Cine y TV

El malo tenía razón

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Imagen: Metro-Goldwyn-Mayer.

La clave de todo buen villano es que tenga razón. (Mads Mikkelsen sobre su personaje en Doctor Extraño)

La Cruel Bruja del Oeste de El mago de Oz (1939) se suponía maléfica por definición porque no se puede ir por ahí siendo verde, vistiendo sombreros puntiagudos o utilizando «Cruel» como nombre artístico si la meta vital no es cometer maldades. Las propias leyes del cuento la preconcebían como villana a ella y como heroína a la recién llegada Dorothy cuando en realidad la mujer de piel aceituna tenía bastantes razones para estar de mala hostia. Y es que aquella niñata de Kansas no solo había aparcado una casa sobre su hermana, sino que además había robado a la difunta un par de zapatos mágicos (con ayuda de Glinda, la Bruja Buena del Sur) cuando el cadáver todavía estaba tibio, un calzado que por lógica debería heredar la familia de la fallecida antes que una cursi cualquiera caída del cielo.

Lo peor de todo es que las correrías de aquella Dorothy por la tierra de Oz acabarían desembocando en el asesinato de la Cruel Bruja del Oeste de manera corrosiva y dolorosa. En la pantalla todo era correcto porque la bruja fea y verdosa era la mala del show y la guapa se la llevaba por delante, pero tras someter la historia a la lógica del frigorífico era inevitable llegar a otro tipo de conclusión: la auténtica villana era Glinda, alguien capaz de manipular a una niña ñoña hasta convertirla en un sicario asesino. Joder, aquella hechicera del sur podía haber explicado a Dorothy cómo funcionaban los zapatos desde el primer momento pero allí andaba, callada como una bruja.

Lo cierto es que a la pobre mujer verde la dejaba de lado hasta la saga literaria original de L. Frank Baum: la Cruel Bruja del Oeste («Wicked Witch of the West» en el original) la espichaba en el primer libro sobre el mundo de Oz y en las trece secuelas que firmaba el mismo Baum tan solo se mencionaba su nombre de pasada. En 1995 Gregory Maguire subsanó la injusticia escribiendo Wicked, una novela que reimaginaba El mago de Oz desde el punto de vista de la bruja construyendo un trasfondo social, político y ético para el personaje y mutando de ese modo a la criatura maligna en estrella protagonista. Aquella nueva visión del mito resultó tan exitosa como para generar varias secuelas (flojas, aunque la primera de ellas estaba maravillosamente titulada: Son of a Witch) y convertirse en un musical de Broadway que con los años se forjaría como un clásico. Maguire reinventó un icono y demostró que a la hora de hablar de la naturaleza del bien y el mal lo más aburrido era tener solo en cuenta los blancos y negros.

La naturaleza del mal

Las historias en la ficción juegan con la ventaja de que el público está tan acostumbrado a ellas como para tener las posiciones de los participantes definidas y acotadas: existe la formación de los buenos y la de los malos. Existe una figura heroica, alrededor de la cual orbitan sidekicks, intereses amorosos, aliados y secundarios cómicos, enfrentada a una némesis que comanda maleantes de diverso rango y sicarios de evidente precariedad laboral, y todos participan en la batalla entre el bien y el mal de manera ordenada sobre las casillas de un tablero de ajedrez. Se suele utilizar siempre el mismo patrón porque la mayor parte de la gente no considera ni emocionante que solo participen los buenos, ni agradable que solo lo hagan los malos, aunque en ocasiones la cosa se difumina y se vuelve interesante gracias a jugadores que no acaban de decidir en qué bando militan.

El caso es que las propias historias han acabado adaptándose al molde más sencillo y limitándose a rellenar los huecos por defecto haciendo que en muchas ocasiones el bueno sea bueno porque sí. Una condición de héroe instantánea que se justificaba con trucos baratos como el de ser un elegido designado por una leyenda, algo que ocurría con el Neo de Matrix o con aquel Chandler Jarrer de El chico de oro, una película en la que hasta el póster adelantaba que el protagonista era el elegido. En el equipo contrario suele suceder lo mismo y en ocasiones el malo es malo porque la vileza es lo mínimo que se puede esperar de su posición, y en la fantasía de muchos guionistas lo de conquistar/destruir el mundo es una carrera por sí misma sin asignaturas optativas. De todos modos la mayor parte de malvados suelen tener algún motivo, diabólico o no, que creen que justifica sus acciones: la venganza, la codicia o incluso el mero sadismo como disfrute. En algunas ocasiones se da el caso de que sus motivos caminan por senderos razonables.

