Cine y TV

Gloriosos bastardos

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Fotografía: Ryan J. Quick (CC)

Hollywood

El origen de las nueve letras que sirven de diadema al monte Lee tiene poco de cartel de bienvenida al cosmos cinematográfico y mucho de banner publicitario inmobiliario. Cuando el gigantesco letrero fue plantado allí en 1923 su texto rezaba HOLLYWOODLAND y una montaña de bombillas lo cercaban con parpadeos incómodos, hermanándolo con la sordidez clásica del neón promocional. Aquellas letras eran en realidad el anuncio promocional de una urbanización con el mismo nombre.

El espectador suele imaginar a las estrellas como divinidades sin verrugas, acostumbradas a un mayordomo cuyo acento viste con corbata, a limusinas cuyo interior se recorre en quad, a localizar el baño de la mansión tirando de Google Maps y a una placentera vida dedicada a bucear en el jacuzzi en busca de las tarjetas de crédito y las bragas de débito. La meca del cine fabrica a la estrella impoluta, a prostitutas con la cara de Julia Roberts haciendo agostos en Hollywood Boulevard cuando cualquier persona de bien sabe que la carne a la venta acampa realmente en Sunset Boulevard y tiene cara de haber sido atropellada por una furgoneta conducida por la tragedia. El público es ajeno a la infame realidad de sus estrellas y nunca descubrirá en la gran pantalla que a Daryl Hannah le falta medio dedo de la mano izquierda, porque eso estamparía la perfección de la leyenda contra el suelo de lo mundano.

La única persona conocida a la que Sean Connery sería capaz de matar es al James Bond interpretado por el propio Sean Connery. El desprecio del escocés por el agente de tres dígitos desconcertaba. Pero su caballeresca figura se despeinaba mucho más con la onda expansiva provocada por la hostia a palma descubierta que eran sus declaraciones en 1965 a la revista Playboy: «No creo que haya nada malo en golpear a una mujer, aunque no recomiendo hacerlo de la misma manera en la que golpearías a un hombre. Una bofetada a mano abierta se justifica si las otras alternativas fallan y han existido advertencias. Si una mujer es una puta, o una histérica, o muy difícil, entonces lo haría. Creo que un hombre tiene que estar ligeramente avanzado, por delante de la mujer». Veintidós años más tarde Barbara Walters le sentaría en un plató para replantearle a bocajarro la desacertada afirmación y Connery pilotando su patinete de misoginia reafirmaría su opinión. A John Wayne otra entrevista le destapó ciertos prejuicios: «Creo en la supremacía blanca hasta que los negros sean educados para alcanzar cierto punto de responsabilidad. No creo en dar autoridad y posiciones de liderazgo y juicio a las personas irresponsables». Pero curiosamente llegó a resultar más escandaloso otro dato desconocido de su vida: odiaba montar a caballo.

En algún momento Errol Flynn pronunció la frase «Me gusta el whisky viejo y las mujeres jóvenes» y en 1942 dos chicas menores de edad lo acusaron de violación; del popular juicio su figura saldría inocente y su imagen vapuleada. Sammy Davis Jr. promocionaría la Iglesia de Satán entre Hollywood luciendo distinguidas uñas pintadas de rojo que lo revelaban como simpatizante del colectivo. Mel Gibson y Christian Bale sufrirían grabaciones furtivas que los revelarían como granadas de mano humanas. Randy Quaid pasaría de optar a Globos de Oro, BAFTAs y Óscar a opositar por una plaza en un centro de salud mental: tras anunciar que unos misteriosos asesinos de estrellas de cine, llamados Hollywood star whackers persiguen su trasero con oscuros propósitos, decide refugiarse en Canadá donde suplica que lo adopten.

El caso de sir Christopher Lee tiene sombras más afiladas. En pantalla vistió capas y cruzó exitosamente a un gremlin con Batman, pero su pasado en el plano terrenal resultaba incluso más tenebroso: participó en la Segunda Guerra Mundial con el ejército británico y fue parte del Special Operations Executive, un dream team de agentes secretos y operaciones confidenciales ideado por Winston Churchill (y conocido popularmente como «Los irregulares de Baker Street» o «Churchill’s Secret Army»). En cierta ocasión un periodista intentó sonsacar a Lee algún detalle sobre esas misiones misteriosas: «¿Sabes guardar un secreto?» le inquirió Lee. «Sí» respondió el periodista, «Yo también» sentenció el actor. La verdad sobre aquel ejército solo la conoce el propio Lee y la imagina ligeramente Peter Jackson: durante el rodaje de El retorno del rey el director neozelandés precalentaba la muerte de Saruman instruyendo al inglés sobre los gritos con los que debería adornar su apuñalamiento, cuando de repente fue interrumpido: «Peter, ¿alguna vez has oído el sonido que hace un hombre al ser apuñalado en la espalda?», inquirió Lee; «No», respondió Jackson. «Bueno, yo sí. Sé lo que tengo que hacer», sentenció el actor al tiempo que la temperatura de la habitación decidía que era el momento oportuno para desplomarse de golpe.

