y aun en la hora más desesperada. Fue de los últimos libros que escribió, ya enfermo y muy lejos de sus postulados materialistas. No es extraño, por tanto, que en este libro mencione a Pascal y lo ponga en relación con las filosofías orientales.

En 1922, el alma de London «viajó» a Lowell, Massachusetts. Jack Kerouac, animado por el mismo espíritu, seguiría los pasos de ese camino.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Jack London, isla de hielo y estrellas

  2. Maravilloso, nostálgico. Hace que tenga ganas de volver a leer a London. Y hay algo curiosamente agradable, aunque no sé si muy fácil de digerir en el modo de dirigirse aparentemente sólo hacia la lectora, es decir, hacia un lector de sexo femenino: tiene un toque amable y extrañamente obsoleto que hace que sienta que estoy leyendo una revista antigua femenina, tal vez las emuladoras hispánicas de Harpers’ Bazaar o Vogue, o una versión de Mujercitas en el Reader’s Digest. Me encanta y me extraña, pero no sé si me convence. El texto es buenísimo. London fue y es magnífico, y es un reencuentro maravilloso después de tanto tiempo. Pese a mi desacuerdo parcial, es un artículo que agradezco, muy interesante.

  3. Santiago

    Llevo desde los 14 años tratando de encontrar una canción popular americana del siglo. XIX que aparece y da título a uno de sus relatos cortos. «Como Argos en tiempos heroicos» en español. ¿Alguien podría arrojar luz sobre este asunto?

  4. Me equivoco o colmillo blanco no está narrado en primera persona? Por lo demás gran artículo sobre un monstruo de la literatura

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