El malo que ni siquiera lo sabía

Los de Pixar tienen bastante gracia a la hora de fabricar al malo de la función porque saben jugar a lo inesperado. En Los Increíbles el superhéroe protagonista rechazaba a un fan infante como sidekick y el chiquillo, con el paso de los años, acababa convertido en supervillano rencoroso. Up le daba la vuelta a la idea y transformaba a un héroe de la infancia del protagonista en el malvado, un hombre que se volvía vil tras ser rechazado y humillado por la sociedad y acababa obsesionándose con atrapar un animal extraño. Toy Story 2 y Toy Story 3 jugaban a retorcer las apariencias y escondían bajo personajes de aspecto amigable y adorable a los auténticos antagonistas de la historia porque sabían que nadie puede presuponer maldad en algo que está hecho con lana rosa.

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El doctor Philip Sherman en Buscando a Nemo. Imagen: Walt Disney/Pixar.

Pero Pixar también creó un tipo de malo que no era consciente serlo: en Toy Story un niño gamberro, llamado Sid y aficionado a destrozar juguetes, se interpretaba como el enemigo cuando en realidad el propio personaje no tenía ni idea de que los muñecos que despiezaba poseían vida propia. Exactamente lo mismo sucedía en La tostadora valiente con Elmo St. Peters, un reparador de cacharros al que la película retrataba de manera malvada pero que desconocía el hecho de que estaba causando dolor a objetos vivos. Y tras el sorprendente giro final de La LEGO película se desvelaba que el auténtico culpable de todo el mal tampoco era consciente de la que estaba liando en el universo del film porque en su mundo solo estaba siendo muy manías con su hobby maquetero. En Buscando a Nemo el Dr Sherman secuestraba al pececillo sin maldad alguna; en realidad creía que lo estaba rescatando al suponer que el pequeño no sobreviviría mucho en el mar con una aleta sin desarrollar. En el fondo todos estos no eran malos auténticos sino villanos por desconocimiento.

El malo cumplía con su deber

Muchos malvados notables lo son únicamente por el hecho de haber sido dibujados en el bando contrario al del protagonista, y no porque la naturaleza inicial de su rol fuese pérfida. Ed Rooney (Jeffrey Jones) en Todo en un día es un ejemplo habitual porque en su intento de destapar los planes de Ferris Bueller (Matthew Broderick) acababa cayendo tan gordo como para lograr que el público disfrutase con su sufrimiento. Pero lo cierto es que el pobre hombre, por muy capullo que fuese, estaba cumpliendo debidamente su función como decano de la escuela y además tenía toda la razón del mundo: el cabrón de Ferris se había escaqueado de las clases tras repetidas ausencias durante el semestre y dedicaba la jornada a mentir, engañar, hackear datos, destrozar la vida de sus amigos y liarla por la ciudad mientras Rooney, cuyo trabajo consistía en evitar que la juventud hiciese todo lo anterior, intentaba sin éxito desenmascarar sus engaños.

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Jeffrey Jones cuando solo era un villano en la ficción y no en el mundo real. Imagen: Paramount Pictures.

El capítulo de Tom & Jerry titulado The two mousekeeters (1952) estaba ambientado en la Francia del siglo XVIII cuando la guillotina adornaba las plazas. En el episodio a Tom se le encargaba la tarea de velar por la integridad de un banquete bajo pena de perder literalmente la cabeza en caso de no cumplir, pero el asunto acababa convirtiéndose en una labor imposible cuando un par de ratones (Jerry y Nibbles) entraban en escena para liarla y arramblar con la pitanza. En el desenlace los ratones contemplaban, tras destrozar mesa y festín, como la hoja de la guillotina intimaba con el cuello del gato fuera de plano. Los roedores se lo tomaban con guasa y eso convertía el final en algo más desolador: Tom había intentado cumplir con su trabajo y por culpa de los ratones no solo no lo había logrado, sino que había sido condenado a muerte. En general cualquier capítulo de Tom y Jerry seguía esa pauta y presentaba al ratón como el protagonista carismático y a Tom como el malo cuando la mayor parte de las veces el primero no hacía nada más que joder sin venir a cuento. En el fondo, lo lógico es que Tom tuviese la obligación de destripar al roedor: al ser un gato se presuponía como una de sus funciones el mantener la casa libre de ratones.