No era el único legendario que vería nazis más allá de las salas, Lee Marvin sobrevivió a una masacre en la que casi todos sus compañeros promocionaron a picadillo. Mel Brooks vivió el conflicto desactivando bombas enemigas. Y la tierna Audrey Hepburn camuflada bajo un nombre falso (Edda van Heemstra) no solo tuvo coraje para escapar del camión en el que la arrojaron las tropas alemanas, sino que aprovechó sus artes como bailarina para realizar black-perfomances, funciones a puerta cerrada (donde los asistentes no aplaudían para no llamar la atención del exterior) en las que recolectaba dinero y transportaba correo secreto para la resistencia holandesa. El día que la guerra finalizó decidió dedicarse a algo más coherente con su futura imagen popular: enfermar por sobredosis de azúcar.

Hullywood

Durante los setenta si el visitante dirigía la vista hacía el monte del Parque Griffith se encontraba con un extraño mensaje: HuLLYWOOD. La parte superior de la segunda letra había decidido independizarse tras años de malos tratos. A Hugh Hefner le fastidiaba no ver la rotulación correcta en la montaña cada vez que levantaba la cabeza de sus colinas de silicona, y organizó una campaña para restaurarla. Cada una de las letras fue costeada por donantes distinguidos, Alice Cooper pagó la segunda O en honor a su colega Groucho Marx. Es importante esto, porque Alice Cooper podría aparecer cualquier día y llevarse la segunda O al jardín de su casa.

La degradación como medio de vida es un clásico de las bambalinas de Hollywood. Oliver Reed vomitó media barra libre sobre Steve McQueen y su afición por la gresca le llevó a partirse la cara en un bar para luego partírsela de nuevo con el taxista que le llevaba desde el bar a casa. Angelina Jolie visitaba a su camello tres veces a la semana para mantener una saludable receta de coca y heroína. Daniel Radcliffe cambió frascos de pociones por botellas de Jack Daniel’s. El insoportable Tim Allen vivió dos años de cárcel por tráfico de drogas. Hugh Grant demostró que se la mamaba su imagen de galán romántico cuando contrató los servicios de una prostituta en su coche. Gary Busey, con su cara de zumbado de la vida y dentadura de teleñeco, relataba cómo su perro se revolcó sobre un montón de cocaína desparramada y él no pudo evitar esnifar el polvo directamente del lomo del chucho. Nick Nolte era arrestado colocadísimo de GHB y legaría al mundo una famosa foto del momento en la que su alborotado pelo lo convertía en una mitológica medusa moderna. Sus declaraciones sobre el asunto acompañaron en estilo: «Llevo años metiéndome esto y nunca me han violado».

También están quienes han decidido convertir su vida real en una extensión de la ficticia. Robert Downey Jr. interpretó en Golpe al sueño americano a un joven deslizándose por un tobogán de drogas y después definió ese papel como «la visita del fantasma de las Navidades futuras». Downey haría turismo por rehabilitaciones, apuntalaría sillas en juzgados, asaltaría casas de vecinos e incluso firmaría por proyectos (Ally McBeal) cuando ni siquiera tenía claro si el rodaje le pillaría en prisión. Charlie Sheen supo llevarlo mejor, juró públicamente fidelidad a las drogas, la bebida, las actrices porno y los excesos, esputó sobre los productores de la serie (Dos hombres y medio) que le convirtió en el actor mejor pagado de la televisión y embelleció toda entrevista asegurando que era un «brujo con sangre de tigre». Aunque para hacer justicia habría que señalar que Sheen solo ha pasado por un periodo grave de adicciones ilegales: el que comenzó en los ochenta y dura hasta la actualidad.

Y por último existen dos personajes que han sido especialmente hábiles a la hora de engañar al público con su imagen proyectada. El primero es Dolph Lundgren, aquel al que Roger Moore definió con un «es más grande que Dinamarca»: en el ecosistema fílmico era una mole de músculos con problemas para componer frases complejas sin autoinducirse el coma. En la vida real era un estudiante superdotado licenciado en Ingeniería Química que hablaba varios idiomas, coleccionaba becas prestigiosas y salía de fiesta con Andy Warhol, Iman y Keith Haring. Y el segundo es Pal, el único actor que se hizo pasar por actriz durante ocho exitosas películas sin que el público sospechara nunca nada raro. Aquel intérprete que en la pantalla grande respondía al nombre de Lassie.

Hollywoodland

Un viernes 16 de septiembre de 1932 Peg Entwistle, una joven actriz de veinticuatro años que había pisado Broadway, decía en casa que salía un rato a comprar tabaco y a saludar a un par de amigos, pero estaba mintiendo. En realidad Entwistle se dirigió hacía el gigantesco cartel que coronaba el monte Lee, trepó por la letra hache y desde lo alto de la capital se arrojó al vacío dejando tras de sí una nota de suicidio y una carrera que no llegaría a despegar. Ese mismo año había participado en su primera película, Thirteen women una producción de la RKO aún por estrenar, en la que tenía un pequeño papel al que la sala de montaje recortaba las puntas. La furia con la que la prensa cinceló aquella imagen de actriz fracasada y suicida superaría cualquier legado fílmico que ella hubiese construido. La gloria bastarda convirtió a la persona en leyenda invirtiendo los papeles de la fama. Entwistle localizó dónde se encontraba el punto exacto que separaba a la persona del mito cinematográfico: en lo más alto de esas letras gigantescas que anunciaban un sueño. Y justo después sus huesos chocaron contra el suelo.

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8 Comentarios

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  3. Juan Miguel

    Muncho cotilla ahí en la redacción….

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  7. Muchas gracias, revista cultural.

  8. ¡Gracias!

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