En Wall-E la entidad malvada era una máquina que simplemente hacía aquello para lo que había sido programada. Ocurría lo mismo con la inteligencia artificial HAL 9000 en 2001: Una odisea del espacio; aquel ordenador no pasaba al modo psicópata de manera aleatoria sino razonable: si decidía eliminar a la tripulación humana tras descubrir que planeaban desconectarlo no lo hacía por su propia supervivencia, sino porque era la única manera de continuar llevando a cabo las ordenes que le habían sido asignadas. La metafiesta de La cabaña en el bosque quería hacernos creer que los encorbatados trabajadores de una misteriosa planta industrial eran los malos cuando en realidad estaban velando por la supervivencia de toda la humanidad al apaciguar a unos dioses necesitados de sacrificios. Los hombres de negro de E.T. eran profesionales que cumplían con lógica y extrema eficacia su función en todo momento.

En Blade un esbirro anónimo del bando enemigo suplicaba por su vida asegurando que tan solo trabajaba para los malos, Desafío total tenía a Sharon Stone justificando su papel con un «Yo solo trabajo aquí», y de manera similar el doctor Kaufman de El mañana nunca muere intentaba evitar un tiro en la pelota asegurando «Solo soy un profesional haciendo mi trabajo», un apunte que Bond replicaba con un «Yo también» puntuado con un disparo. Iñigo Montoya y Fezzik acaban saltando al bando de los buenos en La princesa prometida, pero empezaban la película currando como secuaces por contrato. Malditos bastardos hacía algo inusual, se atrevía a retratar a algunos soldados nazis, secundarios y menores, como personas. Y cualquiera puede argumentar que personajes como el sheriff de Nottingham en el fondo estaban cumpliendo con sus obligaciones. Clerks convertía el asunto en materia de discusión al razonar que la mayoría de los que la palmaban en la Estrella de la Muerte en construcción de El retorno del jedi eran inocentes trabajadores autónomos.

El malo tenía sus cosas

Es justo reconocer que Mugatu (Will Ferrer) en Zoolander estaba en lo cierto en al menos un detalle que el resto del mundo parecía ignorar por completo: el tarugo de Derek Zoolander siempre posaba igual: «¿Acero azul? ¿Ferrari? ¿Le tigra? Son todas la misma cara ¿Es que nadie se da cuenta?», sollozaba con razón. Las hienas de El rey león también generaban cierta penilla condescendiente por lo de vivir en un sombrío cementerio de elefantes que era el equivalente a la Cañada Real en los dominios de Mufasa, un apartheid al que habían sido desterradas y donde se aliaban con Scar para intentar no morirse de hambre. Tampoco es difícil experimentar empatía por King Kong al ponerse en su lugar: el pobre animal estaba tranquilamente en su isla sin molestar a nadie hasta que, justo cuando conseguía ligar con una rubia, aparecían en su hábitat un montón de indeseables que lo secuestraban, lo trasladaban a Nueva York, lo exponían como un trofeo ante las gentes y acaban cepillándoselo cuando el pobre mostraba su descontento con todo aquello. El propio plan de capturar al gorila era rematadamente tonto: ¿para qué coño iba nadie a llevarse de aquella isla a King Kong en lugar de a los dinosaurios?

El Jim de Eduardo Manostijeras era malvado, de acuerdo, pero quizás había algo de lógica en lo de intentar despachar a un grillado con problemas de integración en la sociedad que tenía cuchillas afiladas en lugar de dedos. Aunque lo curioso de la película es aquel desenlace donde el propio Eduardo Manostijeras se convertía en villano al asesinar a un Jim que estaba a punto de golpearle por la espalda. Una escena que fue muy criticada por cambiar de manera repentina el tono del film (nadie se esperaba que el héroe matase de aquel modo tan poco heroico) y que Tim Burton justificaba como una high school fantasy. En su obra aquel Eduardo era una proyección de un Burton que se había comido la adolescencia siendo marginado por rarito y aquello parecía su venganza personal.

El caso de Sauron es un poco más peliagudo. Vale que en el fondo era un cabronazo y que tenerlo reinando no parecía un plan muy relajado, pero a la hora de la verdad era el único en toda la Tierra Media que apostaba por la tecnología. Desde el punto de vista del bien común Sauron y su empresa deberían ser elogiados por todo el tiempo y recursos destinados a I+D en un entorno donde todos los demás solo parecían estar preocupado de dormir entre barrizales, caminar descalzos, comer pan reseco a mordisquitos y ser sucios en general. A lo mejor Sauron era el Steve Jobs de la Tierra Media y Mordor el Apple Campus.

El malo tenía razón

En Los Cazafantasmas William Atherton interpretaba a Walter Peck, un abogado de la Agencia de Protección Ambiental retratado como un idiota metomentodo. Aquello ocurría porque los espectadores estaban viendo la película desde la perspectiva de los cazadores de ectoplasmas, pues no había nada que no fuese razonable en su actitud: solo intentaba que unos chalados, que aseguraban ser capaces de envasar espíritus al vacío, fuesen arrestados por cosillas tan ligeramente ilegales como tener un reactor nuclear en el sótano.

En La Roca, el general del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos Francis X. Hummel (Ed Harris) era un villano de lo más interesante por las razones que tenía para ser el malo: junto a su grupo de marines renegados tomaba la legendaria Alcatraz y amenazaba con disparar misiles cargados con una potente arma biológica si el gobierno no le entrega cien millones de dólares, un botín que planeaba repartir entre las familias de los marines caídos en operaciones secretas. Hummel era en realidad un justiciero que a la hora de la verdad reconocía que todo su plan había sido un farol desde el principio y que nunca se había planteado llevarse por delante vidas inocentes, pero el problema era que los hombres que él mismo comandaba no tenían unos principios tan nobles.

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Frank Hummel junto al doctor Perry Cox de Scrubs. Imagen: Buena Vista Pictures.

El universo de Matrix es un caso retorcido. Allí el agente Smith de la primera entrega era un ejemplo perfecto de «el malo cumplía con su trabajo» al ser un programa informático diseñado por máquinas cuya principal función era la de eliminar aquello que amenazase la estabilidad de Matrix. Un personaje de nombre anodino (por culpa de haber sido bautizado por robots) al que las secuelas le permitieron liberarse de cadenas y mutar en un virus que iba a la suya y podía hacer copypaste de sí mismo por ahí. Lo interesante es que el auténtico mal a derrotar no era Smith sino sus programadores: robots que cultivaban personas encerrándolas en un mundo digital que simulaba los últimos años noventa. La principal gesta de Morfeo, Trinity y Neo en las secuelas (Matrix reloaded y Matrix revolutions) era liderar una guerra contra los androides y supuestamente liberar a la humanidad de su yugo, pero la historia de fondo, aquella que se contaba en la antología de cortometrajes Animatrix, ofrecía conclusiones menos evidentes sobre la naturaleza del bien y el mal en ese relato.

En la historia de Matrix los avances tecnológicos favorecieron la fabricación de unos androides que convivieron con las personas de manera alegre y servil, pero cordial. O al menos así fue hasta que a un robot llamado B1-66ER le dio por asesinar a su dueño tras descubrir que iba a ser desconectado. El androide fue juzgado por homicidio (El estado de Nueva York contra B1-66ER), condenado y destruido, lo que provocó revueltas entre máquinas y humanos que obligaron a los seres mecánicos a exiliarse en su propia nación, un lugar llamado 01. El nuevo Estado de nombre binario creció con rapidez convirtiéndose en la principal superpotencia del mundo y hundiendo la economía existente al producir más y mejor que los hombres. Los robots tendieron la mano a la sociedad y solicitaron un sillón en las Naciones Unidas, pero solo obtuvieron como respuesta un «nanay» y una lluvia de pepinos nucleares que inició oficialmente la guerra contra las máquinas.

Los humanos, sobrepasados por la eficacia mecánica del adversario, decidieron apagar el sol para privar a las máquinas de su principal fuente de energía, pero con ello solo lograron aniquilar a casi todo ser vivo en la Tierra y perder la guerra definitivamente. Los victoriosos robots convertirían a los seres humanos en pilas y se dedicarían a cultivarlos manteniéndolos tranquilitos viviendo una existencia virtual. En resumen: los hombres crearían máquinas, les declararían la guerra en lugar de aliarse con ellas, joderían todo el planeta y acabarían viviendo plácidamente en un videojuego totalmente ajenos a un mundo real con pinta de alcantarilla y al hecho de haberse convertido en enchufes de carne. Los vencedores de la guerra construían un utópico final feliz para los perdedores sin rencor alguno tras confirmar que la convivencia entre máquinas y personas era imposible. Se trataba de la solución más lógica y justa posible, y nos teníamos que creer que los malos eran los que tenían tornillos.

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Estos eran los buenos. Imagen: Warner Bros.

Skeletor y la propiedad privada

A mediados de los setenta, Mattel demostró ser una empresa muy sagaz al rechazar la propuesta de crear juguetes basados en una películilla llamada La guerra de las galaxias que andaba preparando un tal George Lucas. Los años posteriores la compañía se los pasó intentando recuperar el pelo y al mismo tiempo tratando de idear algún tipo de línea de figuras que pudiese hacer frente a la apisonadora de merchandising en la que se había convertido Star Wars. Mattel no consiguió llamar la atención de los niños hasta que el diseñador Roger Sweet apareció con un muñeco que cruzaba a Conan y la ciencia ficción. «Simplemente llegué con el prototipo y les expliqué que se trataba de una figura muy poderosa que era posible llevar a cualquier sitio y además encajaba en cualquier contexto porque tenía un nombre genérico: He-Man».

La compañía aprobó al mazas esculpido por Sweet, le tiñó el pelo de rubio para evitar a los abogados cimmerios y decidió contratar a artistas para dibujar el trasfondo del personaje y sus compañeros en unos minicómics que se incluían junto a los juguetes durante aquel 1982. Las viñetas sirvieron para abocetar el universo que rodeaba a los personajes de la franquicia, un mundo que definiría mucho más detalladamente una famosa serie de animación producida un año después y titulada He-Man y los Masters del Universo, una especie de revisión de Superman con tambores de Robert E. Howard y estilismos kitsch.

Los dos primeros muñequitos naturales de Eternia que llegaron a las tiendas fueron los pilares esenciales de cualquier historia de aventuras: el bueno y el malo. He-Man y Skeletor. El primero era el héroe de la historia y el segundo una némesis de aspecto maléfico: tenía el cuerpo de un mazas ciclado y sobre los hombros una capucha ocultaba parcialmente su calavera pelada y amarillenta. La serie animada ayudó a establecer una historia detrás del personaje y a sembrar la auténtica motivación de sus acciones: Skeletor ansiaba conquistar el castillo de Grayskuyll, ocupado por He-Man y sus colegas, y utilizar su magia para dominar el universo, o algo así. El caso es que si se obviaba el asunto de someter a todas las criaturas existentes y se analizaba con calma la propiedad que Skeletor codiciaba era posible apreciar un detalle que pasaba desapercibido para el ojo poco entrenado: la cara de Skeletor estaba tallada en la entrada.

¿Cómo no va a ser de Skeletor el castillo si su jeta ocupa la mayor parte de la fachada? ¿A quién querían engañar He-Man y compañía ocupando una propiedad privada que evidentemente no era suya? Devolvedle el castillo a Skeletor, joder.

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Vamos a ver.

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7 Comentarios

  1. Jose Naveira

    Artículo muy interesante y muy bien escrito pero hay cosas que no comparto.

    El «Sólo cumplía órdenes» me parece algo típico de la gente inmoral. Es, de hecho, la típica sentencia nazi cuando los jucios de Nuremberg. Es muy habitual confundir el bien con el deber.

    Y bueno, nunca entendí eso de los inocentes de la Estrella de la Muerte. Cuando colaboras en algo tan terrorífico muy inocente no es que seas. Siempre me ha parecido un intento muy tonto de quitarle responsabilidad moral a lo que la gente hace.

  2. No es fácil ser verde.

  3. Enrique Martínez Zurita

    Me ha gustado mucho el artículo, principalmente la parte de Tom y Jerry. Hay una oración muy conocida que dice «Sabes que has crecido cuando dejas de reír con Jerry y empatizas con Tom». Los matices se agradecen y no hay nada más aburrido que un villano que es villano porque sí, por eso celebro que alguien que sabe escribir bien levante la voz en defensa de los «buenos» malos.

  4. Agustín Serrano

    Me ha encantado.

    Gracias.

  5. Decididamente, no soporto a los malos por deber. Los héroes de animación y su merchandising para mí son asuntos marcianos. Los malos, no. Me gustan los que tienen una malevolencia espontánea (aunque haya algún asuntillo en el pasado que los dejara marcados), deliberada, cultivada durante décadas de agudísima observación del microbio humano, aderezada con cierta megalomanía (lo de la venganza porque de chiquillo me hicieron a mí me entristece y al final me irrita, qué le voy a hacer). Me gustan cultos, refinados, seductores, ingeniosos, brillantes, ultraobservadores, intuitivos, creativos, desmedidamente inteligentes, imbatibles (prácticamente). Un cruce entre Anibal Lecter, John el Rojo, Morland Holmes y muchos otros más elevados (y más bajos) que ahora mismo no recuerdo, y con un pequeñísimo momento de debilidad que los revele humanos, tiernos y justos, mucho más que cualquier héroe y sus pequeñoburguesas apuestas. Son la guindilla, la guinda y la frase perfecta: eso que lo cambia todo. Sólo el héroe que se gane su respeto vale la pena. Dios qué calamidad de moral subyacente. Espero que el psicoterapeuta me absuelva o me hago budista.

  6. Pingback: El malo tenía razón

  7. Siempre pense que la segunda temporada de la serie Utopía se desvió precisamente porque el malo tenia demasiada razón. Y aunque no lo comparta mucha gente, también pienso que en la novela «Un mundo feliz» el malo tampoco era tan malo…